miércoles, 16 de marzo de 2022

Mi odiosa madrastra, capítulos 4, 5 y 6




 Capítulo 4


Día cuatro de cuarentena. En el noticiero ya se estaba corriendo la bolilla de que las restricciones iban a extenderse al menos una semana más. En ese momento me pareció bien. Un pequeño sacrificio para que todo mejore un poco, pensaba. 

Pero el encierro ya empezaba a incomodarme. Ese día me levanté a las ocho de la mañana, y fui a buscar el pan a la panadería de la esquina. A esa hora no parecía haber grandes controles, y de hecho, no había mucho movimiento en la calle. Así que, para despejar un poco mi cabeza, caminé un par de cuadras más, y recién ahí volví al edificio. Tampoco era que iba a estar una hora y pico por ahí, como había hecho Nadia.

Cuando subía por el ascensor, chequeé mi cuenta de Instagram. De pura curiosidad, busqué el perfil de Nadia. Comprobé que había subido tres de las fotos que le había sacado el día anterior. Una en la terraza con la camiseta de Argentina, una en el sofá, sólo vestida con su ropa interior, y otra en la cama. La foto de la terraza era la más alabada por los pajerines que la seguían. Ella había escrito un texto que pretendía ser emotivo, sobre la unión y no sé cuántas cursilerías más, pero como era de esperar, todos los comentarios hacían referencia al perfecto orto que tenía mi madrastra. 

Descubrí también que mis tres mejores amigos ya la seguían en esa red social. Edu y Toni incluso tuvieron la cara lo suficientemente dura como para dejarle algunos comentarios, aunque no se excedieron mucho por suerte. 

A la noche les había contado lo que me había pedido que hiciera la loca de mi madrastra, y no me dejaron en paz hasta que les envié las fotos. 

Por lo visto ella, si bien no se levantaba al mediodía, como hacía yo casi siempre, tampoco lo hacía muy temprano. Pasé un par de horas frente al televisor, disfrutando de la soledad, aunque ver el noticiero, donde sólo hablaban del COVI19 no me puso del mejor humor. Opté por poner Netflix. Cuando encontré una película que podría gustarme, fui a la cocina, puse unos panes en la tostadora, y calenté un poco de leche. 

Entonces Nadia apareció. 

— Ay qué bueno, desayunemos juntos —dijo, invitándose ella misma. 

— ¿También tomás leche? —pregunté, con cortesía, ya que a esas alturas había concluido que lo mejor era tener una buena convivencia, sobre todo mientras durase la etapa más estricta del confinamiento, que según yo, sería poco tiempo. 

— Qué pregunta desubicada León —dijo Nadia, riendo. Yo estaba apoyado sobre la mesada. Ella pasó a mi lado, rozándome con su cadera. Sacó de la heladera el sachet de leche y puso un poco en la jarrita que ya estaba sobre la hornalla encendida—. Ah, te referías a esta leche —dijo después. 

— No entiendo por qué tenés que llevar todo a lo sexual —dije yo—. Parece que tenés la idea fija. 

— Nada que ver. Sólo me gusta hacerte poner colorado. Como ayer… —dijo la zorra, sin completar la frase, aunque estaba claro que se refería a mi visible excitación cuando le tomé unas fotos semidesnuda, cosa que para colmo, no era la primera vez que sucedía.  Esa parte no se la había contado a los chicos, ya que no tenía ganas de aguantarme sus gastadas. 

— Para tu información, eso… eso no fue por vos —me defendí  yo.

— ¿Ah, no? Bueno, si vos lo decís… 

La leche comenzó a hervir. Apagué la hornalla y serví el líquido en dos pocillos. 

— No tengo por qué darte explicaciones, pero… —dije, dudando de si era buena idea seguir hablando, pero concluí que era mejor opción a que pensara que había sucumbido a sus encantos—, no estoy acostumbrado a estar tanto tiempo sin… —dije, dejando la frase inconclusa. 

— Ya veo. La abstinencia puede ser difícil de sobrellevar. ¿Dónde desayunamos? —preguntó después. 

— Yo voy a desayunar en el living, mientras veo una película. Vos hacelo donde quieras —respondí, con sequedad.  

— Pero qué chico duro —rió Nadia. Agarró una bandeja, y puso encima de ella los pocillos con leche, las tostadas, y un frasco de mermelada de arándanos—. Yo te acompaño.

— Y que conste que no quiero hablar sobre ese tema con vos —dije, refiriéndome a mi abstinencia sexual—. Si te lo conté, fue simplemente porque no quiero que te hagas ideas equivocadas sobre mí —aclaré, aunque no pude evitar recordar que la última vez que me había masturbado, lo había hecho pensando en ella, al menos por momentos. Y es que me estaba dando cuenta de que no estaba hecho de madera. 

— No te preocupes, no tenés que hablar de nada que no quieras. Pero está bueno que nos conozcamos un poco más —dijo.

Agarró la bandeja y pasó al lado mío, rozándome con la cadera otra vez. 

— Y otra cosa —dije, siguiéndola por detrás. Debido a la llegada de los climas frescos del otoño, por esta vez llevaba un pantalón elastizada color negro, y un suéter beige. Prendas que la cubrían mucho más que de costumbre, pero que estaban lejos de ser ropas sobrias, pues se adherían a su figura como si fueran una segunda capa de piel. El movimiento de sus caderas era hipnótico, por lo que no pude evitar ver como meneaba el orto delante de mí. 

— ¿Qué? —preguntó ella.

A pesar de que llevaba la bandeja, había girado con una agilidad y velocidad de las que ya debería estar acostumbrado, pero que sin embargo me tomó por sorpresa, y de hecho, me pescó infraganti cuando estaba monitoreando su trasero, como si fuese uno de esos pendejos pajeros de los que siempre quise diferenciarme. 

— Es que… —dije, desviando la mirada a sus ojos, que me observaban con picardía. Estaba claro que había notado mi mirada. Había estado a punto de decirle que no me gustaba que tuviese esa actitud provocadora conmigo, ya que me parecía una falta de respeto hacia papá, pero con lo que acababa de suceder, ella tendría un argumento perfecto para retrucarme y dejarme en ridículo—. No es nada —dije finalmente. 

Pero no por primera vez, Nadia pareció leer mi mente. 

— No deberías preocuparte tanto por la memoria de Javier —dijo. Apoyó la bandeja sobre la mesa ratona, para luego arrastrar esta última y colocarla cerca del sofá de tres cuerpos.  

— De qué estás hablando —pregunté. 

Ella dejó caer su cuerpo al lado mío. 

— Me refiero a que él sabía cómo soy. Y nunca se quejó. Al contrario, le gustaba ser el hombre de una mujer que todo el mundo desea… Bueno, es una manera exagerada de decirlo, pero vos entendés —aclaró—. Se podría decir que le gustaba tenerme como una novia trofeo. Digo… sé que me quería de verdad, pero le encantaba exhibirme delante de sus amigos. Además…

— Además ¿Qué? —Quise saber. Ya que se había puesto a parlotear sobre la relación que tenía con papá, que terminara de hacerlo, pensé yo. 

— Bueno. El otro día, cuando iba a lo de mi amiga, y vos me dijiste eso, me enojé mucho —dijo Nadia, recordándome el cachetazo que me había dado, cosa que no me parecía un muy grato recuerdo—. Pero luego lo pensé un poco mejor, y me di cuenta de que para vos podría ser chocante pensar que ya me estoy viendo con otro hombre. No voy a entrar a discutir sobre cuánto tiempo debería estar sola, llorando el recuerdo de tu papá, pero te voy a decir una cosa, y vos podés creerme o no —dijo, esperando alguna respuesta mía. 

— Qué —dije, escuetamente. 

— A tu papá no le molestaría saber que estoy viviendo mi vida libremente. Bueno… ahora con tantas restricciones, y con vos que no me dejás salir, no estoy muy libre que digamos —esbozó una sonrisa cuando dijo esto último, aunque yo sabía que lo decía en serio. A sus ojos, yo era alguien que le coartaba sus libertades, pues la obligaba (o intentaba hacerlo) a que cumpliera con las normas vigentes—. Pero la cuestión es que Javier se pondría contento de saber que yo estoy bien, sin importar lo que haga para estarlo. 

— ¿Y estar bien necesariamente tiene que ser coger? —pregunté. 

— Bueno, eso vos deberías saberlo. Si tu cuerpo reacciona incluso ante una mujer por la que no te sentís atraído, es porque evidentemente la falta de sexo te afecta —retrucó la zorra, sacando a relucir la erección que había tenido cuando le saqué las fotos. 

— ¿Es por eso que me estás provocando todo el tiempo? ¿Por eso andás medio en bolas, moviendo el culo delante de mis narices? ¿Para poder justificar que tenés derecho a coger con otros tipos? —pregunté, indignado. 

— No te confundas —dijo ella seria, casi enojada—. Yo no necesito justificar nada frente a vos. Y ya te expliqué el motivo por el que ando con poca ropa cuando estoy en casa. 

— Porque te sentís segura estando conmigo —dije yo. 

— Exacto. Y el hecho de que tu cuerpo se haya sentido estimulado, y aun así no me hayas molestado, habla incluso mejor de vos. Sería muy fácil si fueras homosexual, pero siendo hétero… Eso sí, no hace falta que seas maleducado conmigo, sólo para demostrar tu desinterés. Bueno, es todo lo que tengo que decir. Desayunemos —dijo, pero luego pareció recordar algo—. Ah, y ahora que viene el frío, ya no te voy a molestar con mi escasa vestimenta. 

— De todas formas ya no me molesta —dije—. Si al principio me incomodaba, era porque, como te dije, no estaba acostumbrado a convivir con una mina que anda siempre medio en bolas. Sólo era eso. 

Por toda respuesta, Nadia largó un suspiro seguido de una sonrisa. 

— Bueno ¿Qué estamos viendo? —preguntó. 

Desayunamos en silencio, y en paz, y nos quedamos a ver la película. No por primera vez pensé que podríamos tener una buena convivencia, y no por primera vez sucedería algo que me haría tenerla entre ceja y ceja. 

Los chicos habían insistido en tener una videollamada grupal. Les dije que, a parte de las fotos que le había sacado el día anterior, y que además había compartido con ellos, no había nada interesante qué contar. “Pero nosotros sí tenemos algo para contarte”, me había escrito Joaco. Le deje que dejara de hacerse el misterioso y me dijera qué pasaba. Pero lo único que me respondió fue: “¡Es algo sobre tu madrastra!”. 

Me extrañaba que Joaco se comportara como un tonto, pero le seguí la corriente. A la hora acordada, me metí en mi cuarto, acomodé el celular en la mesa donde estaba mi computadora. En cuestión de segundos, Edu iniciaba la videollamada. 

— A ver, qué les pasa a los tres chiflados. ¿No están contentos con las fotos que les mandé? ¿No les alcanza para pajearse? 

— No te hagas el guapo solo porque vivís con esa hembra —dijo Edu—. Que además, si yo estuviera en tu lugar, ya me la habría comido hace rato. 

— Sí, claro —dijo yo, y para hacerlo enojar, agregué—. Y después te caías de la cama. 

— Bueno, cortenlá —intervino Joaco—. Toni, decile lo que averiguaste. 

Toni parecía muy orgulloso de sí mismo. Tomó aire, y esbozó una sonrisa nerviosa que enseguida hizo desaparecer, para reemplazarla con un semblante serio, casi solemne. 

— Bueno, como imaginarás todos nosotros seguimos en insta a ese camión con acoplado con el que estás viviendo —dijo. 

— Sí, ya lo sabía. 

— Bueno… entre ver tanto sus fotos, y chusmear los comentarios que le dejaban, y revisar su perfil, y googlearla, bueno, descubrí que… 

— Que qué —lo apuré, ansioso. Aunque Toni era medio bobo, si había armado esa reunión era por algo. Los otros dos, aunque ya sabían lo que iba a decir, esperaron a que él lo explicara a su manera. El hecho de que fuera quien hizo el descubrimiento, le daba ese derecho. 

— Descubrí que Nadia vende packs. 

— ¿Qué vende qué? —dije, intrigado. 

— Ya les dije que este monje no iba a tener idea —comentó Edu. 

— León, desde hace un par de años que algunas mujeres que están buenísimas, como tu madrastra, tienen la costumbre de vender packs de fotos en las que salen desnudas —explicó con paciencia Joaco.  

— Qué estupidez. Si en internet hay miles de imágenes de mujeres desnudas gratis ¿Por qué pagar por ellas? 

— ¿Y eso qué importa? —dijo Edu. 

— Bueno, debe haber una explicación sociológica —dijo Joaco, sin hacerle caso—. Después de todo, por algo la revista Playboy tenía tanto éxito cuando publicaban las fotos de the girl next door. 

— De qué carajos estás hablando —pregunté. 

— Lo que quiero decir es que una cosa es ver a una estrella porno en bolas, quien es una mina que probablemente nunca te vayas a cruzar en tu vida. Pero otra muy distinta es poder ver en pelotas a una mujer que te podés cruzar tranquilamente por la calle. 

— Entiendo —dije. 

— Y supongo que el hecho de que, con un aporte económico, contribuyas a que esa chica se desnude, le da cierto morbo a algunos tipos. Debe darles una sensación de poder o algo por el estilo. 

— Cuando Joaco acabe con su clase de historia, mirá algunas de las fotos que te mandé—dijo Toni, ansioso. 

Abrí el Whatsapp en la computadora. Toni me había mandado una decena de fotografías. Las abrí, y las miré rápidamente una por una. 

— ¡Preguntale si es gato! —dijo Edu. 

— No creo que lo sea —comentó Joaco, y se pusieron a debatir entre ellos mientras yo miraba las imágenes. 

Algunas de ellas no eran muy diferentes a las que yo mismo le había sacado el día anterior, y que ella misma había subido a su cuenta de Instagram, lo que me pareció una estafa. Pero luego había algunos videos cortos, tipo gifs, en donde ella se colocaba en diferentes poses sexuales en su cama. Recién cuando pasé unos cuantos de ellos, encontré lo que seguramente había causado la euforia de los chicos. En una de las imágenes, Nadia aparecía totalmente desnuda frente a un espejo. Estaba de perfil, y la cámara la enfocaba desde abajo, así como ella me había recomendado que lo hiciera cuando estábamos en la terraza. Su carnoso y duro culo estaba completamente desnudo, sin embargo sólo se veían las nalgas. Su ano no estaba a la vista, cosa que me pareció de buen gusto.  De repente me di cuenta de que ese también era un video, pues mi madrastra cambió de posición. Se inclinó, apoyó las manos en su rodilla, y tiró el trasero para atrás, como si estuviese esperando a que alguien la penetre en ese mismo instante. 

Era una imagen difícil de dejar de mirar, eso tenía que reconocerlo. La pasé y vi un nuevo video corto. Este estaba hecho en el baño principal de nuestro departamento. Nadia tenía mucho cuidado de mostrar una desnudez cuidada. Aquí aparecía nuevamente en pelotas, sumergida en la bañera, y con ambas manos masajeaba sus enormes tetas. En su cara se reflejaba un gesto de placer. Su largo cabello rubio caía a un costado, aunque no le tapaba la cara de puta que tenía en ese momento. De repente llevó una mano a su entrepierna y empezó masajearse. Luego se acercó a la cámara y  su rostro travieso apareció en primer plano. 

— Ya veo —dije, sin terminar de entender qué implicancias tenía ese nuevo conocimiento. Habría muchos pajeros como mis amigos que tendrían esas fotos en sus celulares, eso seguro. La verdad era que verla en pelotas era impactante, pero con la ración diaria de semidesnudés que yo tenía últimamente, y considerando que en aquellas imágenes no llegaban a verse sus genitales, no era algo que me sorprendiera demasiado. Aunque por otra parte, me preguntaba si este secreto suyo no tenía detrás otras cosas aún más turbias. 

— Preguntale si es gato Leoncio, de frente march —insistió Edu. 

— No le hagas caso —dijo Joaco—. Si le preguntás eso vas a quedar como un troglodita. La verdad es que la mayoría de las minas que venden packs, no son prostitutas. 

Tardé unos minutos en sacármelos de encima., hasta que por fin terminó la videollamada. Me tiré a la cama. Vi una vez más las fotos y los videos de Nadia, pero cuando sentí que empezaba a tener una erección, dejé el celular a un lado. 

Dejé pasar un rato, hasta que se hizo la hora del almuerzo. Nadia había preparado una ensalada. 

— Por qué mejor no me decís lo que me querés decir, así no seguimos en este silencio tenso —dijo ella después de un rato, cuando notó que la observaba con curiosidad y recelo. 

— Así que venís de una familia acomodada, y por eso podés mantener este departamento —comenté yo, recordando lo que ella misma me había dicho hacía apenas unos días. 

— Así que por ahí viene la mano —comentó. Aparentemente deduciendo lo que yo había descubierto—. La verdad es que no soy de mentir, pero supongo que sabrás que a veces es mejor hacerlo, para evitar conflictos innecesarios. Entonces ya te enteraste de cuál es mi trabajo…

— Bueno, la verdad es que no estoy seguro. Sé que vendes tus fotos en internet. Pero no sé si vendés otras cosas —dije. 

— No seas tan básico como para insinuar que me prostituyo sólo porque viste algunas fotos donde salgo desnuda. Voy a terminar perdiendo el respeto que te tengo —respondió ella, con un tono que casi pareció un regaño.  

— Yo no hice ninguna afirmación. 

— Pero tampoco tenés la hombría suficiente como para preguntarme directamente lo que me querés preguntar. 

— ¿Sos una puta? —pregunté entonces, para cerrarle la boca. 

— No, no lo soy —aseguró ella. 

— Mis amigos van a estar muy decepcionados cuando se enteren —dije. 

— No serían los primeros. Te sorprenderías si te dijera la cantidad de dinero que me ofrecieron por pasar una noche con algún admirador. 

— A estas alturas, no me sorprendería nada —dije. 

— Bueno. Sea como sea, gracias a que me desnudo frente a una cámara es que podemos mantener este departamento —explicó—. Cuando lo vendamos ya vas a poder agarrar tu parte y hacer lo que quieras. Pero mientras vivas acá, espero que respetes mi forma de hacer las cosas. 

No me esperaba que se me diera vuelta la tortilla de esa manera. Nadia tomaba con completa naturalidad su oficio, y ahora resultaba que el desubicado era yo por cuestionar su manera de vivir. Además, tenía razón, si bien mis ahorros todavía aguantarían un poco más, la pandemia parecía haber llegado para quedarse, y en cuestión de unos días, o unas semanas como mucho, dependería de las dádivas de mi madrastra, situación por la que no querría pasar, pero si en todo caso sucedía, lo mejor era cerrar la boca. Si a mí me beneficiara que ella se dedicara a eso, tenía que aceptarlo y listo. 

— Está bien, sólo saqué el tema porque me habías mentido. Si me lo hubieras dicho desde el principio, sería otra cosa —mentí, ya que si lo hubiera sabido desde el primer momento, me caería aún peor de lo que me capia, y tendría todo tipo de sospechas sobre ella—. Y supongo que papá también sabía de esto —agregué. 

— Javier era el me sacaba las fotos —respondió ella—. Le excitaba mucho la idea de que alguno de sus amigos o compañeros de trabajo me reconocieran de internet. 

— Bueno, esa información era innecesaria —me quejé. 

Después de que terminamos de almorzar, hubo algo en el semblante de Nadia que debió advertirme de lo que sucedería unas horas después. No sé si su expresión pensativa, o la manera ansiosa que tenía de moverse de aquí para allá, pero evidentemente, desde la charla que habíamos tenido, se traía algo entre manos. 

No tardé en descubrir de qué se trataba. Yo estaba muy a gusto leyendo el último libro de Wilbur Smith en la terraza. El día estaba fresco, pero el sol me daba de lleno, y resultaba muy agradable. Nadia apareció para interrumpirme. 

— Qué querés —dije, sin sacar la vista de la novela. 

— Mirá, como ayer estuviste tan bien… necesito que me saques otras fotos. 

— ¿Y esto va a ser todos los días? —me quejé. 

— No seas caradura. Ambos sabemos muy bien que yo hago más cosas por vos de las que vos hacés por mí —respondió ella—. Si querés que la cosa siga así, simplemente ayudame cuando te lo pida. De todas formas no tiene que ser ahora. Te puedo esperar. 

Cerré el libro con un suspiro. 

— Prefiero sacarme de encima este tema lo antes posible —contesté—. Dale, hagámoslo ahora. Esto ya parece un deja vú. 

— Dejá de quejarte y vení a mu cuarto. 

La seguí, con desgana. Cuando entré a la habitación, Nadia estaba inclinada, bajándose el pantalón. Su pulposo ojete apuntaba, amenazante, hacia mí. Llevaba una tanguita negra que le cubría apenas las partes más íntimas. Luego se quitó el súeter, quedando nuevamente semidesnuda ante mis ojos. Pensé que era un buen momento para demostrar que no iba a caer en la excitación cada vez que se mostrara de esa manera frente a mí. Le sacaría todas las fotos que quisiera, y por esta vez no le daría el gusto de que viera mi erección. Es más, me aseguraría de que viera mi entrepierna, para que tuviera la certeza que sacarle fotos a ella era lo mismo que tomarle fotos a un ladrillo. 

Noté, extrañado, que en su mesa de luz, había un vaso de vino tinto. 

— Primero hagamos un video —dijo. 

Se tiró sobre la cama, boca abajo. Yo encendí la cámara de mi celular, y la empecé a grabar. 

— Enfocame primero desde la derecha, y después brodeá toda la cama, hasta pasarte al otro lado. Cuando termines, acercá la cámara a mi cola. 

Quedó en silencio. Yo hice exactamente lo que me indicó. Ella estaba boca abajo, con la cara oculta en el colchón, casi como si estuviera dormida. Hice una toma lenta, desde la cabeza hasta los pies. Me moví en semicírculo, sin dejar de enfocarla ni un solo segundo. Ella hacía movimientos leves, manteniendo su misma postura. Flexionó un poco una de sus piernas, haciendo que su trasero se levantara un poco y sobresaliera más. Luego separó ambas piernas, dejando a la vista la marca que hacía la raja de su sexo en la tanguita. Acarició sus piernas con la mano, y lentamente, la subió hasta llegar a una de sus tersas nalgas. 

Me estaba costando más de lo que imaginaba que mi lujuria no se desatara. Lo que hacía para lograr contenerme, era pensar en cualquier otra cosa: en la pandemia, en los chicos, en Érica, incluso en papá. 

Entonces Nadia dio media vuelta e irguió su proporcionado y vertiginoso cuerpo. Me pidió que le mostrara cómo había salido el video, y apreció conforme. 

— Ahora sácame una foto —dijo—. pero me voy a tener que poner en el piso, porque el colchón es muy movedizo. 

— ¿Movedizo? ¿Qué tenés entre manos? —pregunté. 

— Quiero hacer algo diferente —dijo, para luego apagar la luz de la habitación, dejando que entre sólo la luz solar por la ventana. 

Y entonces, se sacó el corpiño.

— ¡Qué carajos hacés! —dije, exaltado.

— Estas fotos no son para Instagram —explicó Nadia, dejando entrever que se trataba de las fotos que vendería a los pervertidos en internet. 

Sus pechos eran enormes, y tenían unas grandes areolas de color claro, casi rosadas. Sin dar más explicaciones, se puso en cuatro patas sobre el piso, en una pose que está demás aclarar que era sumamente sexual. 

— Poné la copa de vino en mi espalda. Cerca de mi cintura. Voy a tratar de no moverme un milímetro siquiera —explicó. 

Tardé unos segundos en comprender. Pero después de todo, lo que me pedía no era tan complicado. Agarré la copa de vino, y la apoyé justo en donde me había indicado. La solté lentamente, temiendo que cayera al piso, e hiciera un enchastre. Pero se mantuvo ahí. Nadia ahora actuaba como si fuera una mesa. Imaginaba que a muchos hombres les gustaría verla de esa manera. Como si no fuera otra cosa que un objeto. Sería la fantasía retorcida de muchos, beber un buen vino encima de ella, o incluso comer sobre sobre su perfecto cuerpo, como si no fuera más que un plato de comida. La gastronomía y el sexo siempre eran buena combinación. 

Enfoqué y le saqué varias fotos. Las suaves tetas de Nadia colgaban. El hecho de que no tuvieran una redondez y firmeza perfectas, me convencieron de que eran naturales. 

— Bueno, ya podés sacar la copa —dijo mi madrastra, conteniendo la risa. Por lo visto la situación la divertía. 

Le mostré cómo salieron las fotos. 

— Perfectas. Tenés pasta para fotógrafo —me felicitó. 

— Bueno, ya podés ponerte el corpiño —le dije. 

Nadia, sin decir nada, se acercó a mí. Por un segundo sus pezones rozaron mi pecho. Pero se retiró unos centímetros al percatarse de esto. Sin embargo, después, mirándome fijamente a los ojos, me agarró la cara con ambas manos. Casi parecía hacerlo con ternura. 

— León —dijo, mirándome directamente a los ojos. Esta vez no sólo parecía hablar con seriedad, sino que creí notar honestidad, tanto en su mirada, como en su tono de voz—. ¿Sabés por qué aguanto tus desplantes y tu malhumor? 

— No lo sé —contesté. 

— Porque hacía mucho que no conocía a alguien tan íntegro y confiable como vos. Nunca me lastimarías ¿Cierto? 

— Claro que no. ¿Por qué preguntás esa tontería? —quise saber, algo confundido. 

— Nunca me harías algo sin mi consentimiento ¿Cierto? 

— ¿Hace falta que te responda? —pregunté yo a su vez. 

— No. Tenés razón. No hace falta. 

Nadia se subió a la cama. Me miró, sin decir nada. Y entonces agarró la tanga de sus tiritas, y ante mi estupefacta mirada, la fue bajando lentamente. Vi, boquiabierto, como la diminuta prenda se deslizaba por los muslos, para luego llegar a los tobillos, y terminar en el piso. 

Nadia se sentó sobre el colchón, dándome la espalda. 

— Así. Sacame una foto así —pidió. 


Capítulo 5


Tragué saliva. Mi madrastra me daba la espalda, y estaba completamente en pelotas. Había corrido las sábanas, como si estuviese a punto de irse a dormir, pero sólo hizo ese movimiento para que su trasero fuese cubierto, aunque sólo una pequeña parte de él fue ocultado. La mayor parte de sus carnosos glúteos estaban a la vista. 

Se había puesto de rodillas sobre el colchón. Corrió su pelo hacia delante, para que su espalda se viera a la perfección, dejando también a la vista el tatuaje que había en la parte superior, casi al comienzo del cuello. El trabajado cuerpo de mi madrastra estaba erguido. Giró su rostro a un lado y cerró los ojos. Una de sus manos estaba en su cadera, aunque su postura parecía insinuar que se desviaría hacia la parte más voluptuosa de su cuerpo en cualquier momento. Con la otra mano se cubría las tetas. Cosa absurda, según pensé después, ya que de todas formas no se podrían ver desde esa postura. Pero en ese momento no podía pensar mucho. Apenas era capaz de sostener con firmeza el celular, y hacer de cuenta que no estaba enfocando a nada interesante. 

Sentí que una gotita de transpiración se deslizaba por mi frente, para luego hacer una curva y atravesar lentamente mi mejilla. Nadia parecía realmente una escultura. Esa era la pose exacta en la que deseaba ser retratada. Pero su aspecto de estatua no se debía únicamente a su inmovilidad, sino a la firmeza de sus partes; a esa dureza, reflejada principalmente en los músculos de la espalda, y en su enorme y redondo orto, el cual parecía que jamás se vendría abajo, totalmente inmune a la fuerza de gravedad. Parecía una obra de arte tallada por alguien tan prodigioso como lujurioso. 

Pasé mi mano por mi rostro, para secarme la gotita de sudor que no se decidía a caer. Respiré hondo. Saqué una foto. “Es solo un cuerpo”, pensé. “El cuerpo desnudo de una mujer que ni siquiera aprecio”, me dije. “La pareja de mi difunto padre, en pelotas, ante mis narices”…

Caminé unos pasos, haciendo un movimiento semicircular sobre la habitación, para captarla ahora desde otro ángulo. Traté de no pensar en su desnudez, en esa pose evidentemente sexual, que haría que cualquiera que estuviese en mi lugar se subiera a la cama de un salto para tomarla, aunque fuera por la fuerza. Tampoco quería pensar en la palidez de su piel, ahí donde ahora debería estar cubierta con la delgada tela de la tanga que en ese momento descansaba sobre el piso. “Qué más daba”, me decía a mí mismo, “Si de todas formas esa tanga la cubría apenas”. Verla ahora no debería ser muy diferente a todas esas veces que pasó a mi lado tan suelta de ropa. Y la muy tonta me había preguntado si yo jamás la lastimaría, si jamás la obligaría a hacer algo que no quisiese hacer. ¿Con quién pensaba que estaba tratando? Si yo no soy un primate como otros. 

Mientras le tomaba otras fotos, pensaba, indignado, en lo creída que era esa mujer. Y todo porque contaba con ese cuerpo tonificado, de curvas exageradas, de carnosidades obscenas. Y esa boca… esos ojos claros, y esa cara de hembra alzada, pero contenida. 

— ¿Y? —preguntó Nadia, rompiendo el silencio y trayéndome de nuevo a esa habitación semioscura, en la que sólo estábamos nosotros dos— ¿Salieron bien? 

 — Fijate vos cómo salieron —respondí, acercándome a la cama, no sin cierto recelo, para extender la mano y entregarle el aparato.

Nadia subió las sábanas, para cubrirse ahora hasta la cintura. Luego giró hacia mí. Agarró el celular que yo le entregaba. Al hacerlo, sus tetas quedaron nuevamente a la vista. Inevitablemente, quedé aturdido al ver ese par de pechos, que daban la sensación de ser increíblemente suaves. Las areolas de color claro, un tanto rosadas, apenas de una tonalidad más intensa que la piel, tenían pequeñísimas protuberancias, y los pezones estaban puntiagudos, como si estuviese excitada.  

— No son operadas —dije, casi por inercia. 

Fue lo primero que se me cruzó por la cabeza. Había quedado otra vez expuesto frente a ella, hipnotizado ante su desvergonzada desnudez, por lo que imaginé que lo mejor era hacer de cuenta que mi interés por sus tetas no era meramente lujuria, sino que las observaba porque realmente me había llamado la atención su forma, así como el hecho de que no parecían para nada artificiales. 

— ¿Y por qué estás tan seguro? —quiso saber Nadia. 

Por supuesto que no sintió la necesidad de cubrirse nuevamente. Más bien al contrario. Pareció ponerse en una pose en la que sacaba el pecho para afuera. Con mucho esfuerzo, desvié la mirada hacia abajo, sólo para encontrarme con su vientre plano, y las sutiles marcas de las abdominales. Más abajo, su pelvis, una de las pocas partes de su cuerpo que todavía era un secreto para mí. Aunque me pareció ver el nacimiento de un vello pubiano de color castaño, que dejaba en evidencia que el color de su cabello era, probablemente, lo único artificial que había en ella. 

— No lo sé —respondí—. Es solo la impresión que me dan. Son redondas, y están firmes, sí, pero creo que las tetas operadas suelen tener una forma exageradamente redondas. No sé… No soy un experto en tetas, simplemente me dan la sensación de que son naturales. 

Nadia soltó una risita. 

— Sí, son naturales —afirmó. 

Entonces agarró ambos senos, los levantó, para luego soltarlos. Las tetas de Nadia quedaron durante unos instantes sacudiéndose arriba abajo, en un movimiento espasmódico. Supuse que si fueran operadas no tendrían esa flaccidez. Eran tetas firmes, pero blandas. 

— Bueno, con esto es suficiente —dijo, mientras miraba las fotografías—. Con esto la voy a romper. Seguramente tendré muchos suscriptores nuevos.

Al terminar de hablar, miró, de manera disimulada, a mi entrepierna. Me alarmé, imaginando que nuevamente había quedado expuesto frente a ella. Pero me negué a seguir la dirección de su mirada. Eso sólo incrementaría mi humillación. Lo que me deba ciertas esperanzas, era el hecho de que, de momento, no sentía que la tuviera dura. Me devolvió el celular. Di la vuelta y dejé la habitación de mi madrastra, mientras sentía los movimientos que hacía para volver a vestirse. 

Apenas cerré la puerta a mi espalda, miré mi bragueta. Nada. No se me había parado. Había podido controlar la erección. Se sentía una leve hinchazón, sí, pero el pantalón que estaba usando en ese momento era lo suficientemente holgado como para ocultarla. Al fin una victoria, pensé. 

Luego, en el baño, me di cuenta de que no había salido tan bien librado de aquella situación, tal como lo había imaginado en un primer momento. Me sorprendió mucho, cuando fui a mear, el hecho de descubrir que mi verga había largado una considerable cantidad de líquido preseminal, el cual había manchado mi ropa interior. Era la primera vez, al menos que recordara, que el presemen había salido a pesar de que no había tenido una erección. Y de hecho, había salido abundantemente. Pero pensé que, como ese detalle solamente lo conocía yo, no había motivos para renegar de la sensación de triunfo que había tenido en un primer momento. 

Al rato Nadia me envió un mensaje de audio, pidiéndome que no compartiera las fotos con nadie. Si se filtraban antes de que ella las subiera a su cuenta, significaría una pérdida económica para ambos. No pude más que reconocer que tenía razón. Edu y los demás se quedarían con las ganas. Si la querían ver desnuda nuevamente, iban a tener que pagar. Eso les pasaba por pajeros. 

Quizás por agradecimiento al favor que le había hecho —aunque no lo mencionó—, a la noche preparó unos tallarines con salsa, que estaban para chuparse los dedos. 

— Y… ¿Hace mucho que trabajás en eso? —pregunté, antes de tomar un trago de vino, cuando ambos estábamos en la mesa. 

— ¿Y para qué querés saberlo? —preguntó a su vez ella. Por primera vez la noté recelosa de su intimidad—. ¿Pensás que me vas a conocer mejor si sabés el punto exacto en el que decidí desnudarme para que me vean miles de pajeros que ni siquiera conozco? 

— Sólo lo preguntaba para hacer conversación. De hecho, ahora que lo pienso, tenés razón. Fue una pregunta tonta. Como cuando alguien me pregunta de qué signo soy. Qué estupidez. Lamento haber caído tan bajo —respondí, algo irónico, cosa que hizo que Nadia riera. 

— Perdón, es que hoy estoy de mal humor —comentó. 

— Pero si estuviste de excelente humor durante toda la tarde —dije, recordando, de repente, sus senos movedizos cuando ella los dejó caer. Traté de apartar ese recuerdo de mi cabeza, y me concentré en la comida. 

— Sí, tenés razón. Me alegró el hecho de que lo de las fotos saliera bien —comentó. 

Estaba seguro de que cuando decía que “lo de las fotos salió bien”, no sólo se refería a que las fotografías eran buenas, sino a que, tal como ella lo esperaba, yo no había enloquecido al tenerla completamente desnuda frente a mí, y la había tratado con sumo respeto, casi como si fuera todo un profesional. Y eso que ella parecía hacer todo lo posible para provocarme. 

— Y entonces qué te pasa —pregunté, casi obligado, pues era evidente que de todas formas me relataría lo que le pasaba. Si bien Nadia no era muy parlanchina, cuando se disponía a decir algo no había nada que la detuviera. Algo le había sucedido que la tenía con el semblante sombrío. Me daba cuenta de que lo que la ofuscaba no le producía tristeza, sino enojo. 

— Ese Juan, es un idiota —largó Nadia, casi escupiendo las palabras, para luego llevarse el tenedor envuelto de fideos a la boca. Manchó su barbilla con un poco de tuco. Pero parecía no darse cuenta de ello. Le hice señas para que se limpiara. 

— Qué pasa con Juan —quise saber. 

Sólo había un Juan que conocíamos ambos. Se trataba del guarda de seguridad del turno noche. Un cuarentón canoso que se la daba de Richard Gere. Hacía años que trabajaba en el edificio. A mí me parecía algo arrogante y condescendiente, pero por lo demás, hacía bien su trabajo, que era lo que importaba, más aún en ese momento en el que debía ponerse firme para que todos los vecinos cumplieran con las normas de las restricciones. Yo mismo había presenciado cómo llamaba la atención de algún propietario porque no usaba el cubreboca dentro del ascensor, cosa que me hizo sentir aliviado, ya que contaba con alguien que instaba a mis vecinos a no transgredir las reglas que teníamos en ese peculiar momento. Además, era un tipo muy atento, que no dudaba en abrir la puerta cuando algún vecino llegaba con muchas bolsas del supermercado, e incluso los ayudaba a cargarlas en el ascensor. Sin embargo, me había dado cuenta de que su simpatía y atención aumentaban considerablemente cuando eran mujeres jóvenes y lindas quienes necesitaban de su colaboración. De esa manera deduje por dónde venía el tema. Nadia era, por lejos, la más atractiva del edificio. Y eso que había chicas bellas en él. Pero al lado de mi madrastra no tenían nada que hacer. Las que la igualaban en lindura, no la superaban en sensualidad, y las que rivalizaban con ella en cuanto a la sensualidad, no eran tan bonitas como Nadia. 

— Nada… —dijo, mientras pasaba la servilleta por su barbilla. Sin embargo, a pesar de esa primera palabra, se dispuso a contarme de qué se trataba el problema que tenía con Juan—. Desde que estoy acá… incluso cuando estaba con Javier…

— Te quiere coger —terminé la oración por ella—. Y ahora que estás sola, habrá sacado toda la artillería pesada —agregué después, viendo cómo ella me daba la razón, asintiendo con la cabeza.  

— Digamos que sí. Es de esos tipos que no entienden que no es no. Incluso cuando apenas habían pasado unos días de la muerte de tu papá, se acercó, primero haciéndose pasar por un amigo, obvio. Me mandaba mensajes, como pretendiendo consolarme, pero no perdía oportunidad de decirme lo linda que estaba y ese tipo de cosas. Me saludaba con besos en la mejilla, como si fuéramos amigos. Y además se piensa que soy estúpida, porque cada vez que me saluda, me tira el cuerpo encima, como para sentir mis tetas. 

— Qué pajero —dije yo, indignado. Entonces resultaba que Juan era la clase de tipos a los que yo más detestaba. Esos que buscaban cualquier excusa para manosear a las mujeres—. Y a vos ¿No te interesa él? —pregunté después, pensando en que eso de que se creía una especie de versión argentina de Richard Gere no era algo exagerado de su parte, pues el tipo tenía su facha, y así como andaba detrás de las mujeres, no fueron pocas las veces que vi a alguna chica sonriendo como estúpida mientras hablaba con él. Por otra parte, Nadia me había dado muestras de sobra de que era la típica calienta braguetas, que le gusta provocar a todos los hombres con los que se cruza. 

— Ni loca —respondió ella, tajante—. Y mi rechazo hacia él no es por su aspecto, sino por esa actitud de buitre que tiene. Es despreciable. 

Por una vez encontraba algo en común con ella. Esos tipos que andaban revoloteando alrededor de la mujer que los atrae, esperando un momento de debilidad de ellas, en lugar de valerse de sus propias virtudes, me parecían unos imbéciles. 

Aunque también me parecía raro que alguien que se dedicaba a lo que Nadia se dedicaba, tuviera ese rechazo que manifestaba por ese tipo de personas. Al fin y al cabo, mi madrastra dependía económicamente de esa clase de gente. Si no fuera por ellos, su profesión no tendría razón de ser, y se vería obligada a buscar un trabajo común y corriente, en donde no ganaría ni la mitad de lo que ganaba, y tendría que trabajar el doble. Y ni que hablar de que, el contexto en el que vivíamos en ese momento, hacía más que complicado conseguir un buen empleo. 

— Pero hoy pasó algo más ¿No? —pregunté, ya que el hecho de que me contara sobre él en ese preciso momento, no podía ser casualidad. 

— Sí —dijo ella, largando un suspiro—. Él siempre me busca charla. Saca tema de cualquier cosa. Es bastante pesado. A veces se para en la puerta del ascensor y no deja de hablarme de cualquier cosa. Siempre encuentra la excusa para decirme que estoy linda, y esas cosas… —se detuvo un segundo. Tenía la mirada perdida en el plato. Como si estuviera buscando algo entre los fideos—. Ya me cansé de rechazar sus invitaciones —continuó diciendo—. Cuando quiso acercarse a mí, tras la muerte de Javier, con la excusa de ser una especie de confidente en quien me podía apoyar en mis momentos de tristeza, tuve que ponerle un alto, porque sus intenciones eran obvias. No era tanto el tema de que se sintiera atraído por mí, sino la manera en que lo hacía ¿Entendés? Bueno, toda esta insistencia terminó por cansarme, y le tuve que poner los puntos. Pero desde hace unas semanas que me pidió disculpas. Empezó a hacerse el buenito. Como que era amable conmigo, pero esta vez respetando el hecho de que yo no me mostraba interesada en él. Y yo pensé: bueno, es alguien a quien veo casi todos los días, así que no está mal que nos llevemos bien, y si ya entendió que lo nuestro no se va a dar... Y sin darme cuenta, de a poco fue agarrando más confianza. Las charlas se hacían más largas, a pesar de que yo casi no le respondía, y mostraba apenas el mínimo interés por lo que me decía. Y también volvieron los piropos, las insinuaciones, las invitaciones a salir… Y hoy, cuando volví del supermercado, con las cosas de la cena, con la excusa de ayudarme, aunque apenas cargaba con dos bolsas, me acompañó hasta el ascensor, se metió adentro conmigo, y aprovechando la situación, me quiso comer la boca. 

— ¡Pero qué hijo de puta! —dije yo, realmente indignado. 

No es que sintiera la imperiosa necesidad de proteger a Nadia, quien era una mujer adulta, y con experiencia de sobra, y debía saber cuidarse de sí misma a la perfección. Sino que mi bronca era porque me daba cuenta de que Juan representaba todo lo que yo detestaba: una persona que no podía controlar sus emociones, y que perjudicaba a todo el que lo rodease debido a ello. Para colmo, era alguien que se dedicaba a mantener el orden. Y ahora resultaba que él mismo era el que caía en infracciones. Eso no podía quedar así. La imagen positiva que tenía de él se desmoronó por completo. 

— Pero eso no fue todo —dijo Nadia. Llenó nuevamente la copa de vino, y se tomó casi la mitad de un solo trago. 

— Qué más te hizo —dije, convencido de que el tipo había aprovechado el momento para manosearla. Era hasta casi obvio pensar en ello. Imaginaba a Juan agarrándola de la cintura, metiéndola dentro del ascensor, intentando comerle la boca, mientras sus manos bajaban lentamente.  

— Hacerme, nada. Pero lo que dijo… — respondió Nadia, tirando mi teoría a la basura. Hizo silencio durante un instante, para luego seguir—. Me dijo: “¿Qué te pasa putita, no me digas que te estás cogiendo al pendejo ese con el que vivís?”.

— Qué razonamiento más básico —comenté yo, indignado, aunque no asombrado. 

— Lo mismo pienso. En su pequeña cabecita se debe estar formando un montón de fantasías retorcidas, en las que yo soy la amante del hijo de mi difunto marido. 

Lo cierto es que más de una vez pensé que en la pobre mente de muchos de nuestros vecinos y de los empleados del edificio, anidaban esas fantasías. Varias veces me encontré con miradas suspicaces cuando entraba al edificio, aunque no le daba la menor importancia. Era como un cliché en una película, o en un libro. Viuda extremadamente linda y joven conviviendo con su hijastro de diecinueve años. No serían pocos los que creerían que sólo era cuestión de hacer dos más dos para llegar a esa conclusión. Y si encima alguno se enterara de las cosas que hacíamos  últimamente en nuestro departamento, las habladurías no tardarían en llegar a cada uno de los otros veintinueve departamentos del edificio. 

— Hay que denunciarlo con la administración —propuse, resuelto—. Lo tienen que despedir inmediatamente. Además, los ascensores tienen cámaras, así que tenemos pruebas contundentes de lo que hizo.  Mañana a primera hora envío un email. No estamos pagando a una empresa de seguridad para que anden besuqueando a las propietarias. Esto es una locura. 

Sentía el calor en mi rostro. Seguramente estaba rojo. Mi rabia no era tanto por Nadia, sino por el hecho en sí mismo. 

— No. No quiero que se arme un escándalo —me contradijo ella—. Hasta ahora vengo muy bien manteniendo el perfil bajo —agregó, a lo que no pude evitar reaccionar con asombro. ¿Ella perfil bajo? Sin embargo no dije nada—. Además… —siguió diciendo Nadia—, es un idiota, pero no sé si esto es como para que pierda su trabajo. 

— ¿De qué carajos estás hablando? —me indigné yo—. ¡Claro que es para que lo echen!

— Es que… Yo debí ser más clara con él. No tenía que haber permitido que se sintiera con tanta familiaridad. Seguro que en su imaginación creía tener oportunidad conmigo. Creo que sería mejor hacerle pasar un mal momento, y listo. 

— Ya me vas a salir con alguna de tus ideas raras —intuí yo, temeroso, aunque también intrigado. 

— Todavía no se me ocurre nada —contestó, para mi alivio y decepción a la vez—. Hagamos una cosa: esperá hasta mañana a la tarde. No lo denuncies todavía. Ahora hasta me da lástima. Pero necesita un escarmiento, eso seguro.

Cuando terminamos de comer, levanté la mesa y me fui a la cocina a lavar los platos. Siempre trataba de colaborar con los quehaceres de la casa, asegurándome de ocuparme de las cosas más livianas, obviamente. De todas formas, tal como me lo había dicho la propia Nadia por la tarde, ella ya se había percatado de mi estratagema, y no parecía molestarse por ello. Sin embargo esta aceptación de su parte no era por tonta, más bien todo lo contrario. Al ocuparse de la mayoría de las obligaciones de la casa, y de las más difíciles, se aseguraba de que yo no pudiera negarme a esos favores raros que me pedía todos los días —pasarle el protector solar por su cuerpo, sacarle fotos—. Y ahora que me había contado lo de Juan, sospechaba que requeriría de mi ayuda de alguna forma u otra. Eso sí, si me pedía algo demasiado raro, me negaría, y me limitaría a dar aviso a la administración del edificio, tal como lo tenía pensado desde un primer momento. Luego no me podría acusar de no haberle dado una mano. 

Mientras terminaba de lavar los platos, Nadia entró a la cocina. Se paró al lado mío, y se puso a secarlos con un repasador mientras yo seguía con los vasos y los cubiertos. 

— Hace tres años que me dedico a vender mis packs —comentó, respondiendo a la pregunta que le había hecho al principio de la cena—. Pero no creo que eso sea relevante.

— No, por supuesto que no. Eso lo dejaste en claro, y yo estoy de acuerdo —respondí 

Esa noche mi madrastra vestía una pollera verde de una tela bastante gruesa, y debajo de ella unas medias negras. No lo había notado, pero a pesar de estar entre casa, se había producido bastante. Llevaba el pelo recogido, y un suéter beige que, como diría Toni, le calzaba como guante. 

— Lo que sí puede ser interesante que sepas, es el motivo por el que me dedico a esto. 

— ¿Ah, sí? —dije, escéptico, pues en verdad, todavía no había llegado al punto de sentirme muy interesado por su historia de vida. 

Sin embargo, ella me lo contó: 

 — En todos los trabajos que tuve, siempre había algún superior, o algún compañero de trabajo que se quería acostar conmigo. 

— Algunos hombres son muy poco profesionales —comenté. 

— El hecho de que me sucediera lo mismo en cualquier empresa a la que iba, empezaba a asquearme. Era como si el mundo me dijera que sólo valía por mi físico, que sólo podía escalar posiciones si me arrodillaba ¿Entendés de qué hablo? 

— Sí, entendí la metáfora a la perfección —dije, casi ofendido.

— Y para colmo, nunca fui alguien precisamente brillante —confesó luego—. No pasé el curso de ingreso a la universidad, y siempre me costó mucho aprender las cosas. Así que, esto de que para los demás solo valía por mi belleza, parecía ser reafirmado por mí misma, ya que no tenía ningún talento, y no destacaba profesionalmente en mi trabajo. Tampoco es que era una incompetente, pero nunca lograba sobresalir más que por mi cuerpo. Y cada vez que conseguía un empleo, en la empresa corría el rumor de que me habían contratado porque tenía algo con el gerente. Y cada vez que cometía un error, era muy mal visto, porque a las mujeres como yo siempre se les exige el doble que a las demás, como si por ser linda estuviera obligada a ser la más eficiente de todas. 

— Entiendo —dije. 

Le entregué los vasos y los cubiertos, para que los secara. Nuestras manos se rozaron. 

— Así que pensé —siguió contando Nadia—, que ya que parecía valer sólo por mi cuerpo, le sacaría partido a la situación. Y además, dejaría de ser usada por tipos que sólo sentían lujuria por mí y que no me valoraban como persona, y sería yo la que los usaría. Además, ahora gano mucho más de lo que ganaría en cualquier otro trabajo. 

— Pero ¿considerás eso una victoria? —Pregunté, ahora con sincero interés—. Al fin y al cabo, pareciera que terminaste ocupando el rol que la misma sociedad te orilló a ocupar. 

— Ya veo que no te la pasás leyendo todo el tiempo en vano —dijo ella, con una sonrisa triste—. Simplemente tomé la mejor opción que tenía. Además, no es que piense dedicarme a esto toda la vida. Que además el cuerpo no me va a durar así para siempre. No me da la cabeza para hacer una carrera universitaria, pero hice montones de cursos: maquillaje, cocina, liquidación de sueldos, y hasta algunos de computación. 

— Ya veo. Es bueno querer superarse. Además, en la cocina sos muy buena —respondí. 

Nadia guardó los vasos en la alacena. Al hacerlo, tuvo que ponerse de puntitas de pie. Vi cómo uno de los vasos se le resbalaba de las manos. Logró agarrarlo, apenas con dos dedos, pero se notaba que en cuestión de unos instantes caería al piso y se haría pedazos. Sin pensármelo mucho, di un paso en su dirección, y estiré la mano para agarrar el vaso. Al hacerlo, sin intención, empujé con mi pelvis a mi madrastra. Ahora mi entrepierna se frotaba con su enorme culo. 

Ella quedó apretada contra la mesada, con el torso inclinado hacia adelante. Lo que me pareció raro fue que no hizo movimientos para salirse, simplemente se quedó ahí, con el trasero respingón hacia afuera. La agarré de la cintura, y me alejé un poco hacia atrás, para darle espacio y que se reincorporara. Cuando ella lo hizo, yo, torpemente, continuaba a su espalda, por lo que nuevamente mi pelvis sintió la firmeza de sus glúteos. 

— ¿Estás bien? —le pregunté. La agarré de la cintura, como para evitar que perdiera el equilibrio, cosa absurda viéndolo ahora, pues si lo había perdido había sido por mi culpa. Me separé un poco, notando, irritado conmigo mismo, que mi miembro viril empezaba a empinarse. 

Nadia dio media vuelta. Me estrechó los hombros, y acercó su rostro. 

Quedé petrificado, sin atinar a hacer nada. Vi su boca avanzando lentamente. Su cuerpo estaba nuevamente muy cerca de mí. Sus firmes tetas se apretaron en mi torso, y si antes no lo había percibido, ahora seguramente sí sentía mi semierección. 

Y entonces Nadia me besó… en la mejilla. Eso sí, me pareció que su boca tocó muy cerca de la comisura de mis labios. Y luego enterró su rostro entre mi cuello y mi hombro, y sus brazos ahora me rodeaban en un fuerte y franco abrazo. Sentía cada músculo de su cuerpo unido al mío. Sus muslos, su pelvis, sus senos, apretándose cada vez con mayor intensidad en mí. No parecía incomodarle en absoluto mi verga hinchada, que de a poco se endurecía. 

— Me voy a dormir —me dijo después al oído. 

Tardó unos segundos en separarse de mí. Vi, asombrado, que sus ojos estaban rojos y parecían haber largado algunas lágrimas, porque estaban brillosos, y debajo de ellos había una especie de sendero de humedad. 

Nadia me dejó sólo en la cocina. Me dije que ahora sí, la convivencia iba a ser difícil.


Capítulo 6


La intimidad que había surgido con mi madrastra el día anterior, me había dejado perturbado. Había llegado a la conclusión de que era una mujer anormal, que posiblemente tenía ciertos problemas psicológicos. Pero quizás la cosa era más simple de lo que yo imaginaba. Tal vez debería tomar como válido ese discurso que ya me había repetido varias veces: que ella confiaba en mí, que sabía que jamás le haría daño, ni me propasaría. 

Yo había demostrado eso de sobra. Desde el primer día en el que empezó nuestra intensa convivencia, Nadia me había orillado a situaciones inverosímiles, en las que cualquier otro tipo no dudaría en propasarse, o al menos en tirarle los galgos para ver la reacción de ella. Es cierto que, en principio, mi rectitud inquebrantable se debía tanto al rechazo que sentía hacia su persona, como al hecho de que se trataba de la mujer que hasta hacía algunos meses, dormía con papá. 

Pero de a poco, el desprecio fue reemplazado por una simple irritación, debido a lo torpe e impredecible que era. Además, la idea de que había sido responsable, al menos en parte, de la muerte de papá, cada día que pasaba se me antojaba más absurda. 

De todas formas, seguía sin comprender a esa excéntrica mujer. Estaba claro que detrás de sus actitudes había una provocación hacia mí. Seguramente quería ver cómo reaccionaba. Era como si todos los días quisiera reafirmar que realmente era alguien de confianza, que de verdad podíamos hacer cosas juntos, sin que hubiera ningún malentendido. Cosas tan normales como que ella posara desnuda frente a mí, para que yo le sacara fotos. 

Yo era de pensar que no debía huir de ese tipo de situaciones. Si de verdad era tan íntegro como yo mismo estaba seguro que lo era, no había motivos para hacerlo. Al fin y al cabo, un cuerpo desnudo no era más que eso. Y un culo era solo un culo. Aunque claro, el culo de ella no era cualquiera. 

Pero la cuestión es que solía inclinarme a pensar que, mientras que ambos tuviéramos en claro que cuál era nuestra relación, no habría problemas. Sin embargo, por momentos, me daba la sensación de que entrar en todos sus juegos podía ser peligroso. Además, esos juegos parecían ir, de a poco, in crecendo. Eran cada vez más osados. Me pregunté, no pocas veces, si ella misma no estaría perdiendo el control de sus acciones. Otra cosa que me preguntaba, no en pocas ocasiones, era ¿qué relación teníamos realmente? Anteriormente había dicho que mientras tuviéramos en claro cuál era nuestra relación, marcharía todo bien, pero lo cierto era que dicha relación no estaba claramente definida. No éramos familia. Es decir, si ella se hubiese casado con papá hacía años, y hubiera contribuido con mi educación, podría haber sido una segunda madre para mí. Pero para empezar, ni siquiera contaba con la edad suficiente para serlo. Nadia estaba destinada a conocer a papá cuando yo ya fuera grande, pues él le llevaba más de quince años, por lo que nuestro vínculo parental estaba destinado a ser endeble. 

Por otra parte, tampoco éramos amigos. Y aunque la noche anterior me había dado aquel cálido abrazo, y me había contado parte de sus motivaciones, así como la anécdota de Juan, el hombre de seguridad del edificio, estábamos muy lejos de ser amigos. Y de hecho, si bien por un momento me había enternecido —sobre todo cuando, después de que me abrazara, había descubierto que había largado unas lágrimas—, tampoco era que iba a dejar de caerme mal por haber compartido un momento como ese. Las cosas no eran tan fáciles conmigo. 

Desde ya que no éramos ni novios, ni amantes, ni nunca lo seríamos. El hecho de que mi verga reaccionara cuando la veía desnuda, o cuando, por un motivo o por otro, me frotaba con su cuerpo exuberante, no significaba nada. Sólo era una reacción natural del cuerpo.

Así y todo, ahí estábamos los dos, conviviendo. Durmiendo a apenas unos metros el uno del otro. Cenábamos juntos, y hasta compartíamos otro tipo de actividades. Y la pandemia no nos dejaría separar por un buen tiempo. 

Nunca hubiese imaginado que, a mis diecinueve años, así estarían las cosas. No por primera vez, extrañé mucho a Érica, mi exnovia. Pero tampoco por primera vez, admití para mí mismo que no se trataba de amor lo que me hacía añorarla. Era la estabilidad que tenía con ella. La seguridad que me daba tener una relación normal. Érica era mi novia. Con respecto a eso, no había muchas vueltas que dar. Nuestra relación estaba perfectamente definida, y los límites claramente marcados. Pero con Nadia todo era demasiado confuso. 

Así que, a pesar de que ese extraño, imprevisto, tierno, y algo incómodo abrazo, parecía ser el preludio de una relación mejor entre ambos, había cierto temor en mi interior. Así que ese día hice todo lo posible por esquivarla. Estuve mucho tiempo en mi cuarto, y cuando ya no toleraba más el encierro, salía al balcón a leer. Nadia parecía entender mi distanciamiento. Era  como si el día anterior hubiéramos estado tan cerca, que ahora precisaba aislarme un momento, para no sofocarme. 

Pero todo eso fue en vano, porque si bien había logrado hacer de cuenta que me encontraba solo en el departamento durante la mayor parte del día, las últimas horas sucedieron cosas que tiraron por la borda todo ese esfuerzo. 

Todo comenzó cuando la vi saliendo de su habitación.

— ¿A dónde vas? —le pregunté, extrañado al ver su apariencia. 

Era el quinto día del aislamiento social obligatorio y preventivo, y esa misma tarde, en los noticieros, habían confirmado lo que yo ya temía: la medida se extendería hasta el treinta y uno de marzo. Lo peor no era la extensión en sí misma, ya que, al fin y al cabo, sólo eran unos cuantos días más de lo que estaba previsto. Lo malo era que todos dudaban de que esa fecha realmente fuera la definitiva. Respecto al maldito virus, era mucho más lo que no se sabía de él que lo que se sabía, así que lo más probable era que antes de cumplir con el nuevo plazo, nos enteraríamos de que la fecha se correría hacia adelante nuevamente, pues los casos eran cada vez más numerosos, y parecía ser mucho más contagioso de lo que se afirmaba que era en un principio. 

Era por eso que verla a Nadia, a punto de salir de la casa cuando ya estaba anocheciendo, y para colmo, vestida de esa manera tan llamativa, me llevó a pensar que se había hartado de la cuarentena, y había decidido rebelarse. 

— Al supermercado —fue su respuesta, sin embargo, colocándose un coqueto cubrebocas negro con pintitas plateadas. 

— ¿Al supermercado? ¿Y vas vestida así? —dije, sin poder evitar preguntárselo. 

No era que me sorprendiera el hecho de que usara ropas diminutas, que dejaban muchas partes de su cuerpo al descubierto, pero ese vestido negro, corto y ceñido, que lucía en ese momento, era más para ir de fiesta que para andar por el barrio casi desierto, unos minutos antes de que todos los negocios de la zona cerraran. Además, se había puesto bastante perfume, y se había arreglado el pelo, que ahora estaba completamente lacio y prolijamente peinado. 

— No necesito más motivo que ese para ponerme linda —respondió, sin inmutarse ante mi asombro—. ¿Estoy bien así? —preguntó después, dando una vuelta, para que yo pudiera verla desde todos los ángulos. 

— Sí, qué se yo —respondí. 

Nadia salió apurada, pues si no lo hacía, el supermercado cerraría antes de que ella llegara. Había esperado hasta el último momento para hacer las compras, la torpe. 

Quince minutos después recibí un mensaje suyo. “¿Me ayudás con las bolsas?”, decía. Resoplé, fastidiado. ¿Qué se había puesto a comprar?, me preguntaba. No sabía que era de esas mujeres que iban a la tienda por un par de cosas, y salían de ellas con un montón de bolsas repletas de mercaderías que en realidad no necesitaban. De todas formas, ya me estaba cansando del aislamiento. Para alguien como yo, que no trabajaba, y que aún no comenzaba a cursar las clases en la universidad, el encierro se estaba haciendo muy duro. Así que salir a tomar un poco de aire fresco en la noche no me haría nada mal. 

Cuando salí, ella ya estaba a media cuadra.

— Pero si no estás tan cargada —dije cuando la vi, sintiéndome estafado. 

Mi madrastra llevaba cuatro bolsas llenas de mercaderías. No era nada con lo que no pudiese lidiar una chica joven y deportista como lo era ella.

— Qué raro, vos quejándote —fue lo único que atinó a contestar. 

Me entregó tres de las cuatro bolsas, quedándose con la más liviana, y volvimos al departamento. En los pocos metros que caminamos juntos, las escasas personas que andaban por la calle, haciendo las últimas compras del día, o paseando a sus mascotas, fueran hombres o mujeres, no disimularon su fascinación al ver a Nadia. A pesar de que solo podía ver sus ojos, debido a que todos iban con cubrebocas, estos eran sumamente expresivos. Y es que ella tenía su tonificado y voluptuoso cuerpo, que parecía a punto de explotar, dentro de ese diminuto vestido negro, el cual apenas alcanzaba a cubrirle las nalgas. Su piel aún conservaba algo de su bronceado. Su pelo rubio, largo, bailaba al ritmo de la brisa otoñal. No hacía frío, pero el clima ameritaba al menos un suéter, por lo que eso era otro detalle que la hacía resaltar en el paisaje otoñal. Además, yo que la tenía de cerca, pude notar que sus pezones se marcaban en la tela, dejando en evidencia que carecía de corpiño, y que además los tenía duros. 

Entramos al edificio. En ese momento me percaté de que Juan se encontraba en la recepción. Supuse que Nadia había esperado a salir en el último momento, y se había producido tanto, debido a eso. Quería forzar un encuentro con él. No era tan torpe después de todo. Estaba resentida con él, debido a lo que había pasado el día anterior, y quería verlo sufrir. En este punto yo le daba la razón. El tipo había demostrado ser un verdadero imbécil. Todavía no se me iban las ganas de hacer que lo echen. 

Ella le clavó una mirada intensa y fría a la vez. Juan la saludó con un movimiento de cabeza, y susurró un “hola” que apenas oí. Casi pareció pronunciar la palabra con temor, y tenía sus motivos para sentirse así. Ella no le devolvió el saludo. Pude ver cómo el tipo pareció encogerse, ahí en su asiento detrás del escritorio. Me dio la impresión de que pretendió mostrarse impasible y digno, pero le fue imposible ocultar su turbación. Probablemente en ese punto se había arrepentido de lo que había hecho y de lo que había dicho, pero ya era tarde para eso. Como toda buena mujer despechada, sabiendo que poseía una gran ventaja en contra de él, ya que Juan se sentía tremendamente atraído por ella, mientras que Nadia, en el mejor de los casos lo tenía a consideración, junto con una centena de otros admiradores, mi madrastra pensaba aniquilarlo con la indiferencia, arma letal para hombres que se creían enamorados. 

Así que ese era el castigo que le tenía preparado al pobre infeliz. Algo simple, pero para alguien como él, que por lo visto estaba obsesionado con ella, sería muy duro. La vería pasar todos los días, siempre viéndose increíblemente sensual, restregándole su belleza en la las narices. Ella ni siquiera se molestaría en saludarlo, y si él cometía el error que acababa de cometer, de saludarla, sólo se encontraría como respuesta con un gélido mutismo. La frialdad del desdén podía ser devastadora para alguien como el hombre de seguridad, quien parecía incapaz de controlar sus emociones. Y sospechaba que, el hecho de verla vestida así, conmigo a su lado, entrando al ascensor, para dirigirnos a nuestro departamento en el que vivíamos solos, le daría mucho en qué pesar. Ahora, hasta me daba un poco de pena el infeliz. 

El ascensor, un cubículo viejo y tembloroso,  se cerró, y quedamos solos en el pequeño espacio. 

— Bueno. Por la cara que puso, tu plan pareció funcionar. Ahora su castigo serán sus propias fantasías. Su pobre cabecita debe estar trabajando a mil por horas —comenté. Pero ella sólo se limitó a sonreír. En ese momento empecé a sospechar que, en realidad, yo no tenía idea de lo que pasaba por la cabeza de esa mujer. Había sido muy arrogante de mi parte asumir que había adivinado tan fácilmente su estrategia, y estaba a punto de darme cuenta de ello.  

De repente se corrió el cubrebocas hacia abajo y se me acercó. Si no hubiera tenido la experiencia del día anterior, en la que casi me convenzo de que mi madrastra me daría un beso en la boca, para luego desengañarme, en esta ocasión hubiera imaginado lo mismo. Pero de todas formas me asombré cuando se arrimó a mí. Torció un poco su cabeza hacia la izquierda, y me mostró su cuello, como si quisiera que se lo mordiera. 

— ¿Te gusta mi perfume? —preguntó, con una sonrisa pícara en su boca de labios gruesos. 

— Qué se yo —respondí.

No podía alejarme de ella, pues me encontraba en el rincón del ascensor. No había lugar a donde pudiera huir. Había dejado las bolsas en el suelo, pues el viaje en el lento ascensor podía parecer largo. Ella me imitó, soltando la bolsa que cargaba, y eso que casi no pesaba nada. 

— Agarrame de la cintura y oleme el cuello —insistió. 

Con sus ojos, señaló hacia arriba. Ahí me di cuenta de por dónde iba la cosa. En una de las esquinas superiores se encontraba la cámara de seguridad. No me cabían dudas de que Juan estaría viéndonos desde el monitor que tenía en su escritorio. Nadia se arrimó más a mí, haciéndome sentir sus suaves tetas naturales en mi torso.  

No me divertía nada la idea. Me había costado mucho controlar mi erección cuando le había sacado fotos, totalmente desnuda, encima de su cama. Ahora que frotaba sus senos y su ombligo en mí, sería mucho más difícil lograrlo. Si me hubiera dicho que iba a hacer eso, antes de salir de casa, me hubiera negado rotundamente. Sin embargo, estando ya metido en su venganza, no me negué a participar en ella. Era como cuando, en una fiesta, alguien te insistía en sacarte a bailar, a pesar de que no tenías ganas de hacerlo. Negarse resultaba tan incómodo como hacerlo. 

— Traje para cocinar canelones de jamón y queso —dijo ella, para terminar de convencerme, sin saber que ya no hacía falta. Conocía muy bien mi punto débil la zorra.

— No me vas a convencer siempre con la comida. Además, de todas formas vas a cocinar —contesté yo. No obstante, me quité mi cubrebocas y lo guardé en el bolsillo, luego la agarré de la delgada cintura—. Me gusta la salsa con mucha cebolla —especifiqué. 

— Claro. 

Mi respiración en su cuello le generó cosquillas. Se abrazó a mí. Mis manos estaban muy, muy cerquita de su codiciado orto. El perfume era realmente rico, aunque se había puesto mucho, para que la olieran no solo teniéndola de tan cerquita, como la tenía yo ahora, sino que cualquiera que se cruzara a unos metros suyo podría percibirlo, incluyéndolo a Juan, por supuesto. Pero yo no me limité a oler el dulce aroma. Apoyé mi nariz sobre su cuello, e hice un movimiento, a todo lo largo de este, casi llegando a su rostro, para luego bajar lentamente hasta el nacimiento de su hombro. Nadia se estremeció por las cosquillas que le generaba mi respiración, y se aferró más a mí. Sus enormes tetas se apretujaron en mi cuerpo.  

Entonces me agarró del rostro, y lo puso frente al suyo. Ahora su nariz hacía contacto con la mía. Nadia hizo movimientos a derecha e izquierda, en un tierno beso esquimal. Luego se detuvo, y me miró a los ojos. Su expresión era seria. Por un instante no quedaron rastros de la alegría infantil que le generaba herir a ese tipo que la había agredido tanto física como verbalmente. Daba la impresión de que eso ahora no importaba.

— Me alegra tener a alguien como vos, que me apoye y que me respete, sin pretensiones, y sin confundir las cosas —dijo. 

— No es nada. Aunque la verdad es que no me gustan mucho estas cosas —dije, pero no agregué que, por algún motivo, no podía evitar seguirle la corriente siempre que me arrastraba a esos juegos absurdos. Quizás estaba demasiado aburrido—. Pero bueno, por esta vez es para darle celos al boludo de Juan. Se debe estar retorciendo del veneno. 

Nadia me dio un beso en la nariz, y luego otro entre el mentón y el labio inferior. Sentí la humedad de sus labios impregnarse en mi piel. 

— ¿Qué hacés? —pregunté. 

— Él va a pensar que son besos en la boca —explicó mi madrastra. 

Era cierto. Ella le daba la espalda —y el culo— a la cámara. Y desde el ángulo en el que él nos estaría viendo, y considerando que parecía ser una persona sumamente básica, el hombre de seguridad no dudaría en dar por sentado que nos estábamos comiendo la boca. 

— Voy a hacer de cuenta que sos mi pequeño hijo, y te voy a comer a besos como una madre cariñosa. Dejemos que él que crea lo que quiera creer —dijo. 

— No digas boludeces —contesté, ya que eso de fingir ser una madre me pareció totalmente fuera de lugar. 

Pero no tuve tiempo de seguir quejándome, porque sus labios impactaron de nuevo conmigo, esta vez un poquito más arriba, apenas esquivando el labio. Su nariz se frotaba con la mía. Nuestras respiraciones parecían estar sincronizadas. El aliento de Nadia largaba un fresco aroma a menta, y cuando sus labios, por un instante, se separaban, veía su lengua movediza, que parecía querer salir.  

— Bajá un poquito más las manos —dijo ella, en un susurro que me pareció un ronroneo—. Que parezca que me estás tocando —explicó después.  

Era un pedido inusitado. Mis manos estaban en su cintura. Si las bajaba sólo un poco, como ella decía, no es que iba a parecer que la estaba tocando, sino que realmente lo estaría haciendo. 

Sin embargo, imaginé que a ella no le molestaría. Por algo me lo pedía. Deslicé los dedos sobre el vestido, unos milímetros, muy lentamente. Con eso bastó para que, al tacto, pudiera comenzar a percibir la enorme curva que hacía su cuerpo cuando terminaba la cintura y comenzaba el prodigioso trasero. La tela era suave y fina, y la creciente rigidez que iba sintiendo en mis dedos, resultaba más agradable al tacto, incluso, que tocarle directamente la piel.  Era una experiencia nueva, y peligrosamente agradable. 

— Un poquito más —pidió ella, para luego darme un beso en la nariz, y sonreírme—. No pasa nada. 

De todas formas, ya había tocado ese trasero anteriormente. Era cierto que en aquella ocasión la cosa estaba medianamente justificada, pues lo había hecho solo para ponerle bronceador. Pero en este caso la situación se me hacía aún más rara. Pero qué más daba. Haría de cuenta que estábamos actuando, que en realidad era lo que estábamos haciendo. Bajé la mano, solo un poco, y eso bastó para encontrarme, ya no con comienzo de su zona más carnosa, sino que ahora percibía la redondez y la firmeza de ese orto, en todo su esplendor. 

Esta vez fui yo el que besó a Nadia, mientras mis dedos se hundían, solo un poco, en su tersa piel. Mis labios tocaron la comisura de sus labios, y luego bajaron hasta su mentón. 

— Buen chico —me felicitó Nadia, susurrando. 

— Más te vale que sean los mejores canelones que haya comido en mi vida —dije. 

— Sos uno en un millón —respondió ella. 

Entonces el viejo ascensor se detuvo, y la puerta corrediza se abrió. Nos separamos inmediatamente. Nadia agarró tres bolsas del suelo, y salió primero. En ese momento me di cuenta de que su vestido se había levantado, debido a las caricias —que creí que habían sido sutiles, casi imperceptibles para ella—, que le había propinado. No es que se hubiera levantado mucho, pero como ya de por sí era tan corto, y apenas cubría sus partes con lo justo, ahora dejaba ver el comienzo de los cachetes de su culo, y la prenda íntima negra que llevaba puesta. 

— Esperá —le dije.

Agarré del vestido, desde su parte inferior, y tironeé hacia abajo, para cubrir su trasero. 

— Gracias —dijo ella—. No me había dado cuenta. Que tonta. 

Guardamos las cosas en la cocina. Ya era hora de que comenzara a preparar la cena, así que me dispuse a dejarla sola. Pero ella me detuvo. 

— Esperá. Creo que sería bueno que aproveche este vestido. Sería una pena que sólo me haya producido así por el marrano de Juan. 

— Ni me lo digas. Seguramente querés que te saque unas fotitos mientras cocinás —contesté, y como quería desembarazarme del asunto lo antes posible, agregué—: Bueno, empezá a cortar la cebolla, que ya mismo te las tomo. Ya me imagino cómo querés que sean. Enfocándote desde abajo, para que salga tu culo en primer plano ¿No? 

— Estaba pensando en algo diferente —dijo mi madrastra. 

— Acá vamos de nuevo —comenté, dándome cuenta de que lo del ascensor parecía ser apenas el comienzo de otra jornada bizarra. 

Escuché atentamente su propuesta. Si bien ya casi había perdido la capacidad de asombro en lo que respectaba a Nadia, no me había visto venir lo que me proponía. Mi primera reacción fue negarme, como de costumbre. Pero Nadia esgrimió que no era muy diferente a lo que habíamos hecho hasta el momento, que no me preocupara, ya que tenía una confianza ciega en mí, y sabía que yo no me propasaría. Finalmente, cuando aún me mostraba reticente, insinuó que quizás, a partir de ahora, deberíamos empezar a turnarnos para cocinar. 

Qué más daba, pensé yo. Qué le hacía una mancha más al tigre. 

— Nadie va a creer que estás cocinando vestida de esa manera —dije, poniéndome en un lugar desde donde podría enfocarla bien. 

— Pero es lo que estoy haciendo ¿No lo estás presenciando vos mismo? —contestó ella, para luego empezar a picar la cebolla sobre la tabla de madera que había puesto en la mesada. 

— Sí, claro. Pero de todas formas, nadie lo va a creer. 

Encendí la cámara del celular. Mi madrastra aparecía de espaldas, y un poco de perfil. Realmente era difícil imaginar que alguien que estuviera usando ese vestido, como si acabase de llegar de una fiesta, estuviera preparando la comida de esa noche. Sus zapatos de tacones altos, que le daban cierto aire de prostituta vip, tampoco ayudaban a que la escena pareciera cotidiana. Quien la viera, pensaría que Nadia no era capaz ni siquiera de encender la hornalla. Pero en lo que respecta a lo culinario, nunca pude decir nada negativo de ella, más bien al contrario, si me veía obligado a dar mi opinión, diría que es una excelente cocinera. 

Yo la grababa desde la entrada de la cocina. Me había dicho que el video debía durar apenas dos minutos, así que, aún con cierta reticencia, me dispuse a hacer mi parte. Me fui acercando, dando pasos lentos, pero sin detenerme. Poco a poco, Nadia ocupaba más espacio en el visor de la cámara. Ella se limitaba a concentrarse en lo que estaba haciendo, fingiendo que no se percataba de que la estaba grabando. Sin embargo, se había corrido el pelo hacia el lado opuesto desde donde ahora la enfocaba, para que su cara saliera perfectamente de perfil, y todos se dieran cuenta de que se trataba de ella. 

Cuando estuve muy próximo a ella, me senté en un pequeño banco que había colocado estratégicamente contra la pared que ella tenía detrás. Tomé su imagen desde ahí abajo, tal como me había enseñado unos días atrás. Su trasero pasó a ser el protagonista de esa corta película casera. No me cabían dudas de que en este punto, los futuros espectadores ya estarían con las vergas firmes como mástil. 

Mi madrastra había tomado la idea de lo que nos había sucedido en el ascensor. Se subió el vestido unos centímetros, de manera que ahora la prenda no alcanzaba a tapar su pomposo orto en su totalidad, sino que las curvas de la parte inferior de sus nalgas, aparecían, insinuantes, a la vista. Ella extendió la mano, para agarrar una pequeña olla con un poco de aceite donde luego colocó la cebolla que acababa de picar. Pero sin embargo, nada de eso se vio por la pantalla del celular. Desde la posición en la que me encontraba, sólo pude captar cómo ella se estiraba e inclinaba a la vez, cuando agarraba la olla. Ese movimiento hizo que su culo saliera para atrás, y que el vestido se levantara un poquito más. Bajé un poco el celular. Ahí enfoqué perfectamente la tanguita negra que llevaba debajo del vestido. 

Era una pose muy sensual, y esa prenda en particular, resultaba muy erótica. Si bien ella ya tenía incontables fotos entangada, era lo suficientemente astuta como para saber que este pequeño video, en donde se veía apenas una parte de la tela de su ropa interior, sería mucho más popular que otros en donde ya aparecía directamente en tanga. 

Pero ella me había dejado en claro que no se conformaría con eso, y yo, sediento de orgullo quizás, había aceptado ser parte de su juego. 

Miré la pantalla del celular. Todavía no se había cumplido un minuto desde que empecé a grabarla. Tragué saliva. Era increíble lo lento que transcurría el tiempo en determinadas situaciones. 

No tenía sentido seguir esperando. Extendí mi brazo, el cual, en ese preciso momento, apareció en escena. De hecho, su enorme culo y mi brazo eran ahora lo único que aparecía en la pantalla. 

Agarré el vestido desde su parte inferior, y muy despacito, lo fui levantando, sintiendo, a su vez, la suave piel, siendo rozada por mis dedos. Ahora sí, el absurdamente perfecto culo de mi madrastra, apareció al completo para toda la comunidad pajeril que la admiraba. Ella, fiel a su papel, seguía con lo suyo, como si no reparase en que alguien le había levantado el vestido hasta dejarlo a la altura de su cintura. 

Entonces apoyé mi mano en uno de los imponentes cachetes. Y lo estrujé. 

Ya tenía experiencia manoseando el culo de Nadia, pero esto era diferente. La primera vez, en el balcón, mientras le ponía protector, había pasado mis manos con mucha suavidad por todo su portentoso trasero, ejerciendo la presión justa y necesaria para poder aplicarle la crema. Me había internado en las partes más profundas de él, era cierto, pero la sensación de mi tacto estaba limitada por la intensidad con que la tocaba. Por otra parte, hacía unos minutos, en el ascensor, sí la había apretado un poco. Pero eso sólo fue por un instante, y además, era algo que hacíamos para que Juan reventara de celos. En esa ocasión había presionado, sí, pero sólo lo justo como para que, desde el monitor, él viera cómo los dedos se hundían, dejando pequeñas arrugas en el vestido. 

Pero lo de ahora ya era obsceno. Mi mano estaba con los dedos extendidos, para abarcar la mayor cantidad de carne posible, y se cerraban en el glúteo de mi madrastra, apretándolo con violencia, hasta el punto en el que sentía cómo esa firme y redonda nalga se hundía en las partes en las que mis dedos hacían presión. 

Después de unos segundos, la solté. Durante unos instantes el glúteo templó, para enseguida tomar su forma original. Aunque de todas formas, las marcas de mis dedos quedaron marcadas en su piel, casi como si le hubiese dado una nalgada. 

Esto último me dio una idea. Nadia merecía una pequeña venganza de mi parte. Siempre terminaba logrando que hiciera lo que ella quisiera. Pero por esta vez, daría una pequeña vuelta de tuerca a las indicaciones que me había dado. 

Entonces, sin previo aviso, alejé mi mano de su trasero, para luego volver a hacer contacto con él, pero esta vez, mediante un fuerte azote. 

Nadia pegó un grito, dio un respingo, y después dio vuelta a mirarme, asombrada, aunque, para mi desgracia, no parecía disgustada. 

Y entonces le di otra nalgada, en la parte más carnosa de su culo, viendo cómo este temblaba, como si fuera una fuente de agua en la que caía una piedra, para, en cuestión de unos instantes, recuperar su forma original. Y luego le di otra, y otra, y otra… 

Vi cómo se iba enrojeciendo de a poco, hasta que todo el enorme cachete quedó colorado. Entonces continué con la otra nalga. Un  potente latigazo, que ya no la hacía gritar, pero si la instaba a detenerse en su tarea culinaria, y la obligaba a dar pequeños saltitos debido a la potencia de los golpes. 

Apagué la cámara. Pero no me molesté en acomodarle el vestido. Me puse de pie. Vi que ella había hecho a un lado la tabla donde había empezado a picar ajo. Tenía el torso inclinado, y sus brazos apoyados en la mesada, como para ayudarse a hacer equilibrio. 

— No te dije que hicieras eso —me recriminó. En su tono parecía haber decepción.

— No te quejes. Estoy seguro de que a los degenerados de tus seguidores les va a gustar lo de las nalgadas. 

— Eso es cierto. Pero…

— Pero ¿qué? 

— Así es como se empieza —dijo ella. Mientras hablaba, seguía exactamente en la misma pose en la que había sido grabada, con la vista hacia delante, y con su vestido levantado hasta la cintura, y sus nalgas enrojecidas a la vista. 

— Así se empieza ¿A qué? 

— Me prometiste que nunca ibas a hacer nada que no quisiera que me hagas —recordó ella. 

— No seas tonta. Sólo le agregué algo a lo que vos misma me habías pedido que hiciera. 

— Supongo que tenés razón —reconoció ella, ahora más convencida. Pero luego agregó—: ¿Y vas a hacerme algo más? 

Me acerqué a Nadia. Apoyé mis manos en su cintura. Tenía una erección óptima, que por primera vez, no me molesté en ocultar, aunque no creo que ella la haya visto, ya que en ningún momento había desviado su mirada hacia atrás. Era como si no quisiera verme, quizás intuyendo mi estado. Sin embargo ahí estaba la erección. Si solo me acercaba a ella unos centímetros más, mi madrastra la notaría, pues aunque no la viera, la sentiría, hincándose en sus nalgas. Sería algo mucho más amoral que lo que había pasado el día anterior, cuando me había apoyado en sus glúteos, sin intención, para evitar que se cayera el vaso de vidrio. Esta vez no tenía una simple hinchazón. Esta vez mi lanza estaba dura como roca y apuntaba peligrosamente al trasero de mi madrastra. 

— ¿Vos querés que haga algo más? —pregunté yo a su vez—. Porque si lo hago, no quiero que después te quejes como ahora. 

Hubo un momento de silencio en donde sólo se escuchaban nuestras respiraciones, las cuales parecían más agitadas de lo que deberían. 

— No, no quiero nada más —dijo ella finalmente, aunque seguía dándome la espalda, con el trasero al aire al alcance de mis manos, como si, a pesar de sus palabras, dejara en mis manos la decisión final—. Estuviste muy bien, gracias. Me alegra que me ayudes con estas cosas —agregó después, aún inmóvil.  

Entonces mis manos hicieron mayor presión en ella. Apreté el vestido, hasta arrugarlo. Luego, en un movimiento veloz, tiré hacia abajo, haciendo que la prenda la cubriera de nuevo. 

— Avisame cuando esté la comida —le pedí. 

— Claro. Te mando un mensaje —dijo, quizás adivinando que si iba a golpear mi puerta, lo más probable era que me encontrara en plena masturbación—. Y vos mandame el video —agregó después, con un tono de voz que casi había recuperado la normalidad. 

Quedó dándome la espalda, apoyada en la mesada, con la cabeza gacha. Me fui a mi habitación. No por primera vez, tuve que masturbarme, sin evitar pensar en Nadia. 


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