miércoles, 16 de marzo de 2022

Todos se cogen a mamá, capítulos 1, 2 y 3



Capítulo 1

 

               Un latigazo en la oreja me hizo sobresaltar.

— ¿De verdad es tu mamá? —me preguntó Ricky,  quien estaba sentado en el pupitre que se encontraba justo detrás de mí.

               Por toda respuesta, asentí con la cabeza, y volví la vista hacia adelante, sólo para darme cuenta de que no eran pocos los compañeros de curso que se habían dado vuelta y mirarme, asombrados por lo que se acababan de enterar.

               En efecto, la profesora que se encontraba frente al pizarrón, explicando —algo nerviosa—, cómo se desarrollaría la materia de contabilidad en los próximos meses, era mi madre. Ya lo habíamos hablado, y llegamos a la conclusión de que lo mejor sería reconocer nuestra relación filial de entrada, y por eso ella lo comentó, como al pasar, mientras explicaba cuáles serían los temas que veríamos en el futuro. Estábamos conscientes de que ese detalle llamaría la atención de muchos, no sólo por la casualidad de la situación, sino porque la profesora Delfina Cassini era inusitadamente joven. Apenas había cumplido los treinta y un años, mientras que yo contaba con quince. Es decir, me había parido siendo muy joven. Cosas que pasaban en su época.

               Mamá se había vestido de manera sobria. Una falda que le llegaba hasta las rodillas y una camisa blanca con rayas celestes. El maquillaje era sutil. El pelo negro, que le llegaba hasta los hombros, estaba atado. Se asemejaba más a una oficinista que a una profesora. Su rostro reflejaba una seriedad exagerada. Sus labios finos estaban apretados, y por momentos su ceño se fruncía. Todo eso no era producto sólo del nerviosismo del momento, sino que era un estado que la acompañaba desde hacía meses. Sin embargo, a pesar de todo esto, no podía evitar irradiar ese encanto natural que era inherente en ella. Sus ojos marrones eran grandes y expresivos, y fuera cual fuera el estado de ánimo del momento, solía transmitir una extraña emoción que resultaba enternecedora. En su mejilla se formaba un pozo cada vez que reía —aunque en esa primera clase fueron muy pocas las veces que lo hizo—, y lo peculiar era que la mejilla derecha se hundía aún más, generando una sutil asimetría en su cara ovalada, que la hacía diferenciarse del resto de las personas, estuviera donde estuviera. Por otra parte, a pesar de que se había esforzado por lucir de manera que no llamara demasiado la atención, no lo había conseguido por completo, ya que la fisionomía de su cuerpo no se lo permitía. Debido a que la camisa estaba metida dentro de la falda, había quedado tan ajustada a su cuerpo, que sus pechos, que no eran particularmente grandes, pero tampoco pequeños, sobresalían, erguidos y asfixiados por su prenda. La pollera, que escondía buena parte de sus piernas, no podía ocultar en cambio, la sinuosidad de sus caderas. Siempre me enorgulleció el hecho de que mi mamá fuera la más joven, y sobre todo, la más bonita de las madres que conocía, pero en ese momento, por primera vez deseé que fuera una vieja y obesa cincuentona.

               Yo estaba incluso más nervioso que ella. Para empezar, me había tomado por completa sorpresa el hecho de que comenzara a ejercer la docencia, y mucho mayor fue el asombro cuando me dijo que iba a dar clases en la escuela a la que yo mismo asistía. No tenía idea de que su título de contadora pública le permitiera dar clases, pero por los visto así era. Pero lo cierto era que, lo que más me alteraba, era el hecho de que, en los días previos, había descubierto algo sobre ella que me tenía sumido en una confusión e impotencia que ahora se veía agravada.

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En esa época, ella se había quedado sin trabajo. Fue algo repentino y mamá no quería dar muchas explicaciones al respecto. Lo único que dijo fue que la empresa en donde trabajaba estaba pasando por un mal momento y se vieron obligados a hacer una reducción de personal. Cosa que no me convenció en absoluto.

               Apenas se encontró desocupada, se puso a llevar su currículum a muchos lugares, pero pasaban los meses y los únicos que la llamaban no la terminaban de convencer, ya que ofrecían salarios muy bajos. Por este motivo se vio obligada a sacar el as que guardaba bajo la manga. Solicitaría puestos de suplencia en distintas escuelas secundarias, y además daría clases particulares de matemáticas y contabilidad. De a poco fue tomando horas, y se hizo de unos cuantos alumnos que iban a casa, principalmente chicos que pretendían pasar el curso de admisión de distintas universidades, y necesitaban mejorar sus habilidades, ya que en la escuela secundaria el nivel solía ser muy bajo.

               Pero a pesar de que estaba progresando, la notaba de un humor lúgubre. Tenía insomnio, y no pocas veces la descubrí vomitando en el baño. Le recomendé en varias ocasiones que fuera al médico, a lo que ella me respondía que no era nada, que ya se le iba a pasar.

               Pasaban los días, y mi preocupación iba aumentando. Con apenas quince años no tenía mucha idea de cómo actuar para ayudarla. Era evidente que su despido había sido en condiciones muy diferentes a la que me había contado, y que eso, por algún motivo, la tenía aún triste y preocupada. Además, hacía un par de años que había muerto Daniel, su pareja más duradera, y quien había oficiado como algo parecido a un padre para mí. Es decir, estaba sola, y tampoco tenía muchas amigas, cosa que jamás comprendí, pues antes de su despido, se caracterizaba por tener un carácter alegre que siempre la hacía sobresalir, y atraía la atención tanto de mujeres como de hombres. Era de esas personas que le caían bien a todo el mundo, sin embargo, casi nunca la veía con amigas del barrio o del trabajo. Parecía que, por algún motivo que yo desconocía, era difícil intimar con ella.

               Hubo una tarde, apenas unos días antes del comienzo de clases, en la que mi preocupación había crecido tanto, que decidí tomar una medida radical.

               Una de las cosas buenas que tenía mamá, era que siempre respetó mi intimidad. Siempre golpeaba la puerta de mi cuarto antes de entrar, y no me atosigaba con preguntas. En alguna ocasión había llamado a la puerta cuando me encontraba en plena paja, a lo que yo le pedí que volviera después. Ahora, viéndolo una década después, me doy cuenta de que ella se percataba perfectamente de mis momentos de masturbación, pero nunca me puso en evidencia. Hacía de cuenta de que no pasaba nada. Habría pensado que era algo perfectamente natural. Mamá no era de hablar mucho de cuestiones sexuales conmigo, más allá de lo que se considera educación sexual, pero pronto me daría cuenta de que era muy abierta en esas cosas. Pero me estoy adelantando.

               El respeto por la intimidad fue algo que se traspasó a mí, sin que ella jamás tuviera que darme un discurso al respecto. Yo simplemente la imitaba. Nunca iba a su cuarto a husmear qué guardaba en él. Ni siquiera cuando estaba en la edad en la que empezaba a darme curiosidad los temas sexuales, y quizá me hubiese gustado saber cómo se sentía colocarse un preservativo, por dar un ejemplo cualquiera.  Tampoco le exigía que me dijera con quién había estado en esos días en los que llegaba a casa al anochecer. Pero la cosa es que ese día decidí romper con la intimidad de mamá. Había llegado a la conclusión de que la situación lo ameritaba.

               De hecho, ya lo venía meditando desde hacía un par de semanas. El hermetismo de ella me inclinaban a hacerlo. Una vez, mientras estaba viendo un programa en la televisión, vi que le llegó un mensaje. De reojo, observé detenidamente dónde presionaba para desbloquear el teléfono. Dos, tres, uno, cero. Pude ver la clave perfectamente, sin que se diera cuenta. Así que, cuando por fin me decidí a hacerlo, mientras se estaba duchando, fui a su cuarto, donde suponía que estaba el celular. En efecto, ahí se encontraba, sobre la cama. Así que, escuchando el sonido de la cortina de agua cayendo sobre su cuerpo, mientras se bañaba, hice una rápida inspección al aparato.

               Lo primero que hice fue revisar su Whatsapp. Ahí me encontré con la primera cosa llamativa. Los únicos mensajes que había eran los de sus nuevos alumnos, para coordinar cuándo vendrían a casa a tomar clases. Vi rápidamente dos o tres conversaciones, sin encontrar nada raro. Lo inusual era que no había otros mensajes recientes. Si bien mamá no tenía muchos amigos, sí que solía chatear, con quienes yo suponía que eran pretendientes, o algo parecido. Pero ahí no había nada. Luego pude ver muchas conversaciones viejas con su madre, o con alguna colega, pero nada llamativo.

               Entonces, dándome cuenta de que no contaba con mucho tiempo, fui rápidamente a las redes sociales. En esa época sólo utilizaba Facebook. Aquí me encontré con muchos más mensajes, pero otra vez, nada interesante, aunque en este caso no me dio la sensación de que podía haber conversaciones borradas, como había sucedido con WhatsApp. Con quien más interactuaba en esa red social era con su profesora de manualidades, pues cuando se había quedado sin empleo se había anotado en todo tipo de cursos; también había un intercambio de mensajes con una pastelería a la que le había encargado una torta por el cumpleaños de su mamá, y con otros contactos que no parecían trascendentes. Sí había muchos mensajes de tipos que ni siquiera eran sus contactos en esa red. Pero ella no les respondía a ninguno. Eran hombres a los que seguramente les había gustado su foto de perfil y se tiraban el lance a ver si pescaban algo. En esos tiempos no había Tinder, y Facebook cumplía con ese rol, el menos en parte.

               Entonces decidí ir al buscador de internet del celular. Si tuviese una enfermedad que no me quisiera develar —cosa que era una de mis hipótesis—, seguramente aparecería en el historial, pensé. Así que eso fue lo primero que hice. Fui a configuración, y di clic en historial.

               Viéndolo en retrospectiva, quizá hubiese sido mejor no haberlo hecho, aunque tampoco me siento arrepentido de ello.

               Enorme fue mi sorpresa cuando comprobé que las páginas que más visitaba mi madre eran pornográficas. Entre los distintos títulos que logré leer, pude notar que tenía preferencia por los videos de sexo grupal y dominación. En ese entonces, enterarme de esa manera de que mi propia madre fuera tan pervertida, era algo que me resultaba muy chocante. Pero lo que no sabía era que la cosa apenas empezaba. Sólo me había topado con la punta del Iceberg.

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— No les des bola —me dijo Ernesto, el chico que se sentaba al lado mío.

               Ernesto era lo más cercano que tenía a un amigo en ese curso. Yo había arribado ese mismo año. Antes iba al turno tarde, pero por cuestiones que para esta historia no resultan importantes, me cambié de turno. Conocía a la mayoría de los chicos, al menos de vista, ya que en las clases de educación física nos cruzábamos con todos los cursos de la escuela. Y con alguno que otro, como con Ernesto, tenía una buena relación. Era un chico de rulos castaños y muchos lunares, delgado, y si no lo hubiese visto con el torso desnudo, después de un partido de fútbol, creería, erróneamente, que se trataba de un chico débil. Era mucho más maduro que yo y que la mayoría de nuestros compañeros. Siempre parecía mantener la calma, y no solía meterse con nadie. Y cuando alguien lo hacía con él, sabía evadir la situación sin necesidad de recurrir a la violencia.

               Su comentario se debía a que, aparte de Ricky, había muchos chicos a los que pareció llamarle demasiado la atención mi relación con la joven y bella profesora. Cuando iba al otro turno, la mayoría de los chicos la conocía, al menos de vista, y no eran pocos los que me hacían bromas sobre lo linda que era mi mamá, aunque nunca había pasado de eso. Pero ahora estaba en un curso cuyos alumnos casi no me conocían, por lo que aún no me ganaba su respeto, y además, ya estábamos más grandes, y era natural que algún pendejo se sintiera atraído por ella. Aunque en ese momento dudaba de que alguno se atreviera a manifestárselo a mamá, pues ella mantenía una actitud seria y distante con los alumnos. Sin embargo, no tardé en descubrir que estaba equivocado.

— ¿Alguna pregunta? —dijo mamá, ahora convertida en la profesora Cassini.

— Yo —escuché decir a Ricky—. ¿Cuántos años tiene?

— Eso no es de su incumbencia, señor… ¿Cómo es su apellido?

— Luna. Luna Ricardo… Ricky para las chicas lindas como usted —dijo el imbécil. Un coro de risas condescendientes lo arengaron.

— Señor Luna, me refería a si tenían alguna duda sobre la materia.

— No, yo solo quería saber su edad, porque, o es mucho mayor de lo que parece, o tuvo a Lucas de muy chica.

               Mamá pareció tensa. Esta vez, por suerte, no hubo muchas risas que lo corearan. Yo sentí que mis orejas ardían. Ernesto me miraba de reojo, y me decía algo, aunque en realidad no hablaba, solo movía los labios. “No le des bola”, supuse que eran las palabras que intentaba transmitirme.

— Como le dije —dijo la profesora Cassini, ahora tratando de esconder su ira, pero mostrándose firme—, eso no es de su incumbencia. Además, si usted es tan inteligente como parece, debería saber la respuesta sin la necesidad de formular la pregunta —ahora algunos de mis compañeros se rieron de Ricky, aunque enseguida apagaron sus risas, pues no era bueno enemistarse con él—. Que quede claro —siguió diciendo ella, ahora dirigiéndose a toda la clase—. No me interesa que la clase transcurra en un ambiente tenso o estricto. No es esa mi intención. Pero no voy a dejar pasar las faltas de respeto, ni las que son dirigidas a mí, ni las que se produzcan entre ustedes.

               Me gustó que le pusiera un alto al prepotente de Ricky. Era de esos tipos que pretendían llevarse el mundo por delante. Se trataba de un quinceañero rubio, más alto que la mayoría del resto. Tenía el pelo hasta los hombros, y casi siempre lo llevaba suelto. Su mentón era enorme, casi parecía una caricatura, pero eso no parecía molestarles a las chicas de la escuela, pues siempre estaba rodeado de ellas, y cambiaba de novia cada semana. Analizándolo ahora, mi desprecio hacia él venía incluso desde antes de que yo empezara a cursar en el turno mañana. Cuando iba a la tarde, una chica que me gustaba mucho, Sofía, me había rechazado aduciendo que ya estaba saliendo con él. La pobre creía estar enamorada de ese proyecto de hombre, y soportaba toda clase de infidelidades y otro tipo de humillaciones de su parte. Al final se convirtió en una adolescente triste. Y por supuesto, él no tardó en abandonarla, cuando encontró a otra con un mejor trasero.

               Como venía diciendo,  me alegró que mamá le llamara la atención y marcara un claro límite con ese energúmeno. Estaba claro que en el futuro iba a tener problemas con él. Era de los que disfrutaban haciendo Bullyng. Aunque claro, allá por dos mil diez, esa palabra ni siquiera se conocía. Yo, por suerte, no era el blanco típico para esos abusadores. Tal como lo había comprobado en los primeros días de clases, las víctimas preferidas de Ricky y sus secuaces eran los más débiles. Por ejemplo, Lucio, que además de tener ese nombre horrible, utilizaba unas gafas con el armazón cuadrado y el cristal muy grueso. O Mauri, que tenía un sobrepeso anormal. Pero ahora con esto de que mamá daría las clases de contabilidad todos los jueves, era probable que pretendiera tomarme de punto. Si bien solía estar fuera del radar de esos imbéciles, había lidiado con alguno de ellos cuando era más chico, y la verdad es que había comprobado que lo mejor era seguirles la corriente y reírme de vez en cuando de sus chistes. Me preguntaba si con él funcionaría eso, o más aún, me preguntaba si yo podría tolerarlo y esgrimir aquella sonrisa condescendiente, ya que en esta ocasión, requeriría de un grado de hipocresía que no sabía si estaba dispuesto a soportar.

               Las dos horas se hicieron eternas. Cuando tocó el timbre, todos guardamos las carpetas en nuestras mochilas, y nos dispusimos a retirarnos.

— Luna, quédese un minuto por favor —le dijo mamá a Ricky.

               Yo la esperé afuera del aula. Me preguntaba de qué estarían hablando. Recordé nuevamente, aquello que había descubierto en el celular de mamá.

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               Resultaba que no solo visitaba páginas de videos pornográficos. Había otro tipo de páginas a las que también ingresaba con frecuencia, incluso con mayor asiduidad que las webs de películas.

Eran páginas de relatos eróticos.

               Ni siquiera sabía que existían ese tipo de sitios. Me di cuenta de que había entrado a muchos relatos. Algunos títulos eran tan peculiares como “La milf más deseada”, “Cuidando a mi sobrina huérfana”, “la colegiala culona y el casero”, y otros tantos. Pero noté que había entrado repetidas veces a un relato en particular: “Confesiones de una mujer hipersexual”, se llamaba. Leí apenas unas líneas, pues no contaba con tiempo suficiente como para leerlo completo. Por lo visto, se trataba de un relato narrado en primera persona por una mujer que sufría algún tipo de problema psicológico que la obligaba a practicar sexo con una regularidad exagerada. Estaba firmada por una tal mujerinsaciable. De repente dejé de oír el sonido del agua de la ducha. Me dispuse a salir de la página y dejar el celular en donde estaba. Pero antes de hacerlo, me di cuenta de algo importante. En la parte superior derecha de la página aparecía la opción de “Mi cuenta”, lo que significaba que esa página funcionaba de manera similar a una red social, en donde cada usuario tenía una cuenta con sus datos. Hice clic rápidamente, instado más que nada por un fuerte presentimiento. Y ahí fue cuando conocí la verdad.

               Al dirigirme a la cuenta de mamá, apareció su nombre de usuaria: Mujerinsaciable.

               Estupefacto, y sin poder asimilar las dimensiones de lo que eso significaba, dejé el celular y huí del cuarto, como quien huye de un sótano lleno de fantasmas.

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— Chau amigo —me saludó Ricky con un guiño de ojo—. Es brava tu mami —comentó después, sin esperar respuesta.

               Abrí la puerta del aula. Mamá guardaba unos papeles en su portafolios, dispuesta a terminar su jornada laboral.

— ¿Está todo bien? —pregunté.

— Sí, no te preocupes. Es que a veces es mejor poner límites desde un primer momento.

— Estoy de acuerdo —dije—. Si te creen débil, te van a pasar por encima.

— Exacto —afirmó— ¿Viste? No fue tan malo —comentó después, pues yo había manifestado tener muchas dudas sobre lo positivo que podría resultar que diera clases justamente en mi curso. Y de hecho, las seguía teniendo—. Además, es sólo un par de horas por semana —agregó al final, como para terminar de convencerme.

               Era cierto que fuera del chiste de Ricky, y de las miradas molestas de algunos de los otros chicos, la cosa había resultado bien. Pero lo que me preocupaba era lo que podía pasar a futuro, ahora que conocía lo que afectaba a mamá.

               Fuimos por el auto, y volvimos juntos a casa. Todavía no podía sacarme de la cabeza que mamá, la profesora Delfina Cassini, y Mujerinsaciable, eran las mismas personas. Tampoco podía sacarme de la cabeza lo que había leído después de conocer esa incómoda verdad. Ojalá lo hubiera sabido de antes, me decía una y otra vez. En ese caso habría puesto mayores trabas para que no tomara ese cargo. Trataba de tranquilizarme diciéndome que iría todo bien. Las cosas no podrían salir tan mal como a veces me imaginaba. En ese entonces no conocía la ley de Murphy, aquella que decía que todo lo que puede salir mal, entonces saldrá mal.

               A pesar de que la cuenta de mamá fue eliminada después de un tiempo, borrando todos sus posteos en el acto, yo copié los textos en unos archivos de Word que aún conservo, por lo que pude transcribir ese primer texto de manera fiel y exacta. El relato decía así:

 

Confesiones de una mujer hipersexual

               No termino de comprender cuál fue el impulso que me hizo escribir en esta página. En primer lugar, no soy escritora. Además, encontré este sitio de pura casualidad, mientras navegaba buscando videos para masturbarme (así es, las mujeres también vemos pornografía y nos masturbamos). Supongo que lo que me llevó a hacer esto, fue darme cuenta de que aquí puedo desahogarme, y a la vez, no temer que en el futuro me miren como si fuera un bicho raro, o peor todavía, que se aprovechen de mi confesión y de mis puntos débiles, que no tardaré en enumerar. Aunque soy algo optimista, ya que supongo que en un sitio como este, las personas tienen una mentalidad más abierta que en otros círculos.

               En fin, el título de este “relato” es bastante explícito. Y es que hace no mucho tiempo descubrí que soy hipersexual. Lo que algunos llaman ninfómana.

               Sabrán disculparme si no logro contar las cosas de la mejor manera, pues como ya dije, no soy escritora, ni me dedico a nada cercano a las letras. Al contrario, soy contadora, y me llevo mejor con los números que con las palabras. Pero voy a hacer lo mejor que pueda.

               Creo que todo empezó después de la muerte de Daniel, mi última pareja estable. Esto fue hace dos años. Él era un mecánico de labia afilada que me conquistó cuando tenía que hacer unas reparaciones en mi auto. Estaba muy enamorada de él. Además, era muy bueno con mi hijo. Teníamos una vida normal, y feliz. Con los dos sueldos que llevábamos a casa nos alcanzaba para vivir cómodamente. El sexo era increíble. A pesar de que ya rozaba los cuarenta, tenía una libido impresionante. Yo no podía pasar más de dos días sin coger, por lo que era muy importante tener a mi lado a alguien que me siguiera el ritmo. Pero un día sufrió un ACV en el trabajo. En ese momento se encontraba solo, por lo que no recibió ningún tipo de auxilio. Esto fue tan fulminante como el propio ACV. Daniel estaba muerto cuando, después de varias horas, lo encontró su ayudante.

               Voy a referirme de manera abreviada a todo el drama que le siguió a ese momento, más que nada porque fue algo que prefiero no rememorar. Pero la cuestión es que después de eso, caí en una profunda depresión. Y lo peor de todo es que en ese entonces no me percaté de eso, sino que lo sé recién ahora que me encuentro haciendo terapia.

               Estuve yendo al trabajo, como una autómata. Si bien todos sabían que había sufrido una pérdida, nadie sospechaba que por dentro sentía que nada valía la pena. Lo único que me aferraba a la vida era mi único hijo.

               Prefiero no decir su nombre, dadas las circunstancias. Me había costado mucho que él me llamara mamá. Yo lo había tenido cuando era apenas una adolescente de dieciséis años, por lo que en ese momento me vi imposibilitada de criarlo sola, pues su padre había desaparecido de mi vida, sin dejar rastro. Quien ocupó el rol maternal fue mi propia mamá. Yo era prácticamente una tía para él. Apenas siendo un niño, decidió llamar madre a su abuela, mientras que a mí me decía Delfina. En vano mamá trató de hacerlo cambiar de opinión. El chico parecía tener cierto rencor hacia mí, por no haberle dado un padre. Por cierto, la historia del padre de mi hijo es un caso aparte, que por el momento prefiero no contar, pues si me detengo en cada cosa significativa de mi vida, esto no sería un relato, sino una novela.

               Como iba diciendo, me costó mucho que mi niño me otorgara el título de madre. Creo que si yo no lo reprendía por llamarme por mi nombre de pila, era porque prefería que algún día me diera de regalo ese reconocimiento.

               Eso sucedió recién cuando ya contaba con unos diez años. Yo estaba llena de júbilo. En ese entonces conocí a Daniel, así que decidí mudarme con él, llevándome a mi niño conmigo. Por supuesto, le aseguré que veríamos a la abuela todas las veces que quisiera, cosa que por supuesto, cumplí. Además, mamá vive a apenas unos kilómetros de nosotros, así que no hay inconvenientes con eso.

               Perdón, no puedo evitar irme por las ramas.

               Dejando de lado las cuestiones sentimentales, iré a la parte que deduzco les resultará más interesante a los lectores de esta página.

               Pasado algunos meses de la muerte de Daniel, decidí un cambio de aire. Yo trabajaba en el departamento de auditoría interna de una empresa multinacional. Renuncié a dicho cargo cuando un colega me ofreció llevar las cuentas de su empresa. Una compañía mucho más pequeña que aquella en la que trabajaba, pero que me permitiría estar involucrada en muchos sectores de la misma, y de esa manera no me veía obligada a hacer todos los días lo mismo.

               Mientras tanto, también decidí que ya era hora de permitirme ciertos placeres carnales.

               Siempre fui una mujer muy sexual. Y nunca en mi vida había estado tanto tiempo sin tener relaciones. Pero la fidelidad a un fallecido no podía durar para siempre. Ya bastante luto le había guardado a Daniel.

               La cosa fue tan paulatina, que no alcancé a darme cuenta de que mi personalidad fogosa, lentamente, se iba transformando en una insaciable. Iba a bares, y me dejaba seducir por cualquier hombre que me pareciera mínimamente atractivo. Algunos se sorprendían de lo fácil que resultaba que me abriera de piernas, o me pusiera de rodillas. Pero hasta el momento, más allá de que estaba experimentando una promiscuidad que nunca había vivido, digamos que aún entraba en la esfera de la normalidad. Simplemente era una mujer joven, que vivía a pleno su soltería. Si bien siempre había sido lujuriosa, solía estar con un hombre a la vez, saliendo con ellos durante meses o años, dependiendo hasta dónde llegaba la relación. Ya contando con treinta años, no había tenido demasiados compañeros de cama, pero ahora entraba en una etapa en la que me permitiría saltar de verga en verga, sin remordimientos de consciencia (ya lo sé, sueno muy puta).

               Pero de repente me di cuenta de que esta creciente promiscuidad no era una cuestión meramente física. Ante cualquier palabra amable de algún hombre, yo lo interpretaba como una insinuación sexual. Parecía necesitar la aprobación de todo el que conocía. Necesitaba que me dijeran que era hermosa, que era especial. Y la única manera de estar segura de eso era entregándome por completo a ellos. No crean que todo esto era algo que yo lo pensaba de manera consciente. En esos momentos no me percataba de mi necesidad de aceptación y de complacencia. Apenas logré verlo ahora que me estoy haciendo tratar por una profesional.

               Pero fuera de eso, casi cualquier hombre que se topara conmigo era un potencial amante. Para algunos de ellos, inteligentes y experimentados, una mujer como yo era fácilmente reconocible. Mi sonrisa provocadora les daba el valor para encararme.

               Pero hubo un momento en que todo eso se torció aún más.

               Fue una ocasión en la que salí bastante tarde del trabajo. Ya estaba anocheciendo. A mitad de camino, dejé el auto frente a una casa que no tenía garaje, por lo que esperaba que no fuera una molestia hacerlo. Caminé un poco, hasta encontrarme con un kiosko. Compré unos caramelos de menta, una botella de agua fría, una barra de cereales, y en el último momento se me ocurrió comprar unos preservativos. El kioskero era un chico de unos veinte años, que se había quedado mirándome como bobo mientras me atendía, y se había puesto colorado cuando le pedí los preservativos.

               Hacía varios días que no tenía relaciones, cosa que cada vez se hacía más pesado de tolerar. Le sonreí al chico, a ver si se animaba a decirme algo.

— Linda sonrisa —comentó.

— ¿Sólo eso te parece lindo en mí? —lo apuré.

— No, claro que no—dijo rápidamente, casi tartamudeando—. Tenés una cara hermosa. ¿Cómo te llamás?

— Delfina —respondí, sin molestarme en preguntarle su nombre, pues no me interesaba saberlo realmente.

— Delfina, me alegraste el día —dijo el chico.

— ¿Ah sí? Y eso por qué —pregunté yo.

— No sé, simplemente haberte atendido me puso de buen humor. No veo a muchas mujeres como vos por acá.

— ¿Mujeres como yo?

— Sí… no sé. Tan lindas y elegantes —contestó.

— ¿Y tu novia no se pondrá celosa si se entera que andás piropeando a otras mujeres?

— Para nada, no tengo novia —dijo. El rubor de su rostro no había desaparecido, pero ahora parecía más envalentonado—. Además, si la tuviera, igual te diría que sos hermosa.

— Tramposo, como todos los hombres —bromeé.

               Entonces vino otra mujer a comprar. El chico del kiosko no pudo evitar mostrar la frustración en su semblante, ya que se le había terminado el histeriqueo con la mujer sexy, es decir, conmigo. Pero para jugar un poco con él, me quedé a un costado, como si estuviera decidiendo qué más compraría, mientras él atendía a la mujer.

— ¿Trabajás hasta muy tarde? —le pregunté, a ver si se animaba a invitarme a salir.

— No. El kiosko queda abierto toda la noche, pero mi turno termina en quince minutos.

— Ah —dije.

               Como si hubiese sido conjurado por las palabras del chico, su relevo se presentó en ese mismo momento. Era un tipo grueso, de barriga prominente y brazos musculosos, de venas marcadas. Era lo opuesto a su compañero, quien era esbelto, y daba la impresión de ser muy frágil. Además, le llevaba por lo menos quince años. Le calculaba unos treinta y cinco.

               Ya era hora de volverme a mi casa. Otra vez debería conformarme con una paja solitaria a la medianoche. Tenía una lista de admiradores que no dudarían en encontrarse conmigo, pero yo necesitaba una verga urgentemente, y no tenía paciencia como para que empezaran a dar vueltas y hacerme esperar durante horas. Así que antes de darme por vencida, opté por hacer un último intento.

— ¿Me harías un favor? —le pregunté al chico. Se había puesto a hablar con su compañero, aunque algo fastidiado, ya que evidentemente prefería seguir charlando conmigo. Ambos me miraban de reojo.

— El que quieras —respondió el chico.

— ¿Me prestarías el baño? —dije, acercándome a él. Y después, arrimando más el rostro, para hablarle en un susurro, agregué—: Es que me muero de ganas de hacer pis.

               El chico rió, avergonzado. Me encantaba que se pusiera rojo cada vez que le decía algo.

— Obvio —respondió, y después me indicó—. Mirá, es allá, al final de aquel pasillo. La anteúltima puerta a la derecha.

               Su compañero, sin sacarme la vista de encima, lo codeó.

— Andá a acompañarla, Joel. A ver si se pierde la señorita.

               El chico, que ahora tenía nombre, lo miró sorprendido. Habría pensado que era absurdo pensar que yo podría llegar a perderme. Pero ante la fulminante mirada de su amigo, pareció entender, al fin, lo que debía hacer.

— Claro, vení, yo te acompaño.

               El hombre me miró de manera descarada el culo, mientras yo seguía los pasos de Joel. Esa noche vestía un vestido negro, que solía usar para ir a la oficina. Me llegaba casi hasta las rodillas, y no tenía prácticamente escote, pero como contrapartida, era bastante ajustado. Era sexy, pero lo suficientemente formal como para usarlo en el trabajo. Encima de él, un saquito del mismo color. Cargaba con una cartera en donde había guardado las cosas que compré.

— Es acá —dijo Joel, abriendo la puerta del baño.

                Me metí en el cubículo, sin cerrar la puerta.

— ¿Me ayudás? —le pregunté.

               El chico por fin pareció entender de qué se trataba la cosa. Miró hacia donde estaba su compañero, quien imagino que lo instó a seguirme el juego. Así que Joel entró al baño, y cerró la puerta a sus espaldas.

               El espacio era muy pequeño. Por suerte, se encontraba limpio, y olía a desinfectante y desodorante de ambiente. Joel se arrimó a mí, y me tomó de la cintura. Estuvo a punto de comerme la boca, pero lo esquivé.

— Sacame la bombacha —le ordené.

               Pareció decepcionado por no poder saborear mi boca. Pero pronto disfrutaría de mis otros labios. Se puso en cuclillas. Me miró desde abajo, con cierto temor, como si pensara que todo era una cruel broma, o quizás imaginaba que se me habían salido un par de tornillos, cosa que no estaba muy alejada de la realidad. Pero cuando metió las manos adentro del apretado vestido, y sus dedos empezaron a juguetear con mis nalgas, todo rastro de temor desapareció, y en su lugar afloró una sonrisa infantil, como si se tratara de un niño que estaba haciendo una travesura.             

               Disfrutaba tanto de magrear mi culo, que se tardó bastante en hacer lo que le había pedido. Mi bombacha apareció en sus manos. Como no sabía dónde meterla, se la guardó en el bolsillo.

— Ahora sí podés besarme —le dije.

               El tonto estuvo a punto de ponerse de pie, pero yo lo detuve, apoyando mi mano en su cabeza.

— Besame —le ordené.

               Joel levantó el vestido, hasta dejarlo a la altura de la cintura. Besó mis muslos, con dulzura. A pesar de que era torpe y muy tímido, no parecía un completo inexperto. Siguió besando y lamiendo, yendo lentamente hacia mi sexo palpitante. Pronto se encontró con la humedad de mi intimidad. Pareció sorprendido de descubrirme empapada. Lamió los labios vaginales, impregnando su lengua de mi esencia, y después se concentró en el clítoris, ese hermoso botón del placer.

               Cuando la lengua  se frotaba intensamente en él, puse mis manos a los costados de su cabeza, e hice presión en dirección opuesta, para inmovilizarlo, y que se diera cuenta que ahí era donde debía quedarse, masajeándome en ese punto tierno y sensible, que me hacía retorcerme ahí parada, contra la pared de ese diminuto baño. Noté que el compañero de Joel estaba atendiendo a alguien. Hice lo posible por contener los gemidos, pero me fue imposible hacerlo. Y el chico tampoco podía contenerse, parecía que se había encontrado con la ambrosía de los dioses en mi entrepierna, y le resultaba imposible dejar de saborear ese manjar que era mi sexo sazonado con mis flujos.

               De repente se empezó a escuchar música a un volumen muy alto. El hombre que ahora atendía el kiosko había encendido el equipo, para amortiguar el escandaloso ruido del placer. Entonces di rienda suelta a mi lujuria. Le rogué a Joel que no dejara de comerme la concha, mientras sentía cómo los músculos de mi cuerpo empezaban a contraerse. El orgasmo estaba a punto de llegar, cosa que me ponía eufórica.

               Mis muslos apretaron como tenazas el rostro del pobre Joel. Extendí mis manos, y las apoyé en las paredes que tenía a cada uno de los lados, para ayudarme a no perder el equilibrio, pues me conocía, y sabía que cuando alcanzaba el clímax, perdía la noción de dónde estaba, y si en ese momento me pasaba eso, podía terminar cayéndome y lastimándome en el acto.

               Y entonces me vine. Sentí que de mi sexo surgía una deliciosa explosión. Mi cuerpo se retorció contra la pared en donde estaba apoyada, y mis muslos se cerraron aún con más fuerza.

               Totalmente agitada, y con el cuerpo temblando de punta a punta, liberé al chico, quien se irguió con la cara roja, esta vez no por la vergüenza, sino la presión que había ejercido en ella. De todas formas se veía feliz de haberme hecho acabar. No tenía idea de que, con lo caliente que estaba en ese momento, daba lo mismo quién lo hiciera, el resultado sería ese.

               Vi que tenía una potente erección que me pareció muy tentadora. Se merecía que le devolviera el favor, de eso no tenía dudas.

               Pero entonces el otro hombre nos interrumpió.

               Se metió en el baño, y vio la escena, divertido.

— Ahora me toca a mí —dijo, pasando al lado de Joel.

               Me agarró de la muñeca, me hizo girar, y me puso de espalda contra la pared.

— No sé de dónde mierda saliste, putita —me dijo, mientras me levantaba el vestido que yo ya había empezado acomodarme —. Pero no te vas a ir de acá sin que te coja.

— ¡Dejala! —dijo Joel, intentando defenderme.

               Lo cierto era que me había alarmado la manera brusca en la que había entrado su compañero. Había supuesto que iba a intentar aprovechar la situación, pero la forma en que me había puesto contra la pared me asustó.

— ¿No ves que ella no se queja? —dijo el tipo.

               Miré a Joel, sin decir nada. No estaba entusiasmada con el troglodita de su amigo, pero ya estaba con el vestido levantado, el trasero al aire, y las piernas separadas, así que dejé que hiciera conmigo lo que quisiera.

— Pero yo todavía no terminé —se quejó el chico, señalando con los ojos su erección.

               El hombre tenía su mano en mi trasero, como si este tuviera un imán que lo atraía, y no se podía separar. Sin dejar de manosearme, meditó un rato.

— Vamos acá al lado —dijo, dirigiéndose a los dos.

               Primero vio que en la entrada del local no hubiera nadie. Después nos hizo señas para que saliéramos. Noté que había puesto las rejas, por lo que ahora el kiosko estaba cerrado, para ser atendido por una pequeña ventana, una medida de seguridad típica de Buenos Aires, cuando caía la noche, pero no por eso dejé de sentir temor al verme encerrada con dos hombres que acababa de conocer. Además, nadie sabía dónde me encontraba.

Entramos en fila a un cuarto un poco más grande que el baño, que además tenía una mesa pequeña.

— ¿Y quién atiende el kiosko? —preguntó Joel.

— Si querés, atendelo vos —dijo el otro.

               Obviamente, ninguno lo hizo. El hombre mayor hizo que apoyara mi torso sobre la mesa. Me levantó el vestido. Sentí el frío del aire acondicionado hacer contacto con mis vagina empapada, cosa que me produjo un cosquilleo exquisito. Me dio una nalgada.

— Que orto hermoso que tiene esta puta —dijo, dándome otra—. ¿De dónde carajos saliste?

               Me di vuelta, y le contesté.

— Qué te importa. Sólo necesitaba que me cojan. ¿Lo vas a hacer o no?

               Pareció divertirle mi franqueza. Como para quedarse con la última palabra, me dio otra nalgada, para luego bajarse el pantalón.

               En el otro extremo de la mesa, Joel apoyaba un pie en una silla, para así arrimarme la húmeda y dura verga que había dejado salir a través de la bragueta del pantalón. Me la llevé a la boca, mientras sentía al otro falo meterse en mi sexo.

               Y así estuvimos un buen rato. Yo dándole placer a Joel, mientras el otro me cogía con violencia por detrás. El timbre del local sonó al menos tres veces, pero ninguno estaba dispuesto a interrumpir lo que estaba haciendo.

               Al final, soltaron su semen en mi cara y en mi trasero. Quedé sobre la mesa, bañada de sus blancos y viscosos fluidos. Joel me ayudó a limpiarme, y a acomodarme el vestido. Yo tenía miedo de que el otro tipo me obligara a quedarme toda la noche, para violarme como quisiera. Pero aproveché mientras atendía a un cliente, para pedirle a Joel que me abriera las rejas y me dejara salir.

               Fui, apresurada, hasta la otra cuadra, donde había dejado mi auto. Se levantó una brisa fresca, que se metió por adentro del vestido, y me hizo recordar que había dejado mi ropa interior en ese kiosko. Me alejé de ahí, y desde ese entonces, jamás volví a verlos. A partir de ahí, evité pasar por esa calle.

               Ese había sido, probablemente, el punto de inflexión en el que debí darme cuenta de que había pasado un límite que no era saludable para mí. Acostarme con dos hombre, sin apenas conocerlos, e incluso cuando uno de ellos ni siquiera me atraía, quizás no era el fin del mundo, pero sí debió ser una señal de alarma.

 Fue a partir de esa experiencia que dejé de relacionarme únicamente con hombres que conocía en bares lejanos, y que al menos se esforzaban por seducirme. La necesidad de satisfacción era tan grande, que ya no podía conformarme con eso. Ahora, para aumentar las posibilidades de tener un buen polvo, mi radio de acción era en cualquier lugar al que iba, salvo el barrio donde vivía (al menos al principio). Tanto por respeto a mi difunto marido, como a mi hijo, prefería que en ese lugar me consideraran una señora seria y respetable.

Fue así como me acosté con tipos que conocí en los lugares más inverosímiles: en el estacionamiento donde guardaba mi auto, en el local donde hacía las fotocopias, en una vereda cualquiera en la que me protegía de la lluvia debajo del toldo de algún local, en la oficina de mi asesor de seguros… en fin, que estaba llevando a un extremo eso de ser fácil. 

De a poco, mi apetito sexual fue generándome problemas. Cada vez tenía menos amigas, pues me daba vergüenza hablar de lo que me estaba pasando, y prefería aislarme. Y en el trabajo empecé a tener inconvenientes, ya que Eduardo, mi colega, ahora convertido en jefe, había decidido que no quería que fuera únicamente su empelada. Y como supondrán, no le fue difícil hacer que me bajara la bombacha. Pero eso es para otro relato, porque este ya se hizo largo.

Espero que no me juzguen. Nos vemos pronto.

Mujerinsaciable

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               Me había costado mucho leer completo ese relato, narrado en primera persona por mamá. Sólo después de tres o cuatro intentos logré hacerlo, convencido de que mientras más supiera de ella, más podría ayudarla. Entre tantas cosas que me sorprendieron, me llamó mucho la atención que usara nombres reales. Al menos, tanto en su caso como en el de Daniel lo eran.

               No tardé en deducir los riesgos que podría ocasionar el hecho de que trabajara en la misma escuela en donde yo asistía. Como lo había aprendido, después de buscar datos sobre su trastorno, uno de los síntomas de la hipersexualidad es el hecho de que quienes lo padecen, no suelen ser capaces de medir las dimensiones de las consecuencias de lo que hacen. Un claro ejemplo de eso era su despido en su anterior trabajo.

               ¿Qué pasaba si era tildada en todo el colegio como una puta? Esta vez no sólo perdería el trabajo, sino que yo me vería afectado, por ser el hijo de esa mujer a la que le resultaba tan difícil negarse a cualquier hombre que le propusiera un encuentro sexual.

               Ahora, según entendía, se encontraba en abstinencia. Pero como todas las adicciones, las recaídas eran moneda corriente.

               Por la noche revisé su perfil en esa página de relatos eróticos. Mi corazón se encogió cuando comprobé que había subido un nuevo relato. El título del mismo tampoco ayudaba a que me tranquilizara. “Mi nuevo trabajo, una dura tentación”, se llamaba.

               Con las manos temblorosas, hice clic, para ver de qué se trataba.

 


Capítulo 2

               Apenas había sido la primera clase en la que tuve a mamá como profesora, y el celular ya me avisaba que la cosa iba a ponerse complicada. “Mi nuevo trabajo, una dura tentación”, se llamaba el relato que la profesora Cassini había subido ese mismo día. Hice clic sobre el link para leer el relato. Sin embargo, durante algunos minutos, me limité a observar las líneas y los párrafos, sin atreverme a empezar a desentrañar su significado.

               De los cinco o seis relatos que había en el perfil de mamá, hasta ese momento sólo me había animado a leer uno, y bien que me costó hacerlo. Tuve que hacer varios intentos hasta leerlo en su totalidad. Había demasiada información, en esa pornográfica obra, para mi joven e inexperta cabeza. No era fácil lidiar con eso. En ese texto no sólo me enteraba del problema psicológico que sufría mamá, la hipersexualidad, sino que detallaba de manera muy explícita una de las experiencias que la había llevado a empezar a percatarse de que sufría de dicho padecimiento.

               Siempre di por sentado que ella tenía una vida sexual activa, pero nunca me había detenido a imaginarme cómo sería, con qué hombres compartía la cama —aunque por lo visto, rara vez lo hacía en lugares tan tradicionales como una cama—, o de qué manera se la cogían. Ahora que había leído lo fácil que era mamá, la promiscuidad de la que hacía gala, lo complaciente que resultaba, y cómo ella misma, más de una vez, se tildaba de puta, era algo que no me podía sacar de la cabeza. Ella nunca fue perfecta, eso lo tenía en claro, de hecho, se había tomado su tiempo para finalmente ocupar su rol de madre al cien por cien, cosa justificada, al menos en parte, por la extrema juventud que tenía cuando yo había nacido. Pero aun así, siempre emanó cierto halo de respeto, típico de todas las madres. Nunca había reparado en cómo actuaba frente a los hombres. Siempre me pareció que lo hacía con normalidad, incluso después de la muerte de Daniel. Jamás había presenciado esa tendencia a, como ella misma decía, abrirse de piernas o arrodillarse ante cualquiera que lo deseara, con una facilidad pasmosa. Además, en ese mismo relato dejaba entrever que el hecho de hacer todo lo posible para que en el barrio donde vivíamos fuera considerada una señora seria y respetable, no había podido ser sostenido por mucho tiempo.

               Mamá no sólo se había entregado a un muchacho apenas unos años mayor que yo, después de unos minutos de conocerlo, sino que se había dejado coger por el otro tipo, ese por quien ni siquiera se sentía atraída. Era algo así como, bueno, ya que estoy acá, con el vestido levantado, y despojada de la tanga, si quiere cogerme, que lo haga. Estaba seguro de que en cualquier lugar que ella frecuentaba, seguramente era tildada por todos como la ligerita, la robamaridos, la regalada.

               Todos los hombres anhelábamos encontrarnos con una hembra de esas características, una mujer hermosa a la que conocíamos de manera casual y que era capaz de hacer las cosas más obscenas por nosotros, sin siquiera sonrojarse. En esa época era apenas un quinceañero, por lo que resultaba normal no haberme encontrado en esa clase de situaciones. Pero incluso ahora, diez años después, no puedo decir que haya tenido la suerte de cruzarme con una fémina de esa índole. Salvo en los boliches, en donde a veces surgía una conquista rápida, jamás fui abordado en una situación cotidiana por una mujer experimentada, sedienta de verga, como les había pasado a aquellos afortunados kioskeros.

               No era —ni lo soy hoy—, de mentalidad cerrada, por lo que no hacía juicios morales hacía su actitud, más aun sabiendo que se trataba de una enfermedad que estaba tratando en terapia. Pero no por eso dejaba de ser difícil enterarse de que la mamá de uno es una mujer explosivamente sexual, la clase de hembra que está en las fantasías de todos los chicos de mi edad.

               Y ahora la tenía en mi escuela, dándole clases a un montón de adolescentes con las hormonas alborotadas, y la libido por las nubes, esperando, ansiosos, por expulsar toda la leche que tenían acumulada.

Dudaba de que llegara a acostarse con alguno de ellos. Eso me parecía imposible de suceder, por muchos motivos. Pero principalmente, porque fuera del carácter insaciable de mamá, me parecía absurdo que se fijara en unos mocosos, como lo eran mis compañeros. Pero eso no significaba que no fuera a pasar momentos incómodos, debido a la atracción que despertaría por esos pendejos, como de hecho le sucedió en su primera clase, a la pobre. Lo más probable era que se convirtiera en la puta de los profesores, o de los padres de los alumnos. Ya me estaba imaginando la próxima reunión de padres. ¿Cuánto tardaría alguien como mamá en aguantar sin tener relaciones? Algo me decía que, mientras más durara su abstinencia, peor sería la cosa. Tratándose de adicciones, las recaídas siempre eran salvajes, y dejaban al adicto peor que antes. Si no la ayudaba, mamá podría caer al más oscuro de los abismos.

               A pesar de que juzgaba inviable una posible relación con alguno de mis compañeros, no se me escapaba que esa sexualidad siempre presente en ella, no era algo que pasara desapercibida para nadie, mucho menos para ellos. Aunque ese día se había vestido con sobriedad, su personalidad lasciva parecía asomarse cada tanto, principalmente reflejada en su intensa mirada, y en su lenguaje corporal, de movimientos calculados, que por más simples que fueran, parecían que siempre iban cargados de una cuota de erotismo. Desde la forma en la que se paraba, hasta cuando se inclinaba para escribir en la parte más baja del pizarrón, sacando para atrás su trasero. Todo en ella transmitía sensualidad.

               Había tratado de convencerme de que todo eso no era más que imaginaciones mías. Me decía que, desde que había leído el relato, todo lo que hacía mamá parecía que era con doble intención. Detrás de cada gesto, de cada palabra que la oía pronunciar a cualquier otra persona, me daba la sensación de que estaba invitando a su interlocutor a revolcarse en la cama. Estaba sugestionado por esa nueva información, así que me dije que esa sutil seducción que desprendía de cada uno de sus movimientos, sólo era producto de mi imaginación. Pero después de que el imbécil de Ricky se hizo el galán frente a toda la clase, ahí ya no tuve dudas. La lujuria de la profesora Delfina Cassini era algo que podía percibirse en el aire que la rodeaba, por lo que, adolescentes pajeros como mi compañero, no podían evitar demostrar su atracción hacia ella. Seguramente mamá no lo hacía de manera premeditada, sino que era algo que le salía de una manera tan natural como respirar, algo inherente en su fogosa personalidad. Pero la cuestión es que su actitud y su lenguaje corporal, de alguna manera, incitaban a la lujuria.

               Pasados unos cuantos minutos de que estaba con el celular sostenido por mi mano sudorosa, me decidí a leer aquel bochornoso texto, con la esperanza de que hubiera información que me permitiera ayudar a mamá. Respiré hondo. Tomé coraje, y, encerrado en mi habitación, me dispuse a leer el último relato que había subido en aquella extraña web, la hechizante mujerinsaciable.

 

 

Mi nuevo trabajo, una dura tentación

               Siempre supe que la abstinencia iba a ser difícil, pero ahora, después de dos meses y medio desde que decidiera comenzar con ella, estoy entrando en la etapa más complicada. No es que me asombre saberlo. Mi terapeuta, una sabia sexagenaria, que parece verlo todo detrás de sus lentes de marco pequeño, con esos ojillos verdes, me dijo que, como toda adicción, habría recaídas.

               Mi cuerpo ya estaba acusando recibo de la vida casta que llevaba desde hacía un tiempo. Dormía poco, y cada tanto me agarraba vómitos. Aunque por suerte esto último pareció desaparecer en las últimas semanas. Tener un nuevo trabajo me da un propósito. Es un motivo para seguir adelante, una forma de mantener ocupada mi mente en otras cosas que no sean en coger. Mi sobriedad sexual no se limita a los encuentros con hombres, sino también a la exagerada pornografía que consumía últimamente. Ahora que lo miro en retrospectiva, está claro que tengo un problema, pero ¡qué difícil me resultó identificarlo cuando fue oportuno hacerlo!, y qué difícil se me hizo saber diferenciar entre una vida de sexo libre y abundante, con algo que ya rayaba la insanía. La primera alerta fue cuando, como si fuera una obesa frente a una confitería, incapaz de evitar entrar a comprarme cuantos dulces veía en ella, fui a por ese chico que atendía el kiosko. Ahora que lo pienso, hasta fue patética la manera en que provoqué a ese atolondrado muchacho, que no se percataba de que me tenía entregada en bandeja. Y por si fuera poco, después no me pude negar a esa segunda verga. Me pregunto qué pensarán de mí esos hombres. Que soy una puta, qué más iban a pensar. Pero otra vez me estoy yendo por las ramas.

               Hasta ahora venía sobrellevando bien (dentro de lo que cabe) la cuestión de no coger. Me había recluido en mi casa. Las únicas personas a las que veo con frecuencia, son a los seis alumnos particulares que tengo. Pero esos alumnos fueron escogidos cautelosamente. Para empezar, cuatro de ellas son mujeres. Mientras que los otros dos son chicos que sólo tomarían un par de clases, antes de presentarse en el examen de la facultad, por lo que el riesgo es muy bajo. Además, mi hijo siempre anda por casa cuando mis alumnos se presentan. Por momentos pareciera que sabe de mis problemas, ya que se queda en la sala de estar, como un perro guardián, mientras yo doy las clases a esos jovencitos. Sin saberlo, me está ayudando mucho. Ninguno de esos dos alumnos me atrae, pero conociéndome como me conozco, si estoy a solas con ellos durante cierto tiempo, quién sabe lo que soy capaz de hacer sólo para satisfacer mis necesidades. La experiencia en mi último trabajo debería haberme curado de esa actitud negligente, pero no era así. Necesitaba toda la ayuda posible para no permitir que mi insaciabilidad afecte mi vida personal y laboral nuevamente.

               Y es que ese es el punto en donde una adicción queda al descubierto. Cuando tus hábitos compulsivos te trastornan la vida de manera tal, que te orillan a hacer cosas inimaginables, sólo para poder satisfacerte. Cosas que me hicieron perder no sólo el trabajo. Y es que mis bragas se bajaban con tanta facilidad, que ni siquiera pude controlarme cuando el novio de una amiga me invitó un café, un día en el que ambos la habíamos acompañado a la terminal de ómnibus, pues debía viajar con urgencia. Pero eso es para otro triste relato.

               Hoy la cuestión es mi nuevo trabajo. Es decir, mi empleo como docente de escuela secundaria.

               Tomé cargos en tres colegios diferentes. Pero dos de ellos son temporales, de apenas algunas semanas, mientras que uno solo de ellos parece ser que durará, al menos, hasta mitad de año. Y justamente es en esa escuela donde tengo a mi hijo como alumno. Una verdadera contrariedad. Pobre niño, desde hace años que estoy haciendo todo lo posible por dejarlo fuera de mi caótica vida sexual, pero ahora la cosa se va a poner difícil.

               Ya no estoy bajo la protección de las paredes de casa. Ya no interactúo con las personas lo justo y necesario, como venía haciéndolo hasta ahora, saliendo sólo a hacer compras, huyendo como una delincuente cuando un hombre se acercaba a hablarme. Ahora me veo obligada a introducirme en un mundo repleto de adultos. Un mundo de sala de profesores llena de olor a café y a cigarrillos, de colonias baratas que ocultan sudoración, de barbas abultadas, de cabellos grasosos, de brazos de venas marcadas, de labias inteligentes, de filósofos astutos, de esposos aburridos, de cordialidad calculada que a veces ocultan segundas intenciones, de  braguetas abultadas, de miradas subrepticias…

               Como sucede con toda adicción, lo ideal sería mantenerme alejada de mi vicio. Así como un alcohólico no debería frecuentar ningún lugar donde hubiera alcohol, lo ideal sería que yo no frecuentara sitios donde había vergas. Pero eso era imposible. No obstante, era necesario continuar con la abstinencia. Había llegado a un punto en el que no lograba construir vínculos afectivos sólidos, porque antes de lograrlo, salía a la luz mi personalidad voraz y desinhibida.  Todos mis amantes, de una manera u otra, me consideraban poco más que una puta, papel que yo misma terminé asumiendo. Los que parecían sentir un afecto sincero, no tardaban en llegar a la conclusión de que era alguien perfecta para gozar, pero pésima para enamorarse. Pero gracias a mi terapeuta, había decidido ponerle punto final a ese círculo vicioso. Realmente no era fácil, y ahora iba a serlo menos aun.

               En mi primer día en la escuela de mi hijo, ya tuve dos situaciones que me hicieron temblar de los nervios.

               Entre mis nuevos colegas, se destaca el profesor Hugo, un cuarentón de risos rubios, ojos celestes, barba de varios días, y panza cervecera. Lo vi por primera vez cuando, camino a la sala de profesores, pasé por el patio que era utilizado para hacer educación física. Él se dio vuelta a mirarme. Vestía un conjunto deportivo, y el silbato colaba en su pecho, y les daba órdenes a los gritos a los chicos, quienes hacían flexiones en el piso. Por apenas un instante vi en su semblante el gesto que hace la mayoría de los hombres cuando se encuentran con una mujer atractiva por la calle. Ese gesto de sonrisa bobina, en el que parece que la baba está a punto de salirse por la comisura de sus labios, mientras que sus ojos parecen los de un borracho, chiquillos y maliciosos. Pero enseguida lo disfrazó con una sonrisa más natural, una que se le da a una colega, para luego saludarme con un movimiento de cabeza.

               Lo cierto es que no bastó más que eso para sentir un estremecimiento en mi entrepierna, que luego contagió a todo el cuerpo.

               En la sala de profesores estaba la profesora María Fernanda Bustamante, una gordita simpática que me había enseñado cómo eran las cosas en esa institución. No me voy a detener en las pujas de poderes, y en los enredos sentimentales que, según ella, había en el colegio. Pero es de esas personas que, salvo por el hecho de que disfruta mucho del chisme, te hacen la vida un poco más fácil.

               Yo debía hacer tiempo, para ir al aula donde dictaría la primera clase en el curso donde asistía mi hijo. Estaba nerviosa. Trataba de decirme que no debería ser algo diferente a las otras clases en las que por cierto me había ido bastante bien. Pero de todas formas, tenía ciertos temores.

— Tranquila, va a estar todo bien —me dijo María Fernanda, notando mi estado de ánimo.

               Entonces el profesor Hugo entró a la sala.

— Hugo Roca, mucho gusto —dijo, extendiendo su mano.

               Yo se la estreché. Sus dedos me apretaban con firmeza. Sin lastimarme, claro, pero ejercía una fuerza que me pareció innecesaria, era como si quisiera transmitirme cierta intensidad varonil.

— Delfina Cassini — dije.

— Italiana —comentó él, soltando por fin mi mano.

 — Argentina —aclaré—. La familia de mi padre es italiana.

               El profesor Hugo pareció avergonzado. Quizás había sido algo dura con él, al poner en evidencia la aparente torpeza de su comentario. En Argentina había miles de familias descendientes de italianos. Era obvio que él estaba al tanto de eso, sólo lo había dicho por decirlo.

— Profe, dejó a los salvajes solos. ¿No sabemos ya que eso es muy arriesgado? —dijo María Fernanda, y luego, dirigiéndose a mí, aclaró—. Antes de ayer se agarraron a trompadas dos de los chicos.

— Qué horror —comenté, asustada. La verdad es que había dado por sentado que en esa escuela no sucedían esa clase de cosas.

— Esas peleas sirven para formar el carácter —opinó Hugo—. Mientras sean mano a mano, sin usar armas, y sin que nadie más se meta, por mí, que se peleen todos los días. Muchas cosas se solucionan más rápidamente con un par de trompadas.

— Usted profesor, quizá nació en una época equivocada —comentó María Fernanda— Debería haber nacido en los tiempos de los gladiadores.

               No pude evitar soltar una risita.

— ¿Usted me ve como un gladiador Delfina? —Preguntó él. 

— No sabría decirle —contesté—. La verdad es que no se ve muy intimidante.

               María Fernanda soltó una carcajada. Hugo se ruborizó.

— Eso me pasa por hacer preguntas tontas a una mujer inteligente —dijo—. Quédese tranquila profe Bustamante —agregó después, hablándole a María Fernanda—. Sólo vine para presentarme con la nueva integrante del plantel. 

— Pero si el profe Aristimunio, que empezó ayer, no tuvo el honor de que interrumpiera su clase para venir a presentarse —lo expuso ella.

— No sea mala, profesora. Qué va a pensar la joven aquí presente. Si al profe Aristimunio no lo vi pasar, sino…

— Pero a la profe Cassini si la vio ¿eh? —hincó María Fernanda—. Pero no sea tan ingenuo de creer que es el único que la vio.

— Qué mal pensada que es, señora Bustamante. Sabe muy bien que solo tengo ojos para mi mujer —dijo él, mostrando el anillo de compromiso que yo ya había notado.  

— Sí, claro —rió ella.

               Cuando el hombre nos dejó solas, ella me dijo.

— El profe es una excelente persona. Pero es un picaflor. Ojo, que ahora que sabe que hay una profe joven y linda, y encima soltera, vas a ser un blanco para ese troglodita. Pero qué te vengo a explicar yo, si debés pasar la mitad de tu vida esquivando a veteranos hambrientos como ese.

— La verdad es que no estoy interesada en nadie. Menos en un compañero de trabajo, que encima está casado —dije con sinceridad, aunque sintiendo mi corazón acelerado.

— Muy bien mi niña, así se habla.

— Ya me tengo que ir a la clase.

— Vaya por ellos. Mirá que están en una edad difícil. Acordate, no te muestres débil.

               Cuando me dirigí al aula, pasé nuevamente por el campo donde el profesor Hugo hacía un conteo, mientras los alumnos hacían abdominales. Me sorprendió ver los mulos gruesos y las piernas peludas que tenían algunos de ellos. Se notaba que hacían ejercicio no solo en la escuela. Deberían tener mucha fuerza en sus piernas. Pensar en eso me hizo estremecer. Los chicos estaban sudorosos, casi parecía que podía sentir la transpiración, mezclada con desodorante y colonia. Eran veinte alumnos aproximadamente. Algunos de ellos me habrían volado la cabeza cuando era una adolescente. Más de uno desvió la vista hacia mí.

               El profesor Hugo me saludó. Pareció desconcertado cuando me limité a asentir con la cabeza, con el semblante serio. Pero es que no quería cometer el mismo error de siempre. No quería soltar esa mirada involuntaria que siempre soltaba, cuando intuía que un hombre se interesaba por mí. Esa mirada que iba acompañada de una sonrisa. Una sonrisa de puta, según me habían dicho varios de esos hombres a los que finalmente me llevaba a la cama. Hugo era un compañero de trabajo, y estaba casado. Se notaba que la profe Bustamante tenía razón, era uno de esos tipos tramposos, que no ponían reparos en meterles los cuernos a sus pobres mujeres.

               No podía dejar que viera mi debilidad. No podía permitir que sospechara que, con sólo unas palabras dulces en el momento oportuno, sería capaz de llevarme a un rincón oscuro de ese colegio y cogerme sin límites. No podía permitirme eso. Por donde lo mirara, era una mala idea.

               Llegué al aula, sintiendo las piernas temblorosas. Estaba segura de que mi bombacha estaba mojada. De hecho, sentía cierta humedad en mi entrepierna. Ahí fue donde ocurrió otro hecho que hubiera preferido que no sucediera.

               Apenas lo vi, sentado en el fondo del salón, con las piernas extendidas, como si estuviera en el living de su casa mirando el televisor, con su mirada soberbia, me di cuenta de que era una especie de líder para el resto de los chicos. Un líder negativo, pero líder al fin. Tampoco me cabían dudas de que era un chico descarado que gustaba de meterse en problemas, y no tardé en comprobar que tenía Razón.

               Ricardo, se llama el mocoso atrevido. Ricky, para las chicas lindas como usted, se había atrevido a decirme en medio de la clase, y en las narices de mi hijo, quien sólo atinó a encogerse en su asiento, el pobre, como si quisiera que la tierra lo tragara.

               Estaba más que claro que debía poner un alto a esa confianza de la que hacía gala, así que decidí llamar su atención cuando terminara la clase. Pero para eso faltaba bastante, así que seguí con mi tarea. No pude evitar sentirme perseguida cuando veía que Ricky susurraba cosas con sus compañeros de banco, para luego volver a mirarme y reír con descaro. Me preguntaba qué estarían diciendo. Pero parar la clase sólo por eso, me parecía muy exagerado.

               Sin embargo, la incomodidad aumentó cuando noté que ahora el chico me miraba de forma intensa. De una forma en la que solamente suelen mirarme los hombres adultos. Pero desde hacía poco descubrí que los adolescentes como él también albergaban deseos por mujeres de mi edad, cosa que me inquietaba muchísimo. Y eso que creí haberme vestido de manera tal que no iba a llamar la atención de nadie. Sin embargo, evidentemente me había equivocado. Desde un primer momento había captado la atención del profe Hugo, y de algunos de sus sudorosos alumnos. Y ahora Ricky me miraba con un hambre que resultaba totalmente desubicado en el contexto de una clase.

               Cuando, al terminar la clase, los alumnos empezaron a salir del aula, le pedí a Ricky que se quedara un rato.

— Me parece que empezamos con el pie izquierdo, señor Luna —dije, desde mi asiento.

               Él estaba parado, al otro lado del escritorio que nos separaba. Es un chico alto, y corpulento. Se nota que hace deporte. Su rostro es alargado, pero fuera de ese rasgo poco atractivo, no me cabían dudas de que no le costaba mucho hacer que sus compañeritas se levantaran las polleras y se bajaran las bragas. A esa edad, los chicos descarados como él me resultaban irresistibles. Pero ahora tenía treinta y un años, y era su profesora, por lo que no debía ser indulgente con él sólo porque aún recordaba ciertos gustos de aquella Delfina adolescente.

— No debería decir cosas como las que dijo, a una profesora, frente a toda la clase —dije, y sin dejar que me interrumpiera, proseguí—. No es que haya cometido una falta grave, pero así se empieza. Si respeta los límites, nos vamos a llevar bien —dije, esperando a que con eso sea suficiente. Tuve mucho cuidado de tratarlo de usted, aunque me costaba hacerlo. No tenía la costumbre de tratar de manera tan formal a los chicos de su edad, y de hecho, había pensado en permitir que me tuteen. Pero esa era una ocasión especial. La reprimenda ameritaba un trato más distante.

— Perdón profe, sé que no le gustó que le preguntara su edad, pero es que me dio mucha curiosidad —explicó él.

— No es sólo la cuestión de mi edad. Más bien fue la manera en que la preguntó. Es evidente que lo hizo para incomodar a mi hijo. Y eso no lo voy a permitir, no porque se trate de él, sino que no voy a permitir que haya ningún tipo de abuso entre compañeros. Además, no fue la única impertinencia que dijo.

— ¿En serio? —preguntó él, sinceramente confundido—. No recuerdo haber dicho nada más que eso.

— “Ricky, para las chicas lindas como usted” —dije, repitiendo las palabras que él había pronunciado hacía poco más de una hora—. ¿Acaso se olvidó que está en una escuela, y que yo le doblo la edad? Esos comentarios no me parecen nada graciosos.

— Pero si no lo dije en chiste —retrucó el astuto chico—. Creo que es la profesora más bonita que he tenido en mi vida.

— Es importante que sepa guardarse esos comentarios cuando estamos en clase —respondí.

— ¿Es decir, que ahora sí puedo decirle que es muy linda?

— Señor Luna, me está haciendo perder la paciencia.

— No se enoje, esta vez sí estaba bromeando —dijo él—. Aunque…

— Aunque ¿Qué? —pregunté, arrepintiéndome inmediatamente de hacerlo. No debía dejar que él tomara la iniciativa, ya que no estábamos teniendo una conversación, sino que yo lo informando de algo. Pero ya era tarde para volver atrás.  

— Me gusta cuando se le arruga la frente.

               Mocoso de mierda, pensé yo. Si no me ponía firme, perdería su respeto, y se creería con el derecho de decirme ese tipo de cosas todos los días.

—Mire, Luna, si usted sigue con este tipo de tonterías, su calificación se va a ver afectada, además informaré de cada cosa que me diga a la dirección. No sea tonto, no pierda la materia sólo pro querer parecer el más vivo de todos frente a sus amigos. Está claro que es un referente para todos ellos, no hace falta que se meta en problemas para ganarse su aprobación.

               En este punto, Ricky pareció ofendido.

— Usted no me conoce, yo no necesito la aprobación de nadie —dijo tajante. Ahora el adolescente díscolo quedó oculto detrás de un adulto orgulloso.

— Entiendo, pero… 

— Y no se preocupe. Como le dije, lo de hoy no se va a volver a repetir. Realmente ni siquiera me parece tan linda —dijo.

— La cuestión no es si soy linda o no —contesté, con ganas de darle vuelta la cara de un tortazo—. La cuestión es que ese tipo de comentarios no deben darse entre un alumno hacia una profesora.

               En ese momento sentí que el chico me estaba inspeccionando, como para confirmarse a sí mismo si realmente su profesora era bella o no. Su mirada se detuvo en mis tetas durante algunos segundos de silencio que se me hicieron larguísimos. Instintivamente me crucé de brazos, para cubrir mis pechos. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

— ¿Ya me puedo ir? —preguntó él.

— Sí, pero necesito que me diga que entendió lo que le dije, y que no se volverá a repetir.

— Claro —respondió él, lacónico, y me dejó sola en el aula.

               Me puse de pie, sintiendo, no por primera vez, mi cuerpo tembloroso. Mi hijo me esperaba en el pasillo de afuera, totalmente ajeno al nerviosismo que sentía en ese momento. Le aseguré que estaba todo bien, y di a entender que la plática con su compañero había sido fructífera, pero lo cierto era que sentía que lo que le había dicho a Ricky le había entrado por un oído y salido por el otro, mientras que las palabras que él pronunció me habían dejado perturbada.

               Volvimos a casa. Le dije a mi hijo que pidiera algo para comer. Enseguida me encerré en mi habitación. Saqué de un cajón un consolador. Me levanté la pollera, me bajé la braga, que, como suponía, estaba empapada, y me penetré con él.

               ¿Cuánto podría tardar en caer en las lujuriosas intenciones del profesor Hugo? Recordé su barba de un par de días sin afeitar, sus ojos claros, su galantería, su mirada libidinosa. Metí los dedos en mi boca, llenándolos de saliva, y mientras me introducía una y otra vez el dildo, que se resbalaba fácilmente por mi húmedo sexo, comencé a masajear el clítoris. Me imaginé siendo poseída por él, quizás en su auto, quizás en un hotel cercano a la escuela, o quizás en la misma escuela, en algún cuarto vacío que aún no conocía, mientras su esposa cocinaba algo para él en su hogar. En mi reciente pasado había hecho cosas más locas que cogerme a un profesor en la escuela donde trabajaba, así que no era impensable que eso pasara. Pero no, no podía ocurrir. Había decidido desviarme de ese camino de autodestrucción que transité durante años. Ya no construiría relaciones únicamente en base a mi aspecto físico, o a lo buena que era en la cama. Ya sabía cómo terminaba todo eso. Yo tildada de puta por todos, y sumida en la absoluta soledad. Sin embargo no podía dejar de pensar en mi colega, que además estaba casado, penetrándome con salvajismo. Ya había tenido mi ración de hombres casados, y no me había ido nada bien. Normalmente se quedaban con sus mujeres, y estas lo obligaban a que develaran quién era esa zorra por las que estuvieron a punto de abandonar a una familia. Y entonces recibía llamadas amenazantes, y en el peor de los casos, como me había sucedido con la esposa de Eduardo, mi exjefe, me propinaban una paliza. Todavía recuerdo esa tarde, en la que estaba en la fotocopiadora, cuando, sin previo aviso, sentí que alguien me tironeaba de los pelos, para derribarme, y hacerme caer al suelo. Y después escuché los insultos, y los golpees, que gracias a uno de los empleados, que la separó de mí, dejaron apenas marcas en mi rostro. Marcas que había podido disimular con maquillaje, y así ocultárselas a mi hijo.

               Pero el miedo había sido intenso, y ese fue el detonante definitivo para que me diera cuenta de que debía cambiar mi forma de vivir.

               Pero me estoy yendo por las ramas de nuevo. No podía tener nada con Hugo, pero ahí estaba, jadeante, enterrándome ese falo de silicona, y frotando frenéticamente mi clítoris, con movimientos circulares, mientras sentía cómo una excitación oscura y ardiente recorría todo mi cuerpo. Pero entonces sucedió algo que no tenía previsto.

               El recuerdo del profesor Hugo fue combinado con otro, en donde aparecían aquellos chicos sudorosos de piernas musculosas, que había visto en el campo de educación física. Ojos curiosos me habían mirado de reojo. Me imaginaba la potencia que tendrían los muslos peludos de esos chicos, y las cosas que podrían lograr con esa fuerza. Su increíble potencia habría de compensar con creces su corta, o incluso nula, experiencia. Eso estaba mal, no cabía dudas, pero en ese momento sólo existía mi calentura, y la necesidad de apagarla. Y fue ahí cuando recordé a Ricky. Su imagen apareció de la nada, desplazando a todas las demás. Ese mocoso insolente se había atrevido a decirme que ni siquiera le parecía bonita. ¿Podía estar hablando en serio? Quizás, por más atractiva que fuera, la diferencia de edad era algo poco seductor para una criatura como él. Pero no, estaba claro que no era el caso. Seguramente lo había dicho para bajarme los humos. El pendejo no podía soportar que una mujer lo regañara. Seguramente era un misógino de manual. Si no le parecía bonita, no hubiera dicho lo que dijo, frente a toda la clase, exponiéndose a ese predecible llamado de atención. No sólo le parecía linda, sino que también me veía sensual. Si no era así, ¿Por qué se había quedado embobado con mis tetas?

               Quién se creía ese mocoso, pensaba para mí, mientras mi respiración se hacía más agitada. Quién se creía. Si yo quisiera, no tardaría ni cinco minutos en tenerlo comiendo de mi mano. Si yo quisiera… No me duraría nada. Lo haría acabar en dos minutos y lo dejaría en ridículo. Y luego nunca lo volvería a llamar, para que se quedara con el deseo y el vergonzoso recuerdo. Podría darlo vuelta como una media. Le enseñaría tantas cosas en apenas unos instantes…

               El orgasmo atravesó todo mi cuerpo, como si fuera un torrente de agua cálida y electrizante. Tuve que morder la almohada para reprimir el grito y que mi niño no lo escuchara. Quedé en la cama, exhausta, con el sexo empapado. Apenas me recompuse agarré la computadora para relatarles lo sucedido.

               Ojala que no pase nada malo. Ojalá que pueda tener una vida sana.

Mujerinsaciable

………………………………………………………………….

               Dejé el celular a un lado. Así como mamá hacía algunas horas había quedado en su cama, temblorosa y mojada, yo estaba en mi propia habitación, y también temblaba, pero de rabia.

               No había imaginado que el problema de ella llegara a esos extremos. Me había reusado a imaginar a mamá siendo seducida por uno de mis compañeros, pero la idea no solo no era imposible, sino más bien al contrario, resultaba perfectamente factible que se sintiera tentada por alguno de mis ellos. Daba lo mismo si las pijas que la rodeaban eran de adultos o de adolescentes, la profesora Cassini no parecía hacer distinciones entre unas y otras. Una vez más me di cuenta de que mamá era el sueño húmedo de cualquier chico de mi edad. Era un caso entre un millón. El que se cruzara en su camino, se ganaba la lotería.

               También seguía perturbándome el hecho de que, salvo en mi caso, usara nombres reales para referirse a las personas que ahora formaban parte de su vida laboral. Era cierto que la página donde publicaba los relatos, si bien tenía decenas de miles de usuarios, en términos proporcionales era una cantidad muy baja de miembros. De hecho, yo mismo no conocía a nadie que visitara ese tipo de webs. La gran mayoría se hacía la paja viendo videos. Pero el riesgo existía. Si el propio Ricky, o el profesor Hugo, quienes habían sido protagonistas de las escenas relatadas, llegaran a ver ese texto, ella quedaría totalmente expuesta, y a merced de ellos.

               En ese momento no me di cuenta, pero ahora lo sé. Si mamá estaba jugando con fuego, era porque eso le generaba adrenalina. La posibilidad de ser descubierta, por pequeña que fuera, la excitaba casi tanto como el sexo. Estaba claro que, de alguna manera, se estaba autosaboteando.

Se me ocurrió una idea. Denunciaría el relato, para que los administradores de la página lo eliminaran. Pero al intentar hacerlo, me di cuenta de que la historia no incumplía con ninguna norma de esa comunidad. Así que dejé ese plan de lado.

               Lo que me daba esperanzas era el hecho de que ella misma se reusaba a recaer en su vicio. Estaba resuelta a tener con los hombres una relación normal, y el primer paso era no abrirse de piernas ante el primero que se lo pidiera.

               Pero como ella bien explicaba, el problema era que, a diferencia de otras adicciones, ella no podía mantenerse alejada del objeto del vicio. Lo que le sucedía era lo mismo que le pasaba a los alcohólicos en recuperación que, contra su voluntad, aparecían en una fiesta donde la cerveza corría como el agua. Ella en cambio, estaba rodeada de potenciales amantes que podrían hacerla gozar. Pocos serían los que dudarían en sacarle provecho a su adicción.

               Al igual que mamá, yo dudaba de que Ricky no se sintiera atraído por ella. Si el hijo de puta supiera las cosas que pensaba su profesora, no dudaría en aprovecharse de la situación. Una vez más, humillado, había leído cómo mi madre se comportaba como una puta. O más bien, sus pensamientos eran los de una puta. ¿Cómo mierda le iba a parecer atractivo ese troglodita de Ricardo? No había imaginado que era de esas chicas que se sentían atraídas por la arrogancia de esa clase de tipos. Si bien no lo había dicho de manera explícita, estaba claro que estaba lejos de sentir rechazo hacia él. Y ese perturbador pasaje en donde se cruzaba con esos chicos sudorosos, que luego entrarían también en sus fantasías, mientras se penetraba con el dildo… Qué locura.

               Al principio, la idea de que el profesor Hugo, quien el año anterior había sido mi profesor de educación física, se la cogiera, me parecía pésima. Pero si en cualquier momento mamá recaía, era mil veces mejor que sucediera con un hombre casado, que con un alumno. Por primera vez pensé en la posibilidad de ayudar a que mamá alivie sus necesidades. De esa manera podía contribuir a que ocurra la menos peor de las posibilidades.

               Pero aún era una idea difusa en mi mente confundida. Por el momento, lo único que podía hacer era vigilarla de cerca, no dejar que estuviera mucho tiempo con ningún hombre, y mucho menos con un alumno. La idea hacía que se me pusiera la piel de gallina.

               La decisión de estar siempre presente cuando daba clases particulares a esos chicos había sido acertada. Mi propia madre reconocía que era necesario que yo estuviera cerca, así que no dejaría de hacerlo.

               En los siguientes días no subió nada a la página de relatos eróticos, por lo que asumí que no había pasado nada trascendente. De todas formas, eso no era algo que me dejara tranquilo. Cada día que pasaba sin novedades de las andanzas de la profesora Cassini, me hacía pensar que las probabilidades de que al otro día sucediera algo, aumentaban exponencialmente. Y ahora el momento en el que debía dar clases a mi curso estaba a la vuelta de la esquina, y yo temía lo que pudiera ocurrir.

               Había llegado por fin el día esperado. Me preguntaba cómo reaccionaría yo si el imbécil de Ricky, otra vez, se hacía el vivo con mamá frente a toda la clase. Estaba claro que no lo había amedrentado en absoluto. De solo pensarlo, sentía cómo mi sangre hervía. Un enfrentamiento con él parecía ser inminente.

               Me fui a la escuela antes que ella, ya que a las ocho de la mañana tenía clase de filosofía, y recién a las diez tocaba contabilidad. Esas dos horas se hacían larguísimas.

               Cuando volvimos del recreo, mamá llegó al aula. Me quedé petrificado al verla. Había cambiado diametralmente su apariencia, en comparación a la primera clase. Ahora llevaba un pantalón de jean muy ajustado, el cabello suelto, y los labios pintados de un rojo intenso. El curso se sumió en un silencio anormal. Algunos parecieron confundidos, como si no la reconocieran. Incluso hubo varios que me miraron, esperando a que les confirmara que se trataba de mi madre, la misma que había estado frente al pizarrón hacía una semana.

— Bueno días —saludó la profesora Cassini.

               Y entonces me pareció ver que mientras saludaba, su mirada iba dirigida hacía el fondo del salón, y en ese mismo momento, en su boca se dibujó una seductora sonrisa.

 


Capítulo 3

 

               No podía dejar de pensar en cuál era el motivo por el que mamá había aparecido de esa manera para dar la clase. Para mis compañeros probablemente no se trataba más que de un cambio de look, de una joven profesora, que el primer día de clases había exagerado con la sobriedad de su atuendo, y ahora se decidía a mostrarse tal cuál era. Después de todo, si bien el pantalón resultaba muy ajustado, y el color de los labios era un tanto exagerado, no se salía de lo normal. No era la apariencia ideal que debía tener una profesora, eso seguro, pero tampoco implicaba una grave falta.

               No obstante, haber leído el último relato de mamá, me daba una perspectiva mucho más amplia, y me hacía pensar lo peor. Después de todo, ella misma había jurado que pretendía continuar con la abstinencia. Entonces ¿No era poco conveniente provocar a los hombres que la rodeaban? Si el profesor Hugo le había echado el ojo ya en la primera clase, no me quería imaginar lo baboso que se pondría cuando la viera así.

— Qué linda estás profe.

               Respiré hondo. Por suerte, el halago no había salido de los revoltosos de la fila del fondo, ni siquiera de uno de los varones, sino que lo dijo Lorena, una chica con trenzas que parecía negarse a abandonar su niñez. Pero no podía cantar victoria antes de tiempo, Ricky y sus compinches podrían agarrarse de ese comentario para salir con alguna de sus payasadas.

— Gracias —contestó mamá, con una sincera sonrisa de agradecimiento—. Bueno, empecemos. Les había dejado unos asientos contables para resolver en casa. ¿Quién pasa al pizarrón?  

                Me pareció notar que miraba de nuevo hacia el fondo, por encima de mi hombro. Es decir, estaba viendo a Ricky, con una sonrisa sugerente, desafiante, o eso me pareció a mí. Se me pusieron los pelos de punta. Si el hijo de puta sabía lo vulnerable que estaba mamá en ese momento, sería el comienzo del fin.

               La primera media hora pasó sin muchas novedades. Pasamos al pizarrón una decena de alumnos para hacer los asientos contables que había dejado de tarea. Después mamá se puso a explicar un tema nuevo: amortizaciones. A nadie le gustaba esa materia, pero la profesora Cassini se las ingeniaba para mantener la atención de los chicos. Explicaba todo de manera simple y concisa, y usaba palabras que todo el mundo entendía. Además, cada tanto citaba alguna frase conocida de la serie Los Simpson, cosa que me daba mucho cringe, pero que a los demás parecía divertirles.

               Mamá usaba un suéter blanco que, al igual que su pantalón, se ceñía como guante a su esbelto cuerpo. Sus firmes pechos se marcaban de manera obscena debajo de esa prenda. Me preguntaba si Ricky le estaría mirando las tetas, al igual que lo había hecho la semana anterior, cuando ella lo hizo quedarse después de clase.  Ciertamente eran tetas llamativas, totalmente erguidas. Pero en ese momento me di cuenta de que había algo más. ¡Sus pezones estaban marcados en el suéter! No era la primera vez que notaba ese detalle en mamá. Ahora me daba cuenta de que era una señal de que siempre andaba caliente.

               Otra cosa incómoda de ver para un hijo era cuando se daba vuelta, mostrando a la comisión sus turgentes nalgas mientras escribía algo en el pizarrón. Además, las costuras de los bolsillos traseros del pantalón eran de hilo dorado, los cuales al contrastar con el color azul de la tela, hacía que quedara en evidencia no sólo su perfecta forma, sino su exacerbada profundidad. En cierto punto comprendía a Ricky —aunque no por eso iba a aceptar que se cogiera a mi mamá, obviamente—, ya que, si yo estuviera en su lugar, o mejor dicho, en el lugar de cualquiera de la comisión, también me sentiría sumamente atraído por la joven y atractiva profesora, que ahora, además, se mostraba sumamente sexy. Yo aún era virgen, y a pesar de que todas las señales apuntaban a que pasaría mucho tiempo hasta que dejara de serlo, no me faltaban las ganas de saber qué era lo que se sentía penetrar en una húmeda vagina, o sentir el goce de que te chupen la verga.

               En ese momento, al igual que me sucedió con sus pezones, me di cuenta por primera vez de un detalle de su parte trasera. Y es que ambas nalgas daban la impresión de estar un poco más separadas de lo que deberían estar. Frustrado, me pregunté si los pajeros del curso también habían notado ese detalle. Había una teoría —incomprobable—, que decía que las mujeres que tenían las nalgas de esa manera, eran grandes asiduas a practicar sexo anal. Traté de quitarme esa idea de la cabeza. Pero me costó mucho hacerlo.

               Luego ocurrió algo, que en ese momento me pareció apenas llamativo, pero que sin embargo atrajo lo suficiente mi atención como para reparar en ello. Mamá nos había puesto a hacer unos ejercicios relacionados con el tema nuevo. No era la gran cosa, con diez minutos bastaría para que los empezáramos a corregir. Ella empezó a caminar por los pasillos, entre las hileras de pupitres, como suelen hacer algunos profesores cuando estamos en examen. El sonido de sus zapatos pisando las baldosas se superponía a los murmullos, típicos en esos momentos, pues muchos aprovechaban para conversar sobre cualquier cosa que no fuera contabilidad.

               No fueron pocos a los que pesqué infraganti, mirando el trasero de mamá cuando les daba la espalda, aunque justo es decir que ni su culo ni sus tetas eran lo único que llamaba la atención en ella. Tenía un rostro de facciones preciosas, y la piel blanca y tersa la hacían parecer incluso varios años más joven de lo que era. Su figura era elegante, no era alta, pero tampoco baja, y sus piernas eran largas y torneadas. Lucio fue uno de los más impúdicos mirones, ya que con sus enormes anteojos cuadrados había quedado unos cuantos segundos, totalmente idiotizado ante el bamboleante movimiento de caderas de la novel profesora. El pobre ni siquiera había atinado a disimular su lascivia. Se sentaba en un extremo, un poco más adelante que yo, por lo que me resultó fácil verlo de perfil. El degenerado tenía una erección. Ya estaba, ahora la profesora Cassini contaba con, al menos, dos admiradores en el curso.

               Pero por Lucio no iba a preocuparme, ya que no sólo no era un macho alfa como muy a mi pesar debía reconocer que era Ricky, sino que era todo lo contrario: torpe, tímido, apocado, y para colmo, ni siquiera era tan inteligente como su apariencia de nerd lo indicaba. Como alumno no era malo, pero tampoco llegaba a sobresalir. Al igual que yo, aprobaba las materias con lo justo y necesario. Y en los deportes ya ni hablemos. Lo único en lo que llegaba a sobresalir era en los dibujos que hacía, aunque tampoco era que descollara. Un chico como ese, apenas se animaría a fantasear con una mujer como mamá, y dedicarle miles de pajas. Jamás se le ocurriría tirarle los galgos, como lo había hecho Ricardo la vez anterior. Incluso sentí pena por él, pues temía que alguien más notara su visible excitación.

               De repente pareció darse cuenta de que estaba siendo observado por mí. Le sonreí, él se puso levemente colorado y desvió la mirada. Luego se levantó un poco el cinturón, como para acomodar su patética verga y ocultar en la medida de lo posible su dureza.

               Mamá estuvo lejos de notarlo. La vi atravesando el pasillo donde yo estaba sentado. Cuando pasó al lado mío, me guiñó un ojo.

— Profe, le puedo preguntar algo del ejercicio —dijo Ricky a mis espaldas.

               Como era de costumbre, cuando me ponía nervioso, me empezaron a arder las orejas.

— Claro Luna —dijo mamá, manteniendo cierto formalismo al llamarlo por el apellido, aunque no dejaba de inquietarme el hecho de que lo recordara.

               Presté atención en cada palabra que decían, para ver si el pendejo de Ricardo se propasaba, al menos de manera sutil.

— No, esto va en el haber —decía mamá—. Así está bien.

— ¿Y este asiento lo hice bien? —preguntó Ricky.

— No, recordá que los costos de mercadería vendida se registran en un asiento aparte.

               Esa fue toda la conversación que tuvieron ese día, cosa que me generó un enorme alivio.

               Y luego ocurrió algo sumamente extraño. Después de hacer varios zigzag mientras caminaba, dejando la estela de un suave perfume en su camino, mamá caminó en línea recta hacia su escritorio, a través del último pasillo a la derecha. Mientras lo hacía, observaba lo que escribían mis compañeros en sus carpetas de hojas cuadriculadas. Cuando llegó al asiento de Lucio, se detuvo. Me pareció notar que el pobre detuvo su respiración durante un instante.

— Bien, eso está muy bien señor… —comentó mamá.

— Alagastino —dijo Lucio.

               Y entonces mamá pareció notar algo llamativo, porque su seño se frunció, y enseguida preguntó:

— ¿Y esto?

               Sin esperar que el chico le contestara, corrió la hoja en la que había hecho los asientos contables. No alcancé a ver qué era lo que había descubierto mamá, pues  la hoja que había corrido había quedado a medio camino, sostenido por su mano, a noventa grados, por lo que impedía que yo o cualquier otro viera de qué se trataba. Sin embargo sí pude ver que ella se había quedado petrificada, sin siquiera poder pronunciar palabra. Lucio, por su parte, se puso increíblemente colorado, cosa que inmediatamente llamó la atención de todos, que ahora lo miraban haciendo que se pusiera más rojo, si es que eso cabía. Estaba claro que quería que la tierra lo tragara en ese mismo instante.

Y entonces, como por arte de magia, la profesora Delfina Cassini se recompuso, y dijo con total naturalidad:

— Le agradeceré que en mis clases solo se centre en la contabilidad. Ya podrá dar riendas sueltas a su faceta artística en otro momento.

               Todos rieron. Era sabido que a Lucio le gustaba pasar el rato dibujando, y solía aislarse en los recreos para hacer todo tipo de dibujos al estilo animé en sus cuadernos. Un profesor alguna vez le dijo que era muy hábil, pero por lo visto esa habilidad solo radicaba en su talento para copiar otros dibujos, quizás debería intentar hacer una obra original algún día, le había dicho.

— ¿Qué dibujaste, depravado? —preguntó Gonzalo, uno de los amigos de Ricky, a los gritos.

— Eso no es de su incumbencia, vuelva a lo suyo —lo cortó en seco mamá, aunque no logró sofocar las risas que se alzaron cuando Gonzalo pronunció esas palabras.

               Pero a pesar de las risas, Lucio increíblemente pareció más aliviado que antes, y su rostro empezó a recuperar su color original.

               Lo que me pareció raro fue que Ricky no haya sido la voz cantante a la hora de burlarse del débil Lucio. De hecho, pareció que sus amigotes habían hecho unos segundos de silencio, esperando que hiciera su gracia. Pero cuando se dieron cuenta de que no iba a pronunciar palabra, Gonzalo tomó el relevo. Ahora bien, el mutismo de Ricky no era algo que me hiciera sentir aliviado. El hecho de que se comportara de una manera tan diferente a como era siempre, me daba a pensar. ¿Acaso no estaría intentando mostrarse serio y maduro frente a la hermosa profesora Delfina Cassini? Debía tener mucho cuidado con él ya que, si bien tenía la misma edad que yo, contaba con mucha más experiencia gracias a que resultaba muy atractivo para las féminas de la escuela. De él se contaban miles de leyendas, y el propio Ricardo no se sonrojaba al contar a todo quien quisiera escuchar, con quién había cogido en el boliche el fin de semana.

               Se hizo el mediodía, sin grandes sobresaltos. De hecho, hubo menos situaciones incómodas de las que esperaba, lo que debió haberme llamado la atención en ese momento.

               Una cosa que sí noté fue que, cuando todos empezábamos a salir del aula, como si fuéramos una manada de animales corriendo de nuestros depredadores, Lucio se había quedado en su pupitre, guardando lentamente sus útiles escolares en la mochila. Al final, había quedado sólo.

— ¿Vamos má? —le pregunté a mamá, quien estaba terminando de borrar el pizarrón.

               Se dio vuelta, y vio a Lucio que, con la cabeza gacha, parecía negarse a ponerse de pie.

— Vos hoy tenés que quedarte un rato más ¿No? —me preguntó ella, recordando que ese día me había comprometido con Ernesto y otros chicos a empezar a hacer un trabajo práctico de geografía. Usaríamos la biblioteca de la escuela. No obstante, deseaba ver que mamá se fuera tranquila a casa. Había muchos buitres revoloteándola, y no iba a estar tranquilo si no la veía subirse al auto. Pero en ese momento no se me ocurrió una excusa para quedarme hasta asegurarme que saliera de la escuela.

               Vi afuera cómo Ricky y sus amigos se alejaban rápidamente, para librarse del tedio de la escuela. En la dirección opuesta, Ernesto me hacía señas. Estaba con Mariano y Celeste. Esta última era una rubiecita de ojos claros que últimamente estaba siendo la dueña de mis sueños húmedos. Tener la oportunidad de compartir algunas horas con ella, era algo que me agradaba mucho. Por último, pensé que de todas las personas en el mundo, Lucio era el menos peligroso. No intentaría nada con mamá ni aunque ella se desnudara en sus narices. Así que los dejé solos.

               Pero en la biblioteca me resultó imposible concentrarme. Me daba miedo el simple hecho de saber que mamá se cruzaría con quién sabía cuántos hombres al marcharse. Cualquier verga era un peligro inminente que atentaría con la apacible vida que intentaba llevar en esos tiempos.

De todas formas, no era más que el primer encuentro con mis compañeros, en donde definiríamos quién haría qué cosa, por lo que no era imprescindible que estuviera ahí. Pero por esta vez las hormonas obraron en mi contra. Celeste se había sentado a mi lado, y su sonrisa dulce me sacaba, cada tanto, de la oscuridad que estaba atravesando en esa extraña época, en donde la sexualidad de mamá me preocupaba más que mi propia sexualidad.

               Cuando volví a casa, ocurrió algo que me hizo dar mucho miedo. Mamá no estaba. Lo que dejaba la clara pregunta: ¿Dónde mierda se encontraba? Le mandé un mensaje, pero no contestó. La llamé, pero el teléfono se limitó a sonar hasta que saltó la voz mecánica de una operadora. Estuve con el corazón en la boca durante todo ese tiempo. Ni siquiera pude comer bocado.

               Volvió recién unas cuantas horas después.

— ¡¿Qué pasó?! —quise saber. Me costó mucho ocultar mi aflicción

               La miré de arriba abajo, tratando de descubrir si en su aspecto había algo que me indicara que por fin había roto con la abstinencia. Pero a simple vista no pude notar nada. Salvo… ¿Acaso su cabello no estaba impecablemente prolijo? Era como si se lo hubiera vuelto a peinar.

               Pero pensé que quizás eran ideas mías. Así que opté por seguir la rutina que últimamente se había acoplado a mi vida con una naturalidad perturbadora: revisé la página en donde la profesora Delfina Cassini narraba sus andanzas sexuales. No había nada, cosa que no terminó de tranquilizarme. Después de un par de horas, y de haber revisado la página decenas de veces, pude conciliar el sueño.

               Al despertarme, antes de ir a la escuela, ya casi por inercia, abrí la página nuevamente.

— ¡La reputísima madre que me parió! —exclamé.

               En efecto, probablemente mientras yo intentaba dormirme, mamá había estado escribiendo. Ahí estaba el relato, y el título no podía ser más humillante para un hijo adolescente que estaba haciendo todo lo posible por sacar a su madre de ese camino de perdición. “mis alumnos me hacen romper la abstinencia”, decía.

               Estuve a punto de tirar el teléfono contra la pared. Por primera vez, me sentía extremadamente enojado con mamá, a pesar de que tenía en claro que ella no era más que una víctima de su padecimiento. Por último, quise ir corriendo hasta la escuela para partirle la cara a Ricky. Aunque… ¿Por qué decía “mis alumnos” en plural? Me pregunté. La cosa pintaba mucho peor de lo que había imaginado. Miré la hora. Tenía quince minutos. En todo caso, llegaría tarde a clases si era necesario.

               Sintiéndome totalmente derrotado, me dispuse a leer el relato

 

Mis alumnos me hacen romper la abstinencia

               Tres meses. Mi sabia terapeuta se había negado a confirmármelo, pero entre los profesionales que habían sido consultados en distintos canales de YouTube parecía haber un consenso generalizado. Tres meses era lo que, en promedio, una persona que padece de hipersexualidad y que se encuentra en tratamiento, sufre la primera recaída.

               Yo ya había pasado los tres meses hacía un par de semanas, así que creo que debería sentirme victoriosa. Aunque por supuesto, no es así.

               El ajetreo de la escuela era tal, que me había resignado a que, tarde o temprano, volvería a las andadas. Cuando llegó el día de dar clases al curso de mi hijo, sentí una creciente incomodidad que no estaba segura de a qué se trataba.

               Cuando estuve a punto de vestirme, no pude evitar recordar al pendejo maleducado de Ricardo, quien la semana anterior había intentado ponerme incómoda, y que, incluso cuando quise reprenderlo, me había dejado descolocada. ¿Qué yo no era linda? Me costaba admitirlo, pero mi ego había sido lastimado. Era obvio, por la forma en la que me miraba, que sí le parecía atractiva. Seguramente solo me lo había dicho para molestarme. Sin pensarlo mucho, cambié de idea. Descaché la ropa sobria que ya tenía separada y planchada para ese día. ¿Quién decía que no podía vestirme de una manera un poco más llamativa? Por lo que había visto, mis colegas se vestían como les daba la gana. Incluso había un profesor de música a quien vi con un pulóver deshilachado. Yo no iba a verme tan mal como él, eso seguro.

               Me desvestí, y me miré al espejo. Mi amiga Luciana siempre bromeaba conmigo, diciéndome que no conocía a nadie que anduviera siempre con los pezones duros, como me pasaba a mí. Bueno, al menos a la mañana (y ahora mientras escribo) los tenía duros. El recuerdo de Luciana me entristeció, ya que nuestra amistad se vino abajo cuando el imbécil de su novio decidió cogerme. Pero bueno, como siempre digo, eso es para otro relato.

               Me costó ponerme el pantalón, porque era muy ajustado y mis carnosas nalgas hacían complicada la tarea. Pero una vez que lo subí hasta la cintura, me quedó perfecto. Elegí un lindo suéter, que era más para una cita que para ir al trabajo, zapatos de tacones altos, que hacían que mi trasero pareciera más respingón de lo que era (como si eso hiciera falta), me maquillé y me pinté el labio de rojo. “Parecés una hermosa puta de lujo”, me hubiera dicho Eduardo si me viera así. Estuve a punto de cambiarme de nuevo, pero ya no tenía tiempo. Siendo la clase de apenas dos horas, no podía darme el lujo de llegar tarde.

               Mi hijo ya se había ido a la escuela un par de horas antes. Me aliviaba saber que no estaba por ahí. Últimamente se mostraba muy celoso. Me seguía a sol y a sombra, y siempre miraba con el ceño fruncido cuando cruzaba dos palabras con algún hombre. Reconozco que me gusta que me cuide, pero no puede estar conmigo las veinticuatro horas del día, así como de hecho no estaba en ese momento.

               Esperaba a que alguno de mis alumnos dijera algo desubicado. Lo pondría en su lugar sin dudarlo. Pero sólo hubo una alumna que hizo mención a mi aspecto. Una linda chica trigueña, de ojos rasgados, que me dijo que estaba muy linda.

               Ricardo se mostraba indiferente. O mejor dicho, fingía estar indiferente, porque cada tanto lo pescaba comiéndome con los ojos. Los puse a hacer unos ejercicios, y caminé de un lado a otro. ¿Ves?, esto es lo que nunca vas a poder tener, pensaba yo, mientras me aseguraba de mostrarme desde todos los ángulos. En ese momento deseaba hacerlo excitar, para luego poder tener el placer de decirle que jamás estaría con un niño como él.

               Pero a quién engañaba, si yo misma sentía, no por primera vez entre esas cuatro paredes, que mi sexo ya estaba húmedo.

— Profe, le puedo preguntar algo del ejercicio —me llamó Ricky.

— Claro, Luna.

               Me acerqué con el semblante serio, imperturbable, como queriendo mostrar seguridad y distanciamiento. Me incliné, para ver lo que había escrito. Mi cabello cayó a un costado. Me lo puse detrás de la oreja. Quería que él me viera de perfil. Que viera mi rostro, ese que tantas veces me habían alabado, porque mantenía cierto aire infantil que me hacía ver mucho más joven de lo que era. “Cara de nena puta”, me decía Eduardo, cuando yo, desnuda y en sus brazos, le contaba esa anécdota.

— No, esto va en el haber —le expliqué.

Ricky tachó lo que había hecho, y escribió un nuevo asiento contable. Cuando terminó de usar la regla, le quedó el brazo izquierdo libre. Y entonces pasó algo que me hizo estremecer. Apenas me rozó. Pero sus dedos se frotaron en mi muslo. Pareció un movimiento involuntario, ya que solo duró unos instantes. Lo miré de reojo. Él tenía su mirada clavada en mí, con una intensidad que tiraba a la basura las palabras orgullosas que me había dicho la clase anterior. Ese descubrimiento, por estúpido que parezca, me alegró. Me gustaba tener a ese mocoso engreído comiendo de mi mano.

— Así está bien —le dije, una vez que comprobé que había hecho bien el asiento.

               Estuve a punto de erguirme y marcharme de ahí, pero él me detuvo.

— ¿Y este asiento lo hice bien? —quiso saber.

               Y entonces sentí la mano de nuevo. Ricky me tocaba apenas, con la cara externa de sus dedos. Pero esta vez el contacto no duró unos instantes, sino que bajó y subió esa impetuosa mano, tres o cuatro veces. Me di cuenta de que lo que hacía era meterla en el bolsillo, como si quisiera sacar el celular para ver algo en él, pero sin terminar de hacerlo, lo que hacía que el movimiento quedara medianamente disimulado. Miré a los lados. Los compañeros de él parecían estar metidos en sus carpetas, sin darse cuenta de lo que pasaba. Además, Ricky se sienta en el fondo, pero su silla está incluso más atrás que las otras que había en esa fila. Me preguntaba si él creía que yo no me daba cuenta de que me estaba manoseando a propósito. Apenas lo sentía, pero ahí estaba esa mano acariciando mi pierna. De repente sentí que ahora la mano subía. Pronto llegaría a la cadera, y ahí a la vuelta estaba esa parte que a los hombres tanto les gusta tocar.

— No, recordá que los costos de mercadería vendida se registran en un asiento aparte —le contesté.

               Me erguí, y lo dejé solo. Me pregunté si le había provocado una erección. A esa edad se les paraba con increíble facilidad. Pensar en eso me produjo calor. Pero no me di vuelta a mirarlo. Le di la espalda, y me encaré hacia el otro pasillo, convencida de que me estaría mirando.

               Pero Ricardo no resultó ser el único pendejo precoz con el que debería lidiar en esa comisión. Cuando volvía a mi escritorio vi algo que me llamó la atención. Me había detenido en el pupitre de Lucio, un chico triste a quien todos parecían ignorar, salvo cuando necesitaban un chivo expiatorio de quién burlarse. Algunas de las hojas de su carpeta estaban rotas en la parte que debería estar ajustada al gancho. Esto generaba que algunas de ellas sobresalieran. Vi en una hoja, algo que no tenía nada que ver con lo que les había mandado a hacer. Era un dibujo. Me pareció ver una pierna.

— ¿Y esto? —pregunté. Pero sin esperar respuesta, corrí la hoja con los cálculos contables, para ver lo que había en la otra.

               Quedé sin palabras. Inmediatamente después me arrepentí de haber descubierto eso. Hay cosas que es mejor no saber.

               Se trataba de un dibujo a medio hacer. En él había una mujer joven con una falda corta y una camisa, con pechos erguidos y grandes. Tenía el pelo recogido. Estaba diseñado de manera tal, que era evidente que había una tremenda sexualización en esa obra. La camisa tenía varios botones desabrochados, las proporciones de las piernas y caderas eran exageradas, y por si fuera poco, la animación tenía la braga a la altura de los tobillos. El gesto era de vicio, como si aquella chica quisiera ser poseída de la manera más humillante. Y todavía no dije lo peor, aunque algunos de los lectores más sagaces ya se habrán dado cuenta. ¡Aquella caricatura se asemejaba perturbadoramente a mí!

               Vi al chico, más con asombro que con enojo. Me di cuenta de que estaba temblando, y se lo notaba a punto de llorar. Recordé que parecía ser el típico chico al que molestaban los tipos como Ricky. Si lo exponía frente a toda la clase, le arruinaría los meses que quedaban de clases. Convertiría su vida en un infierno. Así que me hice la tonta y le dije: 

— Le agradeceré que en mis clases solo se centre en la contabilidad. Ya podrá dar riendas sueltas a su faceta artística en otro momento.

               Algunos chicos se rieron, y hubo quien quiso humillarlo, pero lo puse en su lugar enseguida.

               Seguí con la clase, notando que Lucio, si bien seguía amedrentado, tenía un brillo de alivio en los ojos. Por otra parte Ricky, en este caso, se comportó mucho mejor que en la clase anterior. Por momentos me miraba con curiosidad, como si se preguntara si yo realmente me había dejado acariciar por él, o solo eran imaginaciones suyas. Me preguntaba hasta dónde sería capaz de llevar su mano si en otra oportunidad me colocaba en la misma posición que lo había hecho hoy.

               Demasiados pensamientos perversos tratándose de que era su profesora. Aunque en mi defensa puedo decir que mis alumnos no me la estaban haciendo fácil.

               Cuando terminó la clase, Lucio se quedó hasta el final. Pensé que quizás quería agradecerme, o pedirme disculpas por lo sucedido, o tal vez pretendía asegurarse de que de verdad dejaría pasar su falta. El hecho de que un chico tan tímido como él se dispusiera a hablarme, era algo que no me había visto venir. Más bien imaginé que el pobre se escabulliría apenas tocara la campana. Le dije a mi hijo que se fuera tranquilo, que yo me quedaría unos minutos en el aula.

— Bien, señor Alagastino, ¿Va a venir o no? —le pregunté, ya que no se movía de su asiento manteniendo la cabeza gacha.

               Se puso de pie, y se acercó a mí. El pobre necesitaba sentir más seguridad en sí mismo. Me di cuenta de que, detrás de esa apariencia de chico nerd, exageradamente retraído, había un adolescente más atractivo que la mayoría. Si no tuviera esos anteojos tan gruesos, si no tuviera esa postura encorvada, esa mirada esquiva, y ese acné, pero sobre todo, si demostrara mayor seguridad, entonces sería un ganador.

— ¿Tiene algo que decir? —pregunté, cuando se sentó frente a mí.

— Hice ese dibujo la otra semana, y… y… me olvidé de dejarlo en casa. Bueno, es que en casa tampoco tengo ganas de dejarlo, porque mamá revisa mis cosas y no quiero que vea esos dibujos.

— Entiendo, pero… ¿Es necesario que hagas esos dibujos tan depravados? —pregunté tuteándolo, para descomprimir un poco el ambiente tenso que había.

               Lucio rió con nerviosismo. Se rascó el codo y se mordió el labio. Era apenas un niño.

— Bueno. Necesario, lo que se dice necesario… no. Pero…

— Pero te gusta hacerlos.

— Sí, me gusta hacerlos.

— Mirá Lucio. Te voy a dar un consejo, como mujer —dije—. En la pornografía que vas a encontrar en internet, no vas a aprender nada. Ahí ocurren cosas que en la realidad no ocurren. No me voy a poner a dar detalles, pero cuando llegue el momento te vas a dar cuenta solito. Esos dibujos que hacés son iguales a esas películas que seguramente conocés —expliqué, viendo cómo el chico sonreía con vergüenza, incapaz de negar lo obvio—, ponen a la mujer en un lugar de mero objeto sexual —seguí diciendo—. Yo te recomiendo, por tu futura vida sexual, que trates de mirar a las chicas teniendo en cuenta que son mucho más que un par de tetas y piernas.

               Lucio se encogió al escucharme decir esas palabras de manera tan directa.

— Entonces ¿No me va a castigar? —fue lo único que preguntó.

— ¿Debería castigarlo?

               El chico pareció pensarlo: Se estaría preguntando si no me había dado cuenta de que el dibujo estaba inspirado en mí.

— No voy a traer más esos dibujos a clases —dijo.

— Muy bien. Ya podés irte.

               Me quedé un rato en el aula. Creo que en el fondo esperaba que apareciera Ricky, intentando ir más allá de lo que había hecho en plena clase. No pude evitar sentir una punzada de decepción al darme cuenta de que no lo haría. Se había dio con todos los otros estudiantes, y ni siquiera me había mirado para saludarme.

               También pensé en Lucio. Ese chico necesitaba ganar confianza. De repente se me ocurrió que entre todos los hombres que había conocido en los últimos días, él era el ideal para, por fin, romper con mi abstinencia autoimpuesta. Para empezar, nadie le creería que perdió su virginidad con su profesora. Además, parecía fácil de manipular. Podría enseñarle miles de cosas. Cuando fuera mayor, se acordaría de mí. Dejaría una huella inmortal grabada en su vida. Eso me hinchaba el ego. La idea de enseñarle a hacer el amor me daba mucha ternura. Normalmente estaba con hombres ya experimentados, no estaría mal variar un poco.

               Pero esas no eran más que especulaciones de una mujer trastornada. Agarré mi maletín, y salí del aula. Caminé rápidamente hasta donde estaba mi auto.

               Y entonces me di cuenta de que ya no podía más. Si dos adolescentes habían logrado ponerme tan caliente, era necesario terminar con esa tortura ya mismo. ¿Qué pasaría si me acostaba con un alumno? Podía perder mucho más que el trabajo.

               Totalmente resignada, supe que estaba a punto de volver a mi vida de promiscuidad y desenfreno. Una vida de soledad, en donde caería rendida a cuanta verga se me ofreciera.

               Di marcha atrás, y volví a la escuela. En el patio de educación física no estaba entrenando nadie, aunque sí se veía a algunos chicos con ropa deportiva que esperaban a que se hiciera la una de la tarde, horario en el que suponía que empezarían sus clases.

— Profesora Cassini, que grata sorpresa —dijo el profesor Hugo, apareciendo con una bolsa llena de pelotas de futbol en la mano. Por lo visto, acababa de terminar una clase.

— Qué tal, profesor —saludé, manteniendo la formalidad.

— La veo media de capa caída ¿O es idea mía? —preguntó.

— Digamos que no estoy en el mejor momento de mi vida —contesté.

— ¿Quiere hablar sobre eso?

— No lo sé, pero lo acompaño, hay lugares de la escuela que todavía no conozco.

— Bueno, hay lugares que es mejor que una señorita como usted no conozca —dijo él. Caminamos un trecho, en donde nos metimos en un largo pasillo oscuro.

— Se sorprendería si le dijera los lugares en donde he estado —comenté, sintiendo su penetrante mirada.

— ¿Ah, sí? —dijo, cambiando el tono de voz—. ¿Y por qué no me dice uno?

— Prefiero no decirlo.

— Una chica misteriosa.

— Es que las mujeres nos vemos obligadas a guardar muchos secretos. Estoy segura de que su esposa también los tiene —dije.

— Espero que no sean muchos —comentó él, abriendo la puerta de un cuarto pequeño que estaba al final del pasillo—. Bienvenida a mi oficina —agregó.

               Me metí adentro. Cerré la puerta. Había un montón de estantes con pelotas, cuerdas, silbatos colgando, y otros tantos elementos de educación física. Al final del pequeño espacio, había un escritorio.

— Parece un lugar solitario —dije.

— Es que solo vengo yo. No hay nadie más que tenga algo que hacer en este lugar —comentó, y después agregó—: Salvo las profesoras lindas y curiosas.

— Qué pensaría su mujer si se enterara de que me dijo que soy linda.

— No creo que se entere ¿Piensa contárselo?

— En mi experiencia, yo siempre fui la reservada. Son los hombres los que tienen la costumbre de abrir la boca más de la cuenta —Hugo se me acercó, y me empujó hasta el escritorio—. ¿Qué hace? —le pregunté, inmediatamente después de esquivar un beso suyo.

— Me volvés loco —contestó.

— Usted se vuelve loco con mucha facilidad.

               Me tenía agarrada de le cintura, con una fuerza que atemorizaría a cualquier otra. Era como si no tuviera intenciones de dejarme salir de esa oficina, incluso si se lo pedía. Me miraba a los ojos. Yo esquivé su mirada un rato, mirando a la pared, sin decir nada. Pero luego él me agarró del mentón, y me hizo mirarlo.

               Me comió la boca, y esta vez no evité que lo hiciera. Sus manos no tardaron en ir a mi trasero. Lo acariciaba con fruición, y frotaba la punta de los dedos en el medio de las dos nalgas, como si quisiera penetrarme con ellos. Estaba claro que el profesor Hugo había perdido todo el respeto que hasta hacía un rato parecía tener por mí. Me pregunté, así como lo había hecho tantas veces, qué era exactamente lo que instaba a los hombres a tratarme de esa manera, como si fuera una prostituta a la que acababan de pagarle por hora, y se sentían con el derecho de tratarme como a un objeto.

Y entonces, lo obvio; su mano en mi cabeza, empujando hacia abajo.

— No, no quiero hacer eso —dije.

               Me agarró de la cara y apretó con violencia.

— Y qué es lo que querés —dijo.

— Quiero que me cojas acá mismo —respondí.  

               Se alegró de escucharlo, pues mi negativa a hacerle una mamada lo había hecho pensar que lo dejaría con la calentura en sus pantalones.

               Me quité los zapatos, apoyé mis pies en el piso sucio. Me saqué el pantalón. Hugo quiso besar mi trasero, pero le dije que se dejara de juegos, que necesitaba que solo quería que me coja. Me apoyé en el escritorio. Él se puso detrás de mí. Mejor con un profesor que con un alumno, pensé para mí.

— ¿Nos irá a escuchar alguien? —quise saber.

— No, pero hagamos el menor ruido posible.

               Arrimó su verga, y empujó. Gemí, recordando el largo pasillo que habíamos atravesado. Pasillo en el que no nos habíamos cruzado con nadie. Hugo empujó de nuevo. Su verga se metió con increíble facilidad en mi sexo lubricado.

— Ah pero estás empapada, putita —me dijo él, agarrándome de las caderas, y metiéndomela una vez más.

               Me había preguntado cuánto tardaría en decirme eso: Puta, putita, trolita, daba lo mismo. Los hombres no tardaban en calificarme de esa manera. Era un tema que daba para un debate, pero en ese momento, sintiendo la verga del profesor Hugo metiéndose, totalmente erecta adentro mío, sólo tenía la cabeza para percibir mis sensaciones: excitación, frustración, temor a ser descubierta, miedo al futuro incierto. Todo eso sentía mientras Hugo me cogía en ese viejo escritorio de ese ruinoso cuartucho de escuela.

— ¡Ay, me vengo! —dije, entre jadeos.

               Hugo me tapó la boca con su mano. Lo hizo con violencia. Metió dos dedos en ella. Sentía sus muslos chocando una y otra vez conmigo. Tuve que morderle los dedos para reprimir el impacto del orgasmo. Pero de todas formas mi garganta largó un sonido gutural, más de animal que de mujer. Si alguien pasaba, a unos cincuenta metros de la puerta de entrada, me hubiera oído. Pero qué más daba, ya de por sí era arriesgado coger en la escuela donde una trabajaba.

               Quedé temblorosa, apoyada en el escritorio. El orgasmo aún atravesaba mi cuerpo, de punta a punta.

— Sos hipersensible —comentó Hugo.

— Sí —respondí, recordando lo caliente que me había puesto cuando Ricky apenas había rozado mi pierna—. Esto es una cosa de una sola vez —aclaré después, aunque temía que estaba mintiendo.

— Claro —dijo Hugo.

               Dudaba de que alguien como él se conformara con eso. Tendría que soportar que me buscara, y seguramente en algún momento me rendiría y le daría lo que quería. Ya estaba hecho. Había vuelto a ser la misma Delfina que me había hundido en la soledad y la desesperación. Pero así y todo, ¡qué bien se sentía mi cuerpo!

               Salí antes que él, para que nadie sospechara nada. Me fui en mi auto. Me alejé de la escuela, pero no fui a casa. Estuve un par de horas dando vueltas. Mejor con un profesor que con un alumno, me repetía, sabiendo lo fácil que sería para muchos de ellos hacer que me abriera de piernas. Al menos ahora tenía con quién desahogarme, en caso de emergencias.

               Volví a casa, sintiéndome sucia.

Mujerinsaciable

……………………………………….

               Me sobresalté al escuchar que golpeaban la puerta de mi habitación. Evidentemente, se trataba de mamá, pues era la única que vivía conmigo, pero había estado tan inmerso en esa pornográfica lectura, que el menor ruido me hubiese estremecido.

— ¡Qué! —grité.

               Vi cómo el picaporte se movía, y la puerta empezaba a abrirse. Mi corazón dio un vuelco. ¡Había dejado abierta la página de relatos eróticos! Agarré el mouse, y me dispuse a cerrarla, pero mis manos estaban temblorosas, por lo que no pude darle a la cruz en el primer momento.

— ¿Todo bien? —preguntó mamá.

               Fue apenas un instante. Por un momento, mientras me hacía esa pregunta, en el umbral de la puerta, la página siguió abierta, con el relato de mujerinsaciable a la vista. ¿Mamá lo había reconocido? Dudaba de que se diera cuenta de que era su propio relato, pero si hubiera prestado atención, sí que se percataría de que estaba leyendo algo en esa misma web que ella conocía tan bien, ya que el formato del texto, y de la página en general, era muy peculiar.

— Sí, todo bien —respondí, fingiendo normalidad, cosa que me costaba mucho, pues acababa de leer cómo se habían cogido a mamá en un cuarto de mala muerte, en la propia escuela.

               A juzgar por su cara, no pareció haber notado nada raro, ya que se la veía de lo más normal. Aunque hubo algo que me llamó la atención.

— ¿Qué hacés despierta a esta hora? —dije, recordando que desde hacía meses que tenía terribles problemas para dormir, y sólo se levantaba temprano cuando tenía que dar clases, cosa que se suponía que ese día no le tocaba hacer.

— Ah ¿No te dije? Tomé un par de horas más en la escuela —contestó mamá. Cuando se refería a “la escuela”, evidentemente hablaba de la escuela a la que yo asistía.

— No, no me dijiste —respondí con sequedad.

— Es que el profesor de tercer año se enfermó, así que tengo que cubrirlo por esta semana.

               Tercer año, pensé para mí. Si a la profesora Delfina Cassini se le empapaba las bragas con chicos de quince años, no me imaginaba lo que pudiera pasar con los del último año, que ya rondaban los dieciocho. Pero qué podía hacer. Mamá debía tomar cualquier trabajo que se le presentaba. Dentro de poco se le terminaría las otras suplencias, y solo quedaría la de mi curso. Además, en cierto punto era mejor que estuviera cerca de mí.

— ¿Te llevo? —preguntó.

— Claro —contesté.

               Nos subimos al auto. La miré mientras manejaba, y el viento fresco entraba por la ventana y le hacía bailar el cabello, que por momentos le cubría parte de la cara, y debía corrérselo con la mano, a la vez que se le dibujaba una media sonrisa, y los pocitos se formaban en su mejilla. “Cara de nena puta”, se me vino a la mente esa frase perversa, que en realidad la describía con justicia. Mamá, que había pasado los treinta hacía poco, parecía de veintitantos, y cuando estaba alegre se veía más joven que nunca.

— Qué pasa —preguntó.

— Nada. Te veo mejor —comenté.

               Una sutil sombra eclipsó su sonrisa. Supuse que estaba consciente de que le esperaban días difíciles. Había abierto la caja de pandora, y ahora debía atenerse a las consecuencias.

— Sí —dijo, con una sonrisa más pronunciada, aunque también más forzada.

               Mejor con un profesor que con un alumno, pensé, recordando las palabras que ella misma había plasmado en el último relato. Y no podía estar más de acuerdo. Esperaba que el profesor Hugo se la cogiera de la mejor manera posible, deseaba que la satisfaga, que la contenga. Estaba dispuesto incluso a dejarle la casa sola, para que él se escape de su esposa, y vaya a cogerse a mamá por cada uno de sus orificios. Estaba consciente de que no era el mejor panorama. Era un tipo que durante su primer encuentro ya la había tratado como a una puta. Pero ya estaba hecho. Era el menor de los males. Si se cogía a Ricky, o a algunos de mis compañeros de clase, no podría soportarlo.

               Sabía que había historias entre los profesores. Pero la mayoría de ellas eran difíciles de saber si eran reales o sólo mitos. Los adultos tenían una existencia paralela que sólo dejaban ver en partes a los alumnos, por lo que cabía la posibilidad que los polvos que se echara mamá en la oficina del profesor de educación física, se convertiría, en el peor de los casos, en uno de esos mitos incomprobables.

               Estaba resignado. Había creído que leer los relatos de mamá me daba ciertas ventajas. Pero lo cierto era que siempre estaba un paso atrás de lo que sucedía. Además, incluso cuando estaba cerca de mamá, no lograba ver el panorama completo. Fue así como Ricardo pudo acariciar su pierna sin que yo ni siquiera lo sospechara. Luego estaba el dibujo de Lucio, y la complicidad que la profesora Cassini había creado con él, y luego el polvo en aquel cuarto medio oculto, del que yo ni siquiera sabía su existencia. El profesor Hugo se había cogido a mamá mientras yo, inocentemente, estaba en la biblioteca, haciendo un tonto trabajo práctico. Todo eso había ocurrido en mis narices, y no había podido hacer nada al respecto.

               Pero ahora estaba un poco más tranquilo. El profe Hugo se ocuparía de ella. Al menos por un tiempo, estaría ocupada.

               No obstante, mientras me decía todo esto, y veía de perfil el hermoso rostro de mamá, no podía evitar sentir, muy en el fondo, un inmenso miedo.

 

Continuará

 

 

 

 

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