La profesora Melisa y su sombra
El fin del cuatrimestre estaba
llegando a su fin. La profesora Melisa Gimeno estaba contenta de que su
sufrimiento terminase al menos por unos meses. No es que no le gustara su
trabajo, al contrario, amaba la docencia. Pero su otra mitad, esa otra Melisa,
desde hacía años que no la dejaba vivir en paz.
Eran
incontables las pérdidas que había sufrido a causa de su otro yo: Trabajos,
parejas, amigas… Cada vez que esa otra Melisa, esa sombra, tomaba el mando,
dejaba un desastre a su paso. Pero tras algunos años de terapia y con la ayuda
de algunos medicamentos, logró mantenerla en silencio durante casi un año. No
obstante, el miedo a quedar encerrada en esa profundidad oscura, siendo sólo
una espectadora de su propia vida, mientras esa otra tomaba el control, solo
para hacer todo lo que ella jamás haría, la atormentaba día a día,
Melisa
llegó al aula muy acalorada. Como se trataba de una universidad pública, el
presupuesto no alcanzaba para instalar equipos de aire acondicionado, por lo
que en días tan bochornosos como ese, se veía obligada a usar ciertas prendas
que no debían usarse en un salón de altos estudios como ese. En este caso usaba
un vestido floreado suelto, por donde se filtraba una brisa que se levantaba
cada tanto, y se colaba por entre las aberturas de su prenda para refrescar su
cuerpo.
En el aula había pocos alumnos, pues
sólo asistieron quienes habían rendido el recuperatorio. Los demás ya habían
aprobado la materia.
Todavía
le causaba cierta contrariedad pararse frente a la clase. El hecho de que
muchos de ellos fueran incluso mayores que ella, la intimidaba. Apenas contaba
con veinticinco años y había conseguido el puesto gracias a la ayuda de su
padre, quien era el jefe de cátedra. Muchas veces se había dicho que jamás
terminaría bajo las alas de su padre. Ahora que era adulta, no tenía por qué
depender de él. Sin embargo, sus fracasos en trabajos anteriores la obligaron a
tragarse el orgullo y aceptar el puesto de profesora asistente en la cátedra de
sociología.
— Buenas tardes, chicos —saludó. Al inclinarse para
apoyar su carpeta en el escritorio, sus bustos se asomaron. Notó la mirada de
algunos de los chicos, en especial la de Mateo, un rubiecito delgado de veinte
años, quien desde hacía rato la miraba con cara de enamorado, aunque Melisa
sospechaba que lo que sentía el muchacho no era precisamente amor—. Bueno, hoy
vamos a estar sólo un rato. Les digo las notas y damos por finalizado este
cuatrimestre.
La
profesora tomó el listado con las notas. Había aprobado a todos. Algunos no se
lo merecían, pero no quería lidiar con exámenes finales, así que regaló un
punto extra a más de uno. Además, no era que la materia sociología fuera
esencial para futuros licenciados en economía como ellos. Los alumnos se
mostraron sumamente contentos cuando supieron que se acababan de sacar de
encima a esa materia tediosa.
Mientras
Melisa se quedaba haciendo algunas anotaciones, los chicos iban pasando a su
lado y la saludaban. Sin embargo, tres de ellos se quedaron parados frente a
ella.
— Profe, nosotros vamos a ir a tomar unas cervezas
para festejar ¿No quiere venir con nosotros?
El
que la había invitado era Carlos, un hombre de treinta años, uno de lo mayores
del curso. Detrás de él, expectantes, estaban Lautaro, un chico que se peinada
de manera rebuscada y usaba gel, con un cuerpo delgado que sin embargo era
musculoso; y su gran admirador, Mateo, que esperaba la respuesta de la
profesora con las mejillas sonrosadas.
— Claro, vamos. Pero no vayamos a los bares que están
frente a la universidad, llévenme a un lugar más alejado.
Mientras
se subía al auto de Carlos, quien llevaría a los cuatro, a Melisa la asaltó la
duda. ¿Por qué dije que sí? Ciertamente durante un segundo se sintió empujada
hacia un abismo infinito, y las palabras que había pronunciado las recordaba
apenas como si se tratara de un sueño.
Pensó
que quizás era mejor disculparse y bajarse del auto. La otra Melisa acechaba
desde muy cerca, y ella nunca pretendía nada bueno. Sin embargo, se dijo que su
sombra estaba muy debilitada. Si realmente pudiese tomar el control como lo
hacía antes, no lo hubiese hecho durante un tiempo tan corto. La medicina haría
su efecto, como siempre. El hecho de haber perdido el control durante unos
segundos, seguramente se debía a que se encontraba paranoica por ser el último
día de clases. Estaba obsesionada con que todo saliera bien. Debía mantener la
calma. Además, si actuaba de manera tan contradictoria y se arrepentía de ir
con sus alumnos, corría el riesgo de que descubrieran que había algo raro en
ella.
Llegaron
a un bar que quedaba a dos kilómetros de la universidad. Era un tugurio pequeño
y oscuro. Melisa se sintió a gusto al no encontrarse con ningún conocido, pero
no creía buena idea que sus tres alumnos pensaran que ella avalaba una reunión
tan íntima con ellos.
— Y cuánto les falta para recibirse… de qué piensan trabajar
cuando lo hagan —inquirió Melisa, dejando en claro que los tres, incluso Carlos
quien era mayor que ella, eran alumnos y ella su profesora. Les gustara o no,
no había una relación de igualdad entre ellos, y eso debían entenderlo.
Mientras
Melisa escuchaba las respuestas de los alumnos, sintió como si una pastilla de
clonazepam comenzara a hacer efecto en ella. Se sintió dormirse. Creyó que se
desplomaría frente a sus alumnos. Intentó decir algo, pero no pudo articular
palabra, y los chicos no parecieron notar nada raro.
Se
despertó, agitada, escuchando una música movida. Creyó que estaría tirada en el
suelo, o con la cabeza apoyada en la mesa, mientras los vasos de cerveza,
volcados, derramaban el líquido en el piso. Sin embargo, se encontró bailando
en medio del bar. Carlos la tomaba de la cintura, y su mano era tan grande que
alcanzaba a rozarle el inicio de la nalga. Melisa se apartó de él.
— Mejor volvamos a la mesa, me agarró sed.
Así
lo hicieron. Mateo parecía molesto por la situación. Probablemente se había
puesto celoso, pensó Melisa. Lautaro, en cambio, la miraba con una sonrisa de
admiración. ¿Había hecho algún movimiento sensual mientras estaba dormida?
Decidió
que debía salir de ahí cuanto antes. Si había algo peor que quedar de
espectadora mientras esa otra Melisa hacía de las suyas, era quedarse dormida
sin siquiera saber qué sucedía. Eso pasaba muy de vez en cuando, y la última
vez que había sucedido, la otra Melisa le había dicho cosas tan horribles a su
mejor amiga Karina, que ya no se volvieron a hablarse.
Dejó pasar apenas unos minutos.
Después de vaciar el vaso de cerveza les diría que gracias por invitarla, pero
debía volver a casa. Cuando estuvo a punto de hacerlo, su mente se sumergió en
una penumbra absoluta. Cuando volvió en sí, se encontró con el vaso de nuevo
lleno. Los tres chicos la observaban, prestando suma atención a lo que estaba
diciendo.
— ¿En qué me había quedado? —preguntó Melisa.
— Nos estabas hablando de la noche de año nuevo —dijo
Mateo, con su rostro ya no sonrosado, sino rojo.
Melisa
también enrojeció. La noche de año nuevo había sido una de las últimas veces en
que había perdido el control de su cuerpo. El primero de enero había amanecido
en una cama desconocida, con dos vecinos que habían intentado seducirla incontables
veces cuando eran más jóvenes. Le había costado mucho convencerlos de que sólo
fue una cosa del momento, y que el alcohol había hecho su parte. De ahí que
había tomado la decisión de pedir ayuda profesional. ¿Hasta dónde les había
contado? A juzgar por las miradas libidinosas, la historia había avanzado
mucho. Aquella noche, la otra Melisa la había obligado a hacer cosas que nunca
había hecho. El que lo hiciera con dos hombres, sólo era un detalle más. Al día
siguiente le costó sentarse, pues su trasero estaba muy adolorido. Y tuvo que
ducharse muchas veces hasta que dejó de sentir el olor a semen impregnado en su
piel.
– Creo que esto está haciendo más efecto del que
imaginé —dijo melisa, señalando la cerveza, con una sonrisa forzada—. Eso me
pasa por no tomar casi nunca. Un vasito de birra y ya me hace efecto. Me van a
disculpar caballeros, pero me voy a tener que retirar— agregó la profesora, ya
convencida de que debía huir de ese lugar. El hecho de generar una escena
extraña ya no importaba. Lo esencial era escapar antes de que la otra Melisa
tomase el control de nuevo.
— Bueno profe, la llevo —se apresuró a decir Carlos.
— No hace falta…
De
nuevo la oscuridad. Pero ahora podía ver a la otra Melisa hablando con los
chicos. Sentía su propia sonrisa traviesa en los labios, veía cómo Mateo la
miraba embelesado y confundido, a la vez que Carlos le hablaba. Finalmente se
metieron los cuatro en el auto. Cuando Melisa recuperó el control, se habían
internado en la ruta. Al menos en verdad iban en dirección a su casa.
Carlos
manejaba. Por algún motivo los otros dos chicos, Mateo y Lautaro, iban detrás junto
a ella, uno a cada lado. Veinte minutos más y todo terminaría. ¿Cómo evitar que la otra se apodere de nuevo
de ella? Melisa nunca supo cómo hacerlo. La otra, la sombra, parecía poder
tomar el control cuando quería. Tal vez el único motivo por el que no tomaba el
control absoluto era porque tenía un tiempo limitado para hacer de las suyas.
Quizás esa alma oscura se agotaba con facilidad.
— Por favor, déjenme en mi casa, no quiero hacer
ninguna estupidez —rogó Melisa. Pero enseguida se dio cuenta de que sus
palabras no salieron de sus labios, sólo se quedaron en su cabeza.
Sin
darse cuenta, ya había perdido el control de nuevo. Podía escuchar el motor del
auto y las bocinas de los otros vehículos; podía percibir el olor a cerveza y a
perfume de sus alumnos; podía sentir el viento fresco soplando sobre su piel;
pero no podía decir nada, y su cuerpo ya no le respondía. Sus piernas se
descruzaron sin que ella lo haya querido hacer.
Sintió
cómo la otra Melisa giraba su rostro y miraba fijamente a Lautaro. Sus labios
se acercaron a los del muchacho. Se unieron. La otra Melisa abrió la boca, y la
verdadera Melisa sintió la lengua torpe con sabor a menta de su alumno, que
masajeaba la suya.
Mateo
se había quedado petrificado viendo la escena, muerto de envidia.
— ¿Te vas a quedar mirando o vas a hacer algo? — Le
dijo la otra Melisa.
Mateo
la tomó de la cintura y la atrajo hacía él.
Todo rastro del enamoramiento inmaduro que sentía hasta hacía algunos
minutos había desaparecido, para dar paso a la lujuria exacerbada. Estrujó los
pechos de la profesora, mientras besaba sus labios con pasión. Melisa sentía
cómo, contra su voluntad, sus pechos se hinchaban. Enseguida sintió también la
mano de Lautaro metiéndose entre sus piernas. El chico masajeó la vulva por
encima de la ropa íntima, mientras el otro ahora le corría la hombrera del
vestido y hacía lo propio con el corpiño para empezar a chuparle los senos.
Carlos observaba con deleite desde el espejo retrovisor.
La
otra Melisa no decía nada, y no era mucho lo que debía hacer, sólo dejaba que
los chicos hicieran lo que quisieran con el cuerpo de la verdadera Melisa.
Lautaro no tardó en correr la bombacha a un lado para meter un dedo en su sexo,
el cual encontró increíblemente mojado.
A la
derecha se abría un extenso terreno descampado. Carlos giró y se internó en la
oscuridad de ese campo de pasto alto. Melisa, resignada, se dio cuenta de que
en cuestión de minutos seria violada por esos tres hombres. Un miedo la asaltó
¿Y si en la universidad se enteraban lo que estaba sucediendo? Si se tratara de
un solo alumno, quizá podría contar con su discreción, pero siendo tres… Era
imposible que eso quedara ahí. La otra Melisa por fin lograría arruinarla de
nuevo. Sólo bastaba con que uno de los tres le contara a algún amigo lo que
había pasado, y el chisme se desparramaría como un virus. ¿Y si le sacaban una
foto o la grababan mientras estaba de espectadora? La otra Melisa aceptaría
gustosa inmortalizar ese encuentro. Su padre jamás la perdonaría.
El
auto se detuvo a varios metros de la ruta. Mateo la había despojado del corpiño
y Lautaro le sacó la ropa interior. Ahora solo contaba con su vestido. La otra
Melisa extendió el cuerpo sobre el asiento de atrás. En la oscuridad, sintió el
delgado cuerpo de Lautaro acomodándose encima de ella. Abrió las piernas.
— Por favor no me cojan — se escuchó decir. Pero no
fue ella la que habló. Fue la otra Melisa, la sombra, que le hacía una de sus bromas pesadas. A esas
alturas no había súplica que valga, y ella lo sabía. Era imposible refrenar a
tres hombres ardientes, dos de ellos casi adolescentes con todas las hormonas
alborotadas. Su pedido, contrario a su actitud, y más aún, opuesto al
movimiento que hacía ahora, abriendo más las piernas, sólo servirían para
enloquecer más a los chicos.
En
efecto, Lautaro hizo oídos sordos y la penetró. La otra Melisa gimió como gata
en celo, y la verdadera Melisa sintió, desde su oscuridad infinita, el falo
largo y tieso que se introducía en su sexo empapado.
Mateo
pareció indeciso, pero a la tercera penetración de su amigo, seguida de los
desaforados gemidos, se decidió. Arrimó la verga a los labios de la profesora. Ella,
impotente, sintió cómo su mandíbula se abría. El falo corto y grueso entró con
timidez; el tronco se frotó con los labios, mientras se introducía lentamente.
La lengua de la profesora comenzó a masajear el glande mientras el otro
muchacho la penetraba, cada vez con mayor vehemencia. Sintió en su paladar la
textura del prepucio. La piel estaba corrida hacia abajo y el glande aparecía
totalmente desnudo. En su boca había abundante saliva, por lo que Melisa sintió
cómo un hilo de baba caía patéticamente en el asiento del auto. Mateo gimió
debido a los hábiles masajes linguales que le propinaba la otra Melisa.
— Tragala toda, puta —gruñó Mateo, quien ya le había
perdido todo el respeto a su preciada profesora.
Hizo
un movimiento pélvico y le metió el sexo por completo en la boca. Melisa sintió
un cosquilleo en su mentón y su nariz cuando los abundantes vellos de su alumno
hicieron contacto con su cara. También sintió los testículos del muchacho
bambolearse mientras la follaba por la boca.
De
repente, un flash.
El
temor de Melisa se había hecho realidad. Carlos, quien se masturbaba en la
penumbra, había sacado el celular y le había hecho una foto. La profesora
saldría con su vestido corrido y arrugado, recostada sensualmente, mientras dos
de sus alumnos la violaban sin darse cuenta. Melisa se preguntó qué
implicaciones tendría aquello.
Sin
embargo a su sombra no podía importarle menos el asunto. Seguía comiéndose a
gusto la verga de Mateo, mientras sentía los músculos contraídos de Lautaro en
su propio cuerpo. El muchacho comenzó a temblar y no tardó en eyacular sobre
los muslos de su profesora. La otra Melisa agarró la bombacha que estaba tirada
en el suelo, y con ella se limpió el semen del muchacho.
Ahora
se concentró en Mateo. Agarró el tronco del chico y comenzó a masajearlo
frenéticamente. Cerró los ojos, al tiempo que su lengua se concentraba en la
cabeza del pene. El líquido preseminal ya salía en abundancia. Mateo profirió
un gemido ahogado. La tomó del cabello con violencia y escupió toda la lujuria acumulada en su cara. Fue una
eyaculación abundante. El semen tibio se deslizaba por su rostro de piel clara.
Melisa sintió cómo aquella vizcocidad se metía en su boca, cuando la otra
Melisa comenzó a rejuntar todo el semen de su rostro para beber hasta la última
gota.
Los
muchachos bajaron del auto e intercambiaron lugares con Carlos. Era su turno.
Melisa vio, impotente, cómo su sombra se ponía boca abajo. “¡Por ahí no!”,
quizo gritar, pero la otra Melisa ya estaba flexionando las rodillas,
ofreciendo el culo a su alumno.
Carlos
lo comprendió a la perfección. No podía esperar menos de una profesora tan
warra que no dudaba en acostarse con tres hombres, y para más escándalo, todos
ellos alumnos suyos. Le dio un beso negro con el que saboreó la perfecta piel
delicada. La lengua se frotó con fruición en el anillo de carne que hace de
antesala al ano. Lo llenó de saliva. Primero le metió un dedo.
A
Melisa no le dolió. De hecho se sorprendió por la facilidad con que le entraron
dos falanges. Sin embargo el sexo de Carlos no se asemejaba a un dedo. Melisa
sintió el glande arrimarse, y creyó imposible que eso se hiciera lugar para
penetrarla. Pero Carlos no tenía treinta años en vano. Sabía tener paciencia y
cuidado. Empujó apenas. El sexo no entró ni un poco, Melisa apenas sintió su
ano dilatarse apenas. Empujó de nuevo, y de nuevo. Su sombra gimió, y Melisa
sintió cómo unos milímetros de dureza profanaban su culo.
Lautaro
y Mateo, sentados en los asientos delanteros, habían prendido las linternas de
sus celulares para no perderse detalle de la escena. Carlos agarró las nalgas
de la profesora, y las estrujó con violencia mientras hacía cortos movimientos
pélvicos, y su verga, lentamente, se introducía cada vez más.
Melisa
sintió como si estuviese defecando, sin embargo, si bien era una sensación un
tanto dolorosa, le resultaba agradable.
A
esas alturas ya se había rendido. No tenía sentido luchar contra su sombra. Lo
mejor era dejar que pase el momento. Sus alumnos harían con su cuerpo lo que
quisieran, y su sombra no pondría reparos en ello.
Melisa escuchaba la respiración
agitada de Carlos, y los sonidos de la masturbación frenética de los otros dos.
De
repente la otra Melisa hizo una jugada que jamás había hecho. Devolvió el
control de su cuerpo a Melisa. La profesora se encontró ahora con la vista
clavada en la ruta, desde donde se veían autos que circulaban, sin imaginar la
escena que sucedía dentro de ese vehículo. Carlos le daba sus últimas
embestidas. Ella gimió, y esta vez no podía echarle la culpa a su sombra, eran
gemidos que salían de sus labios y de su alma. La verga de su alumno escarbando
en su trasero la excitaban sobremanera. Melisa comenzó a masturbarse, se
masajeaba el clítoris mientras el hombre hacía un esfuerzo por no acabar.
Finalmente
llegó al orgasmo. Un éxtasis desquiciante atravesó su cuerpo como un rayo. La
profesora explotó en un grito salvaje con el que exteriorizaba el placer que
sentía. Carlos todavía estaba adentro suyo, pero viendo que Melisa ya había
acabado, se sintió libre. Retiró su verga con cuidado y eyaculó en las carnosas
nalgas de la profesora.
Melisa
recogió su corpiño y se lo colocó. La bombacha, que estaba manchada de semen,
la tiró por la ventanilla. Alguien la encontraría en ese lugar y se preguntaría
qué historia había detrás de esa prenda blanca de algodón.
Se
acomodó el vestido. Estaba muy agitada.
— Si les digo que nunca hice esto, quizás no me
creerían —dijo.
— No tenés que explicarnos nada —contestó Carlos, que
se acomodaba frente al volante.
Los
otros chicos se sentaron a su lado nuevamente. Melisa se preguntaba si querrían
más.
— ¿Podés borrar la foto por favor?
— Claro, solo la saqué por puro morbo —dijo Carlos.
Le
mostró cómo eliminaba la foto, pero Melisa sabía que podría estar guardada en
la nube.
Carlos
arrancó el auto. Se hizo un silencio unánime. Mateo y Lautaro, ya creyéndose
con total impunidad, la manosearon durante todo el trayecto. Sus manos no
paraban de meterse por adentro de su vestido.
Cuando
llegaron a su casa, ya estaban al palo de nuevo.
— ¿Nos invitás un café? —aventuró Mateo.
— No puedo dejar que nadie me vea entrando con tres
alumnos. Papá vive cerca y los vecinos son muy chismosos. —dijo Melisa.
— Entonces podemos ir a otra parte —dijo Lautaro,
— Déjenme ir, por favor.
Los
chicos, quizás intuyendo el estado contradictorio en el que se encontraba la
profesora, le abrieron la puerta y la dejaron ir.
Ella
entró a su casa. Se dio una ducha y se acostó, sin poder dormir durante las
siguientes horas. Su cabeza especulaba sobre las consecuencias de lo que la
había obligado a hacer la otra Melisa. Extrañamente no podía odiarla, jamás
pudo hacerlo. Era una criatura solitaria que necesitaba liberarse cada cierto
tiempo, y parecía conformarse con eso; como un perro que vivía confinado en el
patio trasero de una casa y se ponía contento cuando el dueño lo sacaba a
pasear una vez por día.
Por
más que diera mil vueltas sobre el tema, la conclusión siempre era la misma:
Era imposible que los tres guardasen el secreto. Alguno iba a abrir la boca.
Además, todos conocían a muchos otros alumnos, de los cuales una buena cantidad
serían futuros alumnos suyos. ¿Cómo podría pararse frente a la clase
sospechando que todos conocerían lo que sucedió esa noche? La profesora Melisa
enfiestada con tres alumnos. Vaya imagen que dejaría en esa institución donde
su padre tenía una reputación intachable.
Vaya
puta en la que me convertiste, le dijo a su sombra. No obstante el recuerdo de
aquella orgía hizo que se llevara la mano a la entrepierna. ¿Era la otra Melisa
la que había movido el brazo? Se preguntó. Pero sabía que no era así. Era ella
misma, la profesora, la obediente, la recatada, la que ahora frotaba su
clítoris, mientras su sexo manaba abundante fluido mientras recordaba la
increíble culeada que le había dado Carlos, y las manos ansiosas de los otros
dos, que se metían por todos lados.
Melisa
gimió, y por una vez entendió a la otra Melisa. Entendió su desenfreno, su
rabia, su lujuria. Entendió que la felicidad no se encontraba en la
autorrepresión, sino en el instinto. Siempre se sintió atraída por la voz
gruesa y la mirada potente de Carlos. Siempre se sintió tentada de complacer al
mocoso de Mateo. Muchas veces se imaginó siendo poseída y dominada por muchos
hombres. La sumisión sexual le liberaba el alma. Melisa se humedeció la mano
con la lengua, sintiendo el sabor de sus propios fluidos. Llevó de nuevo la
mano a su clítoris. Las piernas se contrajeron; los muslos apretaron la mano;
la espalda se arqueó. Melisa se sacudió sobre la cama alcanzó el éxtasis con un
grito orgásmico que sonrojaría a la puta más experta.
…………………………………………………
Pasaron
cuatro días. Carlos le había enviado varios mensajes, pero no contestó ninguno.
Si bien le resultaba tentador un nuevo encuentro, necesitaría de la
espontaneidad de la otra Melisa para aceptarlo.
Además,
el miedo seguía acosándola. Estaba segura de que la única manera de convencer a
los tres alumnos de que guardase el secreto, era sobornarlos con su propio
cuerpo. Sin embargo, ella nunca lo haría por su cuenta.
Se
había levantado tarde, cerca del mediodía. Como eran vacaciones no debía
madrugar. Vestía un diminuto short deportivo y una remera musculosa vieja,
prendas que usaba de pijama.
Se
sorprendió al ver a su padre en la sala de estar. El miedo la atravesó como un
relámpago. ¿Tan rápido había corrido el rumor? Ni si quiera había clases. ¿Tan
resentido estaba Carlos por no responder sus mensajes, que ya había contado lo
que sucedió?
Sin
embargo, si bien el rostro de su padre reflejaba un enorme disgusto, no se veía
lo horrorizado que debería verse al saber que su hija se había entregado a tres
alumnos.
— ¿De verdad pensaste que no me iba a enterar? — le
dijo el profesor Gimeno, jefe de cátedra y eminencia universitaria.
El
hombre estaba sentado, con las piernas muy separadas, como era su costumbre.
Tenía algunos kilos de más y era enorme. Una barba candado y el par de ojos
azules, lo hacían lo suficientemente
atractivo, como para poder seducir a mujeres más jóvenes. Aunque su fama de
erudito también ayudaban.
— ¿Qué pasó pa? —preguntó Melisa.
EL
profesor Gimeno agarró una carpeta llena de papeles que estaba sobre la mesa
ratona.
— Benitez, siete; Aristimuño, siete; Russo, siete…
—leyó su padre— Estos exámenes ni siquiera merecen un cuatro. ¿En qué carajos
estabas pensando? —le recriminó. Cuando estaba con ella solía tomarse la
libertad de despojarse de su lenguaje culto, y cuando se enojaba, no reparaba
en usas palabras vulgares.
— Papá, yo…
— ¡Silencio! Vení acá. —le ordenó él.
Melisa,
temblorosa, fue a sentarse al lado de su padre. El profesor Gimeno acarició su
cabello. En su gesto se mezclaban el amor y la decepción. Y había algo más.
Algo aterrador que Melisa no se animó a definir.
— Siempre terminás por decepcionarme.
— No papá, yo…
— Ahora voy a tener que castigarte. No me gusta
hacerlo, pero es lo que hay que hacer con las nenas que se portan mal.
— Pero papá, ya soy una mujer —Trató de defenderse
ella, con la voz temblorosa.
— Aprobando a todos sólo para no tener que trabajar en
febrero… qué vergüenza —dijo el profesor Gimeno—. Y lo peor es que de verdad
pensaste que te podías salir con la tuya.
La
agarró del brazo y la trajo hacia él.
— Papá, me estás lastimando —susurró ella, confundida.
Él
hizo oídos sordos. Ahora apoyó su otra mano en la espalda de Melisa y empujó
hacia adelante. Melisa cayó encima de su padre. Su cuerpo quedó sobre el regazo
del profesor.
De
repente una fuerte nalgada azotó su glúteo.
— ¿¡Qué hacés papá!?
Por
toda respuesta el profesor Gimeno le dio otra nalgada.
— Vas a aprender a comportarte.
La
situación era una locura. ¿De verdad su papá había enloquecido y pensaba que
aún era una niña? Por primera vez en su vida deseó que la otra Melisa ocupara
su lugar. La situación era demasiado bizarra y vergonzosa. Melisa dedujo,
horrorizada, que su locura era hereditaria.
Pero
la cosa apenas había empezado. El profesor Gimeno bajó el short de Melisa, al
mismo tiempo que su ropa interior. Su pomposo culo quedó completamente desnudo.
— ¡Pero papá qué hacés! —exclamó. Pero no había
pronunciado las palabras. Sus súplicas habían sido escuchadas. La otra Melisa,
la sombra, había tomado su lugar, y ella observaba todo desde un espacio
onírico.
El
padre azotó nuevamente sobre el culo desnudo. La otra Melisa, apática y
silenciosa, recibía el castigo por ambas. Sin embargo Melisa también sentía el
ardor en la nalga.
El
padre le dio otra nalgada, y otra, y otra. Melisa pudo ver cómo la monstruosa
verga del profesor Gimeno se endurecía debajo del pantalón. Entonces el
profesor, viendo que su hija estaba totalmente resignada a recibir el castigo
que merecía, totalmente inmóvil, con el rostro escondido, decidió aumentar el
suplicio de la chica díscola.
La
agarró del cabello, obligándola a levantar la cabeza. Le metió un dedo en la
boca y este se impregnó de la saliva de Melisa. Acto seguido, apuntó el dedo al
pequeño hueco oscuro y lo metió adentro.
Melisa,
desde las sombras, sintió el ardor de su ano al recibir el áspero dedo, que se
metió casi por completo de un solo movimiento.
Por
fin empezaba a entender todo. La existencia de la otra Melisa no era casual. Horribles
recuerdos reprimidos habían desencadenado la creación de su otro yo, esa sombra
que hacía lo que ella no se animaba a hacer, y que ocupaba su lugar en los
momentos más difíciles.
Ahora
lo comprendía todo. La otra Melisa no era su enemiga. Era quien la libraba de trabajos
que detestaba, era quien la liberaba de la represión sexual que se autoimponía,
era la que le sacaba de encima las malas amistades, era la que recibía los
castigos y guardaba los malos recuerdos, sólo para ella.
Su
progenitor sacó el dedo del ano de la chica, y se lo volvió a meter. Sus otros
dedos, cerrados en un semipuño, chocaron con violencia contra la nalga.
¿Hacía
cuánto que pasaba eso? Se preguntaba Melisa, mientras su padre seguía
sometiendo a su sombra, quien largaba involuntarios gemidos. La otra Melisa
había aparecido hacía ya siete años. Hubo épocas en que tomaba el control muy
de seguido, y otras, como el último año, donde apenas aparecía. ¿Qué había
pasado hacía siete años? Su mamá había muerto y se había visto obligad vivir con su controlador padre. A sus
dieciocho años Melisa ya era toda una señorita. Sus pechos, pequeños pero
erguidos, su piel tersa y suave, sus nalgas pulposas y de una redondez perfecta.
El profesor Gimeno se había encontrado no sólo con su hija, sino con una mujer.
Melisa
recordó todas las veces que su progenitor le dijo que ella, su dulce niña, era
incluso más bella que su madre cuando tenía su edad. “Sos su versión mejorada”
le había dicho una vez. Un asco rabioso se apoderó de ella.
Ahora
el profesor Gimeno se despojaba de su ropa. De su gruesa verga venosa colgaban
dos testículos inmensos, que explicaban por qué el profesor siempre se sentaba
con las piernas exageradamente abiertas.
Su
sombra, esa que hacía unos días había tomado la iniciativa de acostarse con
tres alumnos, ahora estaba inmóvil y sumisa, mientras su padre la agarraba de
la cintura y la levantaba por el aire con una facilidad pasmosa.
¿Había
un pacto entre ambas Melisas que ella,
la verdadera, no recordaba? ¿Su sombra se hacía cargo de los sucesos más
traumáticos y como recompensa se tomaba la libertad de vivir una vida llena de
lujuria? ¿O simplemente ante cualquier tipo de acto sexual la verdadera Melisa
era empujada a las tinieblas?
El
profesor tenía el cuerpo lleno de abundante vello negro. No solo el pecho y la
pelvis. El brazo, las piernas, la espalda… todo en él estaba cubierto de un
enmarañado vello. El cuerpo de Melisa, en cambio, era blanco, frágil y pequeño.
En cuanto a peso y a contextura física no era ni la mitad de lo que era su
padre. Por lo que mientras él la sostenía en el aire, y apuntaba su apabullante
miembro al orificio de la vagina de Melisa, parecía un gorila apunto de violar
una gacela.
Los
brazos del profesor Gimeno Hicieron un movimiento hacia abajo, atrayendo el
cuerpo de la chica hacia su sexo. Las piernas de ella estaban abiertas, sin
oponer resistencia alguna. El falo se introdujo en ella, sin miramientos.
Melisa sintió la verga de su propio padre hundirse en ella. Era demasiado
grande para ella, pero su sexo húmedo se dilató con facilidad, disminuyendo
considerablemente el dolor que debía sentir el sexo de una chica tan casta como
pretendía ser Melisa.
El
hombre, la bestia, copuló con su hija, cogiéndosela de parado durante largos
minutos. Cuando se agotó la tiró sobre el sofá. Se arrodilló, y saboreó la
concha de Melisa. Cuando la lengua se frotó con insistencia en el clítoris, el
cuerpo de la chica no tuvo más opción que sentirse excitado. Su alma sentía
repugnancia, pero un gemido se escapó de sus labios.
Entonces
Melisa se dio cuenta que ahora era ella la que estaba en el sofá, con la
piernas abiertas, y el rostro de su papá hundido entre ellas. Pero no, no era
ella sola, ahora estaban las dos, y eran una misma persona después de tantos
años. Los recuerdos resucitaron todos juntos, y le dio una terrible jaqueca
cuando atravesaron se cabeza a la vez.
Ahora
recordaba aquella primera irrupción nocturna. Su padre creyó que estaba
dormida. Le corrió las sábanas a un costado, acarició su cuerpo y se masturbó
frente a su cara. Ella no podía tolerar una verdad tan repulsiva, por lo que
enterró ese recuerdo, y así nació la otra Melisa, la sombra.
La
segunda, vez, apenas unos días de esa primera violación, el profesor Gimeno no
se había podido contener las ganas de hacer algo más que rozar la sueva piel de
su hija y masturbarse a unos centímetros. Ahora el profesor, dominado por la
lujuria más primitiva, en medio de la madruga, mientras Melisa dormía boca
abajo, corrió la tanga de su hija a un costado y la penetró suavemente. Sin
embargo, con tremendo instrumento era imposible no despertarla. Melisa, quien
casualmente estaba inmersa en un sueño lujurioso, creyó continuar en ese mundo
onírico mientras sentía la verga meterse en su cavidad empapada de fluidos.
Recién cuando el hombre estuvo a punto de acabar se dio cuenta de la verdad. Sin embargo ya no era ella, era su sombra la
que comenzaba a entender todo. La otra Melisa no se dio vuelta a mirar cuando
el profesor Gimeno comenzó a jadear mientras eyaculaba. Quedó boca abajo
mientras su padre volvía a su cuarto.
Al
día siguiente Melisa no recordaba nada. El profesor Gimeno, al ver la actitud
normal de su hija, se convenció que aquellas noches eran una especie de tiempo
sagrado, donde podía romper las barreras de la moral y las convenciones
sociales. Sus encuentros se repitieron una y otra vez. El profesor Gimeno la
visitaba, bajo el abrigo de la oscuridad, la poseía, volvía a su cama, al otro
día todo era como si nada hubiese pasado, y a la noche volvía a violarla.
Pero
el profesor rompió la regla que él mismo se había inventado en su cabeza. No
conforme con adueñarse de sus noches, ahora empezó a poseerla en otras
circunstancias. Lo que más lo excitaba era verla llena de miedo.
En
una ocasión, cuando la despidieron de un trabajo de recepcionista en una
concesionaria de autos, el profesor Gimeno hirvió de ira. Lo cierto era que la
otra Melisa se había encargado de mandar a la mierda a su jefe, pues era un
explotador y un acosador. Pero eso él no lo sabía. Había agarrado a Melisa del
brazo y la había puesto contra la pared. “Ahora te voy a tener que castigar” le
había dicho. La Melisa de veinte años llevaba una pollera de jean y una tanga
blanca. Por lo que al profesor no le costó mucho trabajo meter su mano por
debajo de la pollera y arrancarle la tanga de un tirón, para luego violarla a
su gusto.
Ahora
Melisa, mientras sentía su sexo siendo devorado por la lengua del profesor, la
cual parecía una enorme babosa que la llenaba de saliva, se preguntaba por qué
su sombra jamás la había protegido de su padre. ¿Acaso él era su punto débil?
Había una extraña fidelidad a ese ser siniestro. O tal vez era el miedo, a que
la verdadera melisa se viera obligada a asimilar la realidad y caer, esta vez
enserio, en la completa locura.
El
profesor Gimeno se puso de pie. La agarró con violencia del cabello y atrajo a
Melisa hacia su verga. Viéndola de cerca parecía aún más grande. La pelvis
estaba cubierta por una abundante mata de vello, e incluso en la parte inferior
del tronco había algún que otro pelo. Melisa se lo llevó a la boca. Sintió, en
lo más profundo de su alma, cómo la otra Melisa lloraba. El doctor Gimeno
retiró su miembro, y, para más humillación, empezó a usarlo para darle golpes
en el rostro de Melisa. Era una versión sexualizada de los azotes que recibían
los esclavos antaño. Luego volvió a meter la verga en la boca de su hija.
Entonces
Melisa decidió que esa retorcida historia debía llegar a su fin. El profesor
Gimeno metía su instrumento más y más adentro. Los testículos colgaban a
centímetros del mentón de Melisa. Con una mano, agarró el tronco. El profesor
Gimeno, extasiado, veía cómo por primera vez su hija tomaba una actitud activa
en la relación.
Entonces
Melisa extendió su otra mano. Usó las yemas de los dedos para acariciar con
ternura las bolas peludas. El profesor se estremeció de placer. Luego Melisa
cubrió uno de los testículos con su mano. Era tan grande que sus pequeños dedos
apenas alcanzaban a rodear tosa su circunferencia. El profesor Gimeno, embriagado
de placer, no sospechaba lo que estaba a punto de suceder. Melisa cerró su
mano, convirtiéndola casi en un puño. El enorme testículo se había hecho muy
pequeño dentro de su mano. Lo sentía blanduzco. El profesor profirió un grito
de animal herido, de animal torturado. Melisa temió que su enorme cuerpo cayera
sobre ella, pero el académico se desplomó hacia un costado.
Melisa
corrió hacia la cocina, agarró el cuchillo más grande que encontró. Comprobó
que el dolor en los testículos era tan terrible como solían decir. El profesor
Gimeno aún estaba tirado con las manos entre las piernas. Ahora hacía un
esfuerzo descomunal por ponerse de pie, si poder lograrlo. Parecía un oso que
había pisado una trampa en el bosque.
Melisa
se acercó a él. El miedo, la confusión, y la rabia se mezclaron en un gesto
repulsivo.
Melisa,
de repente, vio todo rojo. Todo a su alrededor no era más que un gran manto
escarlata. En medio esa ceguera oyó gritos, súplicas, insultos. Sintió cómo,
por primera vez, era ella quien penetraba a su padre, una y otra vez. La mano
le dolía, y todo su cuerpo temblaba. Luego se desmayó.
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Se
despertó sintiéndose aún con sueño. Lo que tenía de bueno estar en ese lugar
era que podía dormir cuanto quisiera, o casi. El medicamento que le daban
últimamente era muy potente, y la dejaban atontada la mayor parte del día.
Estaba bien el hecho de pensar lo justo y necesario, pero a veces quisiera
estar lúcida.
Buscó
debajo de su colchón. Ahí estaban las cartas que les enviaban Mateo y Carlos.
Las del primero solían ser escuetas, pero cargadas de sentimientos. Las de
Carlos, siempre recordando aquel encuentro en el auto, y fantaseando con nuevas
experiencias. Todas le servían para sobrellevar de la mejor manera posible su
confinamiento. No tenía mucho más que eso. Sus madre había muerto hacía mucho;
su padre había sufrido la justicia divina en sus propias manos; sus amigas eran
pocas y sus lazos muy débiles. Su última pareja la había traicionado con la que
en ese momento era su mejor amiga, Karina. Ahora todo le cerraba. Ahora, con
sus tortuosos recuerdos, encerrada entre esas cuatro paredes, estaba convencida
de que se encontraba mejor que antes, con la verdad oculta en su interior como
si fuese un cáncer. Ahora ya no necesitaba a la otra Melisa, porque ahora eran una
sola. Su sombra ya no necesitaba esconderse. Quizás algún día, podrían ser
libres de nuevo.
Fin.