Capítulo 4
A partir de aquel día en el que
leí cómo mamá copulaba desvergonzadamente con el profesor Hugo en un rincón
olvidado de la escuela, hice lo posible por estar cerca de ella el mayor tiempo
posible. Por suerte, no salía mucho de casa, quizás consciente de que cada vez
que lo hacía, aumentaba la posibilidad de que su vida se convirtiera en una
cosa que no pudiera controlar.
Revisaba la página de relatos
eróticos todos los días. Me sorprendió notar que, pasada una semana, no había
subido nada. Por un tiempo tuve la efímera esperanza de que había vuelto a la
rígida abstinencia que se había impuesto algunos meses atrás, y que ya ni
siquiera estaba poseída por esas fantasías amorales que la embargaban en los
últimos tiempos, pero había algo que me sacaba de esa ilusión tan optimista: los
síntomas que habían aparecido como consecuencia de no practicar sexo, ahora
estaban ausentes. Ni insomnio, ni vómitos, ni mal humor. Nada. De hecho, se la
veía con un excelente carácter, cosa que la hacía ver más joven y linda de lo
que ya era.
Prestaba atención a cada
movimiento que hacía en clase. Cuando Ricky la llamaba para preguntarle algo,
yo me daba vuelta, con la excusa de comentarle una cosa cualquiera a Gonzalo, o
a alguno de los del fondo, y miraba de reojo, a ver si sucedía algo raro. Pero
las caricias a las piernas de mamá no se volvieron a repetir en esos aciagos
días, quizás porque Ricardo se sentía repelido por mi constante vigilancia.
Tampoco volvió a suceder eso de que ella se quedara en la escuela después de
clases. Eso de alguna manera me aliviaba, ya que si era descubierta cogiendo
con el profesor Hugo en su oficina, mamá caería en desgracia. La echarían, y
seguramente no podría volver a dar clases en ninguna otra escuela. Pero por
otra parte, me preguntaba cuándo era que satisfacía sus necesidades carnales.
El único momento en el que podría
hacerlo, era por las mañanas en donde no tenía que dar clases, mientras que yo
estaba en la escuela. Incluso insistí a los chicos de mi grupo de geografía
para que los próximos encuentros fueran en mi casa, de esa manera estaba
siempre ahí, salvo que fuera imprescindible salir. Por si fuera poco, en un par
de ocasiones falté a clases, con la excusa de que no me sentía bien. En esas
ocasiones mamá no había salido en ningún momento, y por supuesto, no había
hecho entrar a ningún hombre.
Por otra parte, en clases, prestaba
mucha atención a sus miradas subrepticias. En efecto, seguía buscando a Ricky,
seguía meneando su trasero cada vez que le daba la espalada, seguía vistiendo
de manera sugerente para ir a dar clases. Pero más allá de eso, no había nada
raro. Sin embargo eso era justamente lo que me perturbaba, que no hubiera nada
raro, porque me daba la impresión de que ocurrían muchas cosas a mis espaldas. Estaba
seguro de que mamá se acostaba con alguien, si no fuera así, ya lo habría
notado. Pero me quedaba la duda de en qué momento lo hacía. El profesor Hugo
trabajaba en la escuela casi todos los días. Me sentía confundido.
Ricardo, por su parte, se mostraba indiferente a la sensual profesora,
cosa que no me tragaba ni en sueños.
Y así pasaron días, semanas,
hasta que conté un mes desde el último relato. En ese tiempo había bajado la
guardia, pero aun así, no habían sucedido demasiados hechos sobresalientes en
la vida de la profesora Cassini —ni en la mía—. En mi curso todos la querían,
sobre todo las chicas, que veían en ella un ejemplo a seguir, ya que la
consideraban no solo hermosa, sino muy inteligente y sofisticada, una
combinación que difícilmente se daba en una misma persona.
La ausencia de relatos me llenaba
de incertidumbre. No podía dejar de preguntarme en qué punto se encontraba
mamá, con respecto al sexo. Los datos que tenía eran contradictorios: por un
lado, la inexistencia de hechos sospechosos me daban esperanzas, pero su estado
de ánimo me hacía pensar que había vuelto a las andadas.
— Hoy
tengo que quedarme a una reunión de profesores —comentó mamá, cuando salíamos
de aula.
Había terminado la sexta clase.
Mis compañeros vaciaban el salón, y nosotros estábamos solos en el umbral de la
puerta.
— Te
espero —dije.
— No seas
tonto —respondió, aparentemente fastidiada, aunque no enojada—. Esto puede
tardar.
— No
importa —dije—. Me quedo en la
biblioteca estudiando.
Mamá puso la mano en mi cabeza, y
me la frotó, en un tierno gesto que hacía mucho que no había tenido conmigo. De
todas formas, me dio algo de vergüenza que lo hiciera justamente en la escuela,
mientras un montón de alumnos pasaban a nuestro lado.
— Hacé lo
que quieras. Pero no creo que salga hasta dentro de una hora, o un poco más —dijo.
Metió la mano en su cartera, y sacó unos billetes—. Tomá, por si te da hambre.
— Gracias
má.
La vi alejarse. Ese día vestía
una falda blanca con lunares negros, bastante larga, pero que sin embargo tenía
su cuota de sensualidad, ya que resaltaba la forma de sus caderas, y la tela
fina, bajo determinada luz, dejaba entrever la breguita que llevaba puesta.
Arriba una blusa negra, sin mangas. Se había recogido el pelo, lo que hacía
resaltar las preciosas facciones de su rostro.
Fingí que me dirigía a la
biblioteca, pero cuando me aseguré de que ya me había dejado atrás, me desvié
al kiosko. Hice tiempo ahí, tomándome una botella de jugo, aunque tuve que
dejar de hacerlo cuando sentí que mi estómago se revolvía. Estaba nervioso, ya que
intuía que lo de la reunión de profesores había sido una mentira. Cuando
pasaron quince minutos, me dirigí a la sala de profesores, para comprobar si
existía o no tal reunión. No me sorprendió encontrar el lugar con apenas unos cuantos
docentes, que acababan de terminar su jornada, y se tomaban un descanso.
—
¿Necesita algo? —dijo un profesor canoso con
anteojos pequeños.
— No, nada
—respondí.
El primer temor fue confirmado.
Mamá me había mentido con lo de la reunión. Pero quería comprobar otra cosa
antes de irme. Me dirigí al fondo de la escuela.
— ¡Mierda!
—dije en voz alta.
Me encontraba en la playa de
estacionamiento. El auto de mamá aún se encontraba ahí. Me dio pavor las
implicancias que ese hecho tenía. Por un lado, me había mentido sobre la
reunión, pero por otro, no se había marchado de la escuela. ¿Qué significaba
eso? ¿Seguía cogiéndose al profesor Hugo en su oficina? Eso era demasiado
arriesgado. Si continuaba con haciéndolo, sería cuestión de tiempo para que la
descubrieran. ¿No era más fácil irse a un hotel y hacer todo lo que tenían
ganas de hacer? Se me cruzó por la cabeza esperar al momento oportuno para
cruzarme con el profesor y decirle: Mirá, está muy bien que te cojas a mi mamá,
pero no seas idiota y cuidala. Pero eso lo dejaría para más adelante.
No me quedaba otra opción. Caminé
hasta ese lugar que mamá había descrito en su último relato. No me costó mucho
encontrar el pasillo largo que nacía del patio de entrenamiento. Era un pasillo
en el que no había aulas, por lo que nunca me había molestado en visitar.
Miré a mí alrededor. Casi todos
los alumnos ya se habían marchado, y faltaba bastante para que los del turno
tarde empezaran a ingresar. Sólo había algunos profesores que atravesaban los
corredores a gran velocidad, y un par de empleados de limpieza, que hacían su
trabajo con la cabeza gacha, y con evidente desgana.
Me metí en ese oscuro pasillo,
haciendo el menor ruido posible. Miraba a mis espaldas cada vez que oía un
ruido que me llamaba la atención, pero nadie iba tras mis pasos, sólo era yo y
mi temor.
La puerta estaba cerrada. Recordé
lo que había escrito mamá. Si alguien estaba cerca mientras era penetrada, los
gemidos que largaría no podrían pasar desapercibidos. Sin embargo, hasta el
momento no escuchaba los sonidos del placer. Aunque sí pude confirmar que había
alguien hablando. Era la voz de una mujer, aunque aún no podía estar seguro si
se trataba de la profesora Cassini.
Y entonces escuché la voz del profesor Hugo.
— Dale, no
pasa nada. Te va a gustar —decía el profesor.
La mujer le respondía algo, pero
no se entendían sus palabras, aunque sí pude notar que había cierta irritación
y contrariedad en su tono de voz. Probablemente ella estaba más alejada de la
puerta, y por eso no podía captar sus palabras.
Ahora el hombre —quien
seguramente era el profesor Hugo—dijo algo entre susurros. Y ya no escuché nada
más por un rato.
No podía despegarme de la puerta.
Era muy probable que en ese mismo instante se estaban cogiendo a mamá a apenas
un par de metros de donde yo estaba. Debía estar ahí, para asegurarme de que
nadie fuera a descubrirla. Debía protegerla. Además, era la primera vez que me
encontraba un paso por delante del relato.
De repente, escuché el gemido del
profesor. ¿Mamá le estaría dando una mamada? Era probable, pues ella había
enmudecido, y en ningún momento se le había escapado un gemido.
— Vení acá
—escuché que decía alguien.
Agucé mis oídos. Me había llamado
mucho la atención esa voz masculina que había escuchado ahora, pues no parecía
la del profesor Hugo ¿Estaba sucediendo lo que imaginaba? — Que hermoso orto
tiene, profe —dijo esa misma voz.
Ahora no me cabían dudas. Había
un segundo hombre —como mínimo— en la oficina del profesor Hugo. No tenía idea
de quién era. Pero resultaba evidente que mamá ya se estaba haciendo cierta
fama en la escuela, al menos entre el plantel masculino. Hugo había decidido
compartirla. Ahora entendía por qué esa voz que parecía reflejar contrariedad
en un principio. Quizás Hugo llevó a uno de sus amigos sin habérselo advertido
antes, convencido de que era tan fácil hacer que se bajara la bombacha, que con
unas simples palabras bastaría para convencerla.
Me preguntaba quién era ese
segundo hombre. Lo más probable es que se tratar de otro profesor, o quizás
algún empleado de mantenimiento o limpieza. Aunque estos último no solían ser
tipos atractivos, ni siquiera bien aseados. Esperaba que mamá tuviera un mínimo
de buen gusto. La otra opción era… no quería pensar en eso.
Se escuchó un gemido femenino. A
esas alturas ya había dado por sentado que la mujer de ahí adentro era mamá.
Recordé la falda larga que llevaba puesta. Aquel desconocido se la habría
levantado, para luego correr su braga, y penetrarla desde atrás. Imaginé que la
tenía contra la pared. Pero luego se me ocurrió que el profesor Hugo no estaría
contento si lo excluían, además, no contaban con mucho tiempo, así que dudaba
de que fueran a cogérsela por turnos. Así que quizás ella estaba en el suelo,
en cuatro, mientras uno la penetraba y el otro le arrimaba la verga para que la
mamara. Los gemidos de la mujer aparecían cada tanto, lo que podía indicar que,
tal como lo había imaginado, tenía su boca muy ocupada.
Mierda, mamá era una verdadera
puta. Ya había leído ese relato en la que los dos kioskeros le daban maza en el
fondo del local, pero no había imaginado que repetiría un trío en la propia
escuela. No por primera vez me pregunté quién era el tercer integrante de ese
libidinoso grupo.
Me di cuenta de que yo también
estaba expuesto. Había visto pasar, al final del pasillo, a varios profesores y
preceptoras. Algunos parecieron reparar en mí, pero no me dieron importancia.
Sin embargo, si volvían a pasar y yo continuaba en ese mismo lugar, se
preguntarían qué estaba haciendo, y lo más probable era que dedujeran que
estaba a punto de hacer una travesura con otros alumnos. Eso indefectiblemente
concluiría en que el docente exigiría saber qué era lo que estaba sucediendo
detrás de esa puerta.
Así que volví sobre mis propios
pasos, hasta llegar de nuevo al campo de educación física, donde un grupo de
alumnos ya se preparaba para empezar la clase. Al profesor Hugo no le quedaba
mucho tiempo. Veinte minutos a lo sumo. Pero sabía que en veinte minutos se
podían cumplir todo tipo de fantasías.
Me quedé por ahí, simulando que
yo mismo esperaba a participar de la clase, aunque los chicos que había por ahí
eran mayores que yo. Si alguien se metía por el pasillo, lo seguiría, y le
preguntaría cualquier cosa, para que aquellos tres pervertidos se dieran cuenta
de que tenían que suspender su fantasía pornográfica. Era increíble lo que uno
hacía por una madre.
Cuando se hizo la hora, di vuelta hasta llegar al otro lado del patio.
Supuse que mamá ya no necesitaba que yo cuide de que nadie fuera para ese
pasillo. Ellos habrían de saber que ya era hora de acabar —nunca mejor usada
esa palabra— con esa fiestita. De todas formas, me di cuenta de que para la
mayoría de los alumnos, aquel pasillo extenso parecía estar prohibido. Aunque
más que prohibido, pareciera que era un sector para nada atractivo. Al meterme
por ese lugar, pude notar que a la derecha no había más que algunos cuartos de
máquinas y de luces, a los cuales seguramente sólo entraba el hombre de
mantenimiento. Y luego, en el fondo, ya completamente oculto de la vista de
quienes estaban en el patio, la ya afamada oficina del profesor Hugo. Además,
todos habrían de creer que ese cuarto no era más que un depósito. Nadie osaría
llamarlo oficina. Y mucho menos, nadie sospecharía que el profesor se tiraba a
la docente más bella de la escuela en ese cuchitril. ¿Quién podía ser tan
fantasioso como para sospechar que en ese mismo momento, Hugo estaba
practicando un trío? Era verdad ese dicho que decía que “a veces la realidad supera
a la fantasía”.
La única duda que tenía era por
dónde saldría mamá, ya que sería por demás sospechoso que salieran los tres
juntos. Supuse que la oficina tenía una puerta trasera. O quizás en aquellas
salas de máquinas había otra salida.
Después de unos minutos, el
profesor Hugo apareció en el patio con una enorme bolsa llena de pelotas. Tenía
una inconfundible cara de satisfacción. A su lado había un hombre joven. Vestía
un blazer marrón y pantalón de jean. Usaba anteojos, y tenía una barba prolijamente
recortada.
— Un gusto
verlo, profesor Sandoval —dijo Hugo, despidiéndose de él, estrechando su mano.
No necesitaba escucharlo de su
boca para saber que el otro tipo que se había cogido a mamá, también era
profesor. Su aspecto lo dejaba en evidencia. Aunque la verdad era que no lo
había visto nunca. Parecía tener una gran intimidad con el profesor de educación
física. Probablemente era un suplente al que había conocido en otra escuela.
Era bastante joven, y estaba seguro de que todas sus alumnas tenían fantasías
con él.
Seguí con la vista al profesor
Sandoval. En efecto, entraba a un salón donde cursaba tercer año. Después de
todo, parecía ser un suplente. Quizás la fama de mamá se mantuviera en secreto
durante algún tiempo. Hugo la querría para él, y sólo la disfrutaría con
alguien de afuera. Aunque la verdad era que estaba haciendo demasiadas
suposiciones, y en realidad no tenía idea lo que tenía en la cabeza ese tipo.
De momento sentía cierto alivio
al saber que mi mayor temor no se había materializado.
Quince minutos después, la
profesora Cassini me envió un mensaje. “Ya estoy saliendo”, decía.
Le dije que la estaba esperando
en el patio. Cuando la vi venir, noté que mamá disimulaba mejor que el profesor
Hugo el hecho de que acababa de disfrutar del sexo. Pero sin embargo sus
pezones estaban duros, y se marcaban obscenamente en la blusa. El profesor la
saludó con una sonrisa cómplice. Cuando se dio cuenta de que yo era el hijo,
también me saludó, aunque por un momento pareció desencajado. Quizás le había
sorprendido el hecho de que haya hecho sus chanchadas cuando su propio hijo
andaba por ahí.
— ¿Vamos?
—dijo mamá.
Sentí olor a jabón en su piel.
Era evidente que se había lavado hacía unos minutos apenas. Una vez en casa,
entré una y otra vez a la página de relatos eróticos. Hacía más de treinta días
que mujerinsaciable no subía ninguna
experiencia. Pero supuse que algo como lo que había sucedido ese día merecía
ser inmortalizado en palabras.
Recién para medianoche apareció
el relato. Después de todo, mamá sí había vuelto a las andadas, y lo hacía de
una manera sumamente peligrosa. “No puedo ser tan puta”, se llamaba su nueva
obra. Un título explícito y denigrante, que reflejaba un pensamiento que muchas
veces se me cruzaba por la cabeza. Me dispuse a leer el relato, para conocer,
con lujo de detalles, cómo se la habían tirado mientras yo estaba al otro lado
de la puerta. Me daba morbo el hecho de saber si yo había adivinado o no, las
posiciones que habían usado.
No obstante, a medida que
avanzaba en la lectura, me daba cuenta de lo terriblemente equivocado que
estaba. Sentí miedo, mucho miedo, que luego fue reemplazado por la indignación,
para después pasar por la ira, y finalmente por el desconsuelo.
— ¡Qué
carajos! —exclamé, en medio de mi cuarto oscuro—. Nunca lo hubiera imaginado.
Esto era peor, muchísimo peor de
lo que había imaginado. Había estado muy distraído. Dormido en mis laureles,
como dice la abuela. A pesar de que sabía perfectamente que estaba lidiando con
una situación tan peculiar como peligrosa, no había tomado los recaudos
necesarios. Había desviado mi atención hacia los lugares en los que intuía
peligro, pero sin embargo el golpe de gracia había llegado desde donde jamás me
había imaginado que llegaría. Fui un torpe, sin dudas.
Había dado por sentado que me encontraría con el relato de lo que había
sucedido ese mismo día, pero mamá tenía mucho que contar, y esto se retrotraía a
casi un mes atrás. ¿Qué hiciste, mamá? Pensé para mí.
Pero todo había sido mi culpa.
Había sido muy ingenuo. Que el profesor Hugo la mantendría a raya. Sí, claro.
Ahora me rio de sólo pensarlo. Lo que hizo el profesor Hugo fue destapar una
olla de agua hirviendo, cuyo vapor era tan caliente, que nadie podría volver a
cerrarla.
El relato decía así:
No puedo ser
tan puta
He de reconocer que no subí nada
desde hace casi un mes, debido a que sentía algo de vergüenza. Pero viendo el
apoyo que recibí por mis lectores, y la enorme cantidad de mensajes pidiendo
que siguiera publicando mis historias, aquí estoy de nuevo. También debo
reconocer que esto es catártico. Compartir estas historias me alivian, aunque
sea un poco.
El polvo que me eché con Hugo en
aquel cuartucho de mala muerte, había sofocado mi incontrolable calentura… por
un día.
A la madrugada me agarró un
ataque de llanto, que tuve que reprimir todo lo posible para ocultárselo a mi
hijo. Al final, opté por llamar a mi terapeuta.
— Lo hice
—le dije, con la voz entrecortada—. Lo hice, y ahora no voy a poder dejar de
hacerlo.
— Claro
que va a poder —dijo la sabia psicóloga—. Esto es solo una recaída. Recuerde,
debe dejar de considerar a su cuerpo como un mero objeto de satisfacción. Hasta
que usted no lo haga (como lo venía haciendo estos meses), los demás tampoco lo
harán.
— Es que quizás…
quizás sí quiero hacerlo —le confesé.
— Usted lo
que busca en realidad es llenar un vacío que cree que pude cubrir con el sexo.
Pero ya sabe de sobra que no es así. Lo hablamos muchas veces.
— Pero ya
está hecho. Ya no voy a poder parar —dije, y corté.
Hasta el momento no volví a
terapia, ya que me parecía que sería una pérdida de tiempo.
Sabía que no tardaría en volver a
recaer, y no solo eso, sino que la tolerancia empezaría a hacerse presente. Al
igual que cualquier otra adicción, mi cuerpo necesitaría de mayor cantidad de
dosis (de vergas) para alcanzar la plenitud. Y mientras más pasaba el tiempo,
peor se pondría la cosa.
Pero realmente no tenía en mente hacer
que suceda lo que ocurrió esa tarde del miércoles. La verdad es que no se me
había pasado por la cabeza. Digo, había tenido pensamientos moralmente
cuestionables, eso es cierto, pero cuando pensaba seriamente en volver a mi
vida promiscua, tenía en mente a Hugo, o a algún otro profesor. Incluso había
pensado en Enrique, un vecino maduro que siempre se mostraba extremadamente amable
conmigo.
Pero la vida a veces da
sorpresas. Las cosas ocurrieron así:
Tengo como costumbre mandar a
hacer las compras a mi hijo. Sobre todo cuando hay que traer muchas cosas. La
idea es que yo pase el menor tiempo posible expuesta a situaciones peligrosas,
por decirlo de alguna manera. Él no sabe nada de eso, claro está. La verdad es
que ese día agradecí que mi chico tuviera la iniciativa de preguntarme qué
hacía falta para la casa, e ir a comprarlas, porque si no lo hacía, era casi
seguro que yo saldría e instintivamente buscaría a alguien que me alivie la
creciente excitación que sentía cuando recordaba cómo Hugo me poseía en su
oficina. Y es que me encontraba en esos días en los que necesitaba una verga
con urgencia.
La verdad es que el del profesor
de Educación física no había sido el mejor polvo de mi vida, ni de lejos. De hecho,
viéndolo en retrospectiva, creo que fue bastante rápida la cosa. Pero yo estaba
tan excitada, que hubiera logrado hacerme acabar con sólo usar sus manos. La
adrenalina que me generaba el miedo a ser descubiertos era otro condimento
interesante. Ahora Hugo se atribuía el goce que yo había alcanzado en ese
momento. Se pavoneaba cada vez que me veía, como si yo fuera una groupie y él
el cantante de una banda de rock. Eso sí, a la hora de la verdad, ponía
excusas. Ya habían pasado dos días de aquello, y no me había propuesto una
segunda cita en su oficina.
Pero en fin, la cuestión es que
mi hijo se fue al supermercado, protegiéndome, sin saberlo, de mi adicción. O
al menos eso creí en ese momento.
— En una
hora vienen los chicos a hacer el trabajo práctico, pero seguro que yo ya voy a
estar acá para esa hora —dijo, antes de irse.
Creo que no pasó ni cinco
minutos, que el timbre sonó. Me pareció extraño. No esperaba ningún paquete del
correo y faltaba mucho para que los compañeros de mi hijo llegaran. Abrí la
puerta, para encontrarme con un jovencito de rulos, con el bello rostro lleno
de lunares, al que yo bien conocía. Era alto, y siempre se mostraba serio y
respetuoso. Además, era uno de los mejores alumnos de la clase.
— Señor Ceballos
—dije, al reconocer a Ernesto, uno de mis alumnos.
—
Profesora Cassini. Hola. Perdón, creo que llegué demasiado temprano.
— No
importa, podés esperar adentro —dije, haciéndolo pasar.
— Ah,
entonces ¿Lucas no se encuentra?
Cuando hizo esa pregunta, me
pareció notar un extraño brillo en sus ojos. La compostura y prolijidad que
siempre mostraba, se trastocó por un instante. Mi hipersexualidad me hacía ver
cada gesto de los hombres como una invitación sexual, o al menos, como una
demostración de interés. Así que en ese momento no pude evitar pensar que ese
chico serio y lleno de lunares, se vio sorprendido cuando escuchó que estaría
con su profesora a solas.
Para echar más leña al fuego,
agregué:
— Así es,
y lamento informarte que se va a demorar un buen rato. Fue a hacer unas compras
al supermercado del centro.
Ahora a Ernesto se le abrieron
los ojos, y sus gruesos labios formaron una sonrisa. De repente me pregunté
cómo me veía. Llevaba el pelo atado, vestía una falda bastante corta, color
negra, y una remera celeste sin magas. Nunca había mostrado tanto las piernas
en clases. Estaban depiladas, al igual que mis partes íntimas, ya que esperaba
tener otro encuentro con Hugo, pero a él le estaba costando escaparse de su
mujer, quien ya lo conocía muy bien y sabía que no lo podía dejar solo por
mucho tiempo. Por otra parte, mi pelo estaba algo despeinado, y la remera no
era muy nueva que digamos.
— Perdoná
que te reciba tan desprolija —dije—. ¿querés tomar algo?
— Pero si
estás perfecta, como siempre profe —dijo Ernesto, sin ruborizarse en lo más
mínimo—. Y lo de tomar algo… Una cerveza estaría bien.
Me reí del chiste. Era un chico
despierto. Pero también me daba cuenta de que todo lo que hacía y decía estaba perfectamente
calculado.
—
Justamente te iba a decir que me alegraba de que mi hijo tuviera de amigo a
alguien tan responsable como vos. Pero quizás me equivoqué al juzgarte.
— Para
nada, era solo una broma —explicó él, aunque era obvio que yo la había interpretado
de esa manera—. Aunque si no tomo, no es porque no me dejen. Digo, no es que
mis padres me dejen hacerlo, pero usted sabe profe, si un adolescente quiere
ponerse borracho, no es difícil encontrar quien le venda todo tipo de alcohol.
Me senté en el sofá, y el
simpático chico lo hizo frente a mí. Me crucé de piernas. Él mantuvo sus ojos
en los míos, pero estaba segura de que, desde la distancia en la que estábamos,
tenía una visión de mi cuerpo lo suficientemente amplia como para percatarse de
que ahora mi muslo derecho se dejaba ver con mayor descaro, pues la tela se
había levantado cuando coloqué una pierna encima de la otra.
— ¿Y por
qué no tomás alcohol entonces? —dije, haciendo la pregunta obvia.
— Porque
no me gusta perder el control de mis sentidos —contestó, con total seguridad.
Una respuesta ensayada, como parecía que era todo lo que decía. Me perturbaba
(y fascinaba) ver tanto aplomo en un chico que estaba todavía muy lejos de ser
un adulto.
No obstante, de todos los alumnos
de mi curso, era el que se parecía más a un adulto. Y no por los rasgos que
tenía precisamente, sino por esa actitud siempre segura, siempre con la
palabras justas, y sabiendo callar cuando era necesario hacerlo. Lo opuesto al
pobre de Lucio, pero también, en cierto sentido, opuesto a Ricky, que sólo
sabía llamar la atención con su prepotencia y sus fanfarronadas.
— Bueno,
está muy bien que un chico de tu edad piense de esa manera. Pero quizás cuando
seas más grande cambies de parecer. Perder el control puede ser muy divertido
—dije, esperando la reacción de él, quien más allá de verse algo divertido, se
mostró impasible.
Estaba claro que mi
hipersexualidad estaba haciendo de las suyas, ya que en otras circunstancias
jamás se me hubiera pasado por la cabeza soltarle tales palabras a un chico de
su edad.
— Y de qué
manera pierde usted el control, profe —quiso saber.
Cada vez me gustaba más ese niño.
Usaba mis propias palabras para sacarme información que si intentara obtener de
una manera más directa, terminaría quedando como un impertinente. Sin embargo,
no podía decirle que perdía el control entregándome a montones de tipos que
quisieran cogerme, que perdía el control ante una babeante verga arrimándose a
mi rostro, o a una erección oculta en los pantalones de un desconocido.
— Eso no
se lo puedo decir a un alumno —dije, enigmática.
— Ya veo,
pero algo me dice que no es el alcohol su vicio —dijo él, con una certeza que
me hizo estremecer.
— No, no
es alcohol —respondí, poniéndome de pie— ¿Me harías un favor?
— El que
quieras —contestó, tuteándome por primera vez, mientras me observaba con una
mirada que parecía ver en mi interior, y así descubría mis secretos más
lujuriosos.
Cada cosa que decía Ernesto era interpretada
por mí como un intento de seducirme. Con cada mirada parecía querer desnudarme.
Era probable que fuese cierto, pero era difícil saberlo con certeza, quizás
simplemente era mi trastorno compulsivo jugándome una mala pasada. Sentía cómo
mis pezones se endurecían, y me pareció que su mirada se desviaba a ellos. Mi
entrepierna era un volcán. Mi cuerpo estaba tenso.
Si pudiera hablarle a la Delfina
de ese momento, le diría: No seas estúpida. Es apenas un nene. Es amigo de tu
hijo. Hay miles de hombres que con gusto te darían sus vergas cuantas veces
quisieras. ¡Dejá de meterte en problemas!
Pero lo cierto es que en ese
momento no tenía a nadie a quien llamar. Estaba sola, con ese chico inteligente
y bello, que incluso con esa impasividad que siempre mostraba, no podía
disimular la atracción que sentía por su profesora.
Habían pasado unos diez minutos
desde que entró. Quedarían otros cuarenta hasta que llegaran los otros chicos…
— Vení
—dije.
Me puse de pie, y caminé hacia la
cocina. Me aseguré de que cada paso que diera fuera sensual. Que él, desde
atrás, viera cómo se movían mis caderas, que viera el ágil andar de mis
piernas, el terso culo moviéndose dentro de la pollera, la diminuta tanga que
llevaba puesta y que se marcaba en la fina tela…
Estaba pensando en qué tontería
le pediría que hiciera. Debía ser algo que lo obligue a ponerse cerca de mí, y
no mantener esa distancia que nos imponía la sala de estar. A lo mejor le diría
que bajara algo de la parte más alta de la alacena, tampoco estaría mal buscar
la excusa para inclinarme en una pose sensual. Pero de repente empecé a dudar,
y a ponerme nerviosa. Todo eso funcionaría con la mayoría de los hombres, ya
que solían ser muy básicos, pero este chico era diferente. No sólo se
caracterizaba por su seriedad y su imperturbabilidad, sino que se me antojaba
indescifrable.
Y
entonces sentí que me agarraba con brusquedad del codo, y me empujaba contra la
pared de la cocina.
— ¡¿Qué
hacés?! —dije, asustada, y con verdadera sorpresa, ya que había actuado de
manera mucho más precipitada de lo que esperaba.
— Hago una
locura. Pierdo el control —dijo Ernesto, mientras metía la mano adentro de la
pollera.
— Pero vos
no sos así —dije—. Soltame ahora mismo, y te perdono.
Estaba arrinconada, entre la
pared y el cuerpo inamovible del chico. Era alto, me sacaba más de una cabeza,
y en ese momento me di cuenta de que era mucho más fuerte de lo que parecía a
simple vista. Ernesto deslizó lentamente la mano por mi pierna desnuda,
haciéndome estremecer.
— ¿Qué te
hizo pensar que podés hacer esto? —pregunté, zafándome de él, y saliendo, con
mucho esfuerzo, a un costado.
Pero el chico no se rendía. Vi
que tenía una potente erección que anunciaba una verga de un excelente tamaño.
Me agarró del rostro con violencia, y me hizo mirarlo a la cara.
— Hay algo
en vos profe. Algo que me calienta mucho, y que me hace perder la cabeza.
Y entonces me comió la boca. Su
lengua se metió adentro y se frotó con la mía con violencia. Mientras tanto,
sentí cómo sus manos bajaban, hasta llegar a mis nalgas, para apretarlas con
ímpetu.
— No, no
puedo hacer esto —dije, separando mis labios de los suyos.
El beso apenas había durado unos
instantes, así que todavía tenía oportunidad de salvarme. Pero Ernesto seguía
manoseando mi trasero, y sentía su respiración agitada en mi oído.
— ¿Por qué
estás haciendo esto? —pregunté, aunque no me molesté en sacar sus manos de mi
trasero, ya que se aferraban a ellos como si sus dedos fueran tenazas, mientras
que su pelvis se frotaba en mi cuerpo, haciéndome sentir su erecto falo—. Voy a
tener que reportarlo en la escuela. Todavía estás a tiempo de detenerte y
pedirme disculpas. Si hacés eso, te juro que voy a hacer de cuenta que no pasó
nada.
— ¿Ese va
a ser mi castigo? ¿Ser reportado? —preguntó el chico.
— Si no te
detenés inmediatamente, sí —contesté, con la respiración agitada—. De seguro te
van a expulsar.
— Si ese
es el precio por estar con vos…
Ernesto me empujó con su cuerpo,
sin quitar las manos de donde estaban, hasta ponerme contra la mesada de la
cocina. Arrimó sus labios gruesos a los míos, y me besó otra vez.
Esta vez fue un beso prolongado,
hambriento, lleno de pasión, pero sobre todo, fue recíproco. Ahora yo también
lo besaba. Lo abracé, a la vez que sentía cómo sus manos se metían nuevamente
adentro de la pollera, para ahora sentir la carne desnuda.
Me preguntaba si era virgen. Lo
más probable era que sí, ya que si bien se mostraba muy pasional, me manoseaba
con torpeza y brusquedad.
Corrí la cara nuevamente, sus labios
húmedos quedaron pegados a mi mejilla, y luego bajaron lentamente hasta mi
cuello. Sentir su lengua saboreándolo, fue la gota que rebalsó el vaso.
— Esperá
—dije—. Vamos a mi cuarto.
Ernesto, por primera vez, se
mostró sorprendido. Parecía que en su imaginación realmente estaba decidido a
tomarme por la fuerza. Me quitó las manos de encima, cosa que pareció costarle
mucho hacer, y me siguió hasta mi habitación.
Saqué un paquete de preservativos
de un cajón, y me senté en la orilla de la cama. El chico se paró frente a mí.
Su entrepierna estaba a la altura de mi cabeza. Se desabrochó el pantalón, y lo
dejó caer hasta los tobillos. Yo agarré el elástico de su ropa interior, con la
ansiedad de una niña que está a punto de abrir un paquete de regalo. Se lo bajé
hasta las rodillas. Un poderoso instrumento apareció ante mi vista.
— Qué
grande —dije, sabiendo que era uno de los mejores cumplidos que se le podía
hacer a un hombre, aunque no por eso dejaba de ser sincera.
Agarré el tronco. Era
increíblemente rígido, de una dureza que difícilmente tenían los hombres con
los que solía acostarme, que normalmente pasaban los treinta. Metí mi otra mano
en mi boca, y llené mis dedos de saliva, para luego frotar con ellos el glande.
Ernesto se estremeció de placer.
— Se
siente increíble —dijo.
— Y ya
verás cómo se siente esto —comenté yo.
Arrimé mi boca, y me llevé el
falo adentro. Sentía la mano de mi alumno acariciando mi cabeza con ternura
(esa ternura que los hombres suelen mostrar cuando reciben una buena mamada), y
escuchaba los gemidos de placer cuando mi lengua jugaba con su verga.
Dejé de hacerlo. Lo miré desde
abajo, con una sonrisa traviesa. Él me acarició el rostro.
— No
pares, por favor —suplicó.
— Voy a
parar —dije. Él se mostró terriblemente decepcionado. Parecía que al estar en
la intimidad conmigo, todas sus defensas se bajaban, y ahora era muy fácil
interpretar cada gesto que hacía—. Voy a parar, porque quiero que me cojas.
Como para que se contente, lamí su
verga un rato más, dejándola llena de saliva, para dejar de hacerlo cuando
empecé a sentir el sabor del viscoso presemen. Luego le entregué el
preservativo. Él agarró el paquete, mordió el plástico que lo envolvía, y sacó
el profiláctico de adentro. Se quedó mirándolo. Me dio la impresión de que
dudaba de qué lado debía ponérselo. Lo colocó en el glande y empezó a
desenrollarlo. Pero le estaba costando hacerlo. No pude evitar soltar una
risita.
— Dejame a
mí —dije, y ayudé a ponérselo. Me subí a la cama. Me levanté la pollera, y me
quité la tanga—. Es tu primera vez ¿No? —pregunté.
— Sí
—reconoció él, sin ningún problema.
— No te
preocupes. Lo único que tenés que hacer es meter esa cosa acá —dije, soltando
una risa, mientras señalaba mi sexo.
Él lo miró, boquiabierto. Me
encontraba sin un solo vello, y estaba empapada.
Ernesto dejó el pantalón y el
calzoncillo en el piso. Se colocó encima de mí. Agarró su instrumento y apuntó
a esa enorme hendidura. Empujó tímidamente, como si tuviera miedo de lastimarme.
Una vez que se aseguró de estar adentro de mí, dejó caer su cuerpo sobre el
mío. Ahora estábamos pegados, como si fuéramos uno solo. Lo abracé. Él me besó
el cuello, mientras empujaba de nuevo, y de a poco, me penetraba más y más.
Me sentía en el paraíso. El
cálido y fuerte cuerpo de mi alumno se estremecía de placer mientras embestía
con las energías de un chico de quince años. Pasados unos minutos, ya se había
dado cuenta de que podía resistir sus arremetidas sin problemas, así que empezó
a hacerlo con mayor potencia.
Luego agarró mis piernas y las
puso en sus hombros. Sus manos fueron a mis tetas, que aún estaban cubiertas
por la remera. Ernesto las frotó con fruición, y pellizcó los pezones, mientras
su verga se enterraba una y otra vez, cada vez con mayor ímpetu. Me miraba a
los ojos mientras lo hacía, con una mirada intensa, que jamás le había visto.
Era como si quisiera grabar en su memoria mi rostro, cuyo gesto reflejaba el
gozo que sentía en ese momento.
Mis gemidos parecían excitarlo muchísimo.
No necesitaba simularlos. El hermoso instrumento del muchacho me generaba un
placer indescriptible, que sólo podía ser retribuido con jadeos, estremecimientos y finalmente, con mi
propio orgasmo.
Sólo en ese momento detuvo el
movimiento de su pelvis, aunque seguía adentro, claro está. Pero pareció
sorprendido (y fascinado) cuando vio lo que había logrado. Yo, agitada, mojada,
despeinada, media desnuda, me revolcaba de un lado para otro, como si estuviera
sufriendo de convulsiones, mientras sentía el orgasmo en cada una de mis
células.
Quedé agotada, inmóvil, con la
respiración entrecortada, y sobre todo, satisfecha. Ernesto se vino unos
segundos después, probablemente no aguantó más cuando me vio en esa condición.
Quedamos abrazados, él todavía
adentro mío, acariciándonos como si fuéramos dos viejos amantes, reacios a
despegarnos.
— ¿Te
gustó? —le pregunté.
— Me
encantó —dijo él— Salvo que… me hubiera gustado que me la siguieras chupando.
Pero de todas formas, esto se sintió increíble.
— Si me
prometés que vas a guardar este secreto, quizás la próxima vez… —prometí.
Estaba claro que en ese momento no estaba pensando en las consecuencias de mis
actos. Tanto así que hasta pensaba en volver a repetir lo de hacía un rato.
— Claro.
No voy a decir nunca nada. Este va a ser nuestro secreto —aseguró el chico,
para luego darme un beso muy tierno.
Lo cierto era que si se la mamaba
hasta hacerlo acabar, como él pretendía, no iba a tener tiempo de que me echara
otro polvo, y yo lo que quería era venirme de una buena vez.
Se salió de la cama, y se colocó
el pantalón. Yo no me puse la tanga. Tenía que limpiarme, ya que era probable
que el olor de mis flujos se percibiera. Ernesto había dejado el preservativo
usado sobre la cama. Lo agarré y fui a tirarlo al inodoro. Cuando volví al cuarto me agarró de la
cintura y me besó.
— Ahora a
disimular —dije.
Diez minutos después, los otros
dos compañeros de mi hijo tocaron el timbre, y en un lapso de tiempo similar,
llegó él.
Fui varias veces al comedor,
donde estaban haciendo el trabajo práctico. Ernesto disimulaba a la perfección,
manteniendo su aplomo. Ni siquiera me miró de reojo, cosa que de hecho hirió mi
ego. Nadie sospecharía que acabábamos de
tener sexo.
Y ahora tenía que volver a
complacerlo. Debía controlarlo, asegurarme de que mantuviera el secreto, y para
eso, tenía que tenerlo contento.
Hubo una frase que me acompañó durante
todo el día: “No puedo ser tan puta”, me decía, una y otra vez.
Mujerinsaciable
………………………………………………….
Quedé temblando, atravesado por
un montón de emociones. Ernesto. Nunca había pensado en él. Jamás se me hubiera
ocurrido que fuera capaz de propasarse con mamá. De lo que sí estaba seguro era
de que ni en sus sueños más atrevidos se había imaginado que las cosas le
saldrían tan bien.
Recordé el día en que fue a casa,
junto con Mariano y Celeste. Cuando llegué del supermercado, ellos ya estaban
en casa. No me había molestado en preguntar si habían llegado todos juntos. ¿Y
por qué iba a hacerlo? Además, estaba muy distraído con Celeste. Esa rubiecita
me gustaba mucho.
Mamá y Ernesto, me decía una y
otra vez, sin terminar de decidir qué tan grave era la situación. Mamá y un
alumno. Un alumno al que pensaba volver a cogerse. Y a mamársela, no nos
olvidemos de la mamada prometida.
Traté de conciliar el sueño, pero
como era de esperar, no pude hacerlo.
No se me pasaba el hecho de que
de eso había pasado casi un mes. Demasiado tiempo. ¿Qué había ocurrido mientras
tanto? Supuse que pronto me enteraría.
Y de repente me acordé de algo.
Ernesto había faltado a clases dos días seguidos, supuestamente porque estaba
enfermo.
Por primera vez me embargó el
absoluto pesimismo. Todo parecía indicar que no había nada que pudiera hacer
para detener la decadencia de mamá. Sólo podía observar todo de cerca, y ver
cómo nuestras vidas se desmoronaban.
Capítulo 5
Me
quedé sin dormir, esperando a ver si mamá subía otro relato. Pero para cuando
llegó el amanecer y empecé a rendirme ante el sueño, todavía no había nada
nuevo.
A pesar
de que pude dormir profundamente hasta entrado el mediodía, fue un sueño
pésimo, repleto de pesadillas. Pesadillas que en general consistían en que
todos mis compañeros de curso venían a casa a cogerse a mamá, también conocida
como la profesora Cassini.
No
podía sentirme más humillado. Ernesto había hecho su jugada, calladito, y le
había salido más que bien. No me podía sacar de la cabeza la cogida que le
había pegado a mamá en la cocina de nuestra propia casa. El título que Mujerinsaciable había elegido para el
relato me parecía sumamente acertado: “No puedo ser tan puta”. Era cierto. Es
decir ¿hacía falta culearse a un chico
de apenas quince años, y que encima era su alumno, en su propia casa? Eso
estaba mal lo mirase por donde lo mirase.
Era fin
de semana, por lo que tenía tiempo a conocer alguna historia más antes de que
me viera obligado a volver a la escuela. Y probablemente para el jueves, cuando
tocara la clase con mamá, ya me habría enterado de la mayor parte de las cosas
que habían sucedido durante ese mes.
Al
final, lo de leer los relatos no parecía proporcionarme ningún beneficio. Sólo me
servía para conocer con lujo de detalles cómo mamá sucumbía ante la lujuria.
No me olvidaba de que Ernesto había
faltado dos días seguidos a clase, utilizando la misma mentira que yo había
utilizado para quedarme en casa y controlar a mamá. Sólo que él había fingido
estar enfermo para venir a culearse a su profesora. Nada me iba a sacar de la
cabeza que esos dos días de ausencia los había pasado en la cama de mamá.
Por un
momento me invadió el mismo optimismo en el que había caído cuando me enteré de
su amorío con el profesor Hugo: de todos los males posibles, ese era el mal
menor. Es decir, en el caso de Ernesto, por tratarse de un chico tan reservado
y maduro, era posible que supiera guardar el secreto de mamá, más aun teniendo
en cuenta que si era prudente, eso lo beneficiaría, ya que ella se lo
retribuiría con más sexo.
Pero a
quién engañaba. Así como después de haber estado con su compañero de trabajo
decidió ir a por más, era muy probable que ahora ocurriera lo mismo. Pero no
podía dejar de preguntarme ¿Qué podía haber después de haberse cogido a su
alumno de quince años? La única respuesta que me venía a
la mente, y que me atravesaba como si fuera una descarga eléctrica, era:
cogerse a otros alumnos.
En
efecto, mamá había caído en lo más bajo que podía haber caído una hermosa y
joven mujer como ella, pero ese pozo de degradación siempre podía hacerse más
profundo.
Traté
de hacer memoria. La ausencia de Ernesto había sido hacía quince días como
mucho. Es decir, había en el medio quince días en los que dudaba que la
profesora Cassini hubiera mantenido la castidad.
Traté
de hacer memoria para dilucidar en qué momento podía haber estado cogiendo con
alguien. La respuesta era la misma de siempre: cuando yo estaba en la escuela,
mientras que ella no lo estaba. Pero en ese caso, tanto Ernesto como el
profesor Hugo quedaban descartados. A Ernesto lo veía todos los días, salvo
aquellos dos días mencionados, y con el profesor pasaba exactamente lo mismo.
¿A cuántos había ascendido la lista de
amantes de mamá? No quería pensar en un número, pero estaba consciente de que alguien
como ella podía hacerse de chongos con una facilidad pasmosa. Además, no es que
los hombres fuéramos a hacerle asco a la posibilidad de cogernos a una
hermosura como ella.
Por la
tarde revisé la página. Si bien no encontré nada nuevo, me puse a leer la
sección de comentarios, cosa que hasta el momento había hecho apenas de manera
superficial. No había gran cosa en ella. Algunos la felicitaban por lo putita
que era, y le pedía algunos datos personales, como de qué barrio era
concretamente, o le solicitaban su número de teléfono y su correo electrónico.
Pero mamá sólo respondía con escuetos agradecimientos. Si bien era cierto que
había corrido un riesgo considerable al utilizar la mayoría de los nombres
reales, también era cierto que no daba ningún otro dato, como por ejemplo, la
ciudad en la que se encontraba la escuela. Como la página parecía ser leída por
gente principalmente de España y de otros países de Latinoamérica, siendo los
argentinos una minoría considerable, parecía que no había un riesgo real de ser
descubierta, aunque tampoco era que dicho riesgo fuera inexistente. Una vez más
tuve en claro que a mamá le encantaba jugar con fuego.
Decidí
hacerme una cuenta, y le dejé un comentario pidiéndole que por favor no se
tardara mucho en subir un nuevo relato, ya que me había gustado muchísimo el
último. Me pareció sumamente raro, y hasta gracioso, verla revisar su celular y
escribir en él, para que después de unos segundos yo recibiera la respuesta en
la famosa página de relatos. “Hoy a la noche subo uno”, decía.
Desde
las ocho —cuando comienza la noche— estuve revisando una y otra vez el celular.
Aunque lo cierto era que veía a mamá ocupada en la cocina, y después
descansando frente a la tele, por lo que
era obvio que no se había puesto a escribir todavía. Una vez más, tuve que
esperar a llegar al umbral de la medianoche para poder ver en qué andaba la
profesora Cassini.
No
obstante, el nuevo relato era un juego de niños en comparación a los
anteriores. Había recibido un paquete de MercadoLibre.
Algo que había comprado del exterior. Mamá vio que el repartidor estaba
sediento, así que lo invitó a pasar a tomar algo fresco. No le costó mucho
hacer que el afortunado jovencito se tirara encima de ella, e hiciera lo
posible por complacerla.
Mamá
estaba desencadenada. Pero me daba cierto alivio que esta vez las cosas se
dieran de esa manera. Le dejé un comentario al final del relato. “Es mejor que
lo hagas con desconocidos a hacerlo en el ámbito laboral donde pueda traerte
muchos problemas. Mejor andá a bares. Seguramente vas a encontrar a muchos
hombres que te la quieran dar”, le escribí.
Mujerinsaciable me respondió con un
montón de corazoncitos, diciendo que probablemente lo haría.
Era una
idea simple pero que podía ser efectiva. Al final, su intento por recluirse en
casa, y no salir, terminaban por hacer que cayera ante vergas de conocidos,
cosa que podía traerle serios problemas. El remedio resultaba ser peor que la
enfermedad. Mejor que volviera a las andadas, como hacía antes, buscando el
placer en la bragueta de algún desconocido en un bar perdido por Buenos Aires.
Una vez más tenía que pensar en el mal menor. Parecía que estaba condenado a
que esa fuera mi único salvavidas, como si el hecho de que simplemente
estuviéramos bien resultara imposible.
El
domingo fue otro día de incertidumbre. Imaginé que si iba a publicar algo,
seguramente sería a última hora de la noche, pero aun así no pude evitar entrar
a la página una y otra vez. Cuando se estaba haciendo de noche mamá me dijo que
iba a salir con unas amigas.
Me tomó
por sorpresa. Hacía bastante que no salía. Era obvio que no iba a verse con
ninguna amiga. Vestía una calza negra cuya costura se perdía en la raja de su
culo, y botas que la hacían ver como si quisiera guerra. Arriba una camperita
de cuero que hacía mucho no usaba. El pelo recogido.
— Estás irreconocible —dije yo, exagerando.
— Y espero que también esté linda —dijo mamá.
— Estás hermosa —le aseguré.
Mientras
se ponía la cartera al hombro, le di un abrazo que pareció tomarla por
sorpresa, pero también le agradó mucho.
— Bueno, veo que tengo que salir más de seguido, así me
extrañás —dijo, con su sensual media sonrisa, mientras pasaba su mano por mi cabeza,
como si fuera un peine.
— Te cuidás eh mami —le pedí.
Ella me
aseguró que así lo haría, y se fue con una expresión de extrañeza, como si
no terminara de creerse que de repente
me mostrase tan cariñoso.
Me
quedé preocupado, pero pensé que si iba a un bar en busca de un macho que no
estuviera en su círculo de conocidos, estaba bien. Aunque por otra parte no
podía dejar de sentir temor ante la posibilidad de que se fuera a la cama con
un psicópata, o con cualquiera que decidiera hacerle daño. Después de todo,
intimar con extraños también tenía sus desventajas.
Nuestra
relación era tan peculiar, que era yo el que se quedaba en la sala de estar
hasta estar seguro de que ella volviera sana y salva, cosa que normalmente
hacían los padres.
La
profesora Cassini regresó a las once de la noche. Me preguntaba cómo le había
ido. No tenía en claro si el tiempo que se ausentó había sido suficiente como para
encontrar alguien que le gustara, llevárselo a un lugar cómodo y coger como
animales hasta saciarse. Pero a juzgar por el buen humor de mamá, y por el pelo
—que si bien estaba prolijo se lo veía un tanto diferente, como si se hubiera
vuelto a peinar—, lo más probable era que había gozado al máximo.
Pero lo
malo es que, por lo visto, se había agotado demasiado, y no se había tomado el
tiempo de escribir un nuevo relato.
A la
mañana siguiente sentí el cuerpo más pesado que nunca. No quería lidiar con ese
día. Vería a Ernesto por primera vez desde que supe que se cogió a mamá. Era
una situación desagradable y sumamente incómoda. Y pensar que por momentos
hasta lo llegué a considerar un aliado en mi rivalidad con Ricky. Era el único
que me apoyaba abiertamente cuando el otro me molestaba, y era uno de los pocos
que no solo no parecían tenerle miedo, sino que el otro hasta le guardaba
cierto respeto.
Pero ahora las cosas habían cambiado
diametralmente. El revoltoso del curso se había sumido en un extraño silencio,
que lejos de tranquilizarme me hacía recordar a esa frase que decía que antes
de desatarse una fuerte tormenta, se producía una tensa calma. Por otro lado,
aquel a quien consideraba de confianza, había sido el peor Judas, aprovechando
cuando yo no estaba en casa para asaltar a mi madre. Los enemigos estaban por
todas partes.
Tocaba
clases de matemáticas. Como de costumbre, me senté casi en el fondo. Ernesto
llegó unos minutos después.
— Che, tenemos que juntarnos para terminar de una vez ese
trabajo práctico. Es mejor que lo tengamos hecho con anticipación, así nos
sacamos el problema de una vez —dijo.
Era el
momento previo a que llegara el profesor. Particularmente el profe Del Valle
solía aparecer recién pasados quince o veinte minutos del horario de ingreso,
así que solíamos aprovechar para charlar de lo que habíamos hecho el fin de
semana, o de cualquier otra cosa. Miré fijamente a Ernesto, como tratando de
decidir si en sus palabras, y en sus gestos, había un asomo de burla, de
regodeo. Traté de meterme en su cabeza. ¿Qué estaría pensando? Que yo era un
estúpido, seguramente. Que mientras se hacía el amigo conmigo se cogía a mamá a
mis espaldas.
—¿Y…? —preguntó Ernesto, luego largó una carcajada—. Estás
distraído che. Parece que Celeste te tiene subido a una nube de pedos —agregó
después, señalando a nuestra compañera con la cabeza.
Celeste
se sentaba en la fila junto a la pared, delante de Lucio. Estaba hablando
animadamente con sus amigas, pero pareció percibir que la estaba observando,
porque se dio vuelta, y cuando se
encontró con mi mirada, me saludó con una hermosa sonrisa. Después volvió a
cuchichear con sus amigas. Sofía, una gordita verborrágica, le dijo algo, y
todas estallaron en carcajadas.
— Sí, terminemos el trabajo cuanto antes —dije.
— Pero no me contestás lo que te pregunté, colgado ¿lo
hacemos en tu casa? —preguntó Ernesto.
Ni en
pedo, pensé para mí. No iba a correr el riesgo de dejarlo a solas con mamá. Si
Ernesto se volvía a coger a la profesora Cassini, no iba a ser porque yo
contribuí a que eso pasara. Ya suficiente había hecho por él, sin saberlo,
aquella vez que me demoré en el supermercado. Es más, pensaba continuar
incentivando a Mujerinsaciable para
que dejara de copular con la gente de su entorno e intensificara sus encuentros
con desconocidos, por más que eso tuviera sus propias desventajas. No tenía en
claro cuánta influencia podía ejercer un usuario anónimo en ella, pero hasta el
momento no me había ido mal.
— Mejor en la biblioteca, total, ya casi lo terminamos
—respondí al fin.
Ernesto
pareció entender que yo estaba de un humor apagado. Aunque no sé si sospechó
que tenía que ver con él. Por el momento decidí dejar de lado cualquier tipo de
enfrentamiento. ¿Qué ganaría con ello? No podía echarle en cara lo que había
hecho aquel día en el que llegó temprano a mi casa. Cualquier palabra de más
que dijera en la escuela, contribuiría a que la personalidad insaciable de mamá
saliera a la luz. Primero necesitaba leer más relatos, para saber en qué punto
estaba la relación de él con la profesora. Quizás había sido algo pasajero y
nada más. Aunque la actitud descrita por mamá respecto a mi compañero de banco,
me inclinaba a pensar que él estaba lejos de querer dejarla en paz. En ese
relato se veía a un Ernesto como nunca lo había visto: totalmente fuera de
control. No me olvidaba que había abordado a mamá incluso sin saber que ella
accedería. Mi compañero de banco tenía una faceta muy oscura que no estaba
seguro de querer desentrañar.
En el
recreo me fui al baño. Mientras meaba en el mingitorio, me embargaron otra vez
las imágenes descritas con lujo de detalles por Mujerinsaciable, sobre la vez que su alumno la poseyó en la cocina
de casa, apenas unos minutos antes de que yo apareciera, rebosante de
inocencia.
— ¿Todo bien amigo? —escuché que alguien preguntaba a mi
lado.
Ernesto se había puesto a orinar en el
mingitorio de al lado. Vi de reojo su verga. Realmente tenía un buen tamaño,
tal como lo había explicado mamá en su relato. Con esa verga grande se la había
cogido. Sentí que la sangre me hervía.
— Sí, todo bien —contesté.
Fui a
lavarme las manos. las orejas me ardían.
— Che, sabés, estaba pensando…
No dejé
que Ernesto terminara la frase. Di media vuelta y le metí una piña en el
estómago. Cayó al piso, retorciéndose de dolor. No se lo había visto venir, por
lo que el golpe le dio de lleno, y no pudo disminuir el impacto.
— ¿Estás loco? —alcanzó a preguntar, aunque parecía que le
faltaba el aire.
A
nuestro alrededor había cinco o seis alumnos, que se habían quedado mirando,
seguramente esperando que aquel golpe se convirtiera en una pelea mano a mano.
Entre ellos sólo había uno que era de nuestro curso: Lucio, quien miraba
alternativamente a Ernesto y a mí, como si no pudiese creer lo que veían sus
ojos. Parecía que el pobre jamás había enfrentado una situación tan violenta.
Me
incliné hacia Ernesto y le susurré:
— Jurame que no merecés esa piña.
Abrió
bien grandes los ojos. Pareció entender por dónde venía la mano. Se puso de
pie, con mucho esfuerzo.
Me
había dejado llevar por la ira, pero no era estúpido. Si le pegaba en la cara
podía meterme en serios problemas. Pero dudaba que él fuera a mandarme al
frente, y no habiendo marcas, no me iba a pasar nada.
Pareció
querer hablarme, pero lo dejé con la palabra en la boca y salí del baño. Los
otros alumnos parecieron decepcionados porque finalmente no se produjo la pelea
que esperaban. Lucio, por su parte, me siguió con la mirada, con mucha
curiosidad.
Volviendo
a casa me arrepentí de lo que había hecho. No había sopesado un detalle: ¿Qué
pasaba si Ernesto le decía a mamá que yo ya sabía todo? Sería una situación muy
embarazosa. Pero qué mierda. Yo tenía sangre en las venas, y quizás el hecho de
que la profesora Cassini supiera que yo estaba al tanto de sus andadas, la
hicieran recapacitar. Incluso era probable que por fin decidiera dejar esa
escuela, y permitirme terminar mi adolescencia con cierta normalidad. En todo
caso, si quería seguir puteando, que lo hiciera lejos de mí.
Aunque
claro, eso lo pensaba con el calor del momento. Siempre que lo analizaba
estando más tranquilo, me decía que era mejor tenerla cerca y conocer cada paso
en falso que diera. De esa manera podría ayudarla, aunque fuera mínimamente. O
en el peor de los casos, al menos tendría una clara idea de qué tan jodidos
estábamos.
En el
almuerzo estuve tan ensimismado, que casi no me di cuenta de que mamá también
estaba extraña. Como si hubiera algo que la preocupara muchísimo. Me pregunté
si se había enterado tan rápido de mi encontronazo con Ernesto, pero algo me
decía que no era eso. Aunque no podía estar seguro de ello, suponía que si ella
supiera lo que yo sabía de ella, sería inevitable una conversación al respecto.
Pero ahora parecía haber otra cosa que la tenía cabizbaja, algo que la hacía
ignorarme, pero no porque quisiera evitarme, sino porque estaba sumida en un
problema que de momento no quería compartir.
De seguro tenía que ver con la vida
promiscua que llevaba. Quizá la mujer del profesor Hugo se había enterado de lo
que andaban haciendo en la oficina de él. Pobre mamá, condenada a meterse en
líos por no poder controlar su libido. ¿Cuántas veces habría recibido las agresiones
de mujeres que le atribuían sólo a ella la responsabilidad de las infidelidades
de sus maridos? Las mujeres solían ser más machistas que los hombres, eso lo
tenía en claro.
A la
noche revisé la página, pero no había
subido nada. Después decidí entrar a su perfil, para ver si había puesto algo
en los comentarios. Pero me encontré con una sorpresa: todos sus relatos habían
sido eliminados.
Para
ese entonces, yo ya había caído en la cuenta de que era conveniente copiar los
textos en un archivo de Word, para que quedaran para la posteridad —aunque no
tenía en claro para qué quería eso—, pues pensaba que la página podría
desaparecer o algo por el estilo. Pero nunca había imaginado que la propia Mujerinsaciable hubiera borrado todas
sus historias por iniciativa propia. ¿Qué carajos había pasado? Sin los
relatos, era imposible dejarle un comentario. La página no tenía servicio de
chat, y mamá no había colocado su email en su perfil. Así que me veía obligado
a quedarme con la incertidumbre que ese hecho tan inusual me producía.
— Mami ¿Está todo bien? —le pregunté.
Era
martes, pero por la mañana no habría clases ya que la escuela tenía que estar
cerrada por desinfección, cosa que sucedía una vez al año, a lo sumo.
Mamá
estaba con una expresión sombría, pero sin embargo se disponía a salir. Esta
vez vestía una minifalda gris acampanada y una blusa blanca. Su melancolía y su
sensualidad hacían una combinación extraña, que la hacían ver con una belleza
diferente a la habitual.
— Sí, todo bien. Voy a salir —dijo.
Fuera
lo que fuera lo que le había sucedido, era seguro que necesitaba estar con
algún amante para distenderse. Seguramente un orgasmo la haría sentirse mejor.
— ¿Vas a una cita? —pregunté—. Podés contarme esas cosas.
Ya estoy grande —dije.
Mamá
acarició mi mejilla con ternura, y luego me dio un beso.
— Sí Luquitas, voy a una cita.
Recién
cuando habían pasado dos horas desde que se había ido, se me ocurrió revisar de
nuevo su perfil. No veía muchas posibilidades de que Mujerinsaciable volviera a reaparecer, mucho menos tan pronto, pero
el hecho de que no hubiera eliminado su perfil, al igual que había hecho con
sus relatos, me daba ciertas esperanzas.
Había
imaginado que ya había perdido toda capacidad de asombro en lo que respectaba a
las historias de mamá, pero esto me cayó como un balde de agua fría.
“Chantajeada por mi alumno”, decía el título.
La
bronca atravesó cada célula de mi cuerpo. ¡Cómo mierda era que había sido
chantajeada! El primero en el que pensé fue en Ernesto. El hijo de puta
seguramente había quedado resentido de la piña que le di. Quizás mamá había
cortado con él, y ahora realizaba una venganza, desquitándose con ella. ¿Podía
haber caído tan bajo? Para estar seguro, tenía que leer el relato.
Respiré
hondo, tratando de concentrarme en las líneas que veía en la pantalla del
celular.
Chantajeada por mi alumno
Fui una
estúpida. No puedo describirme de otra manera en este momento. Sé perfectamente
que uno de las características que tienen las personas que sufren de
hipersexualidad, como yo, es que no medimos las consecuencias a la hora de
tener relaciones. En ese momento lo único que importa es sentirnos satisfechos.
Los efectos que pueden causar nuestras acciones las medimos después, cuando ya
es demasiado tarde. Es así como me encontré en montones de relaciones en las
que a todas luces no era conveniente meterme. Pero sin embargo con los relatos
siempre tuve la oportunidad de esconderme. Y así y todo, impulsada por una
sensación de adrenalina, más propia de una adolescente que de una mujer que ya
pasa los treinta, decidí, sabiendo lo riesgoso que era, dejar pistas sobre mi
identidad.
Para
alguien que no me conoce sería prácticamente imposible encontrarme entre tantas
escuelas de Buenos Aires. No obstante, para alguien que me conoce, y que
casualmente entra a esta web y lee mis relatos, le tomaría cuestión de segundos
atar los cabos, identificarme, y entender que lo que cuento en mis relatos es
la pura verdad.
Ese
miedo a ser descubierta era un plus que se sumaba a cada encuentro sexual que
tenía, cosa que ayudaba a que fueran más excitantes. Saber que luego compartiría
con ustedes, mis lectores, cada detalle de cómo me poseían, era casi tan
placentero como ser penetrada. Pero sabía que podía traerme problemas, y ahora
esos problemas vinieron antes de lo que esperaba, y de la peor manera.
Fui
descubierta, sí. Un alumno leyó mis relatos. Sumó dos más dos y dedujo que se
trataba de mí. Me lo hiso saber con un mensaje al celular. “Lindos relatos
profesora Cassini. Sería una pena que los directivos de la escuela, y los
padres de sus alumnos se enteraran de que escribe esas cochinadas. Sin embargo
a mí me encantan sus historias, y puedo guardarle el secreto si se porta bien
conmigo”.
Un
escalofrío recorrió mi cuerpo cuando leí esas líneas. Me pregunté de quién se
trataba. No podían ser ni Ernesto ni Hugo. Ambos estaban a la expectativa de
acostarse de nuevo conmigo, así que no necesitaban andarse con esos juegos.
Algo, en la infantil forma de razonar de la persona que mandaba ese mensaje, me
hacía pensar que se trataba de uno de mis alumnos. En el primero que pensé (y pienso) fue en
Ricky. Ese pendejo engreído había querido molestarme desde el primer día, y
ahora había encontrado la excusa perfecta para hacerlo.
“¿Quién
sos? No me interesa lidiar con un cobarde que no da la cara” le puse.
Mientras
esperaba la respuesta, empecé a borrar todos mis relatos. Sabía que había uno
en particular con el que podía meterme en serios problemas. Aquel en el que
narraba mi primer encuentro con mi alumno. No sólo me exponía a que me echen de
la escuela y que no me permitan volver a dar clases, sino que, debido a su edad, también podía terminar
presa. Traté de recordar qué datos había dejado en los relatos. No podía
negar que eran muchos. Suficientes para que cualquiera que los leyera
comprendiera que en ellos estaba hablando de los profesores y los alumnos con
los que trataba todas las semanas. Si Ernesto o Hugo abrían la boca, todo lo
que yo había contado en esta web sería tomado como cierto, y sería el fin de mi
carrera. Me metería en un pozo del que no podría salir nunca más.
Pero a
pesar de mis intentos por borrar cada huella que había dejado en mi camino, la
respuesta de aquel extorsionador me tiró el alma al piso. “No se gaste en
borrar los relatos. Tengo capturas de cada uno de ellos. Me pregunto qué
pensará la mamá de Ernesto sobre lo que anduvo haciendo con su hijito”, decía
el mensaje. Luego llegó uno más: “Y por cierto. Soy un alumno. Pero no diré
nada más por el momento”.
Un
alumno. ¿Quién podía ser? Entre todos los cursos que tuve hasta el momento,
sumaban un centenar. Pero todo parecía indicar que se trataba de alguien del
curso de mi hijo. Si contaba solo a los varones, la lista se reducía a Veinte,
y Ricky era el más sospechoso de todos.
Se me
ocurrió llamarlo y decirle que sabía que era él. Pero no tenía su teléfono, y
el número desde donde me mandaban los mensajes no era atendido por nadie. Así
que tomé una decisión arriesgada. Voy a ir a encararlo personalmente. Así que
Ricky, si estás leyendo esto, que sepas que si yo caigo, vos también vas a caer
por chantajista y acosador.
Mujerinsaciable
…………………………………………………………………..
Todo
eso comenzaba a superarme ¿Ricky conocía el secreto de mamá? ¿Y la estaba
chantajeando? Por algún motivo, así como le sucedía a ella, yo también lo ponía
en el primer puesto de la lista de sospechosos. Pero no podía descartar otras
opciones. Sus amigos, como por ejemplo Gonzalo, eran igual de taimados que él.
Otra posibilidad que me hacía sentirme más aterrado de lo que ya me sentía, era
que no fuera una sola persona la que le escribía a mamá, sino que fueran
varias. ¿Y qué tal si todo el grupito del fondo de había complotado para abusar
de ella?
Mierda.
Mamá se había ido a encarar a Ricky. ¿Acaso sabía dónde vivía? Yo lo
desconocía, pero tenía entendido que solo vivía con su padre, quien trabajaba
durante el día, y le dejaba la casa para él sólo hasta bien entrada la noche. Una
de las razones de tanta precocidad en aquel engendro era esa: disponía de una
casa donde pudiera llevara a las chicas que se le antojaba llevar.
Tenía
que evitar que se encontraran. Si eso sucedía, ya sabía cómo iba a terminar la
cosa. Tenía que salvar a mamá.
Excelente historia muy atrapante, ya quiero saber como sigue, me estoy mordiendo los codos.
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