Capítulo 11
Estaba
descubriendo que el sexo era como la comida. O al menos el sexo con Nadia era
así. Uno podía comer el más delicioso manjar, y sentirse totalmente satisfecho.
Pero al otro día, en algún momento querría volver a comer. Con Érica nunca me
había pasado eso.
Pero mi
madrastra había sido muy tajante al respecto. No habría una próxima vez.
Realmente no lo entendía. Si la habíamos pasado muy bien. Por fin habíamos
dejado de lado cualquier prejuicio que nos impedía gozar. Incluso yo me había
expuesto a hacer lo que desde un principio consideré no solo inmoral, sino
totalmente contrario a mis principios: cogerme a quien hasta hacía muy poco
tiempo atrás era la mujer de mi papá.
Por
suerte, la larga sesión de sexo que habíamos tenido me dejó completamente exhausto,
por lo que, a pesar de tener mi cabeza otra vez sumida en la confusión, y de
que mi verga pedía al menos un polvo más, una vez que me tiré a la cama, en
cuestión de unos minutos caí en un dulce sueño, para despertarme doce horas
después.
Cuando
salí de mi habitación, sentí el rico olor de una salsa. Fui hasta la cocina.
Nadia estaba revolviendo la olla. Vestía un diminuto short de jean, y llevaba
un delantal. Me alegró ver que había vuelto a usar sus prendas sugerentes. Esa
era una buena señal. Los buenos tiempos habían regresado, o al menos eso me
parecía. Nadia ya no me negaba el deslumbrante paisaje que era su cuerpo. Me
dieron unas tremendas ganas de pellizcarle el culo mientras cocinaba. Pero
recordé sus palabras de la noche anterior: “No va a haber próxima vez”, había
dicho, tirando abajo cualquier fantasía que me había empezado a hacer.
No
obstante, el instinto me hizo imposible detenerme. Me acerqué a ella, y la
agarré de la cintura. Me arrimé, hasta que mi pelvis se apoyó en sus nalgas. Olí
su cuello, que tenía un rico perfume que se mezclaba con el de la comida.
— Buen día. ¿Dormiste bien? —dije, para luego darle un beso
en el cuello. Mis manos se deslizaron lentamente hacia abajo, para agarrar, de
una vez, ese par de nalgas que tanto me apetecían. Las estrujé, sintiendo cómo
mi verga ya empezaba a hincharse, y le di otro beso.
Nadia
giró y me miró fijamente. Tenía una sonrisa que estaba cargada de ironía, y sus
ojos expresaban incredulidad.
— León. No somos novios. No hace falta que actúes así
—dijo—. Es más —agregó después—, te pido que no actúes así.
La
solté, decepcionado. Además, si seguía unos segundos más manoseando su hermoso
orto, no iba a poder contenerme e iba a hacer algo por lo que me ganaría su
desprecio.
— Ya sé que no somos novios —aclaré—. Pero no pensé que la
cosa iba a ser así. ¿Cogemos toda la noche y al otro día hacemos de cuenta que
no pasó nada? No sé, se me hace raro.
— No estamos haciendo de cuenta que no sucedió nada —dijo.
Pareció recordar que la olla aún estaba en el fuego. Se dio vuelta para apagar
la hornalla, y siguió diciendo—: De hecho, es imposible, porque ambos sabemos
qué fue lo que sucedió —explicó ella—. Pero que hayamos cogido no significa que
tenés vía libre para toquetearme cada vez que quieras. Eso lo entendés,
¿Cierto? —preguntó, levantando las cejas, con una expresión que reflejaba que
no esperaba otra respuesta que sea un sí.
— Claro que lo entiendo —respondí.
Aunque lo cierto era que si bien lo
comprendía, mi cuerpo parecía negarse a aceptarlo. En ese mismo momento tenía
una erección óptima, cosa que a esas alturas ya ni me molestaba en ocultar,
pero no por eso dejaba de ser inoportuna. Ella miró mi entrepierna, y negó con
la cabeza.
— No me hagas arrepentirme de lo de anoche —advirtió, y siguió
con lo suyo.
La dejé
sola sin contestarle nada, aunque en realidad no había nada que contestar.
Ahora
que por fin había estado con ella, convivir con mi madrastra sin poder poseerla
nuevamente se estaba convirtiendo en una verdadera tortura. Tal como lo había
hecho algunos días atrás, por la noche, totalmente imposibilitado de refrenar
mis impulsos, me dirigía a la habitación de Nadia, sólo para encontrarme con la
puerta cerrada con llave. Durante el día, me tenía que aguantar verla ir de acá
para allá, sin poder ponerle un dedo encima, hasta que llegaba la noche, y de
nuevo, sin poder controlarme, me aparecía en la puerta de su habitación, sólo
para quedarme del otro lado.
En
medio de ese constante —y tortuoso— anhelo, llegó por fin el día en el que
ambos tuvimos el alta. De hecho, yo había tenido síntomas apenas los primeros
días de la enfermedad, mientras que ella jamás los había tenido. Pero desde
hacía rato que nos sentíamos en perfectas condiciones, salvo por el hecho de
que yo sentía que aún no recuperaba las energías al cien por cien.
— Hoy no voy a poner llave a mi puerta —soltó Nadia de
repente.
Yo estaba en la sala de estar, y ella se
disponía a salir a hacer unas compras. Al igual que me pasaba a mí, estaba
ansiosa por salir de ese departamento.
Por un momento, me puse eufórico al
escuchar sus palabras, convencido de que era una invitación
— Lo estuve pensando —siguió diciendo, sin embargo—, y no
me parece bien que tenga que encerrarme sólo porque no sé si se te va a ocurrir
entrar a mi cuarto mientras yo estoy durmiendo. Y de hecho, me parece tétrico
que te aparezcas de noche e intentes abrir la puerta.
— Bueno, pero el otro día no te pareció tétrico —dije yo,
recordando la noche en la que entré y me la encontré en pelotas, sólo cubierta
con la ropa de cama. Era obvio que en aquella ocasión no sólo no le molestó mi
irrupción, sino que la estaba esperando.
— De hecho, sí que me lo pareció —dijo ella, cosa que me
resultó insultante—. Pero después accedí, y la pasamos muy bien, es cierto
—agregó después, como para suavizar el impacto de sus palabras, probablemente
porque notó mi expresión de enojo—. Pero en fin, no quiero que creas que porque
mi puerta no está con llave, eso signifique que quiero que entres en medio de
la oscuridad para cogerme. Las cosas no funcionan así, León. ¿Lo entendés?
—preguntó al final, como si le estuviera hablando a un niño terco.
— No te preocupes, nunca más voy a ir a tu cuarto, y nunca
más voy a tocarte siquiera —respondí, con el orgullo herido.
— No seas infantil Leonardo —dijo ella.
— ¡Infantil las pelotas! —Exploté— ¡Yo no soy un objeto que
puedas usar cada vez que quieras, y después desecharme!
— No seas injusto, eso no es así. Simplemente te estoy
diciendo que no siempre voy a estar dispuesta a coger con vos. ¿Tanto te cuesta
entenderlo?
— ¡Ves como sos! —retruqué—. El otro día me aseguraste que
no volveríamos a estar juntos, pero ahora insinuás que en algún momento podrías
estar dispuesta. ¡Estás loca!
Finalmente
fui yo el que salió, dejándola con la palabra en la boca. Me sentía atrapado en
ese departamento, como si estuviera preso. Ahora que ya me había curado del
covid aproveché para salir a caminar. Fui por Avenida de Mayo, desde Rivadavia hasta
llegar donde terminaba, es decir unas treinta cuadras. Ningún policía me detuvo
para preguntarme qué andaba haciendo por ahí. Los controles eran, en general,
para los que andaban en auto o transporte público. Pensé que bien podía seguir
caminando diez o quince kilómetros más. Al final, no era mala idea que Nadia se
fuera del departamento. O quizás era yo mismo el que me tenía que ir. La
cuestión era que la convivencia se estaba volviendo incómoda. No estaba
acostumbrado a lidiar con tanta tensión sexual, y lo peor era que, de a poco,
me estaba convirtiendo en la clase de hombre que más detestaba: en uno que
piensa con la verga antes que con las neuronas. Además, en lo que respectaba a
la pandemia pronto las cosas volverían a la normalidad, o al menos habría menos
restricciones, y no podía dejar de pensar en cómo reaccionaría si ella empezara
a salir por las noches. Lo primero que se me vendría a la cabeza sería que fue
a encontrarse con un amante. Lo celos eran una tortura. Lo mejor sería que nos
alejemos. Sí, eso debíamos hacer.
Volví sobre mis pasos, mientras el sol
se iba ocultando.
Hacía
bastante calor por tratarse de otoño. Me di una ducha de agua tibia, y me metí
en mi habitación. Chateé un rato con los chicos. Les pregunté, como quien no
quiere la cosa, si tenían un lugar disponible en sus casas. Los padres de Joaco
y Toni eran muy estrictos con todo lo relacionado a la cuarentena, así que
dijeron que no había manera, al menos de momento. Ni siquiera sería oportuno
preguntárselos, pues seguramente se ganarían una reprimenda. Edu en cambio me
dijo que no habría problemas, que su mamá era anticuarentena, y estaba
convencida de que todo lo del virus era una conspiración del nuevo orden
mundial. De todas formas, dejé la idea en suspenso. Una cosa era salir a
caminar por la calle, pero viajar hasta la casa de Edu podría traer
inconvenientes, ya que el trayecto era muy largo y era difícil imaginar que en
todo ese camino no me tocaría algún control. Debía esperar al menos a que
terminara la etapa más estricta de la cuarentena. Los chicos querían hacer una
videollamada, pero me negué. No estaba de humor para eso. Tampoco tenía ganas
de contarles que al fin me había acostado con mi madrastra, aunque seguramente
se dieron cuenta de que mis preguntas estaban relacionadas con ella.
Me
acosté temprano, sin siquiera ir a cenar. Nadia me envió un mensaje. Supuse que
se debía a mi ausencia en la cena, pero la verdad es que ni tenía hambre, ni
tenía ganas de verla, así que no le contesté.
Y sin
embargo, cuando estaba conciliando el sueño, no pude evitar recordar los polvos
que le había echado hacía un par de días. Realmente era descorazonador pensar
que nunca volvería a repetirse esa sesión de sexo intenso que habíamos tenido. Incluso
me embargó cierto temor al imaginar que en cuestión de tiempo, aquella noche
quedaría en mi memoria como si no fuera más que un sueño lejano. No me quedaba
más que recurrir a las viejas prácticas onanísticas, pues si no lo hacía, iba a
desvelarme nuevamente. Necesitaba relajarme y dejar de pensar en Nadia. En
ella, y en cada una de las sensuales partes de su cuerpo.
Escupí
mi mano y unté al glande con la saliva. Sentí un placer intenso, pero que no se
comparaba a lo que había sentido cuando la lengua de víbora de mi madrastra me
había hecho esa espectacular mamada.
Estaba
en plena paja cuando golpearon la puerta.
Retiré
la mano de mi entrepierna, y la saqué con la sábana.
— ¡Qué querés! —dije.
— Necesito decirte algo con urgencia —respondió, del otro
lado de la puerta.
— Okey, pasá —accedí, intrigado por eso que tenía que
decirme.
Nadia
entró a mi habitación. No pude evitar sentir vergüenza al imaginar que podría
llegar a notar que me había estado masturbando. Quizás había un leve olor en el
aire.
Traía una bandeja en donde había un
plato con una porción de pastel de papas, otro más pequeño con budín de pan con
abundante crema encima de él, y finalmente un vaso de vino.
— Como imaginé que eras capaz de no cenar sólo por estar
molesto conmigo, te traje la comida —dijo.
Bordeó
la cama, y apoyó la bandeja sobre la mesita de luz. Vestía el ceñido vestido
negro que yo bien conocía. Está de más decir que era una prenda que resultaba
innecesaria —y casi absurda—, dada el contexto en el que la estaba usando.
— No tengo hambre —dije, y sin esperar respuesta, agregué, tajante,
señalando la bandeja—: Podés llevarte eso nomás —aunque lo cierto era que el
olorcito del pastel de papa ya me había abierto el apetito.
Nadia
se sentó al borde de la cama. Agarró la bandeja y la puso sobre el colchón, en
medio de nosotros.
— A ver, vamos a hacer que el bebé gruñón coma algo —dijo,
haciendo caso omiso a mis palabras.
Agarró
el tenedor y cortó un trozo de pastel, para luego acercármelo a la boca.
— No estoy de humor para tus juegos —dije.
— No es un juego —respondió ella, sosteniendo el tenedor a
centímetros de mi boca—. Si no comés algo, no voy a poder dormir tranquila.
Me
acarició la mejilla con ternura. Sus ojos brillaron cuando, rendido, abrí la
boca y empecé a masticar el bocado. En ese momento me di cuenta de que además
de la enorme atracción física que sentía hacía ella, esos gestos
cuasimaternales que tenía por momentos, me desarmaban por completo.
— ¿Te gusta? —me preguntó.
Por
toda respuesta, asentí con la cabeza. Nadia agarró otro poco de pastel de papa,
y me lo llevó a la boca. Mastiqué despacio, porque quería extender ese
encuentro todo lo que podía. A pesar de que aún me mantenía altivo y orgulloso,
no podía negar que me encantaba que haya ido a llevarme comida, y más aún, que
se mostrara preocupada por mí. Ella me miraba atentamente mientras masticaba y
tragaba. Me acercó el vaso de vino, y bebí un trago. No hubo palabras, sólo el
sabor riquísimo de la comida mezclada con el vino dulce, y las caricias tiernas
de mi madrastra.
— Quiero decirte algo, y espero que no te enojes —dijo,
mientras me acercaba otro bocado—. De hecho, es posible que te lastime, pero
quiero que sepas que es lo último que quiero hacer —aclaró después, generando
un suspenso que me pareció innecesario.
— Decilo de una vez —dije, intuyendo por dónde venía la
mano.
— Esta semana me voy —largó ella.
Por una vez me hubiera gustado que no me
hiciera caso cuando le exigía algo. La frase cayó como un balde de agua fría. Fue
demasiado directa y concisa. Aunque tampoco puedo negar que, aunque la hubiese
adornado con un montón de palabras bonitas, la realidad no iba a cambiar. Nadia
se iría. Me dejaría sólo. Se me cruzó por la cabeza recriminarle el hecho de
que unos segundos antes de que empezáramos a coger me había prometido que no se
iría. Pero eso ni siquiera era verdad. Sólo había dicho que se lo iba a pensar.
Eso era todo.
— Quizás es lo mejor —dije—. De hecho estoy seguro que es
lo mejor —agregué después.
Era
cierto que pensaba eso, pero no por ello era menos doloroso. Sin embargo, a
pesar de la mala noticia que me estaba dando, el momento de intimidad que
estábamos teniendo no dejaba de ser algo agradable.
Nadia
me miró con una expresión que reflejaba un enorme orgullo.
— Me alegra ver que estás madurando —dijo—. Y sobre lo
nuestro… Fue muy lindo, pero… no creo poder darte lo que vos necesitás.
— Y qué es lo que yo necesito, según vos —quise saber.
— Alguien con quien tener una relación estable —respondió—.
Yo un día puedo tener muchas ganas de acostarme con vos, pero después puedo
estar una semana sin querer nada. Además… —dejó en suspenso la última frase.
Parecía que no se animaba a decirla.
— Además ¿qué? —pregunté.
— Además, quizás quiera estar con otros hombres.
Cuando
dijo esto dejó de acariciarme la cabeza, como si las palabras hubieran sido tan
duras que ese gesto ahora parecería una burla acompañada de aquella daga que me
acababa de clavar.
Ciertamente
fue muy duro escucharlo, pero era algo previsible. Por otra parte, me daba
cuenta de que había otra cosa que no me quería decir. Desde que tuvimos
relaciones sexuales, no habíamos vuelto a nombrar a papá, pero sin embargo su
presencia no nos abandonaba. Imaginé que era imposible que ella no hiciera una
comparación entre nosotros. Papá había logrado mantener una relación con ella durante
bastante tiempo, gracias a que aceptaba la manera de ser de Nadia. No estaba
seguro de si permitía que se acostara con otros hombres, pero era una idea que
por algún motivo no me parecía descabellada. Y sin embargo yo no era papá.
Tener una novia a la que todo el mundo se la quería coger, era algo que me
superaba. Esa relación estaba destinada a ser un tormento para mí. Además,
tenía que sincerarme conmigo mismo. Lo que yo sentía por ella iba más allá de
una atracción sexual. Ahora que la tenía sentada sobre mi cama, no podía negar
que quería con todo mi corazón a esa mujer. Un cariño que estaba a un paso de
convertirse en amor.
El
plato pareció vaciarse demasiado pronto. Pero por suerte quedaba el postre. Ese
encuentro se tornaba sumamente agridulce.
— Y si te prometiera que no voy a insistirte, ni a
molestarte, ni a hacerte ninguna pregunta cuando salgas a algún lado, o cuando
vuelvas tarde de algún lugar… si te prometiera todo eso ¿Te quedarías?
—pregunté.
— Creo que ambos sabemos que eso no va a ser posible
—respondió ella—. Y de hecho, es normal que no lo sea. El problema es que al
estar juntos todo el día, las cosas se confunden.
Muy a
mi pesar, debía reconocer que lo que decía era cierto. La idea de que yo
estuviera esperando en el departamento mientras ella andaba por ahí cogiendo
con otro, era algo que jamás podría aguantar. No valía la pena mentirse a uno
mismo.
Nadia
cortó un pedazo de budín. Se lo veía esponjoso, con la consistencia perfecta.
Aún estaba tibio. Me lo acercó a la boca. Sabía tan delicioso como se veía.
La
agarré de la mano, y se la acaricié. Nos quedamos en silencio unos segundos,
mientras terminaba de tragar el budín. Tironeé de su mano, notando que no
oponía ningún tipo de resistencia, por lo que continué haciéndolo hasta que la
llevé a mi entrepierna.
— Y hoy… ¿Tenés ganas? —pregunté, mientras la hacía sentir
la dureza de mi verga.
— Creo que hacerlo de nuevo sólo nos lastimaría —respondió
ella, no obstante, no retiraba su mano.
— Lo que me
lastimaría es que vengas a mi cuarto con ese vestidito y me dejes así de caliente.
— Ya te lo dije León, esto no funciona así.
— Yo sé cómo funciona —dije, con cierta arrogancia—. Si los
dos tenemos ganas, no hay que reprimirnos. A veces es así de fácil —agregué,
cerrando mi mano en la de ella, para obligarla a imitar mi movimiento y hacer
que sienta mi miembro con más intensidad.
— ¿Un polvo de despedida? ¿Eso es lo que querés? —preguntó.
— Llamalo como quieras —dije—. Yo solo tengo unas ganas
locas de cogerte.
Si yo
lo veía como un polvo de despedida, ella probablemente lo vería como un polvo
por compasión. Pero poco me importaba la excusa que nos llevaría a intimar
nuevamente. lo que valía era que los dos quisiéramos hacerlo.
Hice a
un lado las sábanas. Mi verga apareció desnuda, e impregnada de la saliva que
le había echado hacía unos minutos.
— Qué nene travieso, haciendo estas chanchadas… —dijo ella,
con una sonrisa sensual, demostrando así que había accedido.
— Chanchada es lo que vas a hacer vos —dije.
Nadia
me miró sorprendida, aunque también se la notaba divertida. Seguramente se
preguntaba a qué me refería, aunque no lo dijo.
— ¿Qué hacés? —preguntó después, cuando me vio que saqué el
celular de debajo de la almohada, y empecé a grabar. Sin embargo, no me exigió
que la apagara, por lo que seguí grabando.
Enfoqué
a la bandeja en donde me había traído la comida. Metí el dedo en el plato donde
estaba el budín, y lo unté con crema, para luego llevarlo hasta la boca de mi
madrastra, todo esto registrado por la cámara. Ella sonrió, juguetona. Primero
se resistió a separar los labios, pero tampoco corría la cara, así que empujé,
hasta que ella por fin abrió la boca y empezó a chupar el dedo, para dejarlo
totalmente limpio, cubierto por una capa de su saliva. Miró a cámara, con un
gesto provocador.
— Está rica la crema ¿Eh? —dije. Ella asintió con la
cabeza.
Entonces
agarré una cantidad mucho mayor de crema. Pero en lugar de llevársela a la
boca, dirigí la mano a mi entrepierna. Unté mi verga, desde la base del tronco
hasta el glande, de crema. Nadia rió a carcajadas. Me hacía feliz verla así,
divertida y excitada.
Hice a
un lado la bandeja, dejándola en el suelo junto con los platos y el budín sin
terminar de comer.
— Bueno, vos me trajiste el postre, pero yo te doy el tuyo
—dije.
Mi
madrastra se inclinó. Ahora desde la pantalla del celular veía mi propia verga
cubierta de crema, mientras el rostro de Nadia se iba acercando a ella. Observó
mi miembro con curiosidad. Arrimó su cara con cautela. Me miró con una sonrisa
traviesa dibujada en su rostro, y luego miró a la cámara, con cierta vergüenza,
como diciéndose “no puedo creer lo que estoy a punto de hacer”. Sacó la legua y
la pasó a lo largo del tronco, llevándose así una buena cantidad de crema a la
boca. La tragó, mientras hacía contacto visual conmigo. No perdió mucho tiempo,
largó otro lengüetazo. El tronco iba quedando de a poco impregnado de saliva,
mezclada con la crema que iba quedando en el camino. En efecto, era una
verdadera chanchada la que estaba haciendo Nadia, pero a ambos nos gustaba.
En el
glande había una cantidad considerable. Nadia lo succionó, como si fuera un
chupetín. Se ensañó con la cabeza, parecía que no quería soltarla, como si
fuese la última pija que se iba a meter en la boca. La sensación en esa zona
era extremadamente intensa. Extendí la mano, metiéndola por debajo del vestido,
para encontrarme con las turgentes nalgas que a esas alturas ya conocía muy
bien. Me aferré a esos glúteos, estrujándolos con fuerza cuando el trabajo que
ejercía ella sobre el glande se tornaba tan potente que resultaba casi
doloroso.
Nadia
por fin liberó mi verga, haciendo un sonido de sopapa al hacerlo. Casi la había
limpiado por completo. Sólo había quedado crema en la base del tronco. Supuse
que no quiso lamer ahí, ya que en esa parte comenzaban a aparecer los vellos
púbicos, y no quería tragarse ninguno.
— Estaba muy rico —dijo, mirando a cámara. Sacó la lengua, con
picardía, dejando ver que había quedado blanca. Corté el video, ya que si
seguía grabando hasta que eyaculara, se haría demasiado largo.
A pesar
de que había interrumpido su mamada, ya tenía su mano envuelta en mi verga, y
comenzaba a masturbarme. Era evidente que tenía tantas ganas de que la coja,
como yo de metérsela en todos sus agujeros. Pero por esta vez —quizás
considerando que mi tristeza me daba derecho a ello—, sería egoísta, y me
preocuparía por satisfacer mis propias necesidades antes que las suyas. Aunque
claro, eso no quitaba que en definitiva ambos queríamos la misma cosa.
Levanté
su vestido. Escupí mi mano y froté la raya de su orto.
— Hoy quiero todo —dije—. Hoy quiero meterme en cada rincón
de tu cuerpo. Quiero conocer hasta tu último escondite.
Ahora
mi dedo índice se detuvo en la entrada del ano. Se frotó en el anillo de carne
que anunciaba la entrada hacía el lugar más inaccesible de una mujer. Nadia se
inclinó, y empezó a mamar de nuevo. Yo empujé el dedo, muy despacio. Se sentía
cierta presión, mientras se enterraba, milímetro a milímetro. No obstante, no
era suficiente resistencia como para no seguir avanzando. Más bien al
contrario. Me daba la impresión de que podía enterrar el dedo al completo de un
solo movimiento. Pero tampoco quería exagerar y terminar lastimándola. Además,
se sentía más agradable al tomarme mi tiempo.
Mientras
mi madrastra me comía la pija, el dedo se iba enterrando en ella. La primera
falange se introdujo sin ningún inconveniente. Hice movimientos circulares,
confirmando lo que ya sospechaba: aquel agujero podría tolerar que se metiera
en él algo de un diámetro bastante mayor a mi dedo. Además, la actitud sumisa
de Nadia me hacía pensar que estaba dispuesta a recibir más que mi dedo. Así
que ahora lo enterré hasta la segunda falange de un solo movimiento. Nadia
soltó la verga y largó un gemido.
— Te gusta hacerlo por el culo ¿cierto? —dije.
En realidad, ya sabía la respuesta, pero
me generaba mucho morbo escucharla de su boca. Al que nunca le había llamado
mucho la atención hacerlo por esa prieta hendidura era a mí, pero estar con
Nadia implicaba caer en la absoluta lujuria, y desear llevar a cabo las
prácticas sexuales más morbosas.
— Sí —susurró ella, casi con timidez, para luego seguir
comiéndose la pija.
La
perforé más y más con el dedo. Cuando le enterré la segunda falange dio un
respingo, y hasta me raspó con los dientes. Pero siguió mamando mientras yo
sumergía mi delgada extremidad hasta lo más hondo de ese pozo del placer. Finalmente
el dedo entró al completo, cosa que generó que los otros dedos, cerrados en un
puño, chocaran con su trasero. Y fue ahí cuando empezó el verdadero juego.
Porque empecé a cogérmela con el dedo. Lo sacaba, casi por completo, sólo para
después volver a hundirlo de un solo movimiento.
La
sensación era increíble. Sentía cómo ese orto apretaba mi dedo, pero sin embargo
podía enterrárselo sin ningún problema. Escupí abundante saliva sobre él, y
además se iba dilatando, por lo que mi pequeña arma atravesaba su ojete como si
fuera un túnel resbaladizo por el que podría entrar cualquier cosa. El puño chocaba
contra el imponente orto. Nadia arqueaba la espalda y se hamacaba hacia
adelante, producto de la violencia con la que ahora entraba el dedo en ella. Y
gemía. Gemía y así exteriorizaba el goce que sentía mientras hurgaba en aquella
hendidura secreta. Ya no podía seguir mamando, pues la penetración ahora se
tornaba violenta.
La
agarré del pelo, con cierta brusquedad, y la acerqué a mí.
— Ahora te voy a
coger por el orto —le dije al oído, casi como si fuera algo amenazante, aunque
en Nadia no operó ni de lejos un sentimiento de ese tipo, más bien parecía
ansiosa porque yo concretara mi promesa.
Ella se
limitó a asentir con la cabeza. Mi verga ahora estaba repleta de la saliva de
mi madrastra. Interrumpí nuestro goce durante un momento. Fui al baño, y en
cuestión de unos segundos me lavé la verga, dejándola reluciente. Ella me
esperaba en la posición adecuada: en cuatro patas, arqueando la espalda,
sacando culo.
Abrí el
cajón de la mesita de luz. Saqué un gel lubricante y me puse un poco en la
verga, y otro poco lo unté en el orto de Nadia. Me coloqué de rodillas, detrás
de ella. Arrimé mi verga. Apunté al agujero, que ahora parecía demasiado
pequeño. Con una mano la agarré de la cadera, y con la otra seguí sosteniendo
la verga, para asegurarme de que, cuando hiciera el movimiento pélvico, no
saliera disparada a cualquier parte. Empujé. El glande se apoyó en el ano.
Empujé más. Ahora las dos manos se apoyaban en ambas caderas. Le di una
nalgada, y empujé más.
La
cabeza se hizo espacio en ese pequeño orificio. Ya estaba adentro de ella,
practicando una de las formas más obscenas del sexo. Mi exnovia nunca me
hubiera entregado el culo, y yo jamás se lo hubiera pedido. Pero con Nadia todo
era diferente. Con ella todo era mejor, más intenso y más placentero. Si bien
me volvía loco con sus idas y vueltas, una vez que nos encontrábamos en la
cama, se mostraba predispuesta a todo lo que le pedía, cosa que de hecho me
daba un poco de miedo.
No dijo
nada sobre el hecho de que estaba dándole maza sin preservativo. La lujuria y la
depravación ya se habían apoderado de nuestros corazones, y lo único que nos
interesaba era dejarnos llevar por ellas.
Empujé
más. El gemido de Nadia me enloquecía a tal punto de que sentía el impulso de
metérsela entera de una vez por todas. Pero no iba a lastimarla. Nunca lo
haría. Así que me metí en ella, muy despacito. Avanzando milímetro a milímetro.
Retrocediendo cuando me daba la sensación de que había llegado a su límite,
para luego hundir mi verga de nuevo, esta vez un poquito más a fondo.
Ahora
me aferré a sus nalgas. Las estrujé. Estiré con violencia su piel tersa,
mientras le enterraba una y otra vez mi poronga. Se la metí casi hasta la mitad,
viendo las venas de mi miembro perderse en su culo. Pero cuando intentaba
avanzar más, Nadia me golpeaba los muslos para indicarme que hasta ahí
aguantaba.
Me iba
a quedar con las ganas de cumplir la fantasía de metérsela por completo, hasta
que sintiera mis testículos. Pero qué más daba. Ver su hermoso cuerpo
reaccionar al enculamiento que le estaba pegando, escuchar sus gemidos de
placer que contenían una pequeña dosis de dolor masoquista, y oírla decir cada
tanto, entre jadeos “Sí, haceme el orto”, era más que suficiente para que esa
noche no se me borrara nunca de la memoria.
La
agarré de las manos. Hice que estirara los brazos hacia atrás, y agarrado de
ellos, como si fuera la correa de la montura de un caballo, meneé mi pelvis,
sin dejar de mirar ese precioso culo que estaba siendo violado por mi miembro.
Desde
el departamento de arriba alguien golpeó el suelo, como para advertirnos de que
los ruidos que hacíamos —sobre todo Nadia al ser penetrada—, eran escuchados
por ellos. Pero como es natural, nos importó un pepino. Al final, las malas
lenguas del edificio confirmarían sus teorías: en ese departamento había una
joven mujer que se acostaba con su hijastro. No quería imaginarme las mentiras
que se desprenderían a partir de esa verdad, pero como dije, en ese momento no
me importaba nada de eso. En ese momento sólo quería penetrar el culo de Nadia,
y escuchar esos aullidos, mezcla de goce y sufrimiento.
— Voy a acabar. Te voy a llenar el culo de leche. Te voy a
acabar adentro —avisé.
No me
dijo nada, sólo se limitó a seguir gimiendo mientras recibía mis embestidas.
Pero de todas formas no había sido una pregunta, sólo le estaba diciendo lo que
iba a hacer. Tiré más de sus brazos. Sentí el calor en mi entrepierna. Largué
un grito de guerra mientras el semen salía disparado adentro del trasero de mi
madrastra.
Nadia
cayó rendida, ahora completamente apoyada en la cama. Yo solté sus brazos y,
agotado, me desplomé encima de ella. Nos quedamos unos minutos así: yo adentro
de ella, pegados, como si fuéramos una sola persona, hasta que sentí cómo mi
miembro se tornaba fláccido. Lo retiré lentamente. Vi que mi verga salía
impecable. Del pequeño agujero se veía el semen. Nadia se salió de la cama y se
fue al baño. Estando de pie, el vestido que hasta hacía un momento estaba a la
altura de su cintura, cayó para cubrirla. Pero mientras salía de la habitación,
vi cómo un hilo se semen se deslizaba lentamente por su pierna.
Suponiendo
que necesitaría su privacidad, fui al otro baño a lavarme nuevamente. Cuando
volví, ella estaba sobre mi cama, de costado, como la primera vez que hicimos
el amor, sólo que esta vez no sería necesario correr las sábanas para ver su
desnudez.
— Tenés un cuerpo increíble. Nunca te lo había dicho ¿no?
—comenté.
— No. Pero no necesito que me lo digas —respondió ella.
— Una respuesta típica de vos —dije. Me subí a la cama,
también desnudo, le di una nalgada y la abracé por detrás.
— Si me vas a coger de nuevo, más vale que te pongas un
preservativo, sino, me voy a mi cuarto —dijo.
— Cuál es el apuro —comenté, acariciando su piel,
recorriendo su brazo con las yemas de mis dedos.
No
dijimos nada durante un tiempo. Sólo se escuchaba nuestra respiración, y muy a
lo lejos algunos ruidos típicos de la ciudad. Acaricié su cadera. La curva que
hacía su cuerpo en esa zona era increíblemente pronunciada. Mi mano pareció
estar recorriendo una montaña rusa. Corrí su pelo a un costado, y le di un beso
en el hombro. Apoyé mi mano en su nalga. Esta vez la froté con delicadeza, con
ternura, haciendo movimientos circulares en ella. Había hecho con mi madrastra
todo lo que cualquier hombre heterosexual que la conozca sueña con hacerle.
Suponía que se había acostado con muchos hombres, pero sabía que eran muchísimos
más lo que la deseaban y jamás le tocarían un pelo. Yo ahora estaba en la
primera lista, y sin embargo, la inminente separación me sumía en la
melancolía.
Acaricié
su cabello, y como consecuencia le hice masajes a su cabeza.
— Eso me gusta —murmuró.
— Entonces por eso me lo hacías a mí —dije yo—. Porque
querías que yo te haga lo mismo.
Ella
resopló por la nariz.
— A veces sonás como un niño. Quién diría que acabás de
hacer lo que hiciste —comentó ella.
— Y no tenés idea de las cosas que te haría, y que todavía
no hicimos —dije, alardeando, mientras llevaba mi mano a sus turgentes senos.
— Después del sexo anal no hay muchas cosas por explorar.
Todo termina siendo meter tu pirulín en todas mis hendiduras. Lo que hace la
diferencia es la manera en la que se hace el amor, la piel que haya entre
nosotros, la química…
— Pero si entre nosotros hay mucha química —dije, liberando
su teta para deslizar la mano lentamente por su abdomen, hasta llegar a su
entrepierna. Metí el dedo en su sexo—. Mirá vos quién todavía se quedó con las
ganas de acabar —dije, sintiendo el abundante flujo vaginal que había largado.
— Me gusta por el culo, pero nunca acabo al hacerlo por ahí
—dijo, sin tapujos.
— Pues vamos a hacer algo al respecto —dije yo, sintiendo
cómo mi verga ya se ponía tiesa de nuevo.
Di
media vuelta. Abrí el cajón de la mesa de luz y saqué un preservativo. Rompí el
paquete con los dientes.
— ¿Ya no me odiás? —me preguntó ella inesperadamente.
— Realmente nunca te odié —dije con sinceridad—. Quizás al
principio creí que te odiaba, pero sólo era desconfianza. La desconfianza que
se tiene a lo desconocido. La verdad es que te quiero, y no tenés idea de lo
mucho que te voy a extrañar.
— Yo también te voy a extrañar mucho —aseguró ella.
Sin
embargo, ninguno de los dos mencionó la posibilidad de que siguiera viviendo
conmigo. Estaba claro que después de lo que había pasado entre nosotros, si se
quedaba, la relación sería diferente. Algo parecido a una pareja. Pero yo no
estaba preparado para salir con alguien como ella, ni Nadia estaba dispuesta a
ceder su libertad por mí. Éramos un dúo destinado a dividirse.
Me
coloqué el preservativo. Manipulé mi verga hasta encontrar la posición
adecuada. La agarré de las caderas, y empujé. La verga entró con una facilidad
inusitada. Nadia se mantenía recostada de costado, en una posición casi fetal.
Si el enculamiento había sido salvaje, ahora todo era piel y ternura.
Mientras
entraba en ella la agarré del mentón y la hice girar. Nuestras miradas se
encontraron. Le di un beso que se prolongó hasta que nuestras mandíbulas se
cansaron. Hice un movimiento pélvico, sintiendo cómo mi miembro la invadía por
completo. Vi su rostro, que estaba a milímetros del mío, transformado por el
goce. Le di otro beso. Y luego besé su hombro, y su mano, como si fuera una
dama de tiempos remotos. Sentí el impulso de decirle que la amaba, pero por
suerte no alcancé a hacerlo. Eso podría haber arruinado el momento.
Ahora
los gemidos que soltaba Nadia eran suaves. Dudaba de que pudieran ser
escuchados por los vecinos de arriba. Cuando sentí que la cosa iba a llegar a
su final, la penetré con mayor ímpetu.
— Sí, así, así —decía mi madrastra, cosa que me excitaba
más de lo que ya estaba, si es que eso era posible.
Sin
embargo, no fue demasiado lo que pude aguantar a semejante ritmo. Me aferré a
sus tetas, y ahora sí, haciendo gala de cierta violencia, la tumbé boca abajo,
y continué con el frenético mete saca, hasta que expulsé tres potentes chorros
de semen mientras aún estaba adentro de ella.
Me
saqué el preservativo con mucho cuidado, y lo tiré en un pequeño tacho de
basura que tenía al lado de la mesita de luz. Me limpié con papel, y volví a
abrazarla. Fue ahí que me di cuenta que Nadia también había acabado. Lo
habíamos hecho al mismo tiempo. Me sentí feliz al saber que había logrado
satisfacerla, pero no por el típico orgullo masculino, sino que simplemente me
gustaba verla así: alegre, eufórica, saciada.
Esa fue
nuestra noche de despedida. Se iría al otro día. Luego volvería varias veces
por sus cosas. Pero esa fue la noche en la que supimos que esa corta y extraña
etapa de nuestras vidas había llegado a su fin.
Nos
dimos un baño, y por supuesto, no pudimos evitar coger una vez más. Después,
húmedos y con rico olor en nuestros cuerpos, volvimos a la habitación en donde
se alzaba aún el olor del sexo.
Esta
vez no se negó a quedarse a dormir conmigo. Pero lo bueno no era que se haya
quedado, sino que realmente parecía querer hacerlo. Dormimos desnudos,
abrazados frente a frente. Nuestras respiraciones parecieron sincronizarse, al
igual que en ese momento lo estaban nuestras almas. Mientras me sumergí en el
sueño me pareció sentir los tiernos besos que me daba en la frente y en los
labios.
No sé
si es posible estar feliz y triste al mismo tiempo, pero en ese momento
experimenté algo que se le asemejaba mucho.
Fin
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