Capítulo 1
Un
latigazo en la oreja me hizo sobresaltar.
— ¿De verdad es tu mamá? —me preguntó
Ricky, quien estaba sentado en el
pupitre que se encontraba justo detrás de mí.
Por
toda respuesta, asentí con la cabeza, y volví la vista hacia adelante, sólo
para darme cuenta de que no eran pocos los compañeros de curso que se habían
dado vuelta y mirarme, asombrados por lo que se acababan de enterar.
En
efecto, la profesora que se encontraba frente al pizarrón, explicando —algo
nerviosa—, cómo se desarrollaría la materia de contabilidad en los próximos
meses, era mi madre. Ya lo habíamos hablado, y llegamos a la conclusión de que
lo mejor sería reconocer nuestra relación filial de entrada, y por eso ella lo
comentó, como al pasar, mientras explicaba cuáles serían los temas que veríamos
en el futuro. Estábamos conscientes de que ese detalle llamaría la atención de
muchos, no sólo por la casualidad de la situación, sino porque la profesora
Delfina Cassini era inusitadamente joven. Apenas había cumplido los treinta y un
años, mientras que yo contaba con quince. Es decir, me había parido siendo muy
joven. Cosas que pasaban en su época.
Mamá
se había vestido de manera sobria. Una falda que le llegaba hasta las rodillas
y una camisa blanca con rayas celestes. El maquillaje era sutil. El pelo negro,
que le llegaba hasta los hombros, estaba atado. Se asemejaba más a una
oficinista que a una profesora. Su rostro reflejaba una seriedad exagerada. Sus
labios finos estaban apretados, y por momentos su ceño se fruncía. Todo eso no
era producto sólo del nerviosismo del momento, sino que era un estado que la
acompañaba desde hacía meses. Sin embargo, a pesar de todo esto, no podía
evitar irradiar ese encanto natural que era inherente en ella. Sus ojos
marrones eran grandes y expresivos, y fuera cual fuera el estado de ánimo del
momento, solía transmitir una extraña emoción que resultaba enternecedora. En
su mejilla se formaba un pozo cada vez que reía —aunque en esa primera clase
fueron muy pocas las veces que lo hizo—, y lo peculiar era que la mejilla
derecha se hundía aún más, generando una sutil asimetría en su cara ovalada,
que la hacía diferenciarse del resto de las personas, estuviera donde
estuviera. Por otra parte, a pesar de que se había esforzado por lucir de
manera que no llamara demasiado la atención, no lo había conseguido por
completo, ya que la fisionomía de su cuerpo no se lo permitía. Debido a que la
camisa estaba metida dentro de la falda, había quedado tan ajustada a su
cuerpo, que sus pechos, que no eran particularmente grandes, pero tampoco
pequeños, sobresalían, erguidos y asfixiados por su prenda. La pollera, que
escondía buena parte de sus piernas, no podía ocultar en cambio, la sinuosidad
de sus caderas. Siempre me enorgulleció el hecho de que mi mamá fuera la más
joven, y sobre todo, la más bonita de las madres que conocía, pero en ese
momento, por primera vez deseé que fuera una vieja y obesa cincuentona.
Yo
estaba incluso más nervioso que ella. Para empezar, me había tomado por
completa sorpresa el hecho de que comenzara a ejercer la docencia, y mucho
mayor fue el asombro cuando me dijo que iba a dar clases en la escuela a la que
yo mismo asistía. No tenía idea de que su título de contadora pública le
permitiera dar clases, pero por los visto así era. Pero lo cierto era que, lo
que más me alteraba, era el hecho de que, en los días previos, había
descubierto algo sobre ella que me tenía sumido en una confusión e impotencia
que ahora se veía agravada.
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En esa época, ella se había
quedado sin trabajo. Fue algo repentino y mamá no quería dar muchas
explicaciones al respecto. Lo único que dijo fue que la empresa en donde
trabajaba estaba pasando por un mal momento y se vieron obligados a hacer una reducción
de personal. Cosa que no me convenció en absoluto.
Apenas
se encontró desocupada, se puso a llevar su currículum a muchos lugares, pero
pasaban los meses y los únicos que la llamaban no la terminaban de convencer,
ya que ofrecían salarios muy bajos. Por este motivo se vio obligada a sacar el
as que guardaba bajo la manga. Solicitaría puestos de suplencia en distintas
escuelas secundarias, y además daría clases particulares de matemáticas y
contabilidad. De a poco fue tomando horas, y se hizo de unos cuantos alumnos
que iban a casa, principalmente chicos que pretendían pasar el curso de
admisión de distintas universidades, y necesitaban mejorar sus habilidades, ya
que en la escuela secundaria el nivel solía ser muy bajo.
Pero
a pesar de que estaba progresando, la notaba de un humor lúgubre. Tenía
insomnio, y no pocas veces la descubrí vomitando en el baño. Le recomendé en
varias ocasiones que fuera al médico, a lo que ella me respondía que no era
nada, que ya se le iba a pasar.
Pasaban
los días, y mi preocupación iba aumentando. Con apenas quince años no tenía
mucha idea de cómo actuar para ayudarla. Era evidente que su despido había sido
en condiciones muy diferentes a la que me había contado, y que eso, por algún
motivo, la tenía aún triste y preocupada. Además, hacía un par de años que
había muerto Daniel, su pareja más duradera, y quien había oficiado como algo
parecido a un padre para mí. Es decir, estaba sola, y tampoco tenía muchas
amigas, cosa que jamás comprendí, pues antes de su despido, se caracterizaba por
tener un carácter alegre que siempre la hacía sobresalir, y atraía la atención
tanto de mujeres como de hombres. Era de esas personas que le caían bien a todo
el mundo, sin embargo, casi nunca la veía con amigas del barrio o del trabajo. Parecía
que, por algún motivo que yo desconocía, era difícil intimar con ella.
Hubo
una tarde, apenas unos días antes del comienzo de clases, en la que mi
preocupación había crecido tanto, que decidí tomar una medida radical.
Una
de las cosas buenas que tenía mamá, era que siempre respetó mi intimidad.
Siempre golpeaba la puerta de mi cuarto antes de entrar, y no me atosigaba con
preguntas. En alguna ocasión había llamado a la puerta cuando me encontraba en
plena paja, a lo que yo le pedí que volviera después. Ahora, viéndolo una
década después, me doy cuenta de que ella se percataba perfectamente de mis
momentos de masturbación, pero nunca me puso en evidencia. Hacía de cuenta de
que no pasaba nada. Habría pensado que era algo perfectamente natural. Mamá no
era de hablar mucho de cuestiones sexuales conmigo, más allá de lo que se
considera educación sexual, pero pronto me daría cuenta de que era muy abierta
en esas cosas. Pero me estoy adelantando.
El
respeto por la intimidad fue algo que se traspasó a mí, sin que ella jamás
tuviera que darme un discurso al respecto. Yo simplemente la imitaba. Nunca iba
a su cuarto a husmear qué guardaba en él. Ni siquiera cuando estaba en la edad
en la que empezaba a darme curiosidad los temas sexuales, y quizá me hubiese
gustado saber cómo se sentía colocarse un preservativo, por dar un ejemplo
cualquiera. Tampoco le exigía que me
dijera con quién había estado en esos días en los que llegaba a casa al
anochecer. Pero la cosa es que ese día decidí romper con la intimidad de mamá. Había
llegado a la conclusión de que la situación lo ameritaba.
De
hecho, ya lo venía meditando desde hacía un par de semanas. El hermetismo de
ella me inclinaban a hacerlo. Una vez, mientras estaba viendo un programa en la
televisión, vi que le llegó un mensaje. De reojo, observé detenidamente dónde
presionaba para desbloquear el teléfono. Dos, tres, uno, cero. Pude ver la
clave perfectamente, sin que se diera cuenta. Así que, cuando por fin me decidí
a hacerlo, mientras se estaba duchando, fui a su cuarto, donde suponía que
estaba el celular. En efecto, ahí se encontraba, sobre la cama. Así que, escuchando
el sonido de la cortina de agua cayendo sobre su cuerpo, mientras se bañaba,
hice una rápida inspección al aparato.
Lo
primero que hice fue revisar su Whatsapp. Ahí me encontré con la primera cosa
llamativa. Los únicos mensajes que había eran los de sus nuevos alumnos, para
coordinar cuándo vendrían a casa a tomar clases. Vi rápidamente dos o tres
conversaciones, sin encontrar nada raro. Lo inusual era que no había otros
mensajes recientes. Si bien mamá no tenía muchos amigos, sí que solía chatear,
con quienes yo suponía que eran pretendientes, o algo parecido. Pero ahí no
había nada. Luego pude ver muchas conversaciones viejas con su madre, o con
alguna colega, pero nada llamativo.
Entonces,
dándome cuenta de que no contaba con mucho tiempo, fui rápidamente a las redes
sociales. En esa época sólo utilizaba Facebook. Aquí me encontré con muchos más
mensajes, pero otra vez, nada interesante, aunque en este caso no me dio la
sensación de que podía haber conversaciones borradas, como había sucedido con
WhatsApp. Con quien más interactuaba en esa red social era con su profesora de
manualidades, pues cuando se había quedado sin empleo se había anotado en todo
tipo de cursos; también había un intercambio de mensajes con una pastelería a
la que le había encargado una torta por el cumpleaños de su mamá, y con otros
contactos que no parecían trascendentes. Sí había muchos mensajes de tipos que
ni siquiera eran sus contactos en esa red. Pero ella no les respondía a
ninguno. Eran hombres a los que seguramente les había gustado su foto de perfil
y se tiraban el lance a ver si pescaban algo. En esos tiempos no había Tinder,
y Facebook cumplía con ese rol, el menos en parte.
Entonces
decidí ir al buscador de internet del celular. Si tuviese una enfermedad que no
me quisiera develar —cosa que era una de mis hipótesis—, seguramente aparecería
en el historial, pensé. Así que eso fue lo primero que hice. Fui a
configuración, y di clic en historial.
Viéndolo
en retrospectiva, quizá hubiese sido mejor no haberlo hecho, aunque tampoco me
siento arrepentido de ello.
Enorme
fue mi sorpresa cuando comprobé que las páginas que más visitaba mi madre eran
pornográficas. Entre los distintos títulos que logré leer, pude notar que tenía
preferencia por los videos de sexo grupal y dominación. En ese entonces, enterarme
de esa manera de que mi propia madre fuera tan pervertida, era algo que me
resultaba muy chocante. Pero lo que no sabía era que la cosa apenas empezaba. Sólo
me había topado con la punta del Iceberg.
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— No les des bola —me dijo Ernesto, el
chico que se sentaba al lado mío.
Ernesto
era lo más cercano que tenía a un amigo en ese curso. Yo había arribado ese
mismo año. Antes iba al turno tarde, pero por cuestiones que para esta historia
no resultan importantes, me cambié de turno. Conocía a la mayoría de los
chicos, al menos de vista, ya que en las clases de educación física nos
cruzábamos con todos los cursos de la escuela. Y con alguno que otro, como con
Ernesto, tenía una buena relación. Era un chico de rulos castaños y muchos
lunares, delgado, y si no lo hubiese visto con el torso desnudo, después de un
partido de fútbol, creería, erróneamente, que se trataba de un chico débil. Era
mucho más maduro que yo y que la mayoría de nuestros compañeros. Siempre
parecía mantener la calma, y no solía meterse con nadie. Y cuando alguien lo
hacía con él, sabía evadir la situación sin necesidad de recurrir a la
violencia.
Su
comentario se debía a que, aparte de Ricky, había muchos chicos a los que
pareció llamarle demasiado la atención mi relación con la joven y bella
profesora. Cuando iba al otro turno, la mayoría de los chicos la conocía, al
menos de vista, y no eran pocos los que me hacían bromas sobre lo linda que era
mi mamá, aunque nunca había pasado de eso. Pero ahora estaba en un curso cuyos
alumnos casi no me conocían, por lo que aún no me ganaba su respeto, y además,
ya estábamos más grandes, y era natural que algún pendejo se sintiera atraído
por ella. Aunque en ese momento dudaba de que alguno se atreviera a
manifestárselo a mamá, pues ella mantenía una actitud seria y distante con los
alumnos. Sin embargo, no tardé en descubrir que estaba equivocado.
— ¿Alguna pregunta? —dijo mamá, ahora
convertida en la profesora Cassini.
— Yo —escuché decir a Ricky—. ¿Cuántos
años tiene?
— Eso no es de su incumbencia, señor…
¿Cómo es su apellido?
— Luna. Luna Ricardo… Ricky para las
chicas lindas como usted —dijo el imbécil. Un coro de risas condescendientes lo
arengaron.
— Señor Luna, me refería a si tenían
alguna duda sobre la materia.
— No, yo solo quería saber su edad,
porque, o es mucho mayor de lo que parece, o tuvo a Lucas de muy chica.
Mamá
pareció tensa. Esta vez, por suerte, no hubo muchas risas que lo corearan. Yo
sentí que mis orejas ardían. Ernesto me miraba de reojo, y me decía algo,
aunque en realidad no hablaba, solo movía los labios. “No le des bola”, supuse
que eran las palabras que intentaba transmitirme.
— Como le dije —dijo la profesora Cassini,
ahora tratando de esconder su ira, pero mostrándose firme—, eso no es de su
incumbencia. Además, si usted es tan inteligente como parece, debería saber la
respuesta sin la necesidad de formular la pregunta —ahora algunos de mis
compañeros se rieron de Ricky, aunque enseguida apagaron sus risas, pues no era
bueno enemistarse con él—. Que quede claro —siguió diciendo ella, ahora
dirigiéndose a toda la clase—. No me interesa que la clase transcurra en un
ambiente tenso o estricto. No es esa mi intención. Pero no voy a dejar pasar
las faltas de respeto, ni las que son dirigidas a mí, ni las que se produzcan
entre ustedes.
Me
gustó que le pusiera un alto al prepotente de Ricky. Era de esos tipos que
pretendían llevarse el mundo por delante. Se trataba de un quinceañero rubio,
más alto que la mayoría del resto. Tenía el pelo hasta los hombros, y casi
siempre lo llevaba suelto. Su mentón era enorme, casi parecía una caricatura,
pero eso no parecía molestarles a las chicas de la escuela, pues siempre estaba
rodeado de ellas, y cambiaba de novia cada semana. Analizándolo ahora, mi
desprecio hacia él venía incluso desde antes de que yo empezara a cursar en el
turno mañana. Cuando iba a la tarde, una chica que me gustaba mucho, Sofía, me
había rechazado aduciendo que ya estaba saliendo con él. La pobre creía estar
enamorada de ese proyecto de hombre, y soportaba toda clase de infidelidades y
otro tipo de humillaciones de su parte. Al final se convirtió en una
adolescente triste. Y por supuesto, él no tardó en abandonarla, cuando encontró
a otra con un mejor trasero.
Como
venía diciendo, me alegró que mamá le
llamara la atención y marcara un claro límite con ese energúmeno. Estaba claro
que en el futuro iba a tener problemas con él. Era de los que disfrutaban
haciendo Bullyng. Aunque claro, allá por dos mil diez, esa palabra ni siquiera se
conocía. Yo, por suerte, no era el blanco típico para esos abusadores. Tal como
lo había comprobado en los primeros días de clases, las víctimas preferidas de
Ricky y sus secuaces eran los más débiles. Por ejemplo, Lucio, que además de
tener ese nombre horrible, utilizaba unas gafas con el armazón cuadrado y el
cristal muy grueso. O Mauri, que tenía un sobrepeso anormal. Pero ahora con
esto de que mamá daría las clases de contabilidad todos los jueves, era
probable que pretendiera tomarme de punto. Si bien solía estar fuera del radar
de esos imbéciles, había lidiado con alguno de ellos cuando era más chico, y la
verdad es que había comprobado que lo mejor era seguirles la corriente y reírme
de vez en cuando de sus chistes. Me preguntaba si con él funcionaría eso, o más
aún, me preguntaba si yo podría tolerarlo y esgrimir aquella sonrisa
condescendiente, ya que en esta ocasión, requeriría de un grado de hipocresía
que no sabía si estaba dispuesto a soportar.
Las
dos horas se hicieron eternas. Cuando tocó el timbre, todos guardamos las
carpetas en nuestras mochilas, y nos dispusimos a retirarnos.
— Luna, quédese un minuto por favor —le
dijo mamá a Ricky.
Yo
la esperé afuera del aula. Me preguntaba de qué estarían hablando. Recordé
nuevamente, aquello que había descubierto en el celular de mamá.
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Resultaba
que no solo visitaba páginas de videos pornográficos. Había otro tipo de
páginas a las que también ingresaba con frecuencia, incluso con mayor asiduidad
que las webs de películas.
Eran páginas de relatos
eróticos.
Ni
siquiera sabía que existían ese tipo de sitios. Me di cuenta de que había
entrado a muchos relatos. Algunos títulos eran tan peculiares como “La milf más
deseada”, “Cuidando a mi sobrina huérfana”, “la colegiala culona y el casero”,
y otros tantos. Pero noté que había entrado repetidas veces a un relato en
particular: “Confesiones de una mujer hipersexual”, se llamaba. Leí apenas unas
líneas, pues no contaba con tiempo suficiente como para leerlo completo. Por lo
visto, se trataba de un relato narrado en primera persona por una mujer que
sufría algún tipo de problema psicológico que la obligaba a practicar sexo con
una regularidad exagerada. Estaba firmada por una tal mujerinsaciable. De repente dejé de oír el sonido del agua de la
ducha. Me dispuse a salir de la página y dejar el celular en donde estaba. Pero
antes de hacerlo, me di cuenta de algo importante. En la parte superior derecha
de la página aparecía la opción de “Mi cuenta”, lo que significaba que esa
página funcionaba de manera similar a una red social, en donde cada usuario
tenía una cuenta con sus datos. Hice clic rápidamente, instado más que nada por
un fuerte presentimiento. Y ahí fue cuando conocí la verdad.
Al
dirigirme a la cuenta de mamá, apareció su nombre de usuaria: Mujerinsaciable.
Estupefacto,
y sin poder asimilar las dimensiones de lo que eso significaba, dejé el celular
y huí del cuarto, como quien huye de un sótano lleno de fantasmas.
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— Chau amigo —me saludó Ricky con un guiño
de ojo—. Es brava tu mami —comentó después, sin esperar respuesta.
Abrí
la puerta del aula. Mamá guardaba unos papeles en su portafolios, dispuesta a
terminar su jornada laboral.
— ¿Está todo bien? —pregunté.
— Sí, no te preocupes. Es que a veces es
mejor poner límites desde un primer momento.
— Estoy de acuerdo —dije—. Si te creen
débil, te van a pasar por encima.
— Exacto —afirmó— ¿Viste? No fue tan malo
—comentó después, pues yo había manifestado tener muchas dudas sobre lo
positivo que podría resultar que diera clases justamente en mi curso. Y de
hecho, las seguía teniendo—. Además, es sólo un par de horas por semana —agregó
al final, como para terminar de convencerme.
Era
cierto que fuera del chiste de Ricky, y de las miradas molestas de algunos de
los otros chicos, la cosa había resultado bien. Pero lo que me preocupaba era
lo que podía pasar a futuro, ahora que conocía lo que afectaba a mamá.
Fuimos
por el auto, y volvimos juntos a casa. Todavía no podía sacarme de la cabeza
que mamá, la profesora Delfina Cassini, y Mujerinsaciable,
eran las mismas personas. Tampoco podía sacarme de la cabeza lo que había leído
después de conocer esa incómoda verdad. Ojalá lo hubiera sabido de antes, me
decía una y otra vez. En ese caso habría puesto mayores trabas para que no
tomara ese cargo. Trataba de tranquilizarme diciéndome que iría todo bien. Las
cosas no podrían salir tan mal como a veces me imaginaba. En ese entonces no
conocía la ley de Murphy, aquella que decía que todo lo que puede salir mal,
entonces saldrá mal.
A
pesar de que la cuenta de mamá fue eliminada después de un tiempo, borrando
todos sus posteos en el acto, yo copié los textos en unos archivos de Word que
aún conservo, por lo que pude transcribir ese primer texto de manera fiel y
exacta. El relato decía así:
Confesiones
de una mujer hipersexual
No
termino de comprender cuál fue el impulso que me hizo escribir en esta página.
En primer lugar, no soy escritora. Además, encontré este sitio de pura
casualidad, mientras navegaba buscando videos para masturbarme (así es, las
mujeres también vemos pornografía y nos masturbamos). Supongo que lo que me
llevó a hacer esto, fue darme cuenta de que aquí puedo desahogarme, y a la vez,
no temer que en el futuro me miren como si fuera un bicho raro, o peor todavía,
que se aprovechen de mi confesión y de mis puntos débiles, que no tardaré en
enumerar. Aunque soy algo optimista, ya que supongo que en un sitio como este,
las personas tienen una mentalidad más abierta que en otros círculos.
En
fin, el título de este “relato” es bastante explícito. Y es que hace no mucho
tiempo descubrí que soy hipersexual. Lo que algunos llaman ninfómana.
Sabrán
disculparme si no logro contar las cosas de la mejor manera, pues como ya dije,
no soy escritora, ni me dedico a nada cercano a las letras. Al contrario, soy
contadora, y me llevo mejor con los números que con las palabras. Pero voy a
hacer lo mejor que pueda.
Creo
que todo empezó después de la muerte de Daniel, mi última pareja estable. Esto
fue hace dos años. Él era un mecánico de labia afilada que me conquistó cuando
tenía que hacer unas reparaciones en mi auto. Estaba muy enamorada de él.
Además, era muy bueno con mi hijo. Teníamos una vida normal, y feliz. Con los
dos sueldos que llevábamos a casa nos alcanzaba para vivir cómodamente. El sexo
era increíble. A pesar de que ya rozaba los cuarenta, tenía una libido
impresionante. Yo no podía pasar más de dos días sin coger, por lo que era muy
importante tener a mi lado a alguien que me siguiera el ritmo. Pero un día
sufrió un ACV en el trabajo. En ese momento se encontraba solo, por lo que no
recibió ningún tipo de auxilio. Esto fue tan fulminante como el propio ACV.
Daniel estaba muerto cuando, después de varias horas, lo encontró su ayudante.
Voy
a referirme de manera abreviada a todo el drama que le siguió a ese momento,
más que nada porque fue algo que prefiero no rememorar. Pero la cuestión es que
después de eso, caí en una profunda depresión. Y lo peor de todo es que en ese
entonces no me percaté de eso, sino que lo sé recién ahora que me encuentro
haciendo terapia.
Estuve
yendo al trabajo, como una autómata. Si bien todos sabían que había sufrido una
pérdida, nadie sospechaba que por dentro sentía que nada valía la pena. Lo
único que me aferraba a la vida era mi único hijo.
Prefiero
no decir su nombre, dadas las circunstancias. Me había costado mucho que él me
llamara mamá. Yo lo había tenido cuando era apenas una adolescente de dieciséis
años, por lo que en ese momento me vi imposibilitada de criarlo sola, pues su
padre había desaparecido de mi vida, sin dejar rastro. Quien ocupó el rol
maternal fue mi propia mamá. Yo era prácticamente una tía para él. Apenas siendo
un niño, decidió llamar madre a su abuela, mientras que a mí me decía Delfina.
En vano mamá trató de hacerlo cambiar de opinión. El chico parecía tener cierto
rencor hacia mí, por no haberle dado un padre. Por cierto, la historia del
padre de mi hijo es un caso aparte, que por el momento prefiero no contar, pues
si me detengo en cada cosa significativa de mi vida, esto no sería un relato,
sino una novela.
Como
iba diciendo, me costó mucho que mi niño me otorgara el título de madre. Creo
que si yo no lo reprendía por llamarme por mi nombre de pila, era porque
prefería que algún día me diera de regalo ese reconocimiento.
Eso
sucedió recién cuando ya contaba con unos diez años. Yo estaba llena de júbilo.
En ese entonces conocí a Daniel, así que decidí mudarme con él, llevándome a mi
niño conmigo. Por supuesto, le aseguré que veríamos a la abuela todas las veces
que quisiera, cosa que por supuesto, cumplí. Además, mamá vive a apenas unos
kilómetros de nosotros, así que no hay inconvenientes con eso.
Perdón,
no puedo evitar irme por las ramas.
Dejando
de lado las cuestiones sentimentales, iré a la parte que deduzco les resultará
más interesante a los lectores de esta página.
Pasado
algunos meses de la muerte de Daniel, decidí un cambio de aire. Yo trabajaba en
el departamento de auditoría interna de una empresa multinacional. Renuncié a
dicho cargo cuando un colega me ofreció llevar las cuentas de su empresa. Una
compañía mucho más pequeña que aquella en la que trabajaba, pero que me
permitiría estar involucrada en muchos sectores de la misma, y de esa manera no
me veía obligada a hacer todos los días lo mismo.
Mientras
tanto, también decidí que ya era hora de permitirme ciertos placeres carnales.
Siempre
fui una mujer muy sexual. Y nunca en mi vida había estado tanto tiempo sin
tener relaciones. Pero la fidelidad a un fallecido no podía durar para siempre.
Ya bastante luto le había guardado a Daniel.
La
cosa fue tan paulatina, que no alcancé a darme cuenta de que mi personalidad
fogosa, lentamente, se iba transformando en una insaciable. Iba a bares, y me
dejaba seducir por cualquier hombre que me pareciera mínimamente atractivo.
Algunos se sorprendían de lo fácil que resultaba que me abriera de piernas, o me
pusiera de rodillas. Pero hasta el momento, más allá de que estaba
experimentando una promiscuidad que nunca había vivido, digamos que aún entraba
en la esfera de la normalidad. Simplemente era una mujer joven, que vivía a
pleno su soltería. Si bien siempre había sido lujuriosa, solía estar con un
hombre a la vez, saliendo con ellos durante meses o años, dependiendo hasta
dónde llegaba la relación. Ya contando con treinta años, no había tenido
demasiados compañeros de cama, pero ahora entraba en una etapa en la que me
permitiría saltar de verga en verga, sin remordimientos de consciencia (ya lo
sé, sueno muy puta).
Pero
de repente me di cuenta de que esta creciente promiscuidad no era una cuestión
meramente física. Ante cualquier palabra amable de algún hombre, yo lo
interpretaba como una insinuación sexual. Parecía necesitar la aprobación de
todo el que conocía. Necesitaba que me dijeran que era hermosa, que era
especial. Y la única manera de estar segura de eso era entregándome por
completo a ellos. No crean que todo esto era algo que yo lo pensaba de manera
consciente. En esos momentos no me percataba de mi necesidad de aceptación y de
complacencia. Apenas logré verlo ahora que me estoy haciendo tratar por una
profesional.
Pero
fuera de eso, casi cualquier hombre que se topara conmigo era un potencial
amante. Para algunos de ellos, inteligentes y experimentados, una mujer como yo
era fácilmente reconocible. Mi sonrisa provocadora les daba el valor para
encararme.
Pero
hubo un momento en que todo eso se torció aún más.
Fue
una ocasión en la que salí bastante tarde del trabajo. Ya estaba anocheciendo. A
mitad de camino, dejé el auto frente a una casa que no tenía garaje, por lo que
esperaba que no fuera una molestia hacerlo. Caminé un poco, hasta encontrarme
con un kiosko. Compré unos caramelos de menta, una botella de agua fría, una
barra de cereales, y en el último momento se me ocurrió comprar unos
preservativos. El kioskero era un chico de unos veinte años, que se había
quedado mirándome como bobo mientras me atendía, y se había puesto colorado
cuando le pedí los preservativos.
Hacía
varios días que no tenía relaciones, cosa que cada vez se hacía más pesado de
tolerar. Le sonreí al chico, a ver si se animaba a decirme algo.
— Linda sonrisa —comentó.
— ¿Sólo eso te parece lindo en mí? —lo
apuré.
— No, claro que no—dijo rápidamente, casi
tartamudeando—. Tenés una cara hermosa. ¿Cómo te llamás?
— Delfina —respondí, sin molestarme en
preguntarle su nombre, pues no me interesaba saberlo realmente.
— Delfina, me alegraste el día —dijo el
chico.
— ¿Ah sí? Y eso por qué —pregunté yo.
— No sé, simplemente haberte atendido me
puso de buen humor. No veo a muchas mujeres como vos por acá.
— ¿Mujeres como yo?
— Sí… no sé. Tan lindas y elegantes
—contestó.
— ¿Y tu novia no se pondrá celosa si se
entera que andás piropeando a otras mujeres?
— Para nada, no tengo novia —dijo. El
rubor de su rostro no había desaparecido, pero ahora parecía más envalentonado—.
Además, si la tuviera, igual te diría que sos hermosa.
— Tramposo, como todos los hombres
—bromeé.
Entonces
vino otra mujer a comprar. El chico del kiosko no pudo evitar mostrar la
frustración en su semblante, ya que se le había terminado el histeriqueo con la
mujer sexy, es decir, conmigo. Pero para jugar un poco con él, me quedé a un
costado, como si estuviera decidiendo qué más compraría, mientras él atendía a la
mujer.
— ¿Trabajás hasta muy tarde? —le pregunté,
a ver si se animaba a invitarme a salir.
— No. El kiosko queda abierto toda la
noche, pero mi turno termina en quince minutos.
— Ah —dije.
Como
si hubiese sido conjurado por las palabras del chico, su relevo se presentó en
ese mismo momento. Era un tipo grueso, de barriga prominente y brazos
musculosos, de venas marcadas. Era lo opuesto a su compañero, quien era
esbelto, y daba la impresión de ser muy frágil. Además, le llevaba por lo menos
quince años. Le calculaba unos treinta y cinco.
Ya
era hora de volverme a mi casa. Otra vez debería conformarme con una paja
solitaria a la medianoche. Tenía una lista de admiradores que no dudarían en
encontrarse conmigo, pero yo necesitaba una verga urgentemente, y no tenía
paciencia como para que empezaran a dar vueltas y hacerme esperar durante
horas. Así que antes de darme por vencida, opté por hacer un último intento.
— ¿Me harías un favor? —le pregunté al
chico. Se había puesto a hablar con su compañero, aunque algo fastidiado, ya
que evidentemente prefería seguir charlando conmigo. Ambos me miraban de reojo.
— El que quieras —respondió el chico.
— ¿Me prestarías el baño? —dije,
acercándome a él. Y después, arrimando más el rostro, para hablarle en un susurro,
agregué—: Es que me muero de ganas de hacer pis.
El
chico rió, avergonzado. Me encantaba que se pusiera rojo cada vez que le decía
algo.
— Obvio —respondió, y después me indicó—.
Mirá, es allá, al final de aquel pasillo. La anteúltima puerta a la derecha.
Su
compañero, sin sacarme la vista de encima, lo codeó.
— Andá a acompañarla, Joel. A ver si se
pierde la señorita.
El
chico, que ahora tenía nombre, lo miró sorprendido. Habría pensado que era
absurdo pensar que yo podría llegar a perderme. Pero ante la fulminante mirada
de su amigo, pareció entender, al fin, lo que debía hacer.
— Claro, vení, yo te acompaño.
El
hombre me miró de manera descarada el culo, mientras yo seguía los pasos de
Joel. Esa noche vestía un vestido negro, que solía usar para ir a la oficina.
Me llegaba casi hasta las rodillas, y no tenía prácticamente escote, pero como
contrapartida, era bastante ajustado. Era sexy, pero lo suficientemente formal
como para usarlo en el trabajo. Encima de él, un saquito del mismo color. Cargaba
con una cartera en donde había guardado las cosas que compré.
— Es acá —dijo Joel, abriendo la puerta
del baño.
Me metí en el cubículo, sin cerrar la puerta.
— ¿Me ayudás? —le pregunté.
El
chico por fin pareció entender de qué se trataba la cosa. Miró hacia donde
estaba su compañero, quien imagino que lo instó a seguirme el juego. Así que
Joel entró al baño, y cerró la puerta a sus espaldas.
El
espacio era muy pequeño. Por suerte, se encontraba limpio, y olía a
desinfectante y desodorante de ambiente. Joel se arrimó a mí, y me tomó de la
cintura. Estuvo a punto de comerme la boca, pero lo esquivé.
— Sacame la bombacha —le ordené.
Pareció
decepcionado por no poder saborear mi boca. Pero pronto disfrutaría de mis
otros labios. Se puso en cuclillas. Me miró desde abajo, con cierto temor, como
si pensara que todo era una cruel broma, o quizás imaginaba que se me habían
salido un par de tornillos, cosa que no estaba muy alejada de la realidad. Pero
cuando metió las manos adentro del apretado vestido, y sus dedos empezaron a
juguetear con mis nalgas, todo rastro de temor desapareció, y en su lugar
afloró una sonrisa infantil, como si se tratara de un niño que estaba haciendo
una travesura.
Disfrutaba
tanto de magrear mi culo, que se tardó bastante en hacer lo que le había
pedido. Mi bombacha apareció en sus manos. Como no sabía dónde meterla, se la
guardó en el bolsillo.
— Ahora sí podés besarme —le dije.
El
tonto estuvo a punto de ponerse de pie, pero yo lo detuve, apoyando mi mano en
su cabeza.
— Besame —le ordené.
Joel
levantó el vestido, hasta dejarlo a la altura de la cintura. Besó mis muslos,
con dulzura. A pesar de que era torpe y muy tímido, no parecía un completo
inexperto. Siguió besando y lamiendo, yendo lentamente hacia mi sexo
palpitante. Pronto se encontró con la humedad de mi intimidad. Pareció
sorprendido de descubrirme empapada. Lamió los labios vaginales, impregnando su
lengua de mi esencia, y después se concentró en el clítoris, ese hermoso botón
del placer.
Cuando
la lengua se frotaba intensamente en él,
puse mis manos a los costados de su cabeza, e hice presión en dirección
opuesta, para inmovilizarlo, y que se diera cuenta que ahí era donde debía
quedarse, masajeándome en ese punto tierno y sensible, que me hacía retorcerme
ahí parada, contra la pared de ese diminuto baño. Noté que el compañero de Joel
estaba atendiendo a alguien. Hice lo posible por contener los gemidos, pero me
fue imposible hacerlo. Y el chico tampoco podía contenerse, parecía que se
había encontrado con la ambrosía de los dioses en mi entrepierna, y le
resultaba imposible dejar de saborear ese manjar que era mi sexo sazonado con
mis flujos.
De
repente se empezó a escuchar música a un volumen muy alto. El hombre que ahora
atendía el kiosko había encendido el equipo, para amortiguar el escandaloso
ruido del placer. Entonces di rienda suelta a mi lujuria. Le rogué a Joel que
no dejara de comerme la concha, mientras sentía cómo los músculos de mi cuerpo
empezaban a contraerse. El orgasmo estaba a punto de llegar, cosa que me ponía eufórica.
Mis
muslos apretaron como tenazas el rostro del pobre Joel. Extendí mis manos, y
las apoyé en las paredes que tenía a cada uno de los lados, para ayudarme a no
perder el equilibrio, pues me conocía, y sabía que cuando alcanzaba el clímax,
perdía la noción de dónde estaba, y si en ese momento me pasaba eso, podía
terminar cayéndome y lastimándome en el acto.
Y
entonces me vine. Sentí que de mi sexo surgía una deliciosa explosión. Mi
cuerpo se retorció contra la pared en donde estaba apoyada, y mis muslos se
cerraron aún con más fuerza.
Totalmente
agitada, y con el cuerpo temblando de punta a punta, liberé al chico, quien se
irguió con la cara roja, esta vez no por la vergüenza, sino la presión que
había ejercido en ella. De todas formas se veía feliz de haberme hecho acabar.
No tenía idea de que, con lo caliente que estaba en ese momento, daba lo mismo
quién lo hiciera, el resultado sería ese.
Vi
que tenía una potente erección que me pareció muy tentadora. Se merecía que le devolviera
el favor, de eso no tenía dudas.
Pero
entonces el otro hombre nos interrumpió.
Se
metió en el baño, y vio la escena, divertido.
— Ahora me toca a mí —dijo, pasando al
lado de Joel.
Me
agarró de la muñeca, me hizo girar, y me puso de espalda contra la pared.
— No sé de dónde mierda saliste, putita
—me dijo, mientras me levantaba el vestido que yo ya había empezado acomodarme —.
Pero no te vas a ir de acá sin que te coja.
— ¡Dejala! —dijo Joel, intentando
defenderme.
Lo
cierto era que me había alarmado la manera brusca en la que había entrado su
compañero. Había supuesto que iba a intentar aprovechar la situación, pero la
forma en que me había puesto contra la pared me asustó.
— ¿No ves que ella no se queja? —dijo el
tipo.
Miré
a Joel, sin decir nada. No estaba entusiasmada con el troglodita de su amigo,
pero ya estaba con el vestido levantado, el trasero al aire, y las piernas
separadas, así que dejé que hiciera conmigo lo que quisiera.
— Pero yo todavía no terminé —se quejó el
chico, señalando con los ojos su erección.
El
hombre tenía su mano en mi trasero, como si este tuviera un imán que lo atraía,
y no se podía separar. Sin dejar de manosearme, meditó un rato.
— Vamos acá al lado —dijo, dirigiéndose a
los dos.
Primero
vio que en la entrada del local no hubiera nadie. Después nos hizo señas para
que saliéramos. Noté que había puesto las rejas, por lo que ahora el kiosko
estaba cerrado, para ser atendido por una pequeña ventana, una medida de
seguridad típica de Buenos Aires, cuando caía la noche, pero no por eso dejé de
sentir temor al verme encerrada con dos hombres que acababa de conocer. Además,
nadie sabía dónde me encontraba.
Entramos en fila a un
cuarto un poco más grande que el baño, que además tenía una mesa pequeña.
— ¿Y quién atiende el kiosko? —preguntó
Joel.
— Si querés, atendelo vos —dijo el otro.
Obviamente,
ninguno lo hizo. El hombre mayor hizo que apoyara mi torso sobre la mesa. Me
levantó el vestido. Sentí el frío del aire acondicionado hacer contacto con mis
vagina empapada, cosa que me produjo un cosquilleo exquisito. Me dio una
nalgada.
— Que orto hermoso que tiene esta puta
—dijo, dándome otra—. ¿De dónde carajos saliste?
Me
di vuelta, y le contesté.
— Qué te importa. Sólo necesitaba que me
cojan. ¿Lo vas a hacer o no?
Pareció
divertirle mi franqueza. Como para quedarse con la última palabra, me dio otra
nalgada, para luego bajarse el pantalón.
En
el otro extremo de la mesa, Joel apoyaba un pie en una silla, para así
arrimarme la húmeda y dura verga que había dejado salir a través de la bragueta
del pantalón. Me la llevé a la boca, mientras sentía al otro falo meterse en mi
sexo.
Y
así estuvimos un buen rato. Yo dándole placer a Joel, mientras el otro me cogía
con violencia por detrás. El timbre del local sonó al menos tres veces, pero
ninguno estaba dispuesto a interrumpir lo que estaba haciendo.
Al
final, soltaron su semen en mi cara y en mi trasero. Quedé sobre la mesa,
bañada de sus blancos y viscosos fluidos. Joel me ayudó a limpiarme, y a
acomodarme el vestido. Yo tenía miedo de que el otro tipo me obligara a
quedarme toda la noche, para violarme como quisiera. Pero aproveché mientras
atendía a un cliente, para pedirle a Joel que me abriera las rejas y me dejara
salir.
Fui,
apresurada, hasta la otra cuadra, donde había dejado mi auto. Se levantó una
brisa fresca, que se metió por adentro del vestido, y me hizo recordar que
había dejado mi ropa interior en ese kiosko. Me alejé de ahí, y desde ese
entonces, jamás volví a verlos. A partir de ahí, evité pasar por esa calle.
Ese
había sido, probablemente, el punto de inflexión en el que debí darme cuenta de
que había pasado un límite que no era saludable para mí. Acostarme con dos hombre,
sin apenas conocerlos, e incluso cuando uno de ellos ni siquiera me atraía,
quizás no era el fin del mundo, pero sí debió ser una señal de alarma.
Fue a partir de esa experiencia que dejé de
relacionarme únicamente con hombres que conocía en bares lejanos, y que al
menos se esforzaban por seducirme. La necesidad de satisfacción era tan grande,
que ya no podía conformarme con eso. Ahora, para aumentar las posibilidades de
tener un buen polvo, mi radio de acción era en cualquier lugar al que iba, salvo
el barrio donde vivía (al menos al principio). Tanto por respeto a mi difunto
marido, como a mi hijo, prefería que en ese lugar me consideraran una señora
seria y respetable.
Fue así como me acosté
con tipos que conocí en los lugares más inverosímiles: en el estacionamiento
donde guardaba mi auto, en el local donde hacía las fotocopias, en una vereda
cualquiera en la que me protegía de la lluvia debajo del toldo de algún local,
en la oficina de mi asesor de seguros… en fin, que estaba llevando a un extremo
eso de ser fácil.
De a poco, mi apetito
sexual fue generándome problemas. Cada vez tenía menos amigas, pues me daba
vergüenza hablar de lo que me estaba pasando, y prefería aislarme. Y en el
trabajo empecé a tener inconvenientes, ya que Eduardo, mi colega, ahora
convertido en jefe, había decidido que no quería que fuera únicamente su
empelada. Y como supondrán, no le fue difícil hacer que me bajara la bombacha. Pero
eso es para otro relato, porque este ya se hizo largo.
Espero que no me
juzguen. Nos vemos pronto.
Mujerinsaciable
………………………………………………………………..
Me
había costado mucho leer completo ese relato, narrado en primera persona por
mamá. Sólo después de tres o cuatro intentos logré hacerlo, convencido de que
mientras más supiera de ella, más podría ayudarla. Entre tantas cosas que me
sorprendieron, me llamó mucho la atención que usara nombres reales. Al menos,
tanto en su caso como en el de Daniel lo eran.
No
tardé en deducir los riesgos que podría ocasionar el hecho de que trabajara en
la misma escuela en donde yo asistía. Como lo había aprendido, después de
buscar datos sobre su trastorno, uno de los síntomas de la hipersexualidad es
el hecho de que quienes lo padecen, no suelen ser capaces de medir las
dimensiones de las consecuencias de lo que hacen. Un claro ejemplo de eso era
su despido en su anterior trabajo.
¿Qué
pasaba si era tildada en todo el colegio como una puta? Esta vez no sólo
perdería el trabajo, sino que yo me vería afectado, por ser el hijo de esa
mujer a la que le resultaba tan difícil negarse a cualquier hombre que le
propusiera un encuentro sexual.
Ahora,
según entendía, se encontraba en abstinencia. Pero como todas las adicciones,
las recaídas eran moneda corriente.
Por
la noche revisé su perfil en esa página de relatos eróticos. Mi corazón se
encogió cuando comprobé que había subido un nuevo relato. El título del mismo
tampoco ayudaba a que me tranquilizara. “Mi nuevo trabajo, una dura tentación”,
se llamaba.
Con
las manos temblorosas, hice clic, para ver de qué se trataba.
Capítulo
2
Apenas había sido la primera
clase en la que tuve a mamá como profesora, y el celular ya me avisaba que la
cosa iba a ponerse complicada. “Mi nuevo trabajo, una dura tentación”, se
llamaba el relato que la profesora Cassini había subido ese mismo día. Hice
clic sobre el link para leer el relato. Sin embargo, durante algunos minutos,
me limité a observar las líneas y los párrafos, sin atreverme a empezar a
desentrañar su significado.
De los cinco o seis relatos que
había en el perfil de mamá, hasta ese momento sólo me había animado a leer uno,
y bien que me costó hacerlo. Tuve que hacer varios intentos hasta leerlo en su
totalidad. Había demasiada información, en esa pornográfica obra, para mi joven
e inexperta cabeza. No era fácil lidiar con eso. En ese texto no sólo me
enteraba del problema psicológico que sufría mamá, la hipersexualidad, sino que
detallaba de manera muy explícita una de las experiencias que la había llevado
a empezar a percatarse de que sufría de dicho padecimiento.
Siempre di por sentado que ella
tenía una vida sexual activa, pero nunca me había detenido a imaginarme cómo
sería, con qué hombres compartía la cama —aunque por lo visto, rara vez lo
hacía en lugares tan tradicionales como una cama—, o de qué manera se la cogían.
Ahora que había leído lo fácil que era mamá, la promiscuidad de la que hacía
gala, lo complaciente que resultaba, y cómo ella misma, más de una vez, se
tildaba de puta, era algo que no me podía sacar de la cabeza. Ella nunca fue
perfecta, eso lo tenía en claro, de hecho, se había tomado su tiempo para finalmente
ocupar su rol de madre al cien por cien, cosa justificada, al menos en parte,
por la extrema juventud que tenía cuando yo había nacido. Pero aun así, siempre
emanó cierto halo de respeto, típico de todas las madres. Nunca había reparado
en cómo actuaba frente a los hombres. Siempre me pareció que lo hacía con
normalidad, incluso después de la muerte de Daniel. Jamás había presenciado esa
tendencia a, como ella misma decía, abrirse de piernas o arrodillarse ante
cualquiera que lo deseara, con una facilidad pasmosa. Además, en ese mismo
relato dejaba entrever que el hecho de hacer todo lo posible para que en el
barrio donde vivíamos fuera considerada una señora seria y respetable, no había
podido ser sostenido por mucho tiempo.
Mamá no sólo se había entregado a
un muchacho apenas unos años mayor que yo, después de unos minutos de
conocerlo, sino que se había dejado coger por el otro tipo, ese por quien ni
siquiera se sentía atraída. Era algo así como, bueno, ya que estoy acá, con el
vestido levantado, y despojada de la tanga, si quiere cogerme, que lo haga.
Estaba seguro de que en cualquier lugar que ella frecuentaba, seguramente era
tildada por todos como la ligerita, la robamaridos, la regalada.
Todos los hombres anhelábamos
encontrarnos con una hembra de esas características, una mujer hermosa a la que
conocíamos de manera casual y que era capaz de hacer las cosas más obscenas por
nosotros, sin siquiera sonrojarse. En esa época era apenas un quinceañero, por lo que resultaba
normal no haberme encontrado en esa clase de situaciones. Pero incluso ahora,
diez años después, no puedo decir que haya tenido la suerte de cruzarme con una
fémina de esa índole. Salvo en los boliches, en donde a veces surgía una
conquista rápida, jamás fui abordado en una situación cotidiana por una mujer
experimentada, sedienta de verga, como les había pasado a aquellos afortunados kioskeros.
No era —ni lo soy hoy—, de
mentalidad cerrada, por lo que no hacía juicios morales hacía su actitud, más
aun sabiendo que se trataba de una enfermedad que estaba tratando en terapia.
Pero no por eso dejaba de ser difícil enterarse de que la mamá de uno es una
mujer explosivamente sexual, la clase de hembra que está en las fantasías de
todos los chicos de mi edad.
Y ahora la tenía en mi escuela,
dándole clases a un montón de adolescentes con las hormonas alborotadas, y la
libido por las nubes, esperando, ansiosos, por expulsar toda la leche que
tenían acumulada.
Dudaba de que llegara a acostarse con alguno de ellos. Eso me parecía
imposible de suceder, por muchos motivos. Pero principalmente, porque fuera del
carácter insaciable de mamá, me parecía absurdo que se fijara en unos mocosos,
como lo eran mis compañeros. Pero eso no significaba que no fuera a pasar
momentos incómodos, debido a la atracción que despertaría por esos pendejos,
como de hecho le sucedió en su primera clase, a la pobre. Lo más probable era
que se convirtiera en la puta de los profesores, o de los padres de los
alumnos. Ya me estaba imaginando la próxima reunión de padres. ¿Cuánto tardaría
alguien como mamá en aguantar sin tener relaciones? Algo me decía que, mientras
más durara su abstinencia, peor sería la cosa. Tratándose de adicciones, las
recaídas siempre eran salvajes, y dejaban al adicto peor que antes. Si no la
ayudaba, mamá podría caer al más oscuro de los abismos.
A pesar de que juzgaba inviable
una posible relación con alguno de mis compañeros, no se me escapaba que esa
sexualidad siempre presente en ella, no era algo que pasara desapercibida para
nadie, mucho menos para ellos. Aunque ese día se había vestido con sobriedad,
su personalidad lasciva parecía asomarse cada tanto, principalmente reflejada
en su intensa mirada, y en su lenguaje corporal, de movimientos calculados, que
por más simples que fueran, parecían que siempre iban cargados de una cuota de
erotismo. Desde la forma en la que se paraba, hasta cuando se inclinaba para
escribir en la parte más baja del pizarrón, sacando para atrás su trasero. Todo
en ella transmitía sensualidad.
Había tratado de convencerme de
que todo eso no era más que imaginaciones mías. Me decía que, desde que había
leído el relato, todo lo que hacía mamá parecía que era con doble intención.
Detrás de cada gesto, de cada palabra que la oía pronunciar a cualquier otra
persona, me daba la sensación de que estaba invitando a su interlocutor a
revolcarse en la cama. Estaba sugestionado por esa nueva información, así que
me dije que esa sutil seducción que desprendía de cada uno de sus movimientos,
sólo era producto de mi imaginación. Pero después de que el imbécil de Ricky se
hizo el galán frente a toda la clase, ahí ya no tuve dudas. La lujuria de la
profesora Delfina Cassini era algo que podía percibirse en el aire que la
rodeaba, por lo que, adolescentes pajeros como mi compañero, no podían evitar
demostrar su atracción hacia ella. Seguramente mamá no lo hacía de manera
premeditada, sino que era algo que le salía de una manera tan natural como
respirar, algo inherente en su fogosa personalidad. Pero la cuestión es que su
actitud y su lenguaje corporal, de alguna manera, incitaban a la lujuria.
Pasados unos cuantos minutos de
que estaba con el celular sostenido por mi mano sudorosa, me decidí a leer
aquel bochornoso texto, con la esperanza de que hubiera información que me
permitiera ayudar a mamá. Respiré hondo. Tomé coraje, y, encerrado en mi
habitación, me dispuse a leer el último relato que había subido en aquella
extraña web, la hechizante mujerinsaciable.
Mi nuevo
trabajo, una dura tentación
Siempre supe que la abstinencia
iba a ser difícil, pero ahora, después de dos meses y medio desde que decidiera
comenzar con ella, estoy entrando en la etapa más complicada. No es que me
asombre saberlo. Mi terapeuta, una sabia sexagenaria, que parece verlo todo
detrás de sus lentes de marco pequeño, con esos ojillos verdes, me dijo que,
como toda adicción, habría recaídas.
Mi cuerpo ya estaba acusando
recibo de la vida casta que llevaba desde hacía un tiempo. Dormía poco, y cada
tanto me agarraba vómitos. Aunque por suerte esto último pareció desaparecer en
las últimas semanas. Tener un nuevo trabajo me da un propósito. Es un motivo
para seguir adelante, una forma de mantener ocupada mi mente en otras cosas que
no sean en coger. Mi sobriedad sexual no se limita a los encuentros con
hombres, sino también a la exagerada pornografía que consumía últimamente.
Ahora que lo miro en retrospectiva, está claro que tengo un problema, pero ¡qué
difícil me resultó identificarlo cuando fue oportuno hacerlo!, y qué difícil se
me hizo saber diferenciar entre una vida de sexo libre y abundante, con algo
que ya rayaba la insanía. La primera alerta fue cuando, como si fuera una obesa
frente a una confitería, incapaz de evitar entrar a comprarme cuantos dulces
veía en ella, fui a por ese chico que atendía el kiosko. Ahora que lo pienso,
hasta fue patética la manera en que provoqué a ese atolondrado muchacho, que no
se percataba de que me tenía entregada en bandeja. Y por si fuera poco, después
no me pude negar a esa segunda verga. Me pregunto qué pensarán de mí esos
hombres. Que soy una puta, qué más iban a pensar. Pero otra vez me estoy yendo
por las ramas.
Hasta ahora venía sobrellevando
bien (dentro de lo que cabe) la cuestión de no coger. Me había recluido en mi
casa. Las únicas personas a las que veo con frecuencia, son a los seis alumnos
particulares que tengo. Pero esos alumnos fueron escogidos cautelosamente. Para
empezar, cuatro de ellas son mujeres. Mientras que los otros dos son chicos que
sólo tomarían un par de clases, antes de presentarse en el examen de la
facultad, por lo que el riesgo es muy bajo. Además, mi hijo siempre anda por
casa cuando mis alumnos se presentan. Por momentos pareciera que sabe de mis
problemas, ya que se queda en la sala de estar, como un perro guardián,
mientras yo doy las clases a esos jovencitos. Sin saberlo, me está ayudando
mucho. Ninguno de esos dos alumnos me atrae, pero conociéndome como me conozco,
si estoy a solas con ellos durante cierto tiempo, quién sabe lo que soy capaz
de hacer sólo para satisfacer mis necesidades. La experiencia en mi último
trabajo debería haberme curado de esa actitud negligente, pero no era así.
Necesitaba toda la ayuda posible para no permitir que mi insaciabilidad afecte
mi vida personal y laboral nuevamente.
Y es que ese es el punto en donde
una adicción queda al descubierto. Cuando tus hábitos compulsivos te trastornan
la vida de manera tal, que te orillan a hacer cosas inimaginables, sólo para
poder satisfacerte. Cosas que me hicieron perder no sólo el trabajo. Y es que
mis bragas se bajaban con tanta facilidad, que ni siquiera pude controlarme
cuando el novio de una amiga me invitó un café, un día en el que ambos la
habíamos acompañado a la terminal de ómnibus, pues debía viajar con urgencia.
Pero eso es para otro triste relato.
Hoy la cuestión es mi nuevo
trabajo. Es decir, mi empleo como docente de escuela secundaria.
Tomé cargos en tres colegios
diferentes. Pero dos de ellos son temporales, de apenas algunas semanas,
mientras que uno solo de ellos parece ser que durará, al menos, hasta mitad de
año. Y justamente es en esa escuela donde tengo a mi hijo como alumno. Una
verdadera contrariedad. Pobre niño, desde hace años que estoy haciendo todo lo
posible por dejarlo fuera de mi caótica vida sexual, pero ahora la cosa se va a
poner difícil.
Ya no estoy bajo la protección de
las paredes de casa. Ya no interactúo con las personas lo justo y necesario,
como venía haciéndolo hasta ahora, saliendo sólo a hacer compras, huyendo como
una delincuente cuando un hombre se acercaba a hablarme. Ahora me veo obligada
a introducirme en un mundo repleto de adultos. Un mundo de sala de profesores
llena de olor a café y a cigarrillos, de colonias baratas que ocultan
sudoración, de barbas abultadas, de cabellos grasosos, de brazos de venas
marcadas, de labias inteligentes, de filósofos astutos, de esposos aburridos,
de cordialidad calculada que a veces ocultan segundas intenciones, de braguetas abultadas, de miradas subrepticias…
Como sucede con toda adicción, lo
ideal sería mantenerme alejada de mi vicio. Así como un alcohólico no debería
frecuentar ningún lugar donde hubiera alcohol, lo ideal sería que yo no
frecuentara sitios donde había vergas. Pero eso era imposible. No obstante, era
necesario continuar con la abstinencia. Había llegado a un punto en el que no
lograba construir vínculos afectivos sólidos, porque antes de lograrlo, salía a
la luz mi personalidad voraz y desinhibida.
Todos mis amantes, de una manera u otra, me consideraban poco más que
una puta, papel que yo misma terminé asumiendo. Los que parecían sentir un
afecto sincero, no tardaban en llegar a la conclusión de que era alguien perfecta
para gozar, pero pésima para enamorarse. Pero gracias a mi terapeuta, había
decidido ponerle punto final a ese círculo vicioso. Realmente no era fácil, y
ahora iba a serlo menos aun.
En mi primer día en la escuela de
mi hijo, ya tuve dos situaciones que me hicieron temblar de los nervios.
Entre mis nuevos colegas, se
destaca el profesor Hugo, un cuarentón de risos rubios, ojos celestes, barba de
varios días, y panza cervecera. Lo vi por primera vez cuando, camino a la sala
de profesores, pasé por el patio que era utilizado para hacer educación física.
Él se dio vuelta a mirarme. Vestía un conjunto deportivo, y el silbato colaba
en su pecho, y les daba órdenes a los gritos a los chicos, quienes hacían
flexiones en el piso. Por apenas un instante vi en su semblante el gesto que
hace la mayoría de los hombres cuando se encuentran con una mujer atractiva por
la calle. Ese gesto de sonrisa bobina, en el que parece que la baba está a
punto de salirse por la comisura de sus labios, mientras que sus ojos parecen
los de un borracho, chiquillos y maliciosos. Pero enseguida lo disfrazó con una
sonrisa más natural, una que se le da a una colega, para luego saludarme con un
movimiento de cabeza.
Lo cierto es que no bastó más que
eso para sentir un estremecimiento en mi entrepierna, que luego contagió a todo
el cuerpo.
En la sala de profesores estaba la
profesora María Fernanda Bustamante, una gordita simpática que me había
enseñado cómo eran las cosas en esa institución. No me voy a detener en las
pujas de poderes, y en los enredos sentimentales que, según ella, había en el
colegio. Pero es de esas personas que, salvo por el hecho de que disfruta mucho
del chisme, te hacen la vida un poco más fácil.
Yo debía hacer tiempo, para ir al
aula donde dictaría la primera clase en el curso donde asistía mi hijo. Estaba
nerviosa. Trataba de decirme que no debería ser algo diferente a las otras
clases en las que por cierto me había ido bastante bien. Pero de todas formas,
tenía ciertos temores.
—
Tranquila, va a estar todo bien —me dijo María Fernanda, notando mi estado de
ánimo.
Entonces el profesor Hugo entró a
la sala.
— Hugo
Roca, mucho gusto —dijo, extendiendo su mano.
Yo se la estreché. Sus dedos me
apretaban con firmeza. Sin lastimarme, claro, pero ejercía una fuerza que me
pareció innecesaria, era como si quisiera transmitirme cierta intensidad varonil.
— Delfina
Cassini — dije.
— Italiana
—comentó él, soltando por fin mi mano.
— Argentina —aclaré—. La familia de mi padre
es italiana.
El profesor Hugo pareció
avergonzado. Quizás había sido algo dura con él, al poner en evidencia la
aparente torpeza de su comentario. En Argentina había miles de familias
descendientes de italianos. Era obvio que él estaba al tanto de eso, sólo lo
había dicho por decirlo.
— Profe,
dejó a los salvajes solos. ¿No sabemos ya que eso es muy arriesgado? —dijo
María Fernanda, y luego, dirigiéndose a mí, aclaró—. Antes de ayer se agarraron
a trompadas dos de los chicos.
— Qué
horror —comenté, asustada. La verdad es que había dado por sentado que en esa
escuela no sucedían esa clase de cosas.
— Esas
peleas sirven para formar el carácter —opinó Hugo—. Mientras sean mano a mano,
sin usar armas, y sin que nadie más se meta, por mí, que se peleen todos los
días. Muchas cosas se solucionan más rápidamente con un par de trompadas.
— Usted
profesor, quizá nació en una época equivocada —comentó María Fernanda— Debería
haber nacido en los tiempos de los gladiadores.
No pude evitar soltar una risita.
— ¿Usted
me ve como un gladiador Delfina? —Preguntó él.
— No
sabría decirle —contesté—. La verdad es que no se ve muy intimidante.
María Fernanda soltó una
carcajada. Hugo se ruborizó.
— Eso me
pasa por hacer preguntas tontas a una mujer inteligente —dijo—. Quédese
tranquila profe Bustamante —agregó después, hablándole a María Fernanda—. Sólo
vine para presentarme con la nueva integrante del plantel.
— Pero si
el profe Aristimunio, que empezó ayer, no tuvo el honor de que interrumpiera su
clase para venir a presentarse —lo expuso ella.
— No sea
mala, profesora. Qué va a pensar la joven aquí presente. Si al profe
Aristimunio no lo vi pasar, sino…
— Pero a
la profe Cassini si la vio ¿eh? —hincó María Fernanda—. Pero no sea tan ingenuo
de creer que es el único que la vio.
— Qué mal
pensada que es, señora Bustamante. Sabe muy bien que solo tengo ojos para mi
mujer —dijo él, mostrando el anillo de compromiso que yo ya había notado.
— Sí,
claro —rió ella.
Cuando el hombre nos dejó solas,
ella me dijo.
— El profe
es una excelente persona. Pero es un picaflor. Ojo, que ahora que sabe que hay
una profe joven y linda, y encima soltera, vas a ser un blanco para ese
troglodita. Pero qué te vengo a explicar yo, si debés pasar la mitad de tu vida
esquivando a veteranos hambrientos como ese.
— La
verdad es que no estoy interesada en nadie. Menos en un compañero de trabajo,
que encima está casado —dije con sinceridad, aunque sintiendo mi corazón
acelerado.
— Muy bien
mi niña, así se habla.
— Ya me
tengo que ir a la clase.
— Vaya por
ellos. Mirá que están en una edad difícil. Acordate, no te muestres débil.
Cuando me dirigí al aula, pasé
nuevamente por el campo donde el profesor Hugo hacía un conteo, mientras los
alumnos hacían abdominales. Me sorprendió ver los mulos gruesos y las piernas
peludas que tenían algunos de ellos. Se notaba que hacían ejercicio no solo en
la escuela. Deberían tener mucha fuerza en sus piernas. Pensar en eso me hizo
estremecer. Los chicos estaban sudorosos, casi parecía que podía sentir la
transpiración, mezclada con desodorante y colonia. Eran veinte alumnos
aproximadamente. Algunos de ellos me habrían volado la cabeza cuando era una
adolescente. Más de uno desvió la vista hacia mí.
El profesor Hugo me saludó.
Pareció desconcertado cuando me limité a asentir con la cabeza, con el
semblante serio. Pero es que no quería cometer el mismo error de siempre. No
quería soltar esa mirada involuntaria que siempre soltaba, cuando intuía que un
hombre se interesaba por mí. Esa mirada que iba acompañada de una sonrisa. Una
sonrisa de puta, según me habían dicho varios de esos hombres a los que
finalmente me llevaba a la cama. Hugo era un compañero de trabajo, y estaba
casado. Se notaba que la profe Bustamante tenía razón, era uno de esos tipos
tramposos, que no ponían reparos en meterles los cuernos a sus pobres mujeres.
No podía dejar que viera mi
debilidad. No podía permitir que sospechara que, con sólo unas palabras dulces
en el momento oportuno, sería capaz de llevarme a un rincón oscuro de ese
colegio y cogerme sin límites. No podía permitirme eso. Por donde lo mirara,
era una mala idea.
Llegué al aula, sintiendo las
piernas temblorosas. Estaba segura de que mi bombacha estaba mojada. De hecho,
sentía cierta humedad en mi entrepierna. Ahí fue donde ocurrió otro hecho que
hubiera preferido que no sucediera.
Apenas lo vi, sentado en el fondo
del salón, con las piernas extendidas, como si estuviera en el living de su
casa mirando el televisor, con su mirada soberbia, me di cuenta de que era una
especie de líder para el resto de los chicos. Un líder negativo, pero líder al
fin. Tampoco me cabían dudas de que era un chico descarado que gustaba de
meterse en problemas, y no tardé en comprobar que tenía Razón.
Ricardo, se llama el mocoso
atrevido. Ricky, para las chicas lindas como usted, se había atrevido a decirme
en medio de la clase, y en las narices de mi hijo, quien sólo atinó a encogerse
en su asiento, el pobre, como si quisiera que la tierra lo tragara.
Estaba más que claro que debía
poner un alto a esa confianza de la que hacía gala, así que decidí llamar su
atención cuando terminara la clase. Pero para eso faltaba bastante, así que
seguí con mi tarea. No pude evitar sentirme perseguida cuando veía que Ricky
susurraba cosas con sus compañeros de banco, para luego volver a mirarme y reír
con descaro. Me preguntaba qué estarían diciendo. Pero parar la clase sólo por
eso, me parecía muy exagerado.
Sin embargo, la incomodidad
aumentó cuando noté que ahora el chico me miraba de forma intensa. De una forma
en la que solamente suelen mirarme los hombres
adultos. Pero desde hacía poco descubrí que los adolescentes como él también albergaban deseos por mujeres de mi
edad, cosa que me inquietaba muchísimo. Y eso que creí haberme vestido de
manera tal que no iba a llamar la atención de nadie. Sin embargo, evidentemente
me había equivocado. Desde un primer momento había captado la atención del
profe Hugo, y de algunos de sus sudorosos alumnos. Y ahora Ricky me miraba con
un hambre que resultaba totalmente desubicado en el contexto de una clase.
Cuando, al terminar la clase, los
alumnos empezaron a salir del aula, le pedí a Ricky que se quedara un rato.
— Me
parece que empezamos con el pie izquierdo, señor Luna —dije, desde mi asiento.
Él estaba parado, al otro lado
del escritorio que nos separaba. Es un chico alto, y corpulento. Se nota que hace
deporte. Su rostro es alargado, pero fuera de ese rasgo poco atractivo, no me
cabían dudas de que no le costaba mucho hacer que sus compañeritas se
levantaran las polleras y se bajaran las bragas. A esa edad, los chicos
descarados como él me resultaban irresistibles. Pero ahora tenía treinta y un años, y era su profesora,
por lo que no debía ser indulgente con él sólo porque aún recordaba ciertos
gustos de aquella Delfina adolescente.
— No
debería decir cosas como las que dijo, a una profesora, frente a toda la clase
—dije, y sin dejar que me interrumpiera, proseguí—. No es que haya cometido una
falta grave, pero así se empieza. Si respeta los límites, nos vamos a llevar
bien —dije, esperando a que con eso sea suficiente. Tuve mucho cuidado de
tratarlo de usted, aunque me costaba hacerlo. No tenía la costumbre de tratar
de manera tan formal a los chicos de su edad, y de hecho, había pensado en
permitir que me tuteen. Pero esa era una ocasión especial. La reprimenda
ameritaba un trato más distante.
— Perdón
profe, sé que no le gustó que le preguntara su edad, pero es que me dio mucha
curiosidad —explicó él.
— No es
sólo la cuestión de mi edad. Más bien fue la manera en que la preguntó. Es
evidente que lo hizo para incomodar a mi hijo. Y eso no lo voy a permitir, no
porque se trate de él, sino que no voy a permitir que haya ningún tipo de abuso
entre compañeros. Además, no fue la única impertinencia que dijo.
— ¿En
serio? —preguntó él, sinceramente confundido—. No recuerdo haber dicho nada más
que eso.
— “Ricky,
para las chicas lindas como usted” —dije, repitiendo las palabras que él había
pronunciado hacía poco más de una hora—. ¿Acaso se olvidó que está en una
escuela, y que yo le doblo la edad? Esos comentarios no me parecen nada
graciosos.
— Pero si
no lo dije en chiste —retrucó el astuto chico—. Creo que es la profesora más
bonita que he tenido en mi vida.
— Es
importante que sepa guardarse esos comentarios cuando estamos en clase
—respondí.
— ¿Es
decir, que ahora sí puedo decirle que es muy linda?
— Señor
Luna, me está haciendo perder la paciencia.
— No se
enoje, esta vez sí estaba bromeando —dijo él—. Aunque…
— Aunque
¿Qué? —pregunté, arrepintiéndome inmediatamente de hacerlo. No debía dejar que
él tomara la iniciativa, ya que no estábamos teniendo una conversación, sino
que yo lo informando de algo. Pero ya era tarde para volver atrás.
— Me gusta
cuando se le arruga la frente.
Mocoso de mierda, pensé yo. Si no
me ponía firme, perdería su respeto, y se creería con el derecho de decirme ese
tipo de cosas todos los días.
—Mire,
Luna, si usted sigue con este tipo de tonterías, su calificación se va a ver
afectada, además informaré de cada cosa que me diga a la dirección. No sea
tonto, no pierda la materia sólo pro querer parecer el más vivo de todos frente
a sus amigos. Está claro que es un referente para todos ellos, no hace falta
que se meta en problemas para ganarse su aprobación.
En este punto, Ricky pareció
ofendido.
— Usted no
me conoce, yo no necesito la aprobación de nadie —dijo tajante. Ahora el
adolescente díscolo quedó oculto detrás de un adulto orgulloso.
—
Entiendo, pero…
— Y no se
preocupe. Como le dije, lo de hoy no se va a volver a repetir. Realmente ni
siquiera me parece tan linda —dijo.
— La cuestión
no es si soy linda o no —contesté, con ganas de darle vuelta la cara de un
tortazo—. La cuestión es que ese tipo de comentarios no deben darse entre un
alumno hacia una profesora.
En ese momento sentí que el chico
me estaba inspeccionando, como para confirmarse a sí mismo si realmente su
profesora era bella o no. Su mirada se detuvo en mis tetas durante algunos
segundos de silencio que se me hicieron larguísimos. Instintivamente me crucé
de brazos, para cubrir mis pechos. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
— ¿Ya me
puedo ir? —preguntó él.
— Sí, pero
necesito que me diga que entendió lo que le dije, y que no se volverá a
repetir.
— Claro
—respondió él, lacónico, y me dejó sola en el aula.
Me puse de pie, sintiendo, no por
primera vez, mi cuerpo tembloroso. Mi hijo me esperaba en el pasillo de afuera,
totalmente ajeno al nerviosismo que sentía en ese momento. Le aseguré que
estaba todo bien, y di a entender que la plática con su compañero había sido
fructífera, pero lo cierto era que sentía que lo que le había dicho a Ricky le
había entrado por un oído y salido por el otro, mientras que las palabras que
él pronunció me habían dejado perturbada.
Volvimos a casa. Le dije a mi
hijo que pidiera algo para comer. Enseguida me encerré en mi habitación. Saqué
de un cajón un consolador. Me levanté la pollera, me bajé la braga, que, como
suponía, estaba empapada, y me penetré con él.
¿Cuánto podría tardar en caer en
las lujuriosas intenciones del profesor Hugo? Recordé su barba de un par de
días sin afeitar, sus ojos claros, su galantería, su mirada libidinosa. Metí
los dedos en mi boca, llenándolos de saliva, y mientras me introducía una y
otra vez el dildo, que se resbalaba fácilmente por mi húmedo sexo, comencé a
masajear el clítoris. Me imaginé siendo poseída por él, quizás en su auto,
quizás en un hotel cercano a la escuela, o quizás en la misma escuela, en algún
cuarto vacío que aún no conocía, mientras su esposa cocinaba algo para él en su
hogar. En mi reciente pasado había hecho cosas más locas que cogerme a un
profesor en la escuela donde trabajaba, así que no era impensable que eso
pasara. Pero no, no podía ocurrir. Había decidido desviarme de ese camino de
autodestrucción que transité durante años. Ya no construiría relaciones únicamente
en base a mi aspecto físico, o a lo buena que era en la cama. Ya sabía cómo
terminaba todo eso. Yo tildada de puta por todos, y sumida en la absoluta
soledad. Sin embargo no podía dejar de pensar en mi colega, que además estaba
casado, penetrándome con salvajismo. Ya había tenido mi ración de hombres
casados, y no me había ido nada bien. Normalmente se quedaban con sus mujeres,
y estas lo obligaban a que develaran quién era esa zorra por las que estuvieron
a punto de abandonar a una familia. Y entonces recibía llamadas amenazantes, y
en el peor de los casos, como me había sucedido con la esposa de Eduardo, mi
exjefe, me propinaban una paliza. Todavía recuerdo esa tarde, en la que estaba
en la fotocopiadora, cuando, sin previo aviso, sentí que alguien me tironeaba
de los pelos, para derribarme, y hacerme caer al suelo. Y después escuché los
insultos, y los golpees, que gracias a uno de los empleados, que la separó de
mí, dejaron apenas marcas en mi rostro. Marcas que había podido disimular con
maquillaje, y así ocultárselas a mi hijo.
Pero el miedo había sido intenso,
y ese fue el detonante definitivo para que me diera cuenta de que debía cambiar
mi forma de vivir.
Pero me estoy yendo por las ramas
de nuevo. No podía tener nada con Hugo, pero ahí estaba, jadeante, enterrándome
ese falo de silicona, y frotando frenéticamente mi clítoris, con movimientos
circulares, mientras sentía cómo una excitación oscura y ardiente recorría todo
mi cuerpo. Pero entonces sucedió algo que no tenía previsto.
El recuerdo del profesor Hugo fue
combinado con otro, en donde aparecían aquellos chicos sudorosos de piernas
musculosas, que había visto en el campo de educación física. Ojos curiosos me
habían mirado de reojo. Me imaginaba la potencia que tendrían los muslos peludos
de esos chicos, y las cosas que podrían lograr con esa fuerza. Su increíble
potencia habría de compensar con creces su corta, o incluso nula, experiencia. Eso
estaba mal, no cabía dudas, pero en ese momento sólo existía mi calentura, y la
necesidad de apagarla. Y fue ahí cuando recordé a Ricky. Su imagen apareció de
la nada, desplazando a todas las demás. Ese mocoso insolente se había atrevido
a decirme que ni siquiera le parecía bonita. ¿Podía estar hablando en serio?
Quizás, por más atractiva que fuera, la diferencia de edad era algo poco
seductor para una criatura como él. Pero no, estaba claro que no era el caso.
Seguramente lo había dicho para bajarme los humos. El pendejo no podía soportar
que una mujer lo regañara. Seguramente era un misógino de manual. Si no le
parecía bonita, no hubiera dicho lo que dijo, frente a toda la clase,
exponiéndose a ese predecible llamado de atención. No sólo le parecía linda,
sino que también me veía sensual. Si no era así, ¿Por qué se había quedado
embobado con mis tetas?
Quién se creía ese mocoso,
pensaba para mí, mientras mi respiración se hacía más agitada. Quién se creía.
Si yo quisiera, no tardaría ni cinco minutos en tenerlo comiendo de mi mano. Si
yo quisiera… No me duraría nada. Lo haría acabar en dos minutos y lo dejaría en
ridículo. Y luego nunca lo volvería a llamar, para que se quedara con el deseo
y el vergonzoso recuerdo. Podría darlo vuelta como una media. Le enseñaría
tantas cosas en apenas unos instantes…
El orgasmo atravesó todo mi
cuerpo, como si fuera un torrente de agua cálida y electrizante. Tuve que
morder la almohada para reprimir el grito y que mi niño no lo escuchara. Quedé
en la cama, exhausta, con el sexo empapado. Apenas me recompuse agarré la
computadora para relatarles lo sucedido.
Ojala que no pase nada malo.
Ojalá que pueda tener una vida sana.
Mujerinsaciable
………………………………………………………………….
Dejé el celular a un lado. Así
como mamá hacía algunas horas había quedado en su cama, temblorosa y mojada, yo
estaba en mi propia habitación, y también temblaba, pero de rabia.
No había imaginado que el
problema de ella llegara a esos extremos. Me había reusado a imaginar a mamá
siendo seducida por uno de mis compañeros, pero la idea no solo no era
imposible, sino más bien al contrario, resultaba perfectamente factible que se
sintiera tentada por alguno de mis ellos. Daba lo mismo si las pijas que la
rodeaban eran de adultos o de adolescentes,
la profesora Cassini no parecía hacer distinciones entre unas y otras. Una vez
más me di cuenta de que mamá era el sueño húmedo de cualquier chico de mi edad.
Era un caso entre un millón. El que se cruzara en su camino, se ganaba la
lotería.
También seguía perturbándome el
hecho de que, salvo en mi caso, usara nombres reales para referirse a las
personas que ahora formaban parte de su vida laboral. Era cierto que la página
donde publicaba los relatos, si bien tenía decenas de miles de usuarios, en
términos proporcionales era una cantidad muy baja de miembros. De hecho, yo
mismo no conocía a nadie que visitara ese tipo de webs. La gran mayoría se
hacía la paja viendo videos. Pero el riesgo existía. Si el propio Ricky, o el
profesor Hugo, quienes habían sido protagonistas de las escenas relatadas,
llegaran a ver ese texto, ella quedaría totalmente expuesta, y a merced de
ellos.
En ese momento no me di cuenta,
pero ahora lo sé. Si mamá estaba jugando con fuego, era porque eso le generaba
adrenalina. La posibilidad de ser descubierta, por pequeña que fuera, la
excitaba casi tanto como el sexo. Estaba claro que, de alguna manera, se estaba
autosaboteando.
Se me ocurrió una idea. Denunciaría el relato, para que los
administradores de la página lo eliminaran. Pero al intentar hacerlo, me di
cuenta de que la historia no incumplía con ninguna norma de esa comunidad. Así
que dejé ese plan de lado.
Lo que me daba esperanzas era el
hecho de que ella misma se reusaba a recaer en su vicio. Estaba resuelta a
tener con los hombres una relación normal, y el primer paso era no abrirse de
piernas ante el primero que se lo pidiera.
Pero como ella bien explicaba, el
problema era que, a diferencia de otras adicciones, ella no podía mantenerse
alejada del objeto del vicio. Lo que le sucedía era lo mismo que le pasaba a
los alcohólicos en recuperación que, contra su voluntad, aparecían en una
fiesta donde la cerveza corría como el agua. Ella en cambio, estaba rodeada de
potenciales amantes que podrían hacerla gozar. Pocos serían los que dudarían en
sacarle provecho a su adicción.
Al igual que mamá, yo dudaba de
que Ricky no se sintiera atraído por ella. Si el hijo de puta supiera las cosas
que pensaba su profesora, no dudaría en aprovecharse de la situación. Una vez
más, humillado, había leído cómo mi madre se comportaba como una puta. O más
bien, sus pensamientos eran los de una puta. ¿Cómo mierda le iba a parecer
atractivo ese troglodita de Ricardo? No había imaginado que era de esas chicas
que se sentían atraídas por la arrogancia de esa clase de tipos. Si bien no lo
había dicho de manera explícita, estaba claro que estaba lejos de sentir
rechazo hacia él. Y ese perturbador pasaje en donde se cruzaba con esos chicos
sudorosos, que luego entrarían también en sus fantasías, mientras se penetraba
con el dildo… Qué locura.
Al principio, la idea de que el
profesor Hugo, quien el año anterior había sido mi profesor de educación
física, se la cogiera, me parecía pésima. Pero si en cualquier momento mamá
recaía, era mil veces mejor que sucediera con un hombre casado, que con un
alumno. Por primera vez pensé en la posibilidad de ayudar a que mamá alivie sus
necesidades. De esa manera podía contribuir a que ocurra la menos peor de las
posibilidades.
Pero aún era una idea difusa en
mi mente confundida. Por el momento, lo único que podía hacer era vigilarla de
cerca, no dejar que estuviera mucho tiempo con ningún hombre, y mucho menos con
un alumno. La idea hacía que se me pusiera la piel de gallina.
La decisión de estar siempre
presente cuando daba clases particulares a esos chicos había sido acertada. Mi
propia madre reconocía que era necesario que yo estuviera cerca, así que no dejaría
de hacerlo.
En los siguientes días no subió
nada a la página de relatos eróticos, por lo que asumí que no había pasado nada
trascendente. De todas formas, eso no era algo que me dejara tranquilo. Cada
día que pasaba sin novedades de las andanzas de la profesora Cassini, me hacía
pensar que las probabilidades de que al otro día sucediera algo, aumentaban
exponencialmente. Y ahora el momento en el que debía dar clases a mi curso
estaba a la vuelta de la esquina, y yo temía lo que pudiera ocurrir.
Había llegado por fin el día
esperado. Me preguntaba cómo reaccionaría yo si el imbécil de Ricky, otra vez,
se hacía el vivo con mamá frente a toda la clase. Estaba claro que no lo había
amedrentado en absoluto. De solo pensarlo, sentía cómo mi sangre hervía. Un
enfrentamiento con él parecía ser inminente.
Me fui a la escuela antes que
ella, ya que a las ocho de la mañana tenía clase de filosofía, y recién a las
diez tocaba contabilidad. Esas dos horas se hacían larguísimas.
Cuando volvimos del recreo, mamá
llegó al aula. Me quedé petrificado al verla. Había cambiado diametralmente su
apariencia, en comparación a la primera clase. Ahora llevaba un pantalón de
jean muy ajustado, el cabello suelto, y los labios pintados de un rojo intenso.
El curso se sumió en un silencio anormal. Algunos parecieron confundidos, como
si no la reconocieran. Incluso hubo varios que me miraron, esperando a que les
confirmara que se trataba de mi madre, la misma que había estado frente al
pizarrón hacía una semana.
— Bueno
días —saludó la profesora Cassini.
Y entonces me pareció ver que
mientras saludaba, su mirada iba dirigida hacía el fondo del salón, y en ese
mismo momento, en su boca se dibujó una seductora sonrisa.
Capítulo
3
No podía dejar de pensar en cuál
era el motivo por el que mamá había aparecido de esa manera para dar la clase.
Para mis compañeros probablemente no se trataba más que de un cambio de look,
de una joven profesora, que el primer día de clases había exagerado con la
sobriedad de su atuendo, y ahora se decidía a mostrarse tal cuál era. Después
de todo, si bien el pantalón resultaba muy ajustado, y el color de los labios era
un tanto exagerado, no se salía de lo normal. No era la apariencia ideal que
debía tener una profesora, eso seguro, pero tampoco implicaba una grave falta.
No obstante, haber leído el
último relato de mamá, me daba una perspectiva mucho más amplia, y me hacía
pensar lo peor. Después de todo, ella misma había jurado que pretendía
continuar con la abstinencia. Entonces ¿No era poco conveniente provocar a los
hombres que la rodeaban? Si el profesor Hugo le había echado el ojo ya en la
primera clase, no me quería imaginar lo baboso que se pondría cuando la viera
así.
— Qué
linda estás profe.
Respiré hondo. Por suerte, el
halago no había salido de los revoltosos de la fila del fondo, ni siquiera de
uno de los varones, sino que lo dijo Lorena, una chica con trenzas que parecía
negarse a abandonar su niñez. Pero no podía cantar victoria antes de tiempo,
Ricky y sus compinches podrían agarrarse de ese comentario para salir con
alguna de sus payasadas.
— Gracias
—contestó mamá, con una sincera sonrisa de agradecimiento—. Bueno, empecemos.
Les había dejado unos asientos contables para resolver en casa. ¿Quién pasa al
pizarrón?
Me pareció notar que miraba de nuevo hacia el
fondo, por encima de mi hombro. Es decir, estaba viendo a Ricky, con una
sonrisa sugerente, desafiante, o eso me pareció a mí. Se me pusieron los pelos
de punta. Si el hijo de puta sabía lo vulnerable que estaba mamá en ese
momento, sería el comienzo del fin.
La primera media hora pasó sin
muchas novedades. Pasamos al pizarrón una decena de alumnos para hacer los
asientos contables que había dejado de tarea. Después mamá se puso a explicar
un tema nuevo: amortizaciones. A nadie le gustaba esa materia, pero la profesora
Cassini se las ingeniaba para mantener la atención de los chicos. Explicaba
todo de manera simple y concisa, y usaba palabras que todo el mundo entendía.
Además, cada tanto citaba alguna frase conocida de la serie Los Simpson, cosa
que me daba mucho cringe, pero que a los demás parecía divertirles.
Mamá usaba un suéter blanco que,
al igual que su pantalón, se ceñía como guante a su esbelto cuerpo. Sus firmes
pechos se marcaban de manera obscena debajo de esa prenda. Me preguntaba si
Ricky le estaría mirando las tetas, al igual que lo había hecho la semana
anterior, cuando ella lo hizo quedarse después de clase. Ciertamente eran tetas llamativas, totalmente
erguidas. Pero en ese momento me di cuenta de que había algo más. ¡Sus pezones
estaban marcados en el suéter! No era la primera vez que notaba ese detalle en
mamá. Ahora me daba cuenta de que era una señal de que siempre andaba caliente.
Otra cosa incómoda de ver para un
hijo era cuando se daba vuelta, mostrando a la comisión sus turgentes nalgas
mientras escribía algo en el pizarrón. Además, las costuras de los bolsillos traseros
del pantalón eran de hilo dorado, los cuales al contrastar con el color azul de
la tela, hacía que quedara en evidencia no sólo su perfecta forma, sino su
exacerbada profundidad. En cierto punto comprendía a Ricky —aunque no por eso
iba a aceptar que se cogiera a mi mamá, obviamente—, ya que, si yo estuviera en
su lugar, o mejor dicho, en el lugar de cualquiera de la comisión, también me
sentiría sumamente atraído por la joven y atractiva profesora, que ahora,
además, se mostraba sumamente sexy. Yo aún era virgen, y a pesar de que todas
las señales apuntaban a que pasaría mucho tiempo hasta que dejara de serlo, no
me faltaban las ganas de saber qué era lo que se sentía penetrar en una húmeda
vagina, o sentir el goce de que te chupen la verga.
En ese momento, al igual que me
sucedió con sus pezones, me di cuenta por primera vez de un detalle de su parte
trasera. Y es que ambas nalgas daban la impresión de estar un poco más
separadas de lo que deberían estar. Frustrado, me pregunté si los pajeros del curso
también habían notado ese detalle. Había una teoría —incomprobable—, que decía
que las mujeres que tenían las nalgas de esa manera, eran grandes asiduas a
practicar sexo anal. Traté de quitarme esa idea de la cabeza. Pero me costó
mucho hacerlo.
Luego ocurrió algo, que en ese
momento me pareció apenas llamativo, pero que sin embargo atrajo lo suficiente
mi atención como para reparar en ello. Mamá nos había puesto a hacer unos
ejercicios relacionados con el tema nuevo. No era la gran cosa, con diez minutos
bastaría para que los empezáramos a corregir. Ella empezó a caminar por los
pasillos, entre las hileras de pupitres, como suelen hacer algunos profesores
cuando estamos en examen. El sonido de sus zapatos pisando las baldosas se
superponía a los murmullos, típicos en esos momentos, pues muchos aprovechaban
para conversar sobre cualquier cosa que no fuera contabilidad.
No fueron pocos a los que pesqué
infraganti, mirando el trasero de mamá cuando les daba la espalda, aunque justo
es decir que ni su culo ni sus tetas eran lo único que llamaba la atención en
ella. Tenía un rostro de facciones preciosas, y la piel blanca y tersa la
hacían parecer incluso varios años más joven de lo que era. Su figura era
elegante, no era alta, pero tampoco baja, y sus piernas eran largas y
torneadas. Lucio fue uno de los más impúdicos mirones, ya que con sus enormes
anteojos cuadrados había quedado unos cuantos segundos, totalmente idiotizado
ante el bamboleante movimiento de caderas de la novel profesora. El pobre ni siquiera
había atinado a disimular su lascivia. Se sentaba en un extremo, un poco más
adelante que yo, por lo que me resultó fácil verlo de perfil. El degenerado
tenía una erección. Ya estaba, ahora la profesora Cassini contaba con, al
menos, dos admiradores en el curso.
Pero por Lucio no iba a
preocuparme, ya que no sólo no era un macho alfa como muy a mi pesar debía
reconocer que era Ricky, sino que era todo lo contrario: torpe, tímido,
apocado, y para colmo, ni siquiera era tan inteligente como su apariencia de
nerd lo indicaba. Como alumno no era malo, pero tampoco llegaba a sobresalir.
Al igual que yo, aprobaba las materias con lo justo y necesario. Y en los
deportes ya ni hablemos. Lo único en lo que llegaba a sobresalir era en los
dibujos que hacía, aunque tampoco era que descollara. Un chico como ese, apenas
se animaría a fantasear con una mujer como mamá, y dedicarle miles de pajas.
Jamás se le ocurriría tirarle los galgos, como lo había hecho Ricardo la vez
anterior. Incluso sentí pena por él, pues temía que alguien más notara su
visible excitación.
De repente pareció darse cuenta
de que estaba siendo observado por mí. Le sonreí, él se puso levemente colorado
y desvió la mirada. Luego se levantó un poco el cinturón, como para acomodar su
patética verga y ocultar en la medida de lo posible su dureza.
Mamá estuvo lejos de notarlo. La
vi atravesando el pasillo donde yo estaba sentado. Cuando pasó al lado mío, me
guiñó un ojo.
— Profe,
le puedo preguntar algo del ejercicio —dijo Ricky a mis espaldas.
Como era de costumbre, cuando me
ponía nervioso, me empezaron a arder las orejas.
— Claro
Luna —dijo mamá, manteniendo cierto formalismo al llamarlo por el apellido,
aunque no dejaba de inquietarme el hecho de que lo recordara.
Presté atención en cada palabra
que decían, para ver si el pendejo de Ricardo se propasaba, al menos de manera
sutil.
— No, esto
va en el haber —decía mamá—. Así está bien.
— ¿Y este
asiento lo hice bien? —preguntó Ricky.
— No, recordá
que los costos de mercadería vendida se registran en un asiento aparte.
Esa fue toda la conversación que
tuvieron ese día, cosa que me generó un enorme alivio.
Y luego ocurrió algo sumamente extraño.
Después de hacer varios zigzag mientras caminaba, dejando la estela de un suave
perfume en su camino, mamá caminó en línea recta hacia su escritorio, a través
del último pasillo a la derecha. Mientras lo hacía, observaba lo que escribían
mis compañeros en sus carpetas de hojas cuadriculadas. Cuando llegó al asiento
de Lucio, se detuvo. Me pareció notar que el pobre detuvo su respiración
durante un instante.
— Bien,
eso está muy bien señor… —comentó mamá.
—
Alagastino —dijo Lucio.
Y entonces mamá pareció notar
algo llamativo, porque su seño se frunció, y enseguida preguntó:
— ¿Y esto?
Sin esperar que el chico le
contestara, corrió la hoja en la que había hecho los asientos contables. No
alcancé a ver qué era lo que había descubierto mamá, pues la hoja que había corrido había quedado a
medio camino, sostenido por su mano, a noventa grados, por lo que impedía que
yo o cualquier otro viera de qué se trataba. Sin embargo sí pude ver que ella
se había quedado petrificada, sin siquiera poder pronunciar palabra. Lucio, por
su parte, se puso increíblemente colorado, cosa que inmediatamente llamó la
atención de todos, que ahora lo miraban haciendo que se pusiera más rojo, si es
que eso cabía. Estaba claro que quería que la tierra lo tragara en ese mismo
instante.
Y entonces, como por arte de magia, la profesora Delfina Cassini se
recompuso, y dijo con total naturalidad:
— Le
agradeceré que en mis clases solo se centre en la contabilidad. Ya podrá dar
riendas sueltas a su faceta artística en otro momento.
Todos rieron. Era sabido que a Lucio
le gustaba pasar el rato dibujando, y solía aislarse en los recreos para hacer
todo tipo de dibujos al estilo animé en sus cuadernos. Un profesor alguna vez
le dijo que era muy hábil, pero por lo visto esa habilidad solo radicaba en su
talento para copiar otros dibujos, quizás debería intentar hacer una obra
original algún día, le había dicho.
— ¿Qué
dibujaste, depravado? —preguntó Gonzalo, uno de los amigos de Ricky, a los
gritos.
— Eso no
es de su incumbencia, vuelva a lo suyo —lo cortó en seco mamá, aunque no logró
sofocar las risas que se alzaron cuando Gonzalo pronunció esas palabras.
Pero a pesar de las risas, Lucio
increíblemente pareció más aliviado que antes, y su rostro empezó a recuperar
su color original.
Lo que me pareció raro fue que
Ricky no haya sido la voz cantante a la hora de burlarse del débil Lucio. De
hecho, pareció que sus amigotes habían hecho unos segundos de silencio, esperando
que hiciera su gracia. Pero cuando se dieron cuenta de que no iba a pronunciar
palabra, Gonzalo tomó el relevo. Ahora bien, el mutismo de Ricky no era algo
que me hiciera sentir aliviado. El hecho de que se comportara de una manera tan
diferente a como era siempre, me daba a pensar. ¿Acaso no estaría intentando
mostrarse serio y maduro frente a la hermosa profesora Delfina Cassini? Debía
tener mucho cuidado con él ya que, si bien tenía la misma edad que yo, contaba
con mucha más experiencia gracias a que resultaba muy atractivo para las
féminas de la escuela. De él se contaban miles de leyendas, y el propio Ricardo
no se sonrojaba al contar a todo quien quisiera escuchar, con quién había
cogido en el boliche el fin de semana.
Se hizo el mediodía, sin grandes
sobresaltos. De hecho, hubo menos situaciones incómodas de las que esperaba, lo
que debió haberme llamado la atención en ese momento.
Una cosa que sí noté fue que,
cuando todos empezábamos a salir del aula, como si fuéramos una manada de
animales corriendo de nuestros depredadores, Lucio se había quedado en su
pupitre, guardando lentamente sus útiles escolares en la mochila. Al final,
había quedado sólo.
— ¿Vamos
má? —le pregunté a mamá, quien estaba terminando de borrar el pizarrón.
Se dio vuelta, y vio a Lucio que,
con la cabeza gacha, parecía negarse a ponerse de pie.
— Vos hoy
tenés que quedarte un rato más ¿No? —me preguntó ella, recordando que ese día me
había comprometido con Ernesto y otros chicos a empezar a hacer un trabajo
práctico de geografía. Usaríamos la biblioteca de la escuela. No obstante,
deseaba ver que mamá se fuera tranquila a casa. Había muchos buitres
revoloteándola, y no iba a estar tranquilo si no la veía subirse al auto. Pero
en ese momento no se me ocurrió una excusa para quedarme hasta asegurarme que
saliera de la escuela.
Vi afuera cómo Ricky y sus amigos
se alejaban rápidamente, para librarse del tedio de la escuela. En la dirección
opuesta, Ernesto me hacía señas. Estaba con Mariano y Celeste. Esta última era
una rubiecita de ojos claros que últimamente estaba siendo la dueña de mis
sueños húmedos. Tener la oportunidad de compartir algunas horas con ella, era
algo que me agradaba mucho. Por último, pensé que de todas las personas en el
mundo, Lucio era el menos peligroso. No intentaría nada con mamá ni aunque ella
se desnudara en sus narices. Así que los dejé solos.
Pero en la biblioteca me resultó
imposible concentrarme. Me daba miedo el simple hecho de saber que mamá se
cruzaría con quién sabía cuántos hombres al marcharse. Cualquier verga era un
peligro inminente que atentaría con la apacible vida que intentaba llevar en
esos tiempos.
De todas formas, no era más que el primer encuentro con mis compañeros,
en donde definiríamos quién haría qué cosa, por lo que no era imprescindible
que estuviera ahí. Pero por esta vez las hormonas obraron en mi contra. Celeste
se había sentado a mi lado, y su sonrisa dulce me sacaba, cada tanto, de la
oscuridad que estaba atravesando en esa extraña época, en donde la sexualidad
de mamá me preocupaba más que mi propia sexualidad.
Cuando volví a casa, ocurrió algo
que me hizo dar mucho miedo. Mamá no estaba. Lo que dejaba la clara pregunta:
¿Dónde mierda se encontraba? Le mandé un mensaje, pero no contestó. La llamé,
pero el teléfono se limitó a sonar hasta que saltó la voz mecánica de una
operadora. Estuve con el corazón en la boca durante todo ese tiempo. Ni
siquiera pude comer bocado.
Volvió recién unas cuantas horas
después.
— ¡¿Qué
pasó?! —quise saber. Me costó mucho ocultar mi aflicción
La miré de arriba abajo, tratando
de descubrir si en su aspecto había algo que me indicara que por fin había roto
con la abstinencia. Pero a simple vista no pude notar nada. Salvo… ¿Acaso su
cabello no estaba impecablemente prolijo? Era como si se lo hubiera vuelto a
peinar.
Pero pensé que quizás eran ideas
mías. Así que opté por seguir la rutina que últimamente se había acoplado a mi
vida con una naturalidad perturbadora: revisé la página en donde la profesora
Delfina Cassini narraba sus andanzas sexuales. No había nada, cosa que no
terminó de tranquilizarme. Después de un par de horas, y de haber revisado la
página decenas de veces, pude conciliar el sueño.
Al despertarme, antes de ir a la
escuela, ya casi por inercia, abrí la página nuevamente.
— ¡La
reputísima madre que me parió! —exclamé.
En efecto, probablemente mientras
yo intentaba dormirme, mamá había estado escribiendo. Ahí estaba el relato, y
el título no podía ser más humillante para un hijo adolescente que estaba
haciendo todo lo posible por sacar a su madre de ese camino de perdición. “mis alumnos me hacen romper la abstinencia”,
decía.
Estuve a punto de tirar el
teléfono contra la pared. Por primera vez, me sentía extremadamente enojado con
mamá, a pesar de que tenía en claro que ella no era más que una víctima de su
padecimiento. Por último, quise ir corriendo hasta la escuela para partirle la
cara a Ricky. Aunque… ¿Por qué decía “mis alumnos” en plural? Me pregunté. La
cosa pintaba mucho peor de lo que había imaginado. Miré la hora. Tenía quince
minutos. En todo caso, llegaría tarde a clases si era necesario.
Sintiéndome totalmente derrotado,
me dispuse a leer el relato
Mis alumnos
me hacen romper la abstinencia
Tres meses. Mi sabia terapeuta se
había negado a confirmármelo, pero entre los profesionales que habían sido
consultados en distintos canales de YouTube parecía haber un consenso
generalizado. Tres meses era lo que, en promedio, una persona que padece de
hipersexualidad y que se encuentra en tratamiento, sufre la primera recaída.
Yo ya había pasado los tres meses
hacía un par de semanas, así que creo que debería sentirme victoriosa. Aunque
por supuesto, no es así.
El ajetreo de la escuela era tal,
que me había resignado a que, tarde o temprano, volvería a las andadas. Cuando
llegó el día de dar clases al curso de mi hijo, sentí una creciente incomodidad
que no estaba segura de a qué se trataba.
Cuando estuve a punto de
vestirme, no pude evitar recordar al pendejo maleducado de Ricardo, quien la
semana anterior había intentado ponerme incómoda, y que, incluso cuando quise
reprenderlo, me había dejado descolocada. ¿Qué yo no era linda? Me costaba
admitirlo, pero mi ego había sido lastimado. Era obvio, por la forma en la que
me miraba, que sí le parecía atractiva. Seguramente solo me lo había dicho para
molestarme. Sin pensarlo mucho, cambié de idea. Descaché la ropa sobria que ya
tenía separada y planchada para ese día. ¿Quién decía que no podía vestirme de
una manera un poco más llamativa? Por lo que había visto, mis colegas se
vestían como les daba la gana. Incluso había un profesor de música a quien vi
con un pulóver deshilachado. Yo no iba a verme tan mal como él, eso seguro.
Me desvestí, y me miré al espejo.
Mi amiga Luciana siempre bromeaba conmigo, diciéndome que no conocía a nadie
que anduviera siempre con los pezones duros, como me pasaba a mí. Bueno, al
menos a la mañana (y ahora mientras escribo) los tenía duros. El recuerdo de
Luciana me entristeció, ya que nuestra amistad se vino abajo cuando el imbécil
de su novio decidió cogerme. Pero bueno, como siempre digo, eso es para otro
relato.
Me costó ponerme el pantalón,
porque era muy ajustado y mis carnosas nalgas hacían complicada la tarea. Pero
una vez que lo subí hasta la cintura, me quedó perfecto. Elegí un lindo suéter,
que era más para una cita que para ir al trabajo, zapatos de tacones altos, que
hacían que mi trasero pareciera más respingón de lo que era (como si eso
hiciera falta), me maquillé y me pinté el labio de rojo. “Parecés una hermosa
puta de lujo”, me hubiera dicho Eduardo si me viera así. Estuve a punto de
cambiarme de nuevo, pero ya no tenía tiempo. Siendo la clase de apenas dos
horas, no podía darme el lujo de llegar tarde.
Mi hijo ya se había ido a la
escuela un par de horas antes. Me aliviaba saber que no estaba por ahí.
Últimamente se mostraba muy celoso. Me seguía a sol y a sombra, y siempre
miraba con el ceño fruncido cuando cruzaba dos palabras con algún hombre.
Reconozco que me gusta que me cuide, pero no puede estar conmigo las
veinticuatro horas del día, así como de hecho no estaba en ese momento.
Esperaba a que alguno de mis
alumnos dijera algo desubicado. Lo pondría en su lugar sin dudarlo. Pero sólo
hubo una alumna que hizo mención a mi aspecto. Una linda chica trigueña, de
ojos rasgados, que me dijo que estaba muy linda.
Ricardo se mostraba indiferente.
O mejor dicho, fingía estar indiferente, porque cada tanto lo pescaba
comiéndome con los ojos. Los puse a hacer unos ejercicios, y caminé de un lado
a otro. ¿Ves?, esto es lo que nunca vas a poder tener, pensaba yo, mientras me
aseguraba de mostrarme desde todos los ángulos. En ese momento deseaba hacerlo excitar,
para luego poder tener el placer de decirle que jamás estaría con un niño como
él.
Pero a quién engañaba, si yo
misma sentía, no por primera vez entre esas cuatro paredes, que mi sexo ya
estaba húmedo.
— Profe,
le puedo preguntar algo del ejercicio —me llamó Ricky.
— Claro,
Luna.
Me acerqué con el semblante
serio, imperturbable, como queriendo mostrar seguridad y distanciamiento. Me
incliné, para ver lo que había escrito. Mi cabello cayó a un costado. Me lo
puse detrás de la oreja. Quería que él me viera de perfil. Que viera mi rostro,
ese que tantas veces me habían alabado, porque mantenía cierto aire infantil
que me hacía ver mucho más joven de lo que era. “Cara de nena puta”, me decía
Eduardo, cuando yo, desnuda y en sus brazos, le contaba esa anécdota.
— No, esto
va en el haber —le expliqué.
Ricky tachó lo que había hecho, y escribió un nuevo asiento contable.
Cuando terminó de usar la regla, le quedó el brazo izquierdo libre. Y entonces
pasó algo que me hizo estremecer. Apenas me rozó. Pero sus dedos se frotaron en
mi muslo. Pareció un movimiento involuntario, ya que solo duró unos instantes.
Lo miré de reojo. Él tenía su mirada clavada en mí, con una intensidad que
tiraba a la basura las palabras orgullosas que me había dicho la clase
anterior. Ese descubrimiento, por estúpido que parezca, me alegró. Me gustaba
tener a ese mocoso engreído comiendo de mi mano.
— Así está
bien —le dije, una vez que comprobé que había hecho bien el asiento.
Estuve a punto de erguirme y
marcharme de ahí, pero él me detuvo.
— ¿Y este
asiento lo hice bien? —quiso saber.
Y entonces sentí la mano de
nuevo. Ricky me tocaba apenas, con la cara externa de sus dedos. Pero esta vez
el contacto no duró unos instantes, sino que bajó y subió esa impetuosa mano,
tres o cuatro veces. Me di cuenta de que lo que hacía era meterla en el
bolsillo, como si quisiera sacar el celular para ver algo en él, pero sin
terminar de hacerlo, lo que hacía que el movimiento quedara medianamente disimulado.
Miré a los lados. Los compañeros de él parecían estar metidos en sus carpetas,
sin darse cuenta de lo que pasaba. Además, Ricky se sienta en el fondo, pero su
silla está incluso más atrás que las otras que había en esa fila. Me preguntaba
si él creía que yo no me daba cuenta de que me estaba manoseando a propósito.
Apenas lo sentía, pero ahí estaba esa mano acariciando mi pierna. De repente
sentí que ahora la mano subía. Pronto llegaría a la cadera, y ahí a la vuelta
estaba esa parte que a los hombres tanto les gusta tocar.
— No,
recordá que los costos de mercadería vendida se registran en un asiento aparte
—le contesté.
Me erguí, y lo dejé solo. Me
pregunté si le había provocado una erección. A esa edad se les paraba con
increíble facilidad. Pensar en eso me produjo calor. Pero no me di vuelta a
mirarlo. Le di la espalda, y me encaré hacia el otro pasillo, convencida de que
me estaría mirando.
Pero Ricardo no resultó ser el
único pendejo precoz con el que debería lidiar en esa comisión. Cuando volvía a
mi escritorio vi algo que me llamó la atención. Me había detenido en el pupitre
de Lucio, un chico triste a quien todos parecían ignorar, salvo cuando
necesitaban un chivo expiatorio de quién burlarse. Algunas de las hojas de su
carpeta estaban rotas en la parte que debería estar ajustada al gancho. Esto
generaba que algunas de ellas sobresalieran. Vi en una hoja, algo que no tenía
nada que ver con lo que les había mandado a hacer. Era un dibujo. Me pareció
ver una pierna.
— ¿Y esto?
—pregunté. Pero sin esperar respuesta, corrí la hoja con los cálculos
contables, para ver lo que había en la otra.
Quedé sin palabras.
Inmediatamente después me arrepentí de haber descubierto eso. Hay cosas que es
mejor no saber.
Se trataba de un dibujo a medio
hacer. En él había una mujer joven con una falda corta y una camisa, con pechos
erguidos y grandes. Tenía el pelo recogido. Estaba diseñado de manera tal, que
era evidente que había una tremenda sexualización en esa obra. La camisa tenía
varios botones desabrochados, las proporciones de las piernas y caderas eran
exageradas, y por si fuera poco, la animación tenía la braga a la altura de los
tobillos. El gesto era de vicio, como si aquella chica quisiera ser poseída de
la manera más humillante. Y todavía no dije lo peor, aunque algunos de los
lectores más sagaces ya se habrán dado cuenta. ¡Aquella caricatura se asemejaba
perturbadoramente a mí!
Vi al chico, más con asombro que
con enojo. Me di cuenta de que estaba temblando, y se lo notaba a punto de
llorar. Recordé que parecía ser el típico chico al que molestaban los tipos
como Ricky. Si lo exponía frente a toda la clase, le arruinaría los meses que
quedaban de clases. Convertiría su vida en un infierno. Así que me hice la
tonta y le dije:
— Le
agradeceré que en mis clases solo se centre en la contabilidad. Ya podrá dar
riendas sueltas a su faceta artística en otro momento.
Algunos chicos se rieron, y hubo
quien quiso humillarlo, pero lo puse en su lugar enseguida.
Seguí con la clase, notando que
Lucio, si bien seguía amedrentado, tenía un brillo de alivio en los ojos. Por
otra parte Ricky, en este caso, se comportó mucho mejor que en la clase
anterior. Por momentos me miraba con curiosidad, como si se preguntara si yo
realmente me había dejado acariciar por él, o solo eran imaginaciones suyas. Me
preguntaba hasta dónde sería capaz de llevar su mano si en otra oportunidad me
colocaba en la misma posición que lo había hecho hoy.
Demasiados pensamientos perversos
tratándose de que era su profesora. Aunque en mi defensa puedo decir que mis
alumnos no me la estaban haciendo fácil.
Cuando terminó la clase, Lucio se
quedó hasta el final. Pensé que quizás quería agradecerme, o pedirme disculpas
por lo sucedido, o tal vez pretendía asegurarse de que de verdad dejaría pasar
su falta. El hecho de que un chico tan tímido como él se dispusiera a hablarme,
era algo que no me había visto venir. Más bien imaginé que el pobre se
escabulliría apenas tocara la campana. Le dije a mi hijo que se fuera
tranquilo, que yo me quedaría unos minutos en el aula.
— Bien,
señor Alagastino, ¿Va a venir o no? —le pregunté, ya que no se movía de su
asiento manteniendo la cabeza gacha.
Se puso de pie, y se acercó a mí.
El pobre necesitaba sentir más seguridad en sí mismo. Me di cuenta de que,
detrás de esa apariencia de chico nerd, exageradamente retraído, había un
adolescente más atractivo que la mayoría. Si no tuviera esos anteojos tan
gruesos, si no tuviera esa postura encorvada, esa mirada esquiva, y ese acné,
pero sobre todo, si demostrara mayor seguridad, entonces sería un ganador.
— ¿Tiene
algo que decir? —pregunté, cuando se sentó frente a mí.
— Hice ese
dibujo la otra semana, y… y… me olvidé de dejarlo en casa. Bueno, es que en
casa tampoco tengo ganas de dejarlo, porque mamá revisa mis cosas y no quiero
que vea esos dibujos.
—
Entiendo, pero… ¿Es necesario que hagas esos dibujos tan depravados? —pregunté
tuteándolo, para descomprimir un poco el ambiente tenso que había.
Lucio rió con nerviosismo. Se
rascó el codo y se mordió el labio. Era
apenas un niño.
— Bueno.
Necesario, lo que se dice necesario… no. Pero…
— Pero te
gusta hacerlos.
— Sí, me
gusta hacerlos.
— Mirá
Lucio. Te voy a dar un consejo, como mujer —dije—. En la pornografía que vas a
encontrar en internet, no vas a aprender nada. Ahí ocurren cosas que en la
realidad no ocurren. No me voy a poner a dar detalles, pero cuando llegue el
momento te vas a dar cuenta solito. Esos dibujos que hacés son iguales a esas
películas que seguramente conocés —expliqué, viendo cómo el chico sonreía con
vergüenza, incapaz de negar lo obvio—, ponen a la mujer en un lugar de mero
objeto sexual —seguí diciendo—. Yo te recomiendo, por tu futura vida sexual,
que trates de mirar a las chicas teniendo en cuenta que son mucho más que un
par de tetas y piernas.
Lucio se encogió al escucharme
decir esas palabras de manera tan directa.
— Entonces
¿No me va a castigar? —fue lo único que preguntó.
— ¿Debería
castigarlo?
El chico pareció pensarlo: Se
estaría preguntando si no me había dado cuenta de que el dibujo estaba
inspirado en mí.
— No voy a
traer más esos dibujos a clases —dijo.
— Muy
bien. Ya podés irte.
Me quedé un rato en el aula. Creo
que en el fondo esperaba que apareciera Ricky, intentando ir más allá de lo que
había hecho en plena clase. No pude evitar sentir una punzada de decepción al
darme cuenta de que no lo haría. Se había dio con todos los otros estudiantes,
y ni siquiera me había mirado para saludarme.
También pensé en Lucio. Ese chico
necesitaba ganar confianza. De repente se me ocurrió que entre todos los
hombres que había conocido en los últimos días, él era el ideal para, por fin,
romper con mi abstinencia autoimpuesta. Para empezar, nadie le creería que
perdió su virginidad con su profesora. Además, parecía fácil de manipular.
Podría enseñarle miles de cosas. Cuando fuera mayor, se acordaría de mí.
Dejaría una huella inmortal grabada en su vida. Eso me hinchaba el ego. La idea
de enseñarle a hacer el amor me daba mucha ternura. Normalmente estaba con
hombres ya experimentados, no estaría mal variar un poco.
Pero esas no eran más que
especulaciones de una mujer trastornada. Agarré mi maletín, y salí del aula.
Caminé rápidamente hasta donde estaba mi auto.
Y entonces me di cuenta de que ya
no podía más. Si dos adolescentes habían logrado ponerme tan caliente, era
necesario terminar con esa tortura ya mismo. ¿Qué pasaría si me acostaba con un
alumno? Podía perder mucho más que el trabajo.
Totalmente resignada, supe que
estaba a punto de volver a mi vida de promiscuidad y desenfreno. Una vida de
soledad, en donde caería rendida a cuanta verga se me ofreciera.
Di marcha atrás, y volví a la
escuela. En el patio de educación física no estaba entrenando nadie, aunque sí
se veía a algunos chicos con ropa deportiva que esperaban a que se hiciera la
una de la tarde, horario en el que suponía que empezarían sus clases.
—
Profesora Cassini, que grata sorpresa —dijo el profesor Hugo, apareciendo con
una bolsa llena de pelotas de futbol en la mano. Por lo visto, acababa de
terminar una clase.
— Qué tal,
profesor —saludé, manteniendo la formalidad.
— La veo media
de capa caída ¿O es idea mía? —preguntó.
— Digamos
que no estoy en el mejor momento de mi vida —contesté.
— ¿Quiere
hablar sobre eso?
— No lo
sé, pero lo acompaño, hay lugares de la escuela que todavía no conozco.
— Bueno,
hay lugares que es mejor que una señorita como usted no conozca —dijo él.
Caminamos un trecho, en donde nos metimos en un largo pasillo oscuro.
— Se
sorprendería si le dijera los lugares en donde he estado —comenté, sintiendo su
penetrante mirada.
— ¿Ah, sí?
—dijo, cambiando el tono de voz—. ¿Y por qué no me dice uno?
— Prefiero
no decirlo.
— Una
chica misteriosa.
— Es que
las mujeres nos vemos obligadas a guardar muchos secretos. Estoy segura de que
su esposa también los tiene —dije.
— Espero
que no sean muchos —comentó él, abriendo la puerta de un cuarto pequeño que
estaba al final del pasillo—. Bienvenida a mi oficina —agregó.
Me metí adentro. Cerré la puerta.
Había un montón de estantes con pelotas, cuerdas, silbatos colgando, y otros
tantos elementos de educación física. Al final del pequeño espacio, había un
escritorio.
— Parece
un lugar solitario —dije.
— Es que
solo vengo yo. No hay nadie más que tenga algo que hacer en este lugar
—comentó, y después agregó—: Salvo las profesoras lindas y curiosas.
— Qué
pensaría su mujer si se enterara de que me dijo que soy linda.
— No creo
que se entere ¿Piensa contárselo?
— En mi
experiencia, yo siempre fui la reservada. Son los hombres los que tienen la
costumbre de abrir la boca más de la cuenta —Hugo se me acercó, y me empujó
hasta el escritorio—. ¿Qué hace? —le pregunté, inmediatamente después de
esquivar un beso suyo.
— Me
volvés loco —contestó.
— Usted se
vuelve loco con mucha facilidad.
Me tenía agarrada de le cintura,
con una fuerza que atemorizaría a cualquier otra. Era como si no tuviera
intenciones de dejarme salir de esa oficina, incluso si se lo pedía. Me miraba
a los ojos. Yo esquivé su mirada un rato, mirando a la pared, sin decir nada.
Pero luego él me agarró del mentón, y me hizo mirarlo.
Me comió la boca, y esta vez no
evité que lo hiciera. Sus manos no tardaron en ir a mi trasero. Lo acariciaba
con fruición, y frotaba la punta de los dedos en el medio de las dos nalgas,
como si quisiera penetrarme con ellos. Estaba claro que el profesor Hugo había
perdido todo el respeto que hasta hacía un rato parecía tener por mí. Me
pregunté, así como lo había hecho tantas veces, qué era exactamente lo que
instaba a los hombres a tratarme de esa manera, como si fuera una prostituta a
la que acababan de pagarle por hora, y se sentían con el derecho de tratarme
como a un objeto.
Y entonces, lo obvio; su mano en mi cabeza, empujando hacia abajo.
— No, no
quiero hacer eso —dije.
Me agarró de la cara y apretó con
violencia.
— Y qué es
lo que querés —dijo.
— Quiero
que me cojas acá mismo —respondí.
Se alegró de escucharlo, pues mi
negativa a hacerle una mamada lo había hecho pensar que lo dejaría con la
calentura en sus pantalones.
Me quité los zapatos, apoyé mis
pies en el piso sucio. Me saqué el pantalón. Hugo quiso besar mi trasero, pero
le dije que se dejara de juegos, que necesitaba que solo quería que me coja. Me
apoyé en el escritorio. Él se puso detrás de mí. Mejor con un profesor que con
un alumno, pensé para mí.
— ¿Nos irá
a escuchar alguien? —quise saber.
— No, pero
hagamos el menor ruido posible.
Arrimó su verga, y empujó. Gemí,
recordando el largo pasillo que habíamos atravesado. Pasillo en el que no nos
habíamos cruzado con nadie. Hugo empujó de nuevo. Su verga se metió con
increíble facilidad en mi sexo lubricado.
— Ah pero
estás empapada, putita —me dijo él, agarrándome de las caderas, y metiéndomela
una vez más.
Me había preguntado cuánto
tardaría en decirme eso: Puta, putita, trolita, daba lo mismo. Los hombres no
tardaban en calificarme de esa manera. Era un tema que daba para un debate,
pero en ese momento, sintiendo la verga del profesor Hugo metiéndose,
totalmente erecta adentro mío, sólo tenía la cabeza para percibir mis
sensaciones: excitación, frustración, temor a ser descubierta, miedo al futuro
incierto. Todo eso sentía mientras Hugo me cogía en ese viejo escritorio de ese
ruinoso cuartucho de escuela.
— ¡Ay, me
vengo! —dije, entre jadeos.
Hugo me tapó la boca con su mano.
Lo hizo con violencia. Metió dos dedos en ella. Sentía sus muslos chocando una
y otra vez conmigo. Tuve que morderle los dedos para reprimir el impacto del
orgasmo. Pero de todas formas mi garganta largó un sonido gutural, más de
animal que de mujer. Si alguien pasaba, a unos cincuenta metros de la puerta de
entrada, me hubiera oído. Pero qué más daba, ya de por sí era arriesgado coger
en la escuela donde una trabajaba.
Quedé temblorosa, apoyada en el
escritorio. El orgasmo aún atravesaba mi cuerpo, de punta a punta.
— Sos
hipersensible —comentó Hugo.
— Sí
—respondí, recordando lo caliente que me había puesto cuando Ricky apenas había
rozado mi pierna—. Esto es una cosa de una sola vez —aclaré después, aunque
temía que estaba mintiendo.
— Claro
—dijo Hugo.
Dudaba de que alguien como él se
conformara con eso. Tendría que soportar que me buscara, y seguramente en algún
momento me rendiría y le daría lo que quería. Ya estaba hecho. Había vuelto a
ser la misma Delfina que me había hundido en la soledad y la desesperación.
Pero así y todo, ¡qué bien se sentía mi cuerpo!
Salí antes que él, para que nadie
sospechara nada. Me fui en mi auto. Me alejé de la escuela, pero no fui a casa.
Estuve un par de horas dando vueltas. Mejor con un profesor que con un alumno,
me repetía, sabiendo lo fácil que sería para muchos de ellos hacer que me
abriera de piernas. Al menos ahora tenía con quién desahogarme, en caso de
emergencias.
Volví a casa, sintiéndome sucia.
Mujerinsaciable
……………………………………….
Me sobresalté al escuchar que
golpeaban la puerta de mi habitación. Evidentemente, se trataba de mamá, pues
era la única que vivía conmigo, pero había estado tan inmerso en esa
pornográfica lectura, que el menor ruido me hubiese estremecido.
— ¡Qué!
—grité.
Vi cómo el picaporte se movía, y
la puerta empezaba a abrirse. Mi corazón dio un vuelco. ¡Había dejado abierta
la página de relatos eróticos! Agarré el mouse, y me dispuse a cerrarla, pero
mis manos estaban temblorosas, por lo que no pude darle a la cruz en el primer
momento.
— ¿Todo
bien? —preguntó mamá.
Fue apenas un instante. Por un
momento, mientras me hacía esa pregunta, en el umbral de la puerta, la página
siguió abierta, con el relato de mujerinsaciable
a la vista. ¿Mamá lo había reconocido? Dudaba de que se diera cuenta de que era
su propio relato, pero si hubiera prestado atención, sí que se percataría de
que estaba leyendo algo en esa misma web que ella conocía tan bien, ya que el
formato del texto, y de la página en general, era muy peculiar.
— Sí, todo
bien —respondí, fingiendo normalidad, cosa que me costaba mucho, pues acababa
de leer cómo se habían cogido a mamá en un cuarto de mala muerte, en la propia
escuela.
A juzgar por su cara, no pareció
haber notado nada raro, ya que se la veía de lo más normal. Aunque hubo algo
que me llamó la atención.
— ¿Qué
hacés despierta a esta hora? —dije, recordando que desde hacía meses que tenía
terribles problemas para dormir, y sólo se levantaba temprano cuando tenía que
dar clases, cosa que se suponía que ese día no le tocaba hacer.
— Ah ¿No
te dije? Tomé un par de horas más en la escuela —contestó mamá. Cuando se
refería a “la escuela”, evidentemente hablaba de la escuela a la que yo
asistía.
— No, no
me dijiste —respondí con sequedad.
— Es que
el profesor de tercer año se enfermó, así que tengo que cubrirlo por esta
semana.
Tercer año, pensé para mí. Si a
la profesora Delfina Cassini se le empapaba las bragas con chicos de quince años, no me imaginaba lo que
pudiera pasar con los del último año, que ya rondaban los dieciocho. Pero qué
podía hacer. Mamá debía tomar cualquier trabajo que se le presentaba. Dentro de
poco se le terminaría las otras suplencias, y solo quedaría la de mi curso.
Además, en cierto punto era mejor que estuviera cerca de mí.
— ¿Te
llevo? —preguntó.
— Claro
—contesté.
Nos subimos al auto. La miré
mientras manejaba, y el viento fresco entraba por la ventana y le hacía bailar
el cabello, que por momentos le cubría parte de la cara, y debía corrérselo con
la mano, a la vez que se le dibujaba una media sonrisa, y los pocitos se
formaban en su mejilla. “Cara de nena puta”, se me vino a la mente esa frase
perversa, que en realidad la describía con justicia. Mamá, que había pasado los
treinta hacía poco, parecía de veintitantos, y cuando estaba alegre se veía más
joven que nunca.
— Qué pasa
—preguntó.
— Nada. Te
veo mejor —comenté.
Una sutil sombra eclipsó su
sonrisa. Supuse que estaba consciente de que le esperaban días difíciles. Había
abierto la caja de pandora, y ahora debía atenerse a las consecuencias.
— Sí
—dijo, con una sonrisa más pronunciada, aunque también más forzada.
Mejor con un profesor que con un
alumno, pensé, recordando las palabras que ella misma había plasmado en el
último relato. Y no podía estar más de acuerdo. Esperaba que el profesor Hugo
se la cogiera de la mejor manera posible, deseaba que la satisfaga, que la
contenga. Estaba dispuesto incluso a dejarle la casa sola, para que él se
escape de su esposa, y vaya a cogerse a mamá por cada uno de sus orificios.
Estaba consciente de que no era el mejor panorama. Era un tipo que durante su
primer encuentro ya la había tratado como a una puta. Pero ya estaba hecho. Era
el menor de los males. Si se cogía a Ricky, o a algunos de mis compañeros de
clase, no podría soportarlo.
Sabía que había historias entre
los profesores. Pero la mayoría de ellas eran difíciles de saber si eran reales
o sólo mitos. Los adultos tenían una
existencia paralela que sólo dejaban ver en partes a los alumnos, por lo que
cabía la posibilidad que los polvos que se echara mamá en la oficina del
profesor de educación física, se convertiría, en el peor de los casos, en uno
de esos mitos incomprobables.
Estaba resignado. Había creído
que leer los relatos de mamá me daba ciertas ventajas. Pero lo cierto era que
siempre estaba un paso atrás de lo que sucedía. Además, incluso cuando estaba
cerca de mamá, no lograba ver el panorama completo. Fue así como Ricardo pudo
acariciar su pierna sin que yo ni siquiera lo sospechara. Luego estaba el
dibujo de Lucio, y la complicidad que la profesora Cassini había creado con él,
y luego el polvo en aquel cuarto medio oculto, del que yo ni siquiera sabía su
existencia. El profesor Hugo se había cogido a mamá mientras yo, inocentemente,
estaba en la biblioteca, haciendo un tonto trabajo práctico. Todo eso había
ocurrido en mis narices, y no había podido hacer nada al respecto.
Pero ahora estaba un poco más
tranquilo. El profe Hugo se ocuparía de ella. Al menos por un tiempo, estaría
ocupada.
No obstante, mientras me decía
todo esto, y veía de perfil el hermoso rostro de mamá, no podía evitar sentir,
muy en el fondo, un inmenso miedo.
Continuará
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