lunes, 28 de diciembre de 2020

La mamá de Joaquín

 


Nota del autor: El siguiente relato es un tanto ambicioso, y bastante diferente a lo que suelo publicar. El léxico utilizado puede resultar confuso para los que no sean argentinos, es decir, para la mayoría de los lectores. Sin embargo, espero que le den una oportunidad. Los autores a veces debemos tomar decisiones arriesgadas para escaparnos del cliché y los lugares comunes. Pero no teman, no van a faltar las escenas de sexo.

Dejo constancia de que se trata de un relato ficticio, y de que todos los personajes que intervienen en él son mayores de edad. Esta aclaración es sumamente importante, ya que algunos de los personajes todavía cursan la escuela secundaria, y esto se puede prestar a confusiones. Sin embargo, los tres personajes que aún son estudiantes van por el último año, y el relato transcurre en los últimos meses del año. Por ende, es totalmente razonable que estos personajes ya cuenten con dieciocho años o incluso más.

Dicho esto, otra peculiaridad del texto es su extensión. Si bien podía haberlo enviado por capítulos, decidí publicarlo completo. No tengo un motivo concreto para haber tomado tal decisión. La cosa simplemente se dio así.

La historia comienza así…

 

 

 

Capítulo 1

 

Pitu

 

A Joaco lo tuve entre ceja y ceja desde que empezó la escuela. Es nuevo, vino de otro barrio con sus aires de nene de clase media tirando a alta. No me banco a esos chetitos maricones que hablan con palabritas raras, y con un tono, que más que de otro barrio, parece de otro país. Su pinta también es irritante. Rubiecito, peinado con un jopito ridículo, con un arito en la oreja izquierda, con remeritas de marca bien ajustadas y pantalones que ni en pedo se compran en el mercado central. Se cree muy canchero el imbécil. Pero yo le saqué la ficha de entrada. Ese pibe no se la banca. Lo empecé a medir, tirándole bollos de papeles desde el fondo; diciéndole “chetito” cada vez que me dirigía a él; y una vez lo mandé al Brian a que lo apure en el baño. Después me contó que casi lo hace llorar.

Esos pibes nacieron para que los bardeen.

Cuando comprobé que no se la bancaba, no pude evitar ensañarme con él. En las clases de educación física, cuando jugábamos partidos de fútbol, cada vez que él agarraba la pelota, le barría las piernas. Encima el pendejo es re malo en los deportes, ni eso sabe hacer bien. A veces, en el aula, me sentaba detrás de él a propósito, y cada tanto le daba un tingazo en la oreja. El chetito se ponía todo rojo, me miraba y después agachaba la cabeza. No tiene huevos el pibe.

El quilombo empezó hace un par de días. Yo lo tenía del punto al boludito, pero hasta ahora no le había pegado de verdad, tampoco soy tan zarpado. Pero a la salida de la escuela, en una esquina donde paramos con los pibes a escabiar después de clase, lo paré para boludearlo un toque.

—¡Eh qué mirás! —le dije.

Él agachó la cabeza, haciendo de cuenta que no me escuchó, y siguió de largo.

—¡Uuuuuh! —los escuché meter púa al Brian, al Leo, y a los otros que estaban conmigo.

No me podía comer los mocos delante de ellos. Pegué un trote y lo alcancé. Me puse delante de él.

—¡Eh, te estoy hablando! —le dije.

—Dejame de joder, me tengo que ir a casa. —me dijo el desubicado.

—Eh ¿vas a dejar que te hable así ese atrevido? —comentó el gordo Leo, quien gusta mucho de las peleas, salvo cuando el que se tiene que parar de manos es él.

De la escuela todavía salían un montón de pibes, y un grupo bastante numeroso se amontonó a nuestro alrededor. No tuve más opción. Le di un cabezazo. Pero despacito. Mi cara quedó pegada a la suya.

— ¿Qué? ¿Te la bancás? —Lo apuré.

Él no me podía sostener la mirada. Yo le veía los ojos brillosos y casi me cago de la risa. Pero entonces el pendejo me dio una piña.

Me dejó desconcertado. Se suponía que tenía que cerrar el orto y salir corriendo para su casita. Con los pibes nos cagaríamos de risa, y lo gastaríamos por el resto del año.

Pero el chetito me pegó.

—¡Uh Pitu, mirá cómo te la puso! —gritó el Leo, a quien le gusta decir lo obvio, solo para meter púa.

La verdad que la piña calzó bien, tengo que reconocerlo. Pero me había agarrado desprevenido, y además, se nota que no está acostumbrado a pelear. No tiene fuerza en los brazos.

—¡Matalo Pitu, matalo! —gritó desquiciado el Brian.

No tuve más opción. No iba quedar como un logi frente a la mitad de la escuela. Cuando Joaquín me pegó, al instante, como dándose cuenta de que se había zarpado, abrió grande los ojos, y se puso pálido del miedo. Pero ya no había marcha atrás. Le devolví la piña en la geta, y después otra en la nariz, y después otra, y otra.

El chetito se cayó al piso, con toda la geta ensangrentada. Me agaché, lo agarré del guardapolvo, rompiéndole un botón. Cerré mi puño y lo apunté a la geta. Si no se quedaba quieto le iba a tener que seguir pegando. Ya me estaba dando lástima, pero si se hacía el vivo iba a seguir cobrando.

Por suerte se quedó en el molde. Además, Agustina, una de las pibas más lindas del aula, me agarró del brazo y me pidió que deje de pegarle. No le podía decir que no a esa minita.

Alguno de los bobos del curso lo ayudaron a levantarse y lo acompañaron un par de cuadras.

Y pensar que esa pelea fue el detonante de todo lo que iba a suceder después…

Andrea

A pesar de tantos cambios bruscos en los últimos años, mi vida empezaba a ordenarse. O al menos eso me parecía hasta hace unos días.

La crisis del dos mil uno fue devastadora para mi familia. Veníamos re bien de la época del uno a uno. Con mi marido Rubén habíamos puesto un negocio de productos importados. Al poco tiempo empezó a entrar plata a lo loco. Durante esos años dorados veraneamos en el exterior, nos compramos las mejores ropas, y pagamos un chalet en Villa Devoto.

Pero todo se fue a la mierda en el cambio de milenio. De repente, todo lo que habíamos conseguido, se había esfumado, sin dejar rastro de haber existido. La devaluación hizo que los precios de nuestros proveedores aumentaran ridículamente. La gente andaba sin plata, y lo último en que gastarían sus últimos pesos era en los adornos carísimos que vendíamos en el negocio.

Todo fue demasiado rápido. En un último intento por sostener nuestro nivel de vida, hipotecamos la casa, con la tonta esperanza de que la situación mejoraría con el tiempo. La consecuencia fue fulminante: el negocio quebró y el chalet fue a parar a manos de los acreedores.

Durante un tiempo vivimos en la casa de los padres de Rubén. Pero la cosa no daba para más. No me llevo mal con mis suegros, pero la convivencia es muy difícil.

Rubén, después de tirar currículums por todas partes, consiguió trabajo en una empresa de seguridad. Al poco tiempo me contrató un abogado para que sea su asistente. Ambos sueldos eran bajos, pero nos alcanzaba para alquilar una casita.

Tuvimos que mudarnos a un barrio más barato. El que más me preocupaba era Joaco, mi hijo. El pobre se vio obligado a alejarse de sus amigos. Ya no podíamos pagar la escuela privada, y encima nos teníamos que ir del barrio donde conocía a todo el mundo.

Quizá por eso, por preocuparme por Joaco, no presté atención en mi marido.

Él entró en lo que sospecho es un estado depresivo. Ya no tiene el humor alegre de siempre, y todo parece importarle un carajo.

Además, desde hace tres meses que no tenemos relaciones.

Lo intenté todo: ponerme las ropas íntimas que a él le gustan; decirle frases picantes al oído; esperarlo en bolas cuando venía del trabajo; insinuarle que si gustaba, podía penetrarme por atrás… en fin, intenté todo, pero no sucede nada.

Al principio pensé que era porque vivíamos en casa de sus viejos. Pero cuando nos mudamos a la casa nueva, en González catán, siguió sin querer tener sexo. Ni siquiera cuando entré a trabajar al estudio jurídico demostró tener celos. Nada.

Quitando el detalle, no menor, de que desde hace tres meses me autosatisfago con mis dedos, lo demás, se iba ordenando de a poco.

Conseguí un colegio para Joaco, y mi trabajo y el de Rubén parecían estables. El barrio es totalmente diferente al que vivíamos. Pero la gente, al menos en su mayoría, se mostraba amable. Incluso parecemos una especie de excentricidad en esos lugares.

A mí me gusta verme bien, y a mis treinta y cuatro años me mantengo en buena forma. Mi ropa, la que todavía me queda de los buenos tiempos, es muy llamativa, pero no pienso cambiar de look.

Como decía, todo parecía que se iba dando relativamente bien, hasta que el otro día Joaco llegó a la casa todo golpeado.

Yo estaba haciendo el almuerzo. Rubén estaba durmiendo, ya que trabaja en horario nocturno. Se me cayó el alma al suelo cuando lo vi llegar con la cara hinchada, y todavía sangrando.

—¡Joaquín qué te pasó! — grité, histérica.

—Nada, ma, no quiero hablar.

Dejé la olla en el fuego y fui tras él. Lo agarré del brazo y le exigí que me diga lo que le pasó.

—Hay un pibe…—me dijo con los ojos vidriosos—. Hay un pibe que no me deja en paz. —Terminó de decir, tartamudeando.

En ese momento deseé con todas mis fuerza tener a Rubén a mi lado. En sus buenos tiempos él sabría qué hacer. Pero ahora era una sombra de lo que fue. Tendría que hacerme cargo de la situación personalmente.

Todavía no lo sabía, pero esa decisión me llevaría por caminos que nunca imaginé transitar.

 

Pitu

A la noche, todavía tenía la pija dura. No me gusta hacerme la paja en mi cuarto, porque lo comparto con mi hermano. Pero no pude aguantar. Nunca había visto a un minón como ese. Esa mujer es una nave.

Esperé a que mi hermano Esteban empezara a roncar, y ahí arranqué a tirarme el ganso. La tenía dura como roca. No quería acabar rápido. Hace tiempo el tío Omar me enseñó que la eyaculación es más fuerte cuando se retiene por más tiempo. Rememoré la escena de ese mismo día.

Estábamos con los pibes en el quiosco. Hacía rato que había terminado la hora de clase, y el barrio estaba casi vacío, como me gusta a mí.

De lejos vimos cómo una minita de pelo negro entraba a la escuela. Tenía puesto unos anteojos de sol que la hacían ver muy sofisticada. Además, aunque estábamos alejados, y un poco en pedo, se notaba que estaba buena. Llevaba ropa bien ajustada y sus caderas y tetas quedaban bien marcadas. Una delicia.

Los pibes también la vieron. Le gritaron algunas guarangadas y le chiflaron. La mina seguro que está acostumbrada a que le digan cosas por la calle. Hizo de cuenta que no los escuchó.

—¿Será una nueva profe de turno tarde? —Preguntó el Brian.

— Está más buena que la profe Miriam. — dijo Leo, metiendo el dedo en la llaga.

Sabía que la profe Miriam era la mina que más me calentaba en la tierra. Traté de levantármela miles de veces, pero la zorra me dejó en claro que no le gustaban los pibes tan jóvenes. Me juré que apenas tenga un par de años más la iba a buscar y me la iba a coger a toda costa.

—Qué sabés si está más buena que Miriam, gil. — le dije.

— Miriam es un camión. — dijo El Polaco, con su geta escondida detrás de la visera de su gorra.

Cambiamos de tema, y seguimos hablando de otras pavadas. Casi nos habíamos olvidado de la mina, cuando la vimos salir de la escuela.

—¡Miren, viene para acá! —dijo Leo.

—Ahora la vamos a poder ver de cerca. Después votamos si está más buena que Miriam.

Ahora que la mina venía para donde estábamos nosotros, los cagones no se animaron a chiflarle, ni a decirle nada. Yo tampoco lo hice, pero no por miedo. No soy de hacer esas giladas.

A medida que se acercaba, parecía estar más buena. Estaba toda vestida de negro. Con un pantalón de jean que le calzaba como guante; una remerita mangas cortas; y zapatos negros. Se notaba que era ropa de marca, y le quedaba como a una puta cara. Su pelo lacio estaba recogido. Era muy negro. Nunca había visto un pelo así. Lacio, brilloso, y completamente negro. Su piel era blanca, y contrastaba con el color de su ropa y pelo. Era una piel que a lo lejos se notaba que era suave. Seguro que se pone montones de cremas en la cara para mantenerse así, toda limpita, sin manchas ni imperfecciones. Parecía una muñequita. Su carita era ovalada y sus labios hacían una sutil trompita.

De repente se nos fue al humo. Pensé que nos iba a cagar a pedos por las cosas que le dijeron los pibes cuando entró a la escuela, pero nada que ver.

—¿Alguno de ustedes es Sebastián medina? —preguntó.

Me resultó raro escuchar mi nombre. Salvo los profesores, todo el mundo me dice Pitu. Y hasta hay profesores que me llaman así.

—Soy yo — le contesté, sin vueltas.

La mina se sacó los anteojos, y por si faltaba algo que la haga más fuerte de lo que ya parecía, mostró tremendos faros azules con los que me miraba llena de bronca.

—Mirá, yo no sé cuál será tu problema. Pero te voy a pedir que no vuelvas a tocarle un pelo a Joaquín. —dijo.

Algunos de los pibes empezaron a reírse. Yo les hice cerrar el orto.

— ¿Vos sos la hermana de Joaquín? —le pregunté. —Mirá, tu hermano no es ningún santo. Él se la buscó. —dije.

Los pibes me daban la razón con unos débiles “sí, el chetito es un busca roñía”

—Mirá pendejo. Joaquín es mi hijo y yo lo conozco. Él no le busca pela a nadie. No quiero que vuelvas a meterle una mano encima, sino vas a ver.

Se puso muy cerca de mí. Sentía su respiración agitada y el rico perfume que dependía. Me dieron ganas de comerle esa boca carnosa que tiene.

—Si él no me jode, va a estar todo bien —le contesté.

—Más te vale. —me dijo, señalándome con una uña larga pintada de rojo.

Se puso los anteojos y se fue, meneando ese orto que simplemente puedo describir como perfecto.

Nos quedamos callados un rato. Es raro que los pibes no tengan nada que decir.

—Está terrible la mamá de Joaco. —dijo alguno de ellos, después de un buen rato.

—Me parece que está mejor que la profe Miriam. — dijo Brian.

,—De culo empatan, pero de tetas y cara, esta le gana a goleada. —acotó Leo.

— He, que putito este Joaquín,. Ir a quejarse con su mami… —dijo el Brian —la que le espera el lunes ¿No Pitu?

No dije nada. Apenas lo había escuchado. Tenía en mi mente el hermoso culo, la piel suave, las tetas, cuyos pezones se marcaban en la remera, el perfume de hembra que llevaba impregnado en todo su cuerpo, y esos tremendos ojos azules.

A la noche le dediqué una paja. Estuve media hora acariciándome la pija. Era cierto, estaba más buena que la profe Miriam. Y eso era mucho decir, ya que la profe eras la mujer de mis sueños. Cuando acabé, no pude evitar largar un gemido. Mi hermano., por suerte, no se despertó. Un montón se semen cayó sobre mi ombligo y sobre los pendejos de mi pelvis. Lo raro es que todavía estaba al palo. Bajé de un salto de la cama. Fui al baño. Me senté en el inodoro, y con la mente todavía en la mamá de Joaquín, le dediqué otra paja.

Me tenía que coger a esa mina. No sabía cómo iba a lograrlo, pero de alguna manera lo haría.

 

Joaquín

Nunca odié tanto a mamá como ese día. ¡Cómo se le ocurrió ir a encarar a Pitu en la escuela! ¿No entiende que con eso las cosas van a ser peores?

—Es que me quedé recaliente porque el director de la escuela me dijo que como la pelea fue fuera del establecimiento, ellos no podían hacer nada, ¡una locura! —, me explicó mamá esa tarde.

El fin de semana fue una tortura.

Papá había descubierto las heridas, pero como habían cicatrizado bastante, y mi cara se había descinchado, le mentí diciéndole que me había caído de geta en la clase de educación física. ¡Me da una pena el viejo! Anda como un fantasma todo el día. Lo veo poco, porque por las noches trabaja, y de día duerme. Pero cuando lo veo, no me banco su cara de tristeza. Me quiero matar. El pobre tenía todo y ahora no tiene nada. Yo lo entiendo, porque a mí me pasa básicamente lo mismo. Pero al menos tengo toda la vida por delante.

Papá ya araña los cincuenta. Y no creo que consiga trabajo en otro lugar más que en esa empresa de seguridad.

Mamá en cambio, es todavía muy joven. Tiene catorce años menos que él.

Esa es otra cosa que me perturba. ¿Se separarán? La diferencia de edad es cada vez más obvia. No me imagino una vida sin los dos juntos, pero últimamente es casi lo mismo. Ya no parecen un matrimonio. No se hacen mimos en la cocina, ni en el living, ni escucho esos sonidos que vienen desde su cuarto en la noche. Ya no hay nada de eso.

Como dije, estuve todo el fin de semana preocupado, tanto por la relación de mis padres, como por mi vida en la escuela. Ya no soportaba más que me molesten. Y ahora que mamá fue a quejarse a la escuela, y encima a cagarlo a pedos a Pitu, la cosa se iba a poner peor.

La última vez quedé en ridículo. Pero qué podía hacer. El tipo es un toro. Parece de veinte años por lo menos. Es petiso, pero todo músculo. Ya con la primera trompada que me dio el otro día me desarmó. Y ahora tenía que volver a la escuela. Y para colmo había quedado como un boludo con Agustina.

¿Había quedado como un boludo? Después de todo, la piba me defendió. ¿Lo habrá hecho por lástima, o será que tiene onda conmigo?

Mamá dice que no debería ser tan tímido. Que soy pintón, y si me muestro más seguro, a las chicas les voy a gustar. Pero qué sé yo. Para las mamás todo hijo es lindo.

Fui a la escuela el lunes, como quien va a su sepelio. Para colmo, mamá es muy linda. Ya me imaginaba que las gastadas de Pitu y sus lameculos iban a ir también por ese lado.

Encima mamá se hace la boluda y finge que no se da cuenta de lo bien que está en comparación a otras madres del barrio. Para empezar es muchísimo más joven que la mayoría. Pero además, es realmente muy hermosa. Recuerdo que, durante mucho tiempo, siendo más chico, no entendía por qué, cuando salía a pasear con ella, siempre había tipos que le decían cosas y se daban vuelta a mirarla. Una vez lo mencioné frente a papá y él estalló en carcajadas. ¡Qué tiempos aquellos!

A medida que fui creciendo, y que empecé a sentir atracción por las mujeres, y a observar los cuerpos femeninos, me di cuenta que mamá no solo era hermosa, sino que era extremadamente sexy.

Es difícil vivir con eso. Cada vez que salgo con ella, le tocan bocina, le chiflan, le dicen piropos, etc, etc. No sé cómo papá se banca esas cosas. Además, los pibes de mi edad se vuelven locos por mujeres como ella. Muchos de mis amigos de la escuela anterior no podían evitar quedarse embobados incluso, cuando yo estaba presente. Y los pibes de la escuela nueva no son tan civilizados como la anterior. Más bien son unos salvajes hijos de puta.

Llegué al aula tarde, a propósito, ya que no quería cruzarme con nadie en la entrada. Escuché algunos murmullos burlones mientras la profesora de historia hablaba de la década infame. La sangre se me subió a la cara. Agaché la cabeza, como siempre que me pongo así. Vi de reojo a Agustina, y por suerte no me miró con lástima, sino que me sonrió. Usaba un guardapolvo impecable, y su pelo dorado estaba atado a dos trenzas. Las pecas de su cara estaban más visibles que nunca. Aunque ya había cumplido los dieciocho, tenía un aire aniñado que me encantaba.

Algunos de los mulos de Pitu me miraban con ironía, pero no les di bola.

Esperé las cargadas más duras durante la hora de clase, pero nadie me dijo nada. Cuando tocó el timbre, fui al baño. Sentí cómo un grupo de pibes me seguía. No quería darme vuelta a mirar quiénes eran. Me desvié y fui a un sector del patio que estaba muy cerca de la dirección.

Pasé las siguientes horas de clase totalmente tenso. Pitu estaba sumergido en un silencio que me daba mucho miedo. Hubiese preferido que me gaste como lo hacía siempre. Algo estaba tramando.

Cuando tocó el segundo recreo, no aguanté más las ganas de hacer pis. El baño era como una especie de tierra de nadie. Ahí no van los profesores, ni los otros empleados de la escuela. Vi de reojo que Pitu y los demás estaban boludeando en la galería frente a nuestra aula. Pitu le estaba hablando a Agustina, quien sonreía con lo que escuchaba. Me dieron muchos celos, pero tenía que mear.

Me metí en el baño. Había un mingitorio libre. Descargué el potente chorro de pis.

—Eh ¿Este es Joaquín? — Preguntó el pibe que estaba meando al lado mío, mientras yo me sacudía las últimas gotas. El hecho de que la pregunta no fuera dirigida a mí, ya de por sí me dio mala espina.

—Sí, es este. — dijo el pibe que estaba en mi otro costado. —he ¿y tu mamá cómo está? —Preguntó con una sonrisa irónica. —Me dijeron que está muy buena. —Agregó.

Me metí la verga en el pantalón y cerré la bragueta. No pensaba contestarles.

—Me dijeron que tiene un re orto. —dijo el de mi derecha.

Fui a lavarme las manos, todo colorado. Ellos me siguieron. Los vi reflejados en el espejo.

—He ¿Me presentás a tu mamita? —dijo uno de ellos. Era un gordo con ropa deportiva sucia y vieja.

Ambos eran del otro turno. Los tenía de vista. Seguro estaban en la clase de educación física.

—Si querés hacemos una vaquita para pagarle…

No me pude controlar. Ese comentario fue la gota que rebalsó el vaso. No pensaba soportar más insultos.

El que había dicho eso era un flaco alto, morocho, de pelo pajoso. Lo agarré del cuello, poseído por la bronca.

—Mi mamá no es ninguna puta. — le dije. Estuve a punto de darle una piña, pero él reaccionó antes, dándome un fuerte puñetazo en la panza.

En el baño había dos o tres pibes más, que se fueron corriendo cuando vieron que se venía el quilombo.

El gordo me agarró del hombro y me dio una piña en el mismo lugar donde su amigo me había golpeado. Quedé en el piso arrodillado, sin aire.

—Che ¿Sabés qué? —le dijo el gordo a su amigo. —Me dieron ganas de mear de nuevo.

—jajaja sos un hijo de puta. — se rió el flaco alto, cuando vio que el primero ya liberaba su morcilloza pija y apuntaba a mí.

No me podía mover del dolor. Estaba perdido. Esa sería la humillación final. Después de eso, no podría volver a ver a Agustina a los ojos. A Pitu, al menos había podido darle un golpe. Pero estos pibes iban a convertirme en el azmereír de la escuela entera. Cuando todos se dieran cuanta que estaba todo meado, ni siquiera me daría la cara para volver a la escuela. Deseé que la tierra me tragara.

—Qué onda wachos. — escuché decir a una voz desde el umbral de la puerta.

El gordo se metió la verga de nuevo en el pantalón. Yo me erguí, todavía con dolor, y pude ver a quien había interrumpido a esos dos hijos de puta.

No podía creer lo que veía.

—Eh Pitu ¿Todo bien? —dijo el gordo.

—Todo mal. —dijo Pitu, serio. — el pibe es de mi curso.

—Si es un logi. — argumentó sabiamente el alto.

— Ustedes son unos logis. — retrucó Pitu.

Yo comencé a recomponerme, sin terminar de creer lo que estaba pasando.

—Que onda Pitu, ¿querés que se pudra todo? — dijo el gordo.

Pitu se acercó hasta nosotros. Apoyó su cabeza en la del gordo. Sus ojos quedaron muy cerca unos de otros. Se desafiaban con la mirada. Nunca sentí un clima tan tenso como el que se levantó en ese baño oloroso.

—Qué, ¿Te la bancás? — dijo Pitu.

Afuera del baño se fueron asomando algunos de los mulos de Pitu. Brian, Leo, El Polaco, y un par más.

Ya de por sí, Pitu les podía dar pelea a los dos juntos. Pero si los otros se sumaban, los del otro turno no tenían oportunidad.

—Eh, está todo bien con vos Pitu. —dijo el flaco alto, dándose cuenta de la desventaja numérica. —Vamos, vamos. — le dijo a su secuas, agarrándolo del hombro.

El gordo, a regañadientes, se fue del baño, sin dejar de cruzar miradas con Pitu.

Abrí la canilla y me lavé la cara.

—Eh Pitu, ¿Nos vamos a terminar agarrando con los del turno tarde por este chetito? —le recriminó Leo, cuando sólo los de tercero tercera del turno mañana quedamos en el baño.

—Está bien ¡Que se pudra todo! —dijo Brian.

—El cheto se la banca, me hizo frente el otro día. — sentenció Pitu. —entremos al aula.

Estaba tan sorprendido que ni siquiera pude darle las gracias. Todo era muy raro. No comprendía porqué Pitu actuaba así.

 

 

Capítulo 2

 

Andrea

Cuando le puse los puntos a ese pendejo, temblaba de los nervios, y también de miedo. En González Catán los adolescentes parecen hacer lo que quieren. Es normal que le falten al respeto a los adultos, e incluso a los profesores de la escuela. Pensé que en cualquier momento se levantaba y me daba una piña.

El director me había atendido muy amablemente, pero es un pusilánime, me dijo que no pensaba hacer nada porque la pelea de mi hijo con ese salvaje fue fuera del colegio. Al menos logré que me diera el nombre del pibe. Sebastián Medina.

Cuando salí de la escuela, bastante caliente, vi a ese grupito de chicos que me había gritado guarangadas unos momentos antes, mientras entraba a la escuela. Pensé que no sería extrañado que el revoltoso que le pegó a mi hijo estuviera entre esos infradotados. Los encaré, y resultó que mi intuición era correcta.

A pesar de que Joaquín se enojó conmigo, parece que actué bien. La reprimenda a aquel pendejo resultó efectiva. Durante toda la semana Joaco estuvo de mejor humor. Aunque no habla mucho, se le nota. Además, cada tanto lo veo con esa sonrisa tonta de nene enamorado. ¡Cómo lo quiero!

El que no había cambiado en su actitud es Rubén. No me considero una mujer muy sexual. Más bien la cuestión siempre me interesó lo justo y necesario. Lo conocí a Rubén siendo muy joven, mientras que él ya tenía treinta años. Me enamoré enseguida. Su seguridad, su inteligencia, que incluso, por momentos, parecía sabiduría, y su aspecto físico de hombre fuerte y bello, cuando todavía no comenzaba a crecerle la panza, me volvieron loca.

Al año ya estábamos juntados y esperando el nacimiento de Joaco. Mi adolescencia casi no existió, pero no me importaba. Me consideraba feliz. Tenía una familia, mucho mejor que la familia con lo que me había criado. La situación económica era cada vez mejor. Y Rubén me trataba como a una princesa.

Fue mi primer y mi único hombre. Nunca me sentí lo suficientemente atraída por otros hombres como para plantearme engañarlo. Además, él jamás me dio motivos para hacerlo. Soy de las que piensan que para acostarme con alguien necesito, sí o sí, estar enamorada. Y sólo amo a Rubén.

Las pocas veces que me sentí atraída por otros hombres, lo suficiente como para sentirme excitada, me desahogaba con mi marido, y así, las fantasías de engañarlo nunca salieron a la superficie. Siempre se mantenían bien ocultas, hasta el punto de que, durante muchos años, estuve convencida de que no necesitaba a ningún otro hombre, ni nunca lo necesitaría.

En el fondo, soy una mujer chapada a la antigua. Rubén siempre lo supo, y por eso nunca le molestó que me vista de manera sugerente, con pantalones super ajustados y polleritas cortas. Sabía perfectamente que él era el único que disfrutaba de mi cuerpo. Yo sólo me mantenía en forma para sentirme bien conmigo misma, y para que él no deje de quererme nunca.

No me molesta pasar etapas de semanas sin sexo. Puedo vivir tranquilamente sin eso. Pero tres meses es demasiado. Y cada vez que le insinúo a Rubén que necesito su pija, inventa una excusa para no dármela.

Por primera vez en mi vida siento la necesidad sexual a flor de piel. Cada hombre que me toca la bocina en la calle, cada abogado que me tira onda en los pasillos de tribunales, cada tipo que me invita a salir cuando me cruza por la calle, es una oportunidad para apaciguar esta calentura, que cada vez es más incontrolable.

Pero yo no soy así, nunca le haría eso a Rubén. Sin embargo, siento que mis hormonas se están despertando de la misma manera que debieron haberse despertado hace diecisiete años. Rubén, a cambio de una familia y una vida apacible, me había arrebatado la adolescencia. Pero ahora ya no tenía ninguna de esas cosas por las que acepté alegremente aquel sacrificio. Y como consecuencia, la chica adolescente, llena de curiosidad y lujuria, empieza a asomarse, cada vez con mayor insistencia.

Por las noches, cuando ya no puedo más y necesito desahogarme, mientras Rubén está trabajando, llevo dos dedos a mi sexo, el cual siempre encuentro empapado. Me acaricio el clítoris con la otra mano mientras meto y saco los dedos enteros, hasta alcanzar un liberador orgasmo.

Anoche hice lo mismo. Pero lo que me está sucediendo desde hace un par de días, a diferencia de los primeros tiempos de la abstinencia, es que no me alcanza con la estimulación física. Necesito recordar a algún que otro hombre por el que siento alguna atracción. Me los imagino, quitándome la ropa, arrancándomela, tratándome de manera brusca, casi violenta. Anoche imaginé al abogado carilindo del estudio Goldberg, poseyéndome con salvajismo. Yo, en cuatro, transpirada y jadeante recibía la enérgica verga del tipo. Imaginé también al verdulero de manos callosas, que siempre me mira como un degenerado, sin siquiera disimularlo. Fantaseé con que lamía cada rincón de mi cuerpo con esa lengua babosa, que siempre le veo porque tiene la costumbre de mantener la boca abierta. Recordé a los repositores del supermercado, tres pendejos recién salidos de la escuela, que siempre se dan vuelta a mirarme, cuando creen que yo no me doy cuenta de que lo hacen. Los metí en mis fantasías. Los tres me daban sus vergas al mismo tiempo. Una en cada orificio. Y por último, antes de acabar, cuando ya tenía todos los músculos tensionados, sin haberlo premeditado, me vino a la mente aquel pendejo maleducado que había lastimado a mi hijo. Era morocho, de pelo corto. De estatura baja, con los hombros anchos y los pectorales y brazos musculosos. Su mirada era intensa, y a pesar de tener sólo uno o dos años más que Joaco, parecía todo un hombre. Lo imaginé entrando a casa sin permiso. Me pondría contra la pared, me levantaría, despacito, la pollera, mientras yo le rogaba que no me lastimara. Y luego me enterraría esa enorme verga que yo suponía que tenía, ya que, de reojo, con los anteojos todavía puestos, había visto que detrás de su bragueta había un bulto demasiado grande. Mientras acababa, me metí los mismos dedos que había enterrado en mi sexo, en mi boca hecha agua, saboreando mis propios fluidos.

Pero sólo eran fantasías. Tenía en claro que nunca engañaría a mi marido. Menos ahora que está pasando su peor momento. Y mucho menos con un adolescente que había golpeado a mi hijo.

Nunca haría eso.

 

 

Pitu

El cheto sabe que por algo no lo molesto más. No es tan boludo como parece. Yo me hago el gil, corte que como la otra vez se me paró de mano, se había ganado mi respeto. Pero tampoco la pavada. Estas cosas hay que hacerlas bien para que todo salga piola. A veces lo bardeo frente a los pibes. Le sigo diciendo chetito. Me rio cuando él habla en clase. Boludeces. Pero ya no me zarpo. O sea, quiero que se note que la cosa empieza a estar todo bien conmigo, pero de a poco.

A su mamita no me la puedo sacar de la cabeza. No pude averiguar ni como se llama, y ese misterio me pone todavía más loco. Sueño todos los días con ese culo macizo, con esas gambas hermosas, con su carita de piel suave como bebé, y ojos azules. Sueño con cogérmela por todos lados y llenarla toda con mi leche.

Muchas veces me desperté recontra al palo, y el calzoncillo lleno de semen. Nunca antes había acabado mientras dormía, pero desde que la conozco a la mamá de Joaquín, amanezco casi todos los días, enchastrado.

El otro día lo mandé al Brian y a Leo a que averigüen donde vive el cheto. No me consiguieron la dirección, pero me dijeron que vive cerca de la plaza de Catán.

El sábado agarré la bici y me fui para allá. Empecé a dar vueltas por ese barrio. Algunos me empezaban a mirar raro. Corte que era un chorro. Esos giles cagan más alto que su culo. Se piensan que, porque tienen un poquito más que los demás, son mejores que uno. Si me hubiesen agarrado en otro momento, hubiese repartido un par de piñas. Pero no les di cabida. Yo sólo estaba ahí para cruzarme “de casualidad” con la mamá de Joaquín.

Tuve tanta mala suerte, que, en vez de cruzarme con ella, me encontré con el cheto.

Salía de comprar del supermercado “Delbanco” que está sobre la ruta. Ese supermercado está re piola, es regrande, siempre está limpio, y tiene un par de cajeras con una pinta de putonas bárbaras. Pero venden las cosas muy caras, por eso casi no voy.

Joaquín llevaba unas bolsas en las manos. lo habían mandado a hacer los mandados al nene.

—¿Qué hacés acá? — me dijo el maleducado, sin saludar.

— Eh qué onda chetito ¿Te tengo que pedir permiso a vos para andar por Catán? —ME quedé sobre la vereda, arriba de la bici, al lado de él.

—No, ni ahí, sólo te lo preguntaba porque me llamó la atención verte acá. — dijo.

Se lo notaba nervioso, pero el pibe ya no me bajaba la mirada. Me empezaba a caer bien el wacho.

—“Me llamó la atención verte” —repetí sus palabras, burlón. —¿Así hablan los chetos de tu barrio?

—Le tengo que llevar esto a mi vieja. Nos vemos el lunes.

La sola mención a su mamita me puso como perro alzado.

—Eh tranquilo, sólo fue un chiste. Qué lindo día ¿No?

—Sí, la verdad que sí. —contestó él.

Y era cierto. El cielo estaba azul y no había una sola nube. Además, hacía ese clima piola de primavera, ni calor ni frío. Y el vientito que se levantaba era muy rico.

—En un día como este deberías estar paseando con la Agustina. No haciendo las compras a tu mami.

—¿Paseando con Agustina?

Me cagué de la risa cuando vi la cara de boludo que puso. Como si lo hubieran agarrado con las manos en la maza.

—Y sí. Si se renota que le tenés ganas. ¿Ya te la estás chamuyando?

—¿Qué? No. Nada que ver. Agus es una amiga.

¡Cómo le cambió la cara cuando la nombre a la Agus! Y el salame me quería mentir encima.

—¿Amigos? Me extraña Joaquín. —Creo que esa fue la primera vez que lo llamé por su nombre jaja. — Cuando te hacés el amigo de una mina, después no te la podés coger. Vos tenés que acercarte, y de apoco ir endulzándole el oído. Que sepa de entrada que tenés onda, pero sin exagerar. Que sepa que también te pueden gustar otras minas. Que se ponga celosa. Las minas son hijas del rigor, hay que hacerlas sufrir un toque. Si te entregas en bandeja no te va a dar bola.

—Bueno, gracias por el consejo. — me contestó, ya menos a la defensiva. —Y gracias por defenderme el otro día.

—No pasa nada, El Turco y El Mauri se la dan de los kapangas de la escuela, pero acá ningún forro del otro turno va a venir a hacer bardo cuando yo estoy en la escuela. Y menos con alguien de mi curso.

Eso último que le dije era cierto. Tan chamuyero no soy.

—Bueno, bien ahí. —dijo el cheto. —Me tengo que ir. Nos vemos el lunes.

—Dale, nos vemos el lunes viejo. ¿Vivís por acá nomás?

—Si si. —dijo el wacho haciéndose el boludo. No me iba a decir dónde estaba su casa ni en pedo.

Lo dejé alejarse un par de cuadras. Y después lo seguí desde la otra vereda. Corte que seguía con mi paseo en bici y de casualidad iba en la misma dirección que él.

Entró a una casita con las rejas negras. La verdad que pensé que eran de más guita, pero la casa era igual de humilde que la mía. Y bueno, por algo será que se fueron de Capital para mudarse a Catán. La crisis del año pasado se los habrá llevado puestos.

Cuando entraba a su casa lo saludé, haciéndome el boludo, y seguí mi rumbo.

No tenía mucho sentido el hecho de conocer dónde vivía la mina. Pero el saberlo me puso al palo. Encima llevaba un pantalón de gimnasia con el que no pude esconder tremenda erección. Y para colmo había bastante gente por la calle, y algunos se habían dado cuenta de que estaba al palo, y se miraban entre ellos, riéndose. Que agradezcan que estaba en un buen día. Sino los cagaba a trompadas.

El lunes no tenía ni ganas de ir a la escuela. El Brian y El Leo se querían hacer la rata. Yo me tenté, pero le dije que vayan ellos nomás.

—Eh qué onda Pitu, estás hecho un Sarmiento Ahora. —dijo el Brian.

—Nada que ver gil. Tengo que hacer algo.

Se los notaba con ganas de seguir gastándome, pero me conocen. Saben que cuando pongo cara de orto significa que ya no me pueden decir nada o se comen un par de bifes.

Cuando entré al aula, saludé a los pibes como hacemos nosotros, con dos apretones de mano, el segundo cruzado. El cheto estaba entre un grupo de pibes, y también lo saludé.

Cuando la vieja Ortuño empezó con la clase de historia, me quise rajar del aula e ir con los pibes, a donde fuera que se hayan ido. Pero ya estaba ahí, me la tuve que fumar.

Igual es al pedo que la vieja se esfuerce tanto en explicar sobre el rodrigazo y esas cosas. Todos saben que el último año es sólo un trámite. Nadie repite tercer año. Los pibes estamos con la cabeza en otra parte. El viaje de egresados, las mujeres, la birra, la joda… Los profes saben eso y a la mayoría les chupa un huevo. Incluso la vieja Ortuño nos va a terminar aprobando a todos. Pero ella y dale con sus clases de mierda.

—Bueno, recuerden que tienen que armar grupos para el trabajo práctico.

—¿Qué trabajo práctico? —dije recaliente. ¿De qué mierda estaba hablando la vieja esta?

—Si viniese más seguido, o si al menos les pidiera a sus compañeros los apuntes, sabría de qué le estoy hablando. Tiene que hacer un tepe comparando la política económica del primer gobierno peronista con el tercero.

—¿¡Qué!? Profe, me parece que estás confundida vos. Esto no es la universidad eh.

Algunos wachos se cagaron de la risa con mi ocurrencia.

—El confundido es usted Medina. Y le aclaro que este trabajo va con nota. A ver ¿A qué grupo le falta un miembro?

—A nosotros. — dijo uno de los logis del curso con miedo.

Era Ramoncito, un cuatrojos con peinado de lamida de vaca. Era uno de los más tragas del curso. Al menos en eso tuve suerte. Menos trabajo para mí.

—Bueno Medina, se agrega al grupo de Bulacio, Rosales, y Pascot.

¿Bulacio? Pensé para mis adentros. ¿Bulacio no era el apellido del cheto?

Él se dio vuelta a mirarme, confirmando que así era.

Al final este trabajo práctico no era tan mala idea. Bien ahí vieja Ortuño, me hiciste un favor sin darte cuenta. Pensé.

 

Andrea

Llegué a casa irritada. Joaquín estaba preparando unas hamburguesas. Los días que trabajo en el estudio, llego a casa a eso de las tres y Joaquín me espera para que comamos juntos. A veces Rubén se despierta y nos acompaña.

La casa estaba llena de olor al humo que salía de la plancha.

—¿Por qué no abrís la ventana Joaquín? —le dije, levantando la voz.

Inmediatamente me arrepentí de hacerlo. Joaquín era un santo. Se bancó el cambio de barrio, de colegio, soportó el acoso que hasta hace poco sufría de parte de un compañero, y hasta me ayudaba con las tareas domésticas.

—Bueno ma, no te enojes. —Me dijo el pobre.

Me acerqué y le di un beso en la frente.

—Perdoname Joaco, tuve un día complicado en el trabajo. ¿Sabés qué? No tengo nada de hambre. Comé vos. Me voy a dar una ducha y si querés, después miramos la tele juntos.

Me dio la impresión de que me quería decir algo, pero en ese momento necesitaba relajarme. Ya me lo diría después.

En el cuarto, Rubén todavía roncaba. Pobre. Llegaba a casa recién a las diez de la mañana. Si no se despertó con el olor a hamburguesa que había en toda la casa, era porque estaba muy cansado.

Hice el menor ruido posible. Me desnudé y fue a la ducha.

Apenas el agua caliente empezó a caer sobre mi cuerpo, me sentí relajada.

No solo fue un día complicado. Toda la semana lo fue. El Dr. Mariano, mi jefe, es una persona seria y confiable. Además, es muy generoso. A pesar de que trabajo a medio tiempo, me paga un sueldo como si lo hiciera ocho horas diarias. Desde que comencé a trabajar con él temí que se aprovechara de su situación de poder y me obligara a ser algo más que su asistente. Me sorprendí a mí misma, en mis fantasías, aceptando el papel de amante. Después de todo, conseguir otro trabajo en esas condiciones era casi imposible. Y en casa estábamos tan ajustados, que perder un ingreso como mi sueldo, podía ser trágico. No me imaginaba volviendo a la casa de los padres de Rubén. Sería muy denigrante.

Pero por suerte, el Dr. Mariano es tan correcto como aparenta.

Sin embargo, no puedo decir lo mismo de sus socios minoritarios. Los Dres. Ceballes y Aristimuño. Dos cincuentones que no paran de mirarme la cola mientras voy de acá para allá en la oficina, llevando los papeles.

El primer inconveniente que tuve con el Dr. Ceballes fue el lunes. Yo estaba buscando una carpeta en el archivo. El Dr. Mariano y el Dr. Aristimuño se habían ido a una audiencia, así que estábamos solos.

—¿Que buscás? —Me preguntó el abogado petulante.

—La carpeta del caso de Dirende. —le contesté.

El Dr. Ceballes se acercó por detrás. Agarró una carpeta que estaba más abajo de donde yo estaba buscando.

—Está guardado como “lezica”. — dijo.

Sentí su aliento caliente en mi cara. Pero después sentí algo más. Cuando se había acercado, innecesariamente, se había apoyado sobre mí. Sus piernas rozaban mis nalgas. Para colmo, yo llevaba una pollerita bien corta. El viejo debió estar como loco.

—Ah muchas gracias. — dije, agarrando dicha carpeta. Él aprovechó para rosar mi mano.

Cuando me quise mover de donde estaba, él, en vez de hacerse a un lado, se quedó donde estaba. E incluso creí notar que empujaba su pelvis hacia adelante. En ese momento sentí con mis nalgas, el miembro del desagradable Dr. Ceballes, el cual, si bien no estaba parado, se notaba que tenía cierta rigidez.

Hice de cuenta que no había pasado nada, y me alejé de él.

—Le queda bien esa ropa. —Me dijo.

—Gracias. —susurré, y me fui a mi escritorio.

Desde ese momento el Dr. Ceballes me mira, como si hubiese cierta complicidad entre nosotros. Además, cuando está con el Dr. Aristimuño no dejan de mirarme de reojo mientras hablan y sonríen.

Mientras me pasaba el jabón por las piernas. Sintiendo, orgullosa, lo firmes que estaban, recordaba aquella escena. ¿Qué hubiese pasado si me quedaba unos segundos más ahí, atrapada entre el archivero y el Dr.?

Probablemente el viejo hubiera asumido que yo esperaba que haga algo más que apoyarme. Me levantaría la pollerita. Me empujaría hacia adelante. Quedaría con la cara pegado al mueble, sintiendo los dedos bajándome la bombacha. Y luego me penetraría. Ahí, en la oficina donde nos veíamos todos los días.

El Dr. Ceballes no me atraía en lo más mínimo. Pero imaginar cómo una verga tiesa entraba en mi interior después de tanto tiempo, hizo que me excitara.

Mis dedos resbalosos se enterraron en mi sexo. Entonces recordé lo que había sucedido ese mismo día.

A primera hora fui a entregar un escrito en los tribunales de Kennedy y Catamarca. El ambiente jurídico de La Matanza es muy pequeño. Todos los días me cruzo a los mismos abogados y procuradores.

Y ahí estaba él. El abogado novato del estudio Goldberg. Un jovencito de veinticuatro o veinticinco años. Rubio, de ojos claros. Con la cara equina, pero aún así atractiva. Desde que empecé a trabajar nos cruzamos casi todos los días.

Ambos salimos del juzgado a la vez.

—Cómo anda doctora. —me saludó con un beso en la mejilla.

—No soy doctora. Sólo una asistente.

—Ah perdón. Es que como te vestís tan bien, y te desenvolvés con tanta naturalidad en los juzgados, pensé que eras abogada.

—jaja Gracias.

Ese día llevaba mi ropa de oficina preferida. Una camisa blanca mangas largas. Un chaleco gris, y una pollerita del mismo color. Me había recogido el pelo, sabiendo que las facciones de mi cara y mis ojos resaltaban más que nunca. Me veía como una profesional, pero aun así, muy sensual.

Nos metimos en el ascensor para bajar. Inmediatamente sentí cómo se ponía nervioso. Mi presencia suele intimidar a muchos hombres. Y cuando me encuentro con uno a solas en un ascensor, tienen las actitudes mas variadas, y a veces hasta graciosas.

Me intrigaba saber cómo actuaría el joven abogado. ¿Se quedaría en silencio durante el corto trayecto? ¿Hablaría de cualquier tontería con tal de sacarme alguna palabra? ¿Haría un chiste para que yo le regale una sonrisa?

Toqué el botón de planta baja. Las puertas corredizas se cerraron inmediatamente. Entonces sentí una mano, que me agarraba del brazo y me instaba a girar. Cuando lo hice. El joven abogado, del que todavía no conozco el nombre, me estampó un beso en la boca. Su lengua se metió adentro. Tenía sabor a tabaco y menta. Empezó a masajear mi lengua con la suya. Me abrazó. Sentí una de sus manos que bajaba hasta el cierre de mi pollera, palpando el inicio de mis nalgas.

Lo aparté de un empujón. Y le di un cachetazo.

—¿Estás loco? — le dije, sin levantar la voz. No quería hacer un escándalo.

—Perdón, pero si no lo hacía, me moría. — dijo el caradura, mientras el ascensor se detenía y las puertas se abrían. —Además — Agregó. —Pensé que quizás vos también querías.

—Pensaste mal. — Le dije, mientras nos dirigíamos a la salida. — Estoy casada. — agregué, mostrándole mi anillo.

— Eso no me molesta. —retrucó el caradura.

— A mí sí. No me vuelvas a tocar, por favor. — le pedí, y lo dejé ahí, sin darle oportunidad a que se disculpara.

Sentía cómo el orgasmo venía a mí. Qué fácil sería para mí apaciguar esta calentura que tengo desde hace ya casi cuatro meses. Había tantos hombres dispuestos a complacerme. Me masajeé el pezón, mientras acariciaba frenéticamente el clítoris. Pensé en despertar a Rubén y pedirle que me coja de una vez por todas. Pero si se negaba no lo soportaría. Las peligrosas ganas de traicionarlo acudirían a mí más fuerte que nunca. Además, ya estaba a punto de acabar. EL abogado carilindo tampoco me gustaba. Era lindo, pero le faltaba mucho mundo.

Aun así me estaba tocando pensando en él. En él y en el viejo Ceballes, por el cual sentía menos atracción aún. Los tenía comiendo de mi mano. A ellos, a Aristimuño y a otros tantos. La lealtad nunca me había pesado tanto como ahora. Mi cuerpo se llenó de calor. Me apoyé en los azulejos del baño mientras el agua caliente aún caía sobre mí. Mis dedos se llenaron de fluidos. Tuve que morderme los labios para no gritar.

 

Joaquín

Mamá salió del baño con mejor humor. Yo estaba en el living mirando la tele. Se acercó y me dio un beso en la frente.

—Te quiero mucho, ¿sabés? — me dijo.

—Yo también ma. ¿Estás bien?

—Sí, es difícil acostumbrarse a esta nueva vida. Pero todo va a ir mejor. Ya vas a ver.

—Sí, te entiendo, para mí también fue difícil.

—¿Fue?

—Sí, al principio me costó. Más que nada por dejar de ver todos los días a los chicos del barrio. Pero al menos todavía nos juntamos a jugar a la play los findes.

—Además tuviste ese problema con el salvaje de tu compañero ¿No te molesta más?

—De eso te quería hablar.

—No me digas que te volvió a pegar. Te juro que le hago una denuncia. — dijo, enojada. Me dio gracia verla tan exaltada por algo que no sucedía.

—No, ma, tranquila. Ya nos estamos llevando bien.

—¿En serio?

—Sí. Escuchame ma. Tengo que hacer un trabajo práctico para historia. Es en grupo. Y con los chicos decidimos que el lugar más cómodo para todos es acá. ¿Te molesta que vengan tres de mis compañeros mañana?

—Ay Joaco, no sé. Esta casa es muy chica. No es como la de Villa Crespo. No van a estar cómodos.

—Tranquila ma. Acá todos los pibes son humildes. No tenés que sentir vergüenza de tu casa.

—¿Y quién dijo que tengo vergüenza?

—Dale ma, te conozco. Vos con tanto glamur viviendo en González Catán, en una casita como esta… Parecés más de Recoleta. Pero como te digo, no te preocupes.

Mamá soltó una carcajada.

—Sos gracioso cuando te lo proponés. —dijo —. Bueno. Invitá a tus amigos. Si querés vengan después de la escuela. Les preparo algo para comer.

—No hace falta. Ya quedamos en reunirnos a las cinco. Para no molestarlo a papá que casi siempre se levanta a esa hora.

En ese momento mamá llevaba un pantalón ajustadísimo y una remera también muy ceñida a su cuerpo. Pensé en pedirle que, solo por mañana, se vista de manera más recatada, pero no me animé a hacerlo. Con esas cosas siempre fue intransigente. Ella se vestía como quería y punto. Además, la mayoría de su ropa era así de sensual.

—Y otra cosa ma. ¿viste el chico con el que me peleé ese día?

—No te peleaste, él te pegó. —Aclaró mamá innecesariamente. Y después agregó —. Qué pasa con él.

—Bueno, es uno de los compañeros que vienen mañana.

—¿¡Qué!? —estalló mamá. —No, de ninguna manera voy a dejar que ese salvaje entre a esta casa. ¿Cómo podés hacerte amigo de ese chico?

—No me hice amigo de él. La profesora lo puso en mi grupo. Además, ahora ya casi no me molesta.

—¿Casi? — dijo mamá exaltada. —¿Casi? No, ni hablar.

No me quedaba otra. Tenía que sacar el as bajo la manga.

—Ma, no te quería decir esto, porque no te quería preocupar. Pero…

—Pero qué.

—Hace un par de semanas, dos chicos del otro turno me quisieron pegar. —congesé, omitiendo los detalles más desagradables, como cuando el gordo casi me mea encima.

—¡Pero ese colegio está lleno de salvajes!

—Sí, bueno. Pero el que me defendió fue Pitu. Sebastián Medina. —le dije. —El pibe es un salvaje, como vos decís, pero tiene códigos. —agregué, sin estar del todo seguro de si lo que yo mismo decía era cierto.

—¿De verdad te defendió él?

—Sí, además, vos misma me enseñaste ma, que todo lo diferente genera incomodidad en la gente. Y bueno, nosotros somos diferentes. Y ellos se están acostumbrando a nuestra presencia.

Mamá quedó meditando un rato.

—Bueno, está bien. invitalo. —dijo al fin.

 

 

Capítulo 3

 

Pitu

Era la primera vez que me ponía fachero por una mina. Siempre uso ropa que me quede cómoda, sin importarme si me veo bien o mal. Además, nunca necesité hacerlo. Como dice El Indio Solari, a las minitas les gustan los payasos y la pasta del campeón. Yo tenía esas dos cosas. Pero con la mamá del cheto no me podía confiar tanto. Ella era una mujer, no una wachita a la que se le mojaba la bombacha apenas le hablaba.

Me puse una camisa piola que me había regalado la viaja cuando cumplí dieciocho, un pantalón de jean que masomenos zafaba, una cadenita plateada con una cruz, que caía sobre mi pecho, porque me había desabrochado un par de botones de la camisa. Tenía el pelo corto, porque le había rompido las bolas a la vieja para que me de unos mangos para la peluquería. Le robé un poco de colonia al Esteban. Me miré al espejo. Me veía como pretendía. Un macho alfa. Eso era. Pensé que a lo mejor estaba exagerando. Me iba a hacer un trabajo práctico, no a un baile. Pero ya estaba. Además, como decía el tío Omar, cuando uno quiere cogerse a una mina, hay que ir con todo, sin timidez ni dudas.

Me tomé el bondi, porque si iba en bici seguro llegaría todo chivado.

Toqué el timbre de la casa de Joaquín, y salió a atenderme el mismo cheto. Empezamos mal el día, pensé. Si salía a recibirme su mami, tendría asegurado unos segundos a solas con ella. Mala suerte. Ahora corría el riesgo de no poder tirarle onda.

Entramos a la casa. Ramoncito, con su pelo con lamida de vaca, tenía su cara hundida en un libro. Qué traga que era ese pibe, por favor. Fabricio, otro traga, y para colmo, gordito y con cara de gil, escribía sobre una cartulina anaranjada.

El cheto me ofreció un vaso de coca fría. No había rastros de su mami. Se escuchaban ruidos que venían de los que supuse que eran los cuartos, pero ni idea si era la mina. A lo mejor estaba trabajando.

—Si querés andá resumiendo esta parte. —Me dijo Joaquín entregándome un libro.

En dónde mierda me metí, pensé para mí. Podría estar con los pibes escabiando, pero en vez de eso, estaba con estos tres aparatos.

No quedaba otra, tenía que seguir en el baile que me metí. Me puse a leer el libro de historia. Creo que fue la primera vez que leí unas cuántas páginas seguidas. Es que era tanto el embole de estar con esos pibes, que preferí pasar el rato leyendo. Por suerte no era un libro muy complicado. No tenía tantas palabras raras. Entendía casi todo lo que iba leyendo. Esa era toda una sorpresa. Parece que acercarme al cheto me garantizaba sorpresas inesperadas. Hasta me empezó a caer bien Perón. Bastante copado era con eso del aguinaldo, y la jornada laboral de ocho horas, y otras boludeces más. Creo que fue la primera vez en mi vida que aprendí algo de la escuela.

De repente se escuchó que alguien se acercaba al comedor, donde estábamos estudiando.

—Hola chicos.

Cuando escuché que se trataba de la voz de un hombre, ni ganas de levantar la vista tuve. La idea de que ese día no podría ver a la mami de Joaquín me puso como loco.

El tipo saludó a los pibes y después se acercó a mí. Yo levanté la vista. ¿Y este quién mierda es? Me pregunté para mí.

—Rubén, el papá de Joaco. —dijo el tipo, como si hubiese leído mi mente.

Era un viejo barrigón que vestía un uniforme parecido al de la policía. ¿Ese viejo choto se come a la mami del cheto? No no no. No podía ser. Esto no podía estar pasando.

—Bueno, los dejo con sus cosas. — dijo el viejo, y se fue.

—¿Y cómo vas con eso? — me preguntó Joaquín.

—¿Con qué?

—Con el libro.

—Ah, bien. Si si. Muy copados lo de los planes quinquenales. —le dije, haciéndome el canchero. La verdad que eso de quinquenales era una de las palabras que no entendía. —Pero ni a palos termino hoy un resumen. ¿Me prestás el libro para que lo haga después en casa?

—Sí, dale —dijo el cheto.

—O de última le sacás fotocopias a esa parte. —dijo Ramoncito, metiéndose donde nadie lo llamó. —Igual tranqui. La idea es que hoy nos organicemos y después cada uno se lleva algo para hacerlo a parte. La semana que viene nos juntamos de nuevo para terminar el trabajo, y listo.

—Ah, bien ahí. — dije.

La idea de que tenía otra oportunidad de ver a la mami del cheto me devolvió el buen humor.

De repente me entraron ganas de mear.

—Che, dónde está el baño. —Le dije al cheto.

—Mirá, metete en ese pasillo. La última puerta a la izquierda.

—Joya, ya vengo.

Fui hasta el baño. Cuando caminaba por ese pasillo, me dio la impresión de sentir en el aire un rico perfumito de mujer. Entré al baño, y mientras meaba, me di cuenta que alguien andaba por la casa, además de Joaquín y los otros dos tragas. Se escuchaba un sonido, como unos golpes de madera. Pensé que quizá los ruidos venían del cuarto de sus papás. Se me cruzó por la cabeza mandarme de una al cuarto, pero sólo fue una idea. No estoy tan loco.

Tiré de la cadena y salí.

—¿Y vos quien sos? —me dijo una dulce voz de hembra.

Me di vuelta. La mamita de Joaco estaba apoyada sobre el marco de la puerta de uno de los cuartos. Me miraba corte inquisidora. Estaba terrible. Se había puesto una pollerita a lunares bien cortita. Arriba una blusa negra bien ajustada a sus tetas. El pelo negro estaba suelto. El pasillo estaba medio oscuro, pero sus ojos azules brillaban. Tremenda mujer.

—Soy Sebastián. El Pitu me dicen ¿No te acordás de mí?

—Ah, no te había reconocido. Estás distinto.

La mina me miró de arriba abajo. Me acerqué para saludarla. Le di un beso en la mejilla. Su piel suavecita se sintió muy rica en mis labios. Y se me pegó un poco de su perfume.

—Pensé que no estabas en casa. — le dije, tratando de disimular lo bien que me sentía de verla. —¿Cómo te llamás?

—Andrea. — me contestó. ¡Por fin sabía el nombre de la mina que me volaba la cabeza! —Sí, estaba ordenando unas cosas. Los había visto llegar a tus dos compañeros. Me había olvidado que también venías vos.

En ese momento me di cuenta de que tenía la respiración agitada, como si hubiese estando haciendo ejercicio.

—Qué lindo nombre —le dije, haciéndome el canchero.

Ella se hizo la boluda. Corte que no me escuchó.

—Me dijo Joaquín que lo ayudaste cuando le quisieron pegar.

—Ah ¿eso te contó? — dije yo, realmente sorprendido. Por dentro agradecí al cheto por hacerme quedar bien con su mami. El plan iba bien hasta ahora.

—Sí, pero espero que a vos no se te ocurra pegarle de nuevo. — me dijo.

—No, ni ahí. Está todo bien con el Joaco.

Estábamos muy cerca. Ella seguía arrinconada sobre el marco de la puerta. Parecía una gatita asustada. Eso me gustó.

Me di cuenta que me estaba poniendo al palo. Bajé la vista y comprobé que mi erección era muy vistosa. Cuando hice ese gesto, ella miró adonde yo había mirado. Luego levantó la vista, haciéndose la boluda.

—Me gustaría que me prometas, que no sólo no lo vas a volver a lastimar, sino que lo vas a cuidar, como hiciste ese día.

Me sorprendió su actitud. Era totalmente diferente a la fiera que me había encarado a la salida de la escuela. Faltaba que me suplique nomás.

Tenerla así, tan cerquita, y encima pidiéndome que cuide a su nene, me puso más duro todavía. Apenas podía controlarme. Solo necesitaba una excusa para avanzar. Entonces la miré de arriba abajo, corte que sea obvio que le tenía ganas, a ver si hacía o decía algo. Tenía una pierna flexionada. Las nalgas apoyadas en el marco. Cuando sintió mi mirada degenerada, se cruzó de brazos, como a la defensiva. Y ahí noté el detalle que necesitaba ver. Sus tetas estaban hinchadas, y sus pezones bien puntiagudos se marcaban en la blusa. La mina estaba alzada. A mí no me podía engañar.

—Así que querés que cuide al nene. —le dije, despacito, como en un susurro.

Me acerqué aun más, quedando pegado a ella.

—Sí, por favor, cuídalo.

La agarré de la cinturita de avispa que tiene.

—Quedate tranquila, que si me lo pedís así, hago cualquier cosa.

Ella rió. Me pareció el momento oportuno para comerle la boca de un beso, pero me esquivó.

Se quedó calladita, todavía apresada con mi cuerpo. Con la cara a un costado, y la mirada gacha. Seguía cruzada de brazos. Mis labios quedaron pegados a su carita. Mi mano seguía en su cintura. Con la otra mano le acaricié la pierna. Ella se removió, como queriendo salir. Pero yo la mantuve en su lugar, sin mucho esfuerzo. Del comedor llegaban las voces de los pibes que hablaban sobre el trabajo práctico. Si Joaquín se mandaba para el lado del baño, se pudría todo. Pero en ese momento no me importó nada. Manoseé las terribles gambas de Andrea. Y cada vez subía un poquito más, levantando la pollerita.

—Qué buena estás. —le dije.

La mano que estaba en su cintura, la fui bajando hasta sentir las nalgas macizas de la mina. Ella seguía sin decir nada. Ni me miraba. Se hacía la boluda, corte yo no voy a hacer nada, pero vos haceme lo que quieras.

—No sabés cómo me calentás. —le dije y le di un mordisco a su orejita. Ella pareció sentir cosquillas.

Mis manos se metieron más adentro. Ya estaba cerquita de su bombacha.

—No, por favor ándate. —me dijo al oído.

Pero yo estaba demasiado caliente. Sentía sus nalgas desnudas y era una locura. Era cuestión de meterla adentro y cogérmela. Tenía que ser algo rápido, pero era mejor que nada.

La agarré de la cintura y la empujé para adentro.

—¡No, no! Andate, por favor dejame. — me dijo.

Ahora había levantado un toque la voz. Hasta pensé que del comedor nos podían haber escuchado. Andrea me empujó con fuerza.

—Andate. — me dijo.

Aprovechó que yo me había alejado un toque con el empujón. Se metió en el cuarto y cerró la puerta en mis narices.

¿Qué mierda estaba pasando?

No sé cómo me banqué las ganas de tirar la puerta abajo y cogérmela ahí nomás. Y que el cheto y los otros escuchen todo.

Pero me la banqué. Estaba como loco, y sabía que en esos momentos era mejor no hacer lo primero que se me cruzaba por la cabeza. Me acomodé la pija que estaba más dura que la roca, para que no se note que estaba al palo. La camisa era masomenos larga, así que me cubría algo.

Volví al comedor con los pibes.

—Acá estoy de nuevo.

—¿Te sentís bien? —Preguntó el cheto. —Porque tardaste digo. Además estás un poco colorado.

—Sí todo bien. Tardé porque tuve un llamado de la naturaleza. Y lo de que estoy rojo… que se yo. Será el calor.

—Ah bueno. Quizá te cayó mal tomar la coca fría.

—Puede ser.

Me quedé un rato careteándola, corte que seguía haciendo el trabajo. Pero ya no me podía concentrar ni a palos.

La mina no era imposible. Había jugado a la quiniela y había acertado a la cabeza. Después la histérica se arrepintió, pero pensándolo más en frío, era obvio que no quiera coger en ese momento. Volví a mi casa sintiéndome Maradona. Al toque me hice una paja. Fue increíble la cantidad de leche que derramé esa noche por ella.

 

Joaquín

El domingo hubo un clima perfecto. Cuando llegué a la plaza y sentí el aire tibio recorriendo mi espalda, y vi el cielo despejado, con apenas algunas nubes casi transparentes, no pude evitar recordar a Pitu. “En un día como este tendrías que estar paseando con la Agustina”, me había dicho. Y ahí estaba yo, en el asiento de cemento de la plaza de Catán, esperando a que llegue ella.

Había sido una sorpresa saber que ella también gustaba de mí. El miércoles, cuando fue la entrega de los trabajos prácticos, nos habíamos cruzado en un pasillo, durante el recreo. Charlamos un rato, y caminamos por toda la escuela, esperando que se haga la hora de volver a casa.

Agustina es diferente a la mayoría de las personas de por acá, pero también es distinta a las chicas que conocí cuando vivía en mi otro barrio. Me di cuenta de que no entiende cuando los demás hablan con cierta ironía o con doble sentido. En una primera impresión, podría parecer poco inteligente. Pero en materias como matemáticas, o contabilidad, va más rápido que las profesoras. Una cosa muy peculiar en ella, es que dice las cosas sin pensarlas mucho, con una sinceridad que a veces da miedo. Pero el hecho de saber que es tan honesta me genera una confianza que siento por pocas personas.

Cuando llegamos a un rincón del patio, viendo cómo los alumnos de los grados menores jugaban por todas partes, agustina me abrazó.

—Tenía ganas de hacer esto. —me dijo.

Sus labios color frutilla sonreían muy cerca de los míos.

—¿Y siempre hacés lo que tenés ganas de hacer? —Le pregunté.

—Sí —me dijo, y después me comió la boca de un beso.

No es que tenga mucha experiencia con las chicas. Hasta el momento había tranzado con sólo cinco minas. Pero ese fue el beso más dulce y rico que me habían dado.

En los días siguientes no tuvimos mucha oportunidad de hablar. Ella siempre andaba con tres o cuatro amigas. Y yo me juntaba con Fabri y Ramón. Y a veces hasta me hablaba con Pitu, quien después de que visitó mi casa, está todavía más copado que antes.

Pero el viernes caminamos unas cuadras juntos, a la salida de la escuela. Quedamos en salir a pasear el finde, y nos despedimos con un beso.

Ya eran las dos y cuarto. Me empecé a perseguir porque no había llegado. Pero me dije que era normal. Ninguno de los chicos que conozco es tan puntual. Mamá dice que sólo hay que ser puntual para ir a la escuela o al trabajo.

—Hola.

La voz venía del lado opuesto a donde estaba mirando. Giré. El sol me dio en la cara, así que tuve que usar la mano como visera.

—Hola. —dije.

Me saludó con un beso en los labios. Agustina llevaba un vestido blanco, bastante largo y suelto. Totalmente diferente a los que usa mamá. Su pelo rubio, ondulado, esta vez estaba atado con una colita. Sus encantadoras pecas salpicaban su simpática nariz prominente. Sus ojos marrones claros brillaban bajo el sol de octubre.

—Que linda estás —le dije.

Cruzamos la calle, donde estaba la parada del dos treinta y seis. En Catán no hay cine, ni tampoco un centro comercial grande, así que decidimos pasar la tarde por Morón. Veríamos una película, y luego caminaríamos por la feria que se armaba todos los fines de semana en la plaza de Morón.

El bondi vino enseguida.

—Lindo día nos tocó. —comentó ella.

La ventanilla estaba abierta, y cuando el colectivo empezó a andar, el viento hizo bailar su pelo. Agustina tenía los ojos achinados debido a los rayos del sol. Era la chica más linda del mundo.

Aprovechamos el viaje de una hora para conocernos mejor. No pude evitar notar que había algo que no quería contarme. Y tratándose de una persona brutalmente sincera, como ella, ese no era un dato menor. ¿Tendría novio quizás?

—Y con tus viejos cómo te llevás. —me preguntó en un momento.

—Con mamá rebien —le dije. —es recopada. A veces parece más mi hermana que mi mamá.

—Seguramente la edad tiene que ver con eso. —comentó, ya que yo le había dicho que mamá me había parido muy joven. —¿Y tu papá?

—Papá… —se me hizo un nudo en el estómago, como sucede cuando hablo del viejo. — Creo que está enfermo.

Le conté todo. Cómo habíamos perdido el negocio con la crisis. Cómo papá se vino abajo, y ya no pudo salir de ese pozo. Desde hacía casi un año que era una especie de fantasma. Se levantaba sólo para comer e ir al trabajo. Hablaba poco. Ya no me preguntaba nada. Y como trabajaba de noche, nos veíamos muy poco.

—Quizá necesite ayuda. Profesional digo…—dijo Agustina.

Enseguida se dio cuenta que el tema me ponía mal y cambió de tema. En morón nos tomamos otro bondi hasta plaza oeste. No había muchas películas interesantes para ver. Pero el cine era un buen lugar para comerme a besos a Agus.

Mientras caminábamos, yo la abrazaba por la cintura. Me había dado cuenta, de que, a pesar de que era bastante delgada, y que usaba ropa suelta, su cuerpo tenía muchas curvas. Decidimos ver “El Bonaerense”, una peli de un tal Trapero, que en las revistas decían que era muy buen director.

Nos sentamos bien al fondo. No había mucha gente en el cine. Estábamos tomados de la mano. Habían pasado unos cuantos minutos, y yo todavía no me atrevía a apretarme a Agustina. Además, la peli estaba interesante, y no me la quería perder.

En eso siento la mano de Agus en mi bragueta. La miro de reojo. Ella sonreía, divertida. Me empezó a masajear. Miré a todas parte. Los espectadores estaban concentrados en la película. Algunos empleados andaban por los pasillos, pero no reparaban en nosotros. Agustina siguió acariciándome por encima del pantalón. Me sorprendió, y hasta me decepcionó en cierto punto. No la imaginaba tan rapidita. Pero en ese momento no me importó. Mi verga se estaba endureciendo. La enorme pantalla estaba allá adelante, pero yo ya no miraba. Y las voces de los actores, me llegaban como un murmullo molesto. Lo único que oía era el ruido de la fricción entre las manos de ella, y mi pantalón. Mi pija ahora estaba parada como un mástil.

—¿Querés que te haga acabar? — me susurró Agustina a los oídos. —Pero me tenés que prometer que no se lo vas a decir a nadie. Prométemelo por favor.

Le dije que sí con la cabeza. Agustina me masturbó con mayor velocidad. Yo alternaba mi mirada entre la sala, para asegurarme de que nadie nos viera, y ella, quien me sonreía mientras me seguía masturbando.

Cuando acabé, no pude evitar largar un gemido. Ella rió, y tapó así el sonido que yo había hecho.

—Andá al baño a secarte. — me dijo.

Cuando me paré, sentí cómo el semen se deslizaba hacia abajo lentamente. Me sentí re perseguido. Imaginaba que el olor se sentía hasta la fila de adelante, y que el semen iba a bajar hasta mis tobillos y a ensuciar mis zapatillas. Fui al baño. Agarré un montón de papel higiénico y me limpié. Luego volví para terminar de ver la película.

—¿Y qué pensás de mí? —me dijo después, cuando estábamos en el patio de comidas. Habíamos comprado unas hamburguesas.

—Que sos impredecible. —le dije.

—Sos la única persona que conozco que usa esa palabra. Espero que te haya hecho sentir bien. Me puse triste cuando me di cuenta que hice mal en preguntar por tu papá.

—No hiciste mal. —le dije. Agarré su mano. La misma que había usado hace unos minutos conmigo.

Cuando terminamos de comer fuimos a la plaza de Morón a pasear por la feria, como habíamos planeado. Agustina se abrazaba a mí, y yo la besaba a cada rato, ya hasta me animaba a acariciarle la cola. Parecíamos novios. Ganas de serlo no me faltaban. Era linda, inteligente, copada… Pero no podía dejar de pensar en lo que hizo en el cine. Era nuestra primera salida. El hecho de que vaya tan rápido me hacía dudar.

Me preguntaba si le hubiese gustado que le lleve a un hotel alojamiento para hacer el amor. No insinuó nada al respecto. Pero de todas formas, ya no tenía guita encima. Con el cine y la comida me había quedado sólo con unas monedas. Y eso que ella pagó su parte. Menos mal.

–Ya tengo que volver. Es muy tarde. — me dijo.

Viajamos en silencio a catán. Pero no fue un silencio incómodo. Era el silencio que se impone cuando ya no hay mucho por decir. Insistí para acompañarla hasta su casa, pero no quizo. Nos despedimos en la esquina de la plaza, con un abrazo.

En ese momento tuve la sensación de que esa chica rompería mi corazón.

 

Andrea

El hecho de ver a Joaco tan contento (aunque disimulándolo un poco) me cambió el humor.

Venía de días oscuros y confusos, así que ver a mi hijo yendo a su primera cita me dio el respiro que necesitaba. Joaco ya cumplió lo dieciocho hace un par de meses. En poco tiempo terminará la escuela, y tendrá que enfrentarse al mundo de los adultos. Pero en muchos aspectos parece todavía un niño. Siempre le costó relacionarse con los demás chicos, sobre todo con las chicas. Y ahora que estaba en un lugar al que apenas comenzaba a adaptarse, pensé que le sería mucho más difícil. Por suerte me equivoqué.

Cuando me quedé sola en casa, durante algunas horas me acompañó ese sentimiento optimista. Pero pronto todos los recuerdos de los sucesos recientes me vinieron a la cabeza. Me puse a limpiar la casa, para ahuyentar esos pensamientos. Pero me fue imposible.

¿En qué carajos estaba pensando? Era evidente que el hecho de haber tenido tres sucesos sexuales en un lapso de tiempo tan corto, no era casualidad. Mi cuerpo se ponía en evidencia. Mis gestos, mis miradas, y la propia fisionomía de mi cuerpo, les decía a los hombres que podían avanzar sobre mí.

Primero aquel desagradable encuentro con el Dr. Ceballes. Luego el beso del abogado del estudio Goldberg. No me podía engañar a mí misma. Cada uno de esos hechos sucedió, en parte, porque yo quise que sucedieran. La apoyada del Dr. Ceballes duró más de la cuenta. Y el beso del muchacho del estudio Goldberg, sólo fue interrumpido después de que él saboreara mi boca a su gusto. Y lo último, aquel pendejo. Eso fue lo peor.

Cuando Joaco me convenció de que le permita recibir a aquel salvaje, una ridícula ansiedad se apoderó de mí. El hecho de que haya defendido a mi hijo, me obligó a tener una visión diferente de él. Al menos se merecía el beneficio de la duda. Pero no podía evitar recordar que, en una de mis muchas tardes de autocomplacencia, la imagen fugaz de aquel chico joven y fornido, había acudido a mi mente.

Cuando llegó el día en que mi hijo debía hacer el trabajo práctico, me puse nerviosa, como si tuviese quince años en lugar de treinta y cuatro. Pensé en recibir a los chicos con una vestimenta recatada, principalmente porque no quería que al tal Pitu se le vaya los ojos cuando me viera, como aquella tarde en la salida de la escuela. Pero después cambié de opinión. ¿Por qué tenía que cambiar mis hábitos en mi propia casa? ¿Por ese pendejo altanero? Ni loca. Me puse una pollerita a lunares que me encantaba, y una blusa negra que se adhería a mi cuerpo perfectamente.

Llegó la hora. El timbre sonó. Me sentí a la defensiva. Cuando Salí a recibir a los compañeros de Joaco, noté, con una ridícula decepción en mi interior, que Pitu no había venido.

Le ofrecí algo para tomar y los dejé solos. Rubén se estaba bañando. Así que me puse a ordenar la pieza.

Entonces escuché el timbre. Sentí cómo mi cuerpo se estremeció. Era una locura. Aquel pendejo me estaba moviendo el piso, y yo no podía evitarlo.

Mi marido se había ido a trabajar, con el mismo semblante triste de siempre. Me dio un frío beso en los labios y me dejó ahí.

Pensé, como muchas otras veces, que debía apoyarlo. No tenía en claro cómo hacerlo, pero debía apoyarlo.

A las desgracias era mejor no llamarlas, y ese pendejo era una desgracia. Me quedé en el cuarto ordenando. Cada tanto los chicos hablaban en un tono alto, y las voces llegaban hasta mi habitación, aunque no se alcanzaba a entender qué decían. La voz de Pitu, gruesa y autoritaria, resaltaba sobre las demás.

Me tiré sobre la cama. Si no me tocaba no podría estar tranquila. Necesitaba desahogar mi cuerpo para dejar de pensar en estupideces. Me levanté la pollera. Llevé una mano a mi boca y chupé cada uno de los dedos. Con la otra mano, hice a un costado la bombacha y empecé a masajear mi clítoris. Pensé en el muchacho del estudio Goldberg. ¡Qué cerca me sentía de caer en sus redes! Pensé también en el doctor Ceballes. ¿Cuántas veces podría librarme de él sin que me toque o haga algo más? En algún momento quedaríamos nuevamente solos en la oficina. Si me agarraba con la guardia baja sería difícil rechazarlo, por poco que me gustara ese tipo. Mi familia contaba con el sueldo que llevaba. Llevé mis manos mojadas a mi pecho. Estaban hinchados. Pellizqué mis pezones, sintiendo un placer exquisito, al tiempo que mi entrepierna estaba incendiada, largando jugos vaginales, mientras frotaba mi clítoris. Mi cuerpo se movía casi contra mi voluntad. Como si alguien me estuviese penetrando en ese mismo momento. El respaldo de la cama chocaba con la pared. Debía dejar de hacer ese ruido, pero estaba muy cerca del clímax, y no quería parar.

Entonces escuché que alguien había tirado de la cadena del baño del pasillo. Me acomodé la bombacha, me bajé la pollerita, me limpié la cara con mis propias manos, ya que estaba babeada por mi saliva. Salí al pasillo. Un hombre de hombros anchos, pelo corto, vestido con una camisa azul, salía del baño.

Le pregunté quién era. Cuando se dio vuelta mi corazón dio un vuelco. Era el pendejo. Era Pïtu.

¡Qué locura había hecho aquel día!

Pitu tenía una mirada salvaje. Su piel era marrón, pero en cada parte de su cuerpo tenía una tonalidad diferente. Su físico imponente. Llevaba la camisa con varios botones desabrochados, dejando ver sus pectorales marcados. Sus brazos eran musculosos, y las venas que lo atravesaban estaban muy marcadas, dándole un aspecto de fuerza descomunal.

—Me gustaría que me prometas, que no sólo no lo vas a volver a lastimar, sino que lo vas a cuidar, como hiciste ese día.

Le dije al pendejo. Hablé despacio, como si en ese momento tuviese que ocultar algo.

Me di cuenta que el pibe estaba teniendo una erección. Su miembro bien dotado se levantaba como una carpa debajo del pantalón. Se me acercó. Se apoyó en mi, haciéndome sentir su miembro duro. Intentó besarme, pero lo esquivé. Aún así, empezó a tocarme. Sus manos ásperas se metieron por debajo de mi pollera. No lo miré. No me animaba a hacerlo. Tenía la sensación de que si lo miraba, terminaría de apoderarse de mi voluntad. Me agarró de las nalgas con su mano, la cual tenía una fuerza tremenda. Con su otra mano masajeaba mi muslo. Le faltaba muy poco para llegar a mi sexo y descubrir que estaba empapado.

De repente escuché las voces de los chicos que estaban en el comedor. ¿Qué estaba haciendo? ¿Me había vuelto loca?

Le pedí que por favor me soltara. Él insistió, y si seguía haciéndolo, no sé cómo iba a terminar todo. Lo empujé y entré a mi cuarto. Durante unos segundos esperé a que abriera la puerta e hiciera lo que quisiese conmigo. Por suerte no lo hizo. Por fin volvió al comedor. Dejándome más caliente que nunca. Tuve que tocarme de nuevo. Cuando acabé, me sentí patética.

Pero lo peor fue lo que sucedió la semana siguiente. El grupo debía reunirse otra vez para terminar el trabajo. Estuve toda la semana ensayando la manera en que rechazaría a Pitu. Él solo es un pendejo que me agarró con la guardia baja. Nada más. Le diría que lo que sucedió no podía volver a suceder. Que no estaba interesada en él, y que prefería que se aleje de mi hijo. Se me ocurrió que si nos encontráramos a solas en algún momento, tanto mejor. Aprovecharía ese momento sólo para rechazarlo. No me agarraría desprevenida otra vez.

Pero después pensé en lo que podría suceder con Joaquín si Pitu se sentía humillado. Lo volvería a maltratar, sin dudas. Y además, les diría a todo el mundo lo que sucedió en casa. No, no podía ser cruel, aunque quisiera. Le diría que estoy casada. Que estoy pasando por un mal momento, y por eso dejé que aquello llegara al punto al que llegó. Me sentía halagada por atraer la atención de un muchachito tan joven, pero no podía ser. Yo era una mujer fiel. Y él era casi un niño.

Estuve horas pensando en esto. Y cuando se hizo las cinco de la tarde, llegaron los compañeros de Joaco, salvo Pitu. Pensé que llegaría más tarde, como la otra vez. Pero se hicieron las cinco y media, las seis, las siete. Empezó a oscurecer y no apareció.

Pendejo atrevido. ¿Se daba el lujo de despreciarme? ¿Y todo porque yo lo había rechazado en ese momento? ¿Qué pretendía, cogerme mientras mi hijo estaba en el comedor?

En todo esto estaba pensando el domingo, mientras Joaco tenía su cita romántica con esa chica. Los fines de semana Rubén hace horarios diurnos, así que estaba sola.

Entonces sonó el timbre.

Pensé que se trataba de Joaquín. ¿Para qué le había hecho un juego de llaves? Se habría olvidado algo, pensé. Salí al patio delantero. Pero no era Joaquín el que llamaba.

Era Pitu.

 

 

Capítulo 4

 

Andrea y Pitu

El sábado no pude dormir. Toda la noche meta paja recordando a la mamita del cheto. Estuve así de meterle la mano en la concha. ¡Y qué rico se sintió acariciar ese orto precioso que tiene! La mina se había dejado. Sólo me cortó el rostro porque sabía que la iba a querer coger ahí nomás, mientras su nene y los otros tragas estaban en el comedor. Y la verdad que tenía razón. Había que buscar el momento justo. El miércoles teníamos que juntarnos de nuevo en la casa de Joaquín, pero no fui ni en pedo. No me hubiese aguantado las ganas de cogerme a la Andrea. Me quedé en mi casa, y me la re banqué, a puras pajas, eso sí.

Y el sábado de nuevo. Me banqué la noche acordándome de su pielcita suave, de sus piernas, de su culo, de mi boca besando su carita, de sus ojos azules que no se animaban a mirarme. Quería que sea domingo ya.

El domingo el cheto salía con la Agustina. Me lo había dicho una de las veces que me acerqué a hablarle corte amigos. Habían quedado en verse a las dos. Cando se hizo esa hora me pegué un baño, me puse una remera musculosa y una bermuda, le robé otra vez colonia al Esteban para llegar con rico olor. Me tomé el bondi en la esquina. Estaba zarpado de nervioso. Estaba seguro de que el cheto ya estaría yendo para Morón con su minita. Pero no sabía si iba a estar el cornudo del marido en casa. Tampoco le podía sacar tanta información al joaco, sino se iba a avivar. Pero era mi única oportunidad, tenía que tirarme el lance.

Toqué el timbre. Me di cuenta que tenía la mano transpirada de los nervios. Si se lo contara al Leo, al Polaco, o al Brian, se cagarían de la risa. “El Pitu asustado por una mina”

Al ratito salió la Andrea. Me miró media asustada y confundida. Se acercó al portón. Tenía un vestidito celeste que le llegaba hasta las rodillas, pero igual estaba bastante ajustadito y con un escote que dejaba ver parte de sus ricas tetas. Hasta en casa se viste como perra esa mina. Una locura.

—No está Joaquín. — dijo.

Pitu me miraba con la misma cara de alzado de aquella vez. Sonrió, medio burlón. Ahí me di cuenta de que ya sabía que mi hijo no estaba. Sentí cómo mis piernas temblaban, y mi bombacha parecía querer caerse.

Estaba claro a qué venía. Pero aún así se lo pregunté.

—¿Qué necesitás?

Pitu cerró sus manos en los barrotes de la reja. Me alejé, como quien se aleja de un animal impredecible.

—Quería hablar con vos un rato. — me contestó.

—¿Hablar? no, vos querés otra cosa, y no va a poder ser. —Le dije. Su semblante se puso serio. —Lo de la otra vez fue un error que no puede volver a ocurrir. Discúlpame si te di otra impresión. —Miré a todas partes, a ver si había alguna vecina chismosa parando la oreja, pero no vi a nadie. —Mirá, te voy a decir la verdad. Estoy pasando ´por un momento muy difícil, y no quiero complicaciones.

—Pero si yo tampoco quiero complicaciones. — me interrumpió.

—Lo lamento. Pero no va a poder ser. Espero que me perdones por darte falsas esperanzas.

Me metí a la casa y lo dejé en la vereda, con la boca abierta. Me sentí preocupada, porque fui más brusca de lo que pretendía ser. Pero también me sentí orgullosa de mí misma. No renunciaría a mis convicciones por culpa de una mala etapa en mi vida. A la noche hablaría con Rubén, sin falta. Ya era hora de levantar cabeza y seguir con la vida. No podía seguir así de deprimido, y no podía ignorarme de la manera que lo hacía. Si necesitaba ayuda profesional, la conseguiríamos.

Miré a través de la mirilla de la puerta. Pitu, con gesto turbado, todavía estaba afuera, como esperando a que cambie de opinión y lo haga pasar. Estuvo ahí por varios minutos, hasta que lo vi mover los labios, con gesto furioso, y hacer un movimiento con la mano, para después irse.

Me sentí aliviada. Y más aún, me sentí liberada.

Pero aun así, mi cuerpo seguía necesitando lo que necesitaba. No pude evitar excitarme al imaginar lo que hubiese pasado si simplemente hubiera abierto el portón. Me recosté sobre el sofá y llevé mi mano a la entrepierna. Mi sexo estaba increíblemente lubricado.

Me fui puteando. La conchuda resultó ser una calientapijas. Otra vez me iba a tener que matar a pajas pensando en ella. O de última le iba a decir al tío Omar que me invite a una de esas paraguayitas que se suele comer. De lo que estaba seguro era que no me iba a encamar con ninguna pendeja de la escuela. Lo que quería era una mujer.

Pero a mitad de cuadra frené. ¿Y si le insistía? Si fuese otra mina no volvería a dirigirle la palabra en toda la vida, por histérica. Pero tratándose de ella, mi cabeza empezó a laburar a mil por hora. La mina tenía onda conmigo, que no me venga a chamuyar ahora con eso de que no quiere complicaciones y no sé cuántas boludeces más.

Volví hasta su casa. Le iba a tocar el timbre, pero seguro me iba a dejar de garpe. Entonces se me ocurrió una locura. Una locura hasta para alguien medio loco como yo. Pispeé que no me estuviera viendo nadie. Me agarré de las rejas y empecé a subir. Llegué hasta arriba. Apoyé mi culo y sentí cómo las puntas de la reja me pinchaban. Pegué un salto y caí al otro lado. Lo que se hace por amor, pensé.

La puerta delantera sólo podía abrirse desde adentro. Se me ocurrió entrar por la ventana. Las persianas estaban medio bajas. Sería fácil correr el vidrio y meterme. Pero mucho lío. Primero agarré el pasillo y me fui hasta el fondo. Había otra puerta, si señor. No sabía si el marido estaba o no estaba, pero se me ocurrió que si estuviese, sería lo primero que me hubiera dicho. Igual ya estaba re jugado. Ya fue, que se pudra todo, pensé. Voy a encararla a cara de perro. Agarré el picaporte y abrí la puerta.

El ruido me asustó. Estaba en el sofá con dos dedos enterrados en mi sexo, totalmente mojados. Interrumpí mi tarea onanística y me puse de pie. Unos pasos se acercaban desde el fondo. Ahora sí, empecé a temblar de miedo. Entraron a robar, pensé.

Y entonces lo vi, acercándose como un león hambriento.

—Qué hacés acá. —le dije. Sintiendo cómo el miedo a ser asaltada iba desapareciendo, para ser reemplazado por un miedo totalmente diferente.

Pitu no dijo nada. Su sonrisa canchera no había asomado. Estaba serio, y parecía con una determinación irrefrenable. Di unos pasos atrás, sólo para encontrarme con el sofá, que evitaba que siga retrocediendo. Pitu me agarró de la cintura con un abrazo firme. Mi cuerpo quedó pegado al suyo. Sentí otra vez su sexo, el cual se estaba despertando, en mi cadera.

—¿Qué es lo que querés de mí? —le pregunté.

—Esto. —dijo. Bajó su mano y me acarició las nalgas con lujuria. —Y esto —dijo después, y con la otra mano estrujó uno de mis pechos, para luego pellizcar el pezón, el cual ya estaba duro.

Y entonces me besó. Un aliento a menta invadió mi boca. Su lengua violaba salvajemente a la mía. Sus manos estaban en todas partes.

Corrí mi cara y le hablé.

—Está bien. Si tanto lo querés, lo vas a tener. Pero es todo lo que te voy a dar. ¿Entendiste?

Acaricié su rostro áspero, que tenía la barba de varios días, mucho más abundante que la mayoría de los chicos de su edad. Froté sus labios gruesos, mientras él me levantaba el vestido y empezaba a bajarme la bombacha. Le metí los dedos en la boca. Eran los mismos dedos que hace unos minutos estaban enterrados en mi sexo.

Se los chupé como si me fuese la vida en eso. Tenían un sabor a concha terrible. Ese sabor me volvió loco. Casi se los como a mordiscones.

Le bajé la bombachita.

—Acá no. —dijo, mirando para la calle. —En las habitaciones tampoco. —Me agarró la mano y me llevó hasta la cocina.

Se apoyó sobre la mesada. Abrió las piernas. Yo me arrodillé. Le levanté el vestido, y al mismo tiempo acaricié sus piernas. Su conchita tenía una linda mata de pelo. Estaba mojada y largaba olor a fluido.

Metí la geta entre sus piernas. La chupé las gambas, y fui subiendo poco a poco. La conchita mojada quedó cerquita de mi cara y me pareció lo más lindo que había visto en mi vida. Lamí el labio. Se sentía un gustito zarpado de rico. Gustito a hembra alzada. Le metí un dedo que entró al toque hasta el fondo. Y con la lengüita empecé a lamerle el clítoris.

Le acariciaba la cabeza mientras me la chupaba. Ya no pensaba en nada. Sólo me dejaba llevar por el momento. Mi espalda se arqueaba y mi boca largaba gemidos incontrolables, mientras Pitu hacía movimientos circulares con su lengua, sobre mi sexo. A pesar de ser muy joven, se notaba que tenía experiencia. Mientras me volvía loca con el sexo oral, sus manos se movían libremente, acariciando mis muslos y mis nalgas. Sus dedos eran ásperos y duros, y se frotaban sobre mi piel con la fuerza y la impaciencia de la juventud.

De repente sentí que el orgasmo ya estaba a punto de llegar. Hacía solo unos minutos que estaba ahí abajo, chupando con tenacidad, pero ya me venía. Lo agarré de la cabeza.

Mi cara quedó pegada a su concha. Cerró sus gambas, apretando mis orejas. Sentí como su cuerpo temblaba. Largó un hermoso grito de yegua caliente. Movía la concha hacia adelante, como queriendo hacérmela comer. Yo, re engolosinado, recibía con gusto los fluidos de Andrea.

La mina quedó zarpada en agitada. Su pelo se había despeinado. Su boca estaba húmeda. Me quedó mirando con una cara de agradecida y preocupada a la vez. Se notaba que todavía estaba zarpada en confundida. Y ahora que había desahogado su calentura, con la cabeza más fría, le empezó a caer la ficha.

No le di tiempo de que se arrepienta, ni de que me diga alguna boludez. La agarré del hombro y la puse de rodillas.

Abrió el cierre del pantalón y sacó su pija, poniéndomela frente a la cara. Ya había largado mucho presemen. Tenía olor a sexo y a transpiración. No era larga, pero sí muy gruesa. Estaba atravesada por venas que, al igual que sus brazos, reflejaban una increíble potencia. Tanto en la pelvis como en sus testículos había un montón de vello enmarañado. Me agarró del pelo, y me tironeó para acercarme más a su sexo. Mis labios hicieron contacto con el glande. Abrí la boca y él aprovechó para introducir un buen pedazo del tronco.

La agarré de las orejas y se la mandé hasta el fondo. Al ratito me golpeó la pierna para que se la saque. Se la hice comer un rato más hasta que empezó a lagrimear.

—Despacito, pendejo. —me dijo, tosiendo.

—Dale, chupámela. Dame la mejor chupada de tu vida.

Andrea me agarró la verga. Me miró y me guiñó el ojo. Eso me volvió más loco de lo que estaba.

—No dejes de mirarme mamasa.

Lamí la cabeza. Pitu se mordió el labio y largó un gemido. Acaricié las bolas peludas con las uñas. No entendía por qué quería que lo mirara mientras se la chupaba, pero le di el gusto. Masajeé su tronco mientras me llevaba su falo a la boca. Mi lengua saboreó el fluido que ya despedía la cabeza. Lo introduje una y otra vez adentro mío, viendo, con deleite, como se transformaba su cara, principalmente cuando mi lengua masajeaba el prepucio. Cada tanto le guiñaba el ojo, y él se frotaba los labios con la lengua.

Era zarpada en buena la manera en que la mamá de Joaco la chupaba. De repente se concentraba en la cabeza y me generaba una sensación refuerte. Casi como que dolía, pero estaba rebueno. No la tenía a esa, y eso que me creía con mucha experiencia. La turra me miraba con esos ojos preciosos y me los guiñaba. No aguantaba más. Con semejante peteada, y con semejante bombón, ahí, arrodillada, devorando mi verga. Empecé a sacudir la pija en su cara.

—¿Vas a acabar? Dejame que te ayude. —le dije.

Empecé a masturbarlo. Apunté a mi cara. Me imaginaba que eso era lo que quería. Ver mi cara bañada con su leche. Y yo también lo quería. Quería sentir el líquido pegajoso y caliente en mi rostro.

Me pajeó de lo lindo. Como miraba la pija en vez de mirarme a mí, la agarré de la pera y le levanté la cabeza. Ella se rió mientras seguía pajeando. Una puta divina la Andrea. Le largué tres chorros bien espesos en su geta. Estaba hermosa. Como para hacer un dibujo de ella. La leche quedó en sus pómulos y sus labios. Me hubiese gustado que abra la boca y se la trague toda, pero no le quise romper las bolas. Bastante bien se estaba portando.

—Ya vengo. — me dijo.

Me levanté y fui al baño. Verme en el espejo, con la cara llena de semen de otro hombre que no era mi marido, hizo que, en parte, comience a asimilar lo que acababa de hacer. El hecho de que Rubén hace años no me pida acabar en mi cara, hacía la imagen aún más extraña. Traté de no pensar en eso. Me limpié con papel, abrí la canilla y me lavé la cara. Pitu entró sin golpear.

La abracé por atrás. Sentí sus nalgas hermosas y me empecé a calentar de nuevo.

—Ahora te voy a coger. —le dije, corte, no te estoy preguntando.

—No, ya te saqué la calentura, agradecé y andate a tu casa. Además, mañana tenés clases y tenés que estar con todas las energías para levantarte temprano.

—¿Ah sí? —dije yo. Le pellizqué el orto con fuerza. —Así que me querés dejar así.

La agarré del brazo y la saqué del baño.

—¡No Pitu, a donde me llevás!

Abrí una de las puertas del pasillo. La misma puerta en donde la había encontrado aquella vuelta, cuando tuvimos nuestra primera historia.

—No, acá no. No quiero coger en mi cuarto. Por favor no me hagas esto. En cualquier parte menos acá.

Le di un beso, corte novios. La agarré de la cintura y la hice girar. Le di una nalgada.

—Entonces acá. —dije, abriendo una puerta.

—¡No, esa es la habitación de Joaco! ¡No!

Me cargó con sus brazos, con una facilidad impresionante. Y me metió a la pieza de mi hijo. Me tiró a la cama. Es una cama de una plaza, apenas entraríamos.

Se quitó la remera y la bermuda. Su piel tostada estaba marcada por algunas cicatrices en su abdomen y su pierna. Estiré la mano y las acaricié. Eran profundas, y se notaba que bastante antiguas. Luego llevé los dedos a sus pectorales. No era muy alto, pero su físico era imponente. Todo en él era robusto y fuerte. Me di vuelta.

—Sacame el vestido.

Se lo desabroché despacito. Cada botón que desprendía me la ponía más al palo que antes. Se lo saqué, y después le quité el corpiño.

—A ver. —le dije.

Me alejé un toque para verla bien. Era la primera vez que la tenía en pelotas frente a mí, y quería disfrutarlo. Ella, sumisita, se dio vuelta y se recostó sobre la cama. Flexionó una pierna y me miró con cara de querer guerra. Su cuerpo era delgado, pero sus tetas bastante grandes, bien paraditas, con los pezones rosados. Su cadera ancha y redondeada. Sus ojos eran fuego puro y su pelo hermoso se desparramaba sobre la almohada. Una locura de mujer. Y la tenía solo para mí.

—¿Así o en cuatro? —Le dije, abriendo más las piernas.

—Así está bien.

Se subió a la cama.

—¿Trajiste forro? — le pregunté.

Puso cara de asombro, como que no podía creer haberse olvidado de un detalle tan básico.

—Sin forro no me cogés ni loca. —le dije, maliciosamente. —Andá a buscar de la mesita de luz de mi pieza. —le dije, totalmente convencida de que Rubén jamás notaría la ausencia de un profiláctico.

Fue encantador verlo desnudo, corriendo a buscar los preservativos. En un santiamén volvió. Se lo puso con demasiada habilidad considerando su edad. Me abrazó. Nuestros cuerpos quedaron pegados.

—Me volvés loco. —me dijo. Acomodó su sexo y me penetró.

Estaba toda mojada, así que mi verga entró de los más bien, casi entera. Se la re banca la potra. La mayoría de las minitas que me curtí, me piden que se la meta despacito, pero ella no. La agarré de las tetas y se la empecé a meter con toda. Andrea empezó a gemir como loca. Esa mina me calentaba un montón, pero el hecho de estar cogiéndomela en el cuarto de su hijo, el cheto, y de hacer un cornudo a su marido, me daban un morbo regroso. Ella gemía y largaba gritos que no podía controlar. Capaz que algún vecino escuchaba, pero en ese momento no importaba nada.

Esa pija era hermosa. No pensé que se sintiera tan bien que me metan un instrumento de ese tamaño adentro. Pitu me levantó las piernas y puso mis tobillos en sus hombros. Ahora me la metía hasta el fondo. Él empujaba la pelvis con fuerza. Parecía que estaba siendo cogida por un toro. Ya no daba más, iba a acabar. Un grito eufórico estaba a punto de salir de mi garganta. Giré mi cara, como pude, y mordí la almohada para ahogar el ruido.

Quedé exhausta después de ese segundo orgasmo. Pero Pitu seguía con sus energías de toro. Me hizo girar. Me puse en cuatro. Me besó las nalgas, y después, con suavidad, lamió el esfínter anal externo. Lo saboreó, y yo disfruté sentir su lengua babosa jugueteando en ese lugar prohibido, donde jamás me habían besado. Después metió la lengua adentro. Era como estar siendo cogida por su lengua.

El orto de esa mina era demasiado rico. La agarré de las nalgas y empecé a chuparla toda. La Andrea gemía como gatita alzada.

Me arrodillé y apunté a su conchita. Sin dejar de agarrarla de los cachetes del culo, se la mandé una y otra vez. Ella se retorcía y gritaba cada vez que se la metía hasta el fondo. Yo me sentía como un campeón montando a la yegua más indomable que había.

Saqué mi pija de adentro suyo. Me quité el forro, y acabé en su hermosa cola.

Quedé totalmente agitada. No podía moverme siquiera. El pendejo tenía la vitalidad de un perro alzado. Me recosté sobre la cama. Él extendió su cuerpo sobre el mío, sin importarle si se manchaba con su propio semen.

—Nunca había hecho esto. —le confesé. —Nunca engañé a Rubén.

Él me corrió el pelo a un costado y me dio un tierno beso en la mejilla.

—Así que soy el primero. —dijo, canchero.

No creo que me mintiera con eso. La mina decía la verdad. No tenía motivos para chamuyarme. Saber eso me hizo sentirme importante. La verdad es que nunca me sentí así de verdad. Siempre me la doy de poronga porque si no, te pasan por arriba. Pero ahora me sentía recontra poronga de verdad. La tenía a la Andrea junto a mí. Estábamos pegaditos. Le di un beso en el hombro, y después en la espalda. ¡Qué rico olor tenía la mina!

Nos quedamos conversando un rato. Ella me contó un montón de cosas. Los quilombos con su marido; los buitres que la molestan en su laburo; sus terribles ganas de coger. En un ratito conocí bocha de sus cosas.

—Vos no sos de hablar mucho parece. — me dijo.

—Masomenos, pero cuando nos volvamos a ver te hablo de mí.

—Qué vivo sos. — me dijo. — Ahora es mejor que te vayas. En cualquier momento aparece Joaquín. Además tengo que ordenar este cuarto. ¿Seguro que no te vio nadie cuando entraste?

—Seguro.

Se vistió. Me saludó con un beso en la boca. No acordamos vernos de nuevo. Pero sería una hipócrita si dijera que no lo deseo.

Entré al cuarto de Joaco. Saqué las sábanas y las llevé a lavar. Luego tiré abundante desodorante de ambiente ahí, donde hacía unos minutos había estado cogiendo con el compañero de mi hijo. La sola idea de pensar en eso me trastornaba. Prefería no pensar. Desde ahora sólo me dejaría llevar. Era inútil luchar contra mis impulsos. Ya lo había intentado y no me había salido bien.

 

 

Capítulo 5

 

Pitu

Hasta ahora venía bien alejándome de las drogas. Mirándolas de lejos, con cariño, pero también con respeto. Algún fasito, de vez en cuando con los pibes. Pero merca ni a palos. Por lo que me contó el tío Omar, esa cosita blanca es tan rica que cuando la probás no te suelta. Y esa otra porquería que empiezan a vender en el barrio, paco le dicen, eso es basura pura. Los wachos que toman de esa, se les quema el cerebro de una. No soy tan gil, ese es un camino de ida.

Pero me estaba empezando a avivar de que la Andrea era como mi droga. Pienso en la mina todo el día. Desde que me despierto, hasta que me duermo. Pensé que si me la cogía me iba a calmar un toque. Pero fue todo lo contrario. Como toda buena droga, siempre quería más. Para colmo, desde la vez que garchamos, hace casi un mes, todavía no la había podido ver de nuevo. Yo me había hecho toda la historia, pensando que iba a ser su macho, pero la cosa no era tan fácil. La última vez que fui a su casa, su marido estaba ahí. Andrea me pidió que por favor me vaya, y me miró con cara de orto cuando le insinué que daba para coger mientras el cornudo dormía. Mi pija pide a gritos su conchita. Ahora, todavía dolorido en el brazo, y con la geta un poco hinchada, necesito más que nunca ese culito.

Igual la entiendo. La mina tiene miedo de que el Joaco o su marido se enteren. Hasta yo, que siempre me la doy de vivo, me pongo un toque nervioso cuando estamos con el Joaco hablando de cualquier cosa. El chetito odioso que conocí ya quedó atrás. Ahora es un pibe copado, y a veces hasta se junta a escabiar conmigo, con el Leo y los demás. Hasta se le están pegando algunas palabras nuestras. Quien lo viera al cheto.

Era difícil encontrar el momento justo para estar con ella. En mi casa siempre estaba el Esteban o mi vieja. Y en la casa de ella, si no estaba Joaco, estaba su marido durmiendo. Me re iba esa de cogérmela mientras el cornudo roncaba, pero la Andrea no quería saber nada con eso, la puta madre.

El viernes me las arreglé para ir a su casa. Le metí ficha al Leo y al Brian para que entretengan al Joaco. No iba a tener mucho tiempo. Tampoco es que el cheto se pusiera al pedo todo el día. Sólo aceptaba un par de tragos, escuchaba las giladas que hablaban los demás, y después se tomaba el palo. Además la Agustina También lo tenía entretenido.

Así que cuando terminó la clase, los dejé a los pibes escabiando en el kiosko con el Joaco. Los otros dos me miraban corte, en qué anda este, y no me extrañaría saber que se estaban haciendo la idea de que le estaba arrastrando el ala a la Andrea. No tanto por vivos sino por mal pensados.

Yo me hice el boludo y me escabullí para buscar a mi amada. No le había dicho nada, y no sabía si su marido estaba o no estaba en casa. . Pero si no estaba, no me iba a dejar pagando ahí afuera. Bah, eso creía. Al menos le robaría unos besitos y sentiría ese hermoso ojete entre mis manos.

Me faltaban unas pares de cuadras para llegar. Yo iba caminando re enamorado por la calle, recordando la tremenda chupada de pija que me había dado; sintiendo en mis manos transpiradas el tacto de su culo firme y carnoso; rememorando el riquísimo olor que salía de entre sus piernas. Estaba en las nubes, y de repente escuché:

—¿Qué onda, ese es el Pitu?

Levanté la vista. El sol me daba en la geta. Me puse la mano para cubrirme del sol. En esa reconozco a los logis del otro turno: El Turco y al Gordo Mauri. Ese gordo es una bestia, más grandote que el Leo. Se notaba, por sus caras, que querían bardo. Pero yo no les tenía miedo. Nunca me achiqué en una pelea y menos sabiendo que les podía ganar.

Pero como todavía estaba medio encandilado por el sol, no pude ver al tercero que venía con ellos. Se acercó desde la derecha, como una sombra. Era un tipo grande. No era un pendejo. Se notaba que era bastante poronga, porque tenía unos ojos de muerto, corte que ya no era ni persona. Tenía un chaleco de jean, y los brazos tatuados. Pero cuando me avivé de que él era el que había preguntado si yo era Pitu, ya era tarde, la piña me calzó zarpada de bien. Igual que la que el cheto me había cabido hace un par de meses, sólo que este sabía pegar y tenía mucha fuerza.

Sentí como si mi mandíbula se saliera de lugar. Mis dientes mordieron mis labios y sentí el sabor de mi propia sangre. Hacía mucho que no la sentía. Me quedé aturdido. No veía bien. Pero, así y todo no me caí. Me reincorporé, levante mis brazos, corte boxeador, para evitar que me pegue otra vez en la geta; puse la panza dura, por si me quería pegar ahí, y justo ahí fue donde largó la segunda piña. Me dolió, pero mucho menos que la otra. Mantuve mis brazos arriba, y como imaginé, me largó otro bife en la geta, pensando que le piña en la panza me iba hacer bajar la guardia. Pero atajé el golpe. ¡Qué fuerza tenía el hijo de puta!

Abrí bien los ojos, y cuando lo pude ver con claridad, lo amagué con la izquierda y le metí alto uppercut en la pera. No se la vio venir el logi. Me dolía mucho la geta, y como estaba lagrimeando sabía que mi vista se iba a nublar enseguida. Así que me le fui al humo, aprovechando su confusión, para largarle todas las piñas que podía largarle. Le di tres o cuatro bien puestas, pero en esa siento que me agarran de los brazos. Eran los hijos de puta del Turco y El Mauri. Y claro, si de a uno no podían los cagones.

El tipo de los tatuajes se me vino recaliente. Yo me traté de zafar, pero solo pude lograr que el Turco, que era más flaco y tenía menos fuerza, o era más cagón, o que se yo, me soltara el brazo. Pero otra vez era tarde. El otro ya estaba encima de mí. Me agarró de la ropa y se ensañó con mi cabeza. Me dio con el puño cerrado, sin asco. Me dolía y me sentía mareado. A esa hora ya debería haber estado metiéndosela hasta por las orejas a la Andrea, pero me estaban dando alta paliza esos giles.

Cuando caí al piso me cagaron a patadas en la panza y en los brazos. Todavía tengo moretones. No sé si alguien habrá saltado por mí o qué, porque si fuera por ese loco, me terminaba matando. La cosa es que desperté después de un montón de tiempo en el hospital. Tenía un brazo enyesado y me dolía todo el cuerpo. No sé de cómo no perdí un diente con la primera piña que me comí. Estuve una semana internado y ahora en reposo en casa. Nunca extrañé tanto la escuela, la puta madre. Y a la Andrea. La vi sólo tres veces, pero cómo extrañaba a esa mina. Nunca en la vida me sentí tan solo y tan débil. ¡La puta madre que los parió a todos!

 

Andrea

Me gustó que fuera a mi casa a buscarme. A mí también me empezaban a dar ganas de estar de nuevo con él. Me escucho decir esas palabras y siento que estoy perdiendo la cordura, pero es así. De todas formas, ni loca iba a hacer algo con él mientras Rubén dormía en el cuarto. Creo que ese límite jamás lo pasaría, aunque también es cierto que ya pasé varios límites que nunca creí que pasaría. Así que le pedí que por favor se fuera, insinuando la posibilidad de un futuro encuentro, pero sin prometerle nada.

Pensé en darle mi teléfono, para que me llame cuando ni Rubén ni Joaco estuvieran en casa. Pero ya estaba jugando demasiado con fuego, no era sensato agregar más riesgo a una situación ya de por sí riesgosa.

Varios días después de ese primer encuentro, todavía sentía como si su sexo estuviese adentro mío. Cada vez que recordaba la manera brusca y vehemente con la que me acariciaba; y la energía salvaje con la que me penetraba, mi ropa interior se empapaba.

No sé en qué momento sentía más vergüenza y asco de mí misma: cuando veía a Rubén, totalmente perdido en su melancolía, como sucede desde que caímos en desgracia, o cuando le doy una afectuoso beso en la mejilla a Joaquín. No pasa día sin que me sienta una persona insignificante y traicionera. Y no pasa día en que desee repetir la traición.

Pero sentirme tan miserable iba acompañado de una extraña sensación de libertad. Si bien me estaba metiendo en una maraña de engaños y mentiras de la que sería difícil salir, también sentía que comenzaba a conocerme a mí misma.

La mujer de ética intachable, que sabía con exactitud lo que quería para su vida, que tenía en claro lo que estaba bien y lo que estaba mal, que no necesitaba nada más que a su familia para sentirse plena, esa mujer no era más que una farsa.

En el fondo, no era más que una niña a la que se la convenció de que saltarse la etapa más importante de su vida, estaba bien. No culpaba a Rubén por eso. O en todo caso, no más que a mis padres puritanos, que me inculcaron la absurda idea de que el matrimonio era sagrado, y de que una debe casarse con el primer hombre que la desflore. Aunque en el fondo, supongo que tanto Rubén como mis padres, son víctimas, al igual que yo, de esta sociedad hipócrita.

Con todas estas ideas nuevas empecé a encarar mi vida, más confundida y más segura a la vez.

El jueves de la semana pasada me tocó estar en la oficina para organizar las citas de la semana siguiente del Dr. Mariano. Él estaba reunido con unos clientes en Capital, así que no se presentaría en toda la tarde.

Los doctores Ceballes y Aristimuño estaban en el estudio. El Dr. Aristimuño encerrado en su oficina con un cliente desde hacía media hora. Yo iba de acá para allá sacando fotocopias, y haciendo llamadas telefónicas.

—Andrea ¿Puede venir a mi oficina por favor? —Escuché decir a la voz empalagosa del Dr. Ceballes.

Fui, sin mucho humor, a ver al viejo. No sólo tenía la mala costumbre de mirarme el culo cada vez que podía, también aprovechaba de usarme como secretaria, aunque sabía que yo trabajaba exclusivamente bajo las órdenes del Dr. Mariano.

—Hoy está deslumbrante. — me dijo.

Yo me había prometido no regalarle ninguna sonrisa cuando me decía esas tonterías, porque el imbécil podía llegar a tomarlo como que yo tenía onda con él. Me quedé seria, y no dije absolutamente nada. Sin embargo, su sonrisa de baboso no desapareció.

—Me haría el favor de confeccionarme una cédula para el caso Basualdo por favor.

—Sí, claro. —Contesté, a regañadientes.

—Venga, hágala acá. —me dijo, señalando su silla.

Se puso de pie. Rodeé el escritorio y me acomodé en la silla. Sentí su perfume, el cual usaba en abundancia. Tecleé lo más rápido que pude, quería salir de ahí adentro cuanto antes.

—Andrea, creo que la noto un poco estresada últimamente ¿Tiene algún problema familiar?

Pensé en mandarlo a la mierda, pero me mordí la lengua.

—Como todo el mundo. —le contesté.

Sus manos se posaron en mis hombros. Empezó a hacerme un masaje sin que yo se lo pidiera. Me puse aún más tensa. El doctor Ceballes exhalaba como si el que sintiese el placer con esos masajes fuese él mismo.

—Sabe Andrea, voy a necesitar una asistente para el estudio nuevo que estoy armando, y pensé en usted.

—¿Se va? — le pregunté, con disimulada alegría.

—No no, de ninguna manera. Mi sociedad con el Dr. Mariano es muy sólida. Pero voy a tomar casos penales, y como mi colega no gusta de trabajar en ese rubro, los casos que tome irán a ese nuevo estudio. —Explicó, sin dejar de tocarme. —Yo le podría asegurar trabajo a tiempo completo, y el doble de sueldo. ¿Qué le parece?

—Me parece interesante. —contesté.

El doctor Ceballes exhaló por la nariz, más fuerte que antes. Sus manos se deslizaron por la blusa, y llegaron hasta mis senos.

—Estoy seguro de que va a ser una excelente secretaria. —dijo, masajeando mis tetas.

Me apoyé contra el respaldo. El viejo sabía tocar, eso tengo que reconocerlo, mi cuerpo enseguida empezó a encenderse.

Después de deleitarse un rato con mis tetas, dejó de masajearme y apoyó su pelvis sobre mi brazo. Su insignificante verga se estaba endureciendo.

—¿Esta es su fantasía Dr. Ceballes? —Pregunté, mirándolo a los ojos. —¿Qué la secretaria se la chupe en la oficina?

El doctor Ceballes se desabrochó el cinto y se bajó el cierre del pantalón. Con un movimiento de su mano sacó su instrumento afuera. Su pantalón cayó hasta los tobillos.

—Creo que no le alcanzaría con duplicarme el sueldo. Yo valgo más. Ya verá. —dije. Él rió, divertido.

Acaricié sus testículos con mis dedos, con mucha ternura. Eran pequeños y desiguales, y en el vello había muchas canas. Lo miré a los ojos. Quería ver su expresión cuando diera el siguiente paso. El doctor Ceballes me acarició el pelo, y su rostro expresó, por adelantado, el placer que esperaba recibir.

Entonces cerré mi mano sobre los testículos.

Se sintió blando. No los apreté con mucha fuerza, pero inmediatamente, el doctor Ceballes se retorció de dolor. Sus rodillas se cerraron, sus manos, instintivamente cubrieron su entrepierna. Cayó al piso y largó un gemido de dolor. Se notaba que hizo un esfuerzo inmenso para no gritar.

—Nunca sería su puta. — dije —. Ni aunque me pague un millón de dólares. Y si me vuelve a molestar lo acuso con el doctor Mariano, le pongo una denuncia, y le digo a su esposa las porquerías que hace. Le juro que se va a arrepentir.

Lo dejé en el piso, gimiendo de dolor.

Cuando salí de su oficina, me encontré con el Dr. Aristimuño, quien acababa de despedir a su cliente.

—¿Pasó algo? —Preguntó.

Supongo que me notó alterada, o quizá escuchó el gemido de su colega.

—Pasa que no soy ninguna puta, y lo que le dije al idiota de su colega, también va para usted. Vaya y pregúntele.

Lo dejé con la boca abierta y me fui a mi casa.

Nunca me había sentido tan fuerte como en ese momento. Ni siquiera la posibilidad de perder el trabajo nublaba mi buen humor.

Pero cuando llegué a casa noté que Joaco estaba mal. Se lo veía muy serio. Hasta asustado.

—¿Le pasó algo a tu papá? —fue la primera pregunta que me vino a la cabeza.

—No, nada que ver.

—¿Entonces?

—¿Te acordás de Pitu?

¿Y cómo me iba a olvidar de él? Pensé para mí.

—¿Tu compañero? Sí, claro que me acuerdo.

—Está en el hospital. — me dijo Joaquín.

Sentí que en mi cabeza, todo empezaba a dar vueltas.

 

Joaquín

El ambiente en la escuela se sentía muy tenso. Y el miércoles, cuando los del turno tarde tenían la clase de educación física, la cosa parecía grave.

Era recreo. Yo estaba en el corredor al lado del aula, con Agustina, y con Romina y Débora, sus amigas. Habíamos sacado unas cuantas sillas para charlar. Los demás estaban a unos metros. Todo tercera tercera estaba reunido. E incluso algunos de tercera segunda y tercera primera. Salvo Pitu, claro.

Me había enterado de que desde hacía varios días estaba en su casa, y me sentí aliviado por eso. Recordé lo preocupada que se había sentido mamá cuando se enteró de lo que le había pasado, y me dio gracia recordar que hasta hacía solo unos meses lo había cagado a pedos por golpearme. Pero su actitud, en definitiva, no era muy diferente a la mía. Yo lo había sentido como un enemigo desde el primer momento. Agresivo, mal hablado, desprolijo, altanero. Todo lo contrario a mí. Pero ahora nos llevábamos bien. o como diría él: Está todo bien con el Pitu.

Los del turno tarde estaban en el patio, acomodándose para empezar su clase. Turco y Mauri cruzaban miradas con Leo y los otros.

—Tranquilo, esto siempre es así. —Agustina me acarició el pelo. Estaba sentada sobre mi regazo. Cuando me habló, como que me trajo a la realidad de nuevo. Sentí sus nalgas sobre mi pierna y me costó no excitarme. Pero igual pude controlarme. —Hay una pelea entre alguno de los chicos con los del otro turno, —siguió explicándome —, se miran mal durante algún tiempo, y después todo vuelve a la normalidad.

—Me parece que ahora es diferente. Se fueron al carajo con lo de Pitu. Si yo no fuera tan cagón estaría buscando bronca con algunos de eso forros.

—Ay mi amor que justiciero.

—Y eso que Pitu te dio una paliza hace tiempo. —Comentó Débora, una gordita chismosa.

—Ay Debo, que mala onda. —dijo Romina, defendiéndome.

—No pasa nada, no me ofendí.

Vimos llegar a la profe de matemáticas y nos metimos al aula, aunque algunos de los chicos se quedaron afuera.

Me senté con Ramón y Fabricio. Agustina se fue adelante a sentarse con sus amigas. Me gustaba que no estuviese encima de mí todo el tiempo, pero a veces me pregunto cuánto me quiere realmente.

De repente, en mitad de la clase, se escuchó un barullo afuera.

—¡Quietos en sus asientos! —Ordenó la profe, pero ninguno le hizo caso. Nos amontonamos en la ventana y vimos lo que sucedía en el patio.

Cuatro o cinco chicos estaban enredados en tremenda pelea. Pude reconocer a los dos que me habían atacado en el baño: Mauricio y el Turco, que no sé cómo se llama realmente. Brian y el Polaco se insultaban con ellos. Dos profesores los separaban. Leo insultaba a los del otro turno desde un poco atrás.

Por lo visto, para muchos era normal ese tipo de cosas, pero yo no terminaba de acostumbrarme a ese salvajismo.

Sonó el timbre y sentí un sobresalto. Salí de la escuela mirando para todas partes. Tenía miedo. No me olvidaba que la bronca empezó cuando Pitu me defendió. No me podía sacar de la cabeza la idea de que los del turno tarde me tenían pica.

Alguien me agarró del brazo y pegué un saltito del susto.

—¿Qué te pasa?

Era Agustina. Por primera vez sentí irritación al verla. Pero traté de calmarme, ella no tenía la culpa de nada. Me di cuenta de que alguno de los chicos que salían de la escuela se habían dado cuenta de que me asustó una chica, y me miraban, riéndose. A mí también me dio gracia.

—No pasa nada, estoy un poco nervioso.

Abracé a agustina por la cintura y caminé junto a ella.

—¿Vamos a mi casa?

—¿A …? —le pregunté.

—A estar solos un rato.

Esa chica siempre me sorprendía. Nunca me terminó de cerrar que la misma mina, tierna y hasta un poco tímida, que conocía en la escuela, fuera la misma que me masturbó en el cine. Y la cosa se puso más rara cuando no volvimos a hacer nada parecido. Ella se dejaba tocar en casi todo el cuerpo, pero siempre con la ropa puesta. Las dos o tres veces que estuvimos a solas me tuve que conformar con eso. Parecía que había un punto que no quería cruzar. Y ahora me invitaba a su casa. ¿Se suponía que estaba a punto de dejar de ser virgen? Era difícil saberlo. De todas formas acepté. Quería relajarme y pasar un buen rato. Y con Agustina siempre la pasaba bien. Era cariñosa, sincera, y a su manera inteligente.

Varias veces creí estar enamorado, pero siempre idealizaba a las chicas que creía amar. Nunca las llegaba a conocer de verdad, por lo tanto, supongo que no era amor de verdad lo que sentía. Pero ahora, por primera vez empezaba a querer y a desear a alguien por su forma de ser. Eso me gustaba y también me daba miedo.

—¿Querés tomar algo?

La abracé. Su pelo, un poco alborotado, tenía un olor dulce. Le di un beso. Acaricié su cola. No era muy voluptuosa, pero tenía una forma perfecta y se sentía muy bien acariciarla. Nos sacamos los guardapolvos. Fuimos a su cuarto. Metí la mano adentro de su pantalón.

—Pará, eso no. — me dijo.

Yo retiré mi mano de ahí. No quería hacerla sentir incómoda. Aunque no pude evitar sentir cierta exasperación.

—Sentate. —me dijo.

Me senté en la cama, pensando que me quería decir algo.

—Quiero darte algo, pero me tenés que prometer que no me vas a pedir más que eso que te voy a dar. Prometémelo por favor.

—A veces me confundís Agus.

—Prometémelo.

—Está bien, te lo prometo. —le dije.

Agustina se paró frente a mí y se arrodilló. Me empezó a masturbar como la vez que fuimos al cine. Mi pija se sentía muy bien al recibir esas caricias. Era increíble que una chica que se negaba a tener relaciones sexuales fuera tan genia con las manos.

Me bajó el cierre del pantalón. Mi pija saltó como un resorte cuando sintió la mano sobre ella. Era la primera vez que me tocaban con las manos desnudas, y se sentía demasiado bueno. Agustina me miró con una cara de pícara que me encantó., parecía una nena haciendo una travesura.

Y entonces me la chupó. No me esperaba eso. Mi cuerpo reaccionó al toque. Mi torso se fue para otras, mis ojos se cerraron, largué un gemido entre dientes. Su lengua era como una babosa que recorría mi sexo. Se sentía cálido, y cuando masajeaba la cabeza, se sentía muy intenso.

Yo miraba su cabeza subir y bajar mientras me la mamaba. Su brazo, flexionado, parecía sacar músculo mientras me pajeaba. Acaricié esa cabellera revoltosa que tanto me gustaba. Le corrí el mechón de pelo que cubría su cara, para poder verla. Sus labios finos devoraban mi pija. Ella parecía estar disfrutándolo tanto como yo.

Creo que no duré ni diez minutos.

—Voy a acabar. —le avisé. Y como no pareció haber escuchado, lo repetí —: Voy a acabar.

Ella asintió con la cabeza, como diciendo que ya estaba lista para recibir mi eyaculación. Se sintió como una explosión. Pero una explosión hermosa. Mi leche saltó y salpicó su cara. Algunas gotas cayeron adentro de su boca, y otras quedaron pegadas a su piel. Nunca había visto nada tan hermoso como la cara de Agustina bañada en leche.

Se limpió con papel. La abracé, como si se lo estuviera agradeciendo.

—¿Me vas a decir por qué no te animás a hacer algo más? —le pregunté.

—Hoy no. — me respondió.

La abracé más fuerte. Empezaba a sospechar el motivo por el que se negaba a coger, y me dieron unas ganas tremendas de cuidarla y de protegerla de todo.

Creo que me estoy enamorando.

 

Pitu

—Eh pitu hay una señora que te busca. —me dijo el Esteban.

Yo estaba en la cama. Eran como las cuatro de la tarde, pero desde la paliza que duermo a cualquier hora.

—¿La hago pasar acá? —me preguntó el boludo del Esteban.

—Acá no salame, ¿no ves el desastre que es este cuarto?

—Eh bueno, háblame bien gil. — me dijo.

—Eh bueno, dale, decile que me espere abajo.

No sabía quién era, pero esperaba que fuera ella.

—Mi hijo no pudo traerte los apuntes de la clase que te perdiste, así que te los traje yo.

La que habló era una mina infernal de pelo negro. Sus ojos, zarpados en azules me miraban, corte, seguime la corriente. Llevaba una pollerita blanca con rayitas negras, bien ajustadita, y una camisa blanca. Tremenda perra hermosa esta Andrea.

El Esteban la miraba de arriba abajo, rascándose la cara y con los ojos como huevos. Me parece que nunca vio un camión así, excepto en la tele. La vieja estaba en capital limpiando unas oficinas, así que me lo tenía que sacar de encima a mi hermanito y listo.

—Eh Este. ¿Por qué no vas a comprar la comida para lo noche? Ahí mamá dejó la plata. Y después pasá por lo de don Ricardo para preguntarle cuándo va a estar mi bici.

—Eh yo no soy tu mulo eh. —se quejó el pibe.

Lo quiero mucho, encima, desde que me cagaron a piñas se lo notaba re preocupado y re caliente, corte, que quería matar al que me pegó. Pero en ese momento lo quise matar yo.

—Dale Wachín, después me pago unas birras.

El bobo la miró a la Andrea, como dándose cuenta de que me quería quedar sólo con ella.

—Es mucho para vos, gil. —me dijo, y se fue cagándose de risa.

Al toque que se fue la agarré de la cintura. Que finita era esa cinturita, por favor.

—No sabés cómo te extrañé mamita. — le dije.

—¿Cuánto va a tardar tu hermano? — me preguntó.

—Cómo quince minutos. — Empecé a desabrocharle los botones de la camisa —Seguro que piensa que te quiero chamuyar, pero que ni en pedo me vas a dar bola, así que más que eso no va a tardar.

—¿Y qué me vas a hacer en quince minutos?

—Venía para acá.

La llevé hasta el fondo, donde estaba el patio. Como había un paredón grande, nadie nos podía ver, además así teníamos tiempo si escuchábamos que mi hermano volvía.

—Es una locura esto.

—Aguante la locura entonces.

Andrea se apoyó sobre una pileta de cemento que la vieja usa para lavar ropa. Dobló una pierna y sacó cola.

—Dale, cogeme, pendejo.

La agarré por detrás, de la cadera, y le empecé a levantar la pollerita.

—¿Por qué no me visitaste antes? —le pregunté. Me la quería coger, pero también le quería hablar, y solamente teníamos quince minutos.

—No me animé. —me dijo.

—¿Y ahora por qué viniste? —le acaricié el orto, y le bajé la hermosa tanguita blanca que tenía.

—Necesitaba verte.

—Necesitabas que te coja. Y bueno, acá tenés lo que querés.

Saqué mi verga. Me acomodé. Cuando me avivé de que esta vez tampoco había agarrado preservativo, estuve a punto de correr al cuarto a buscar, pero la mina estaba tan caliente que no me dijo nada, así que me aproveché. Le di una nalgada. Me re ponía al palo esa mina. Y saber que fue a buscarme, habiendo podido cogerse al tipo que quisiera, me hacía sentir zarpado de bien.

Me agarré de su cintura y se la mandé.

—¿Te gusta mi pija?

—Sí Pitu.

—Decilo.

—Me gusta tu pija, me encanta tu pija, pendejo morboso.

Se la metí con más fuerza. Su conchita estaba toda mojada, y su fluido se chorreaba sobre mi verga. Dio vuelta su cara, y le comí la boca mientras se la mandaba.

Andrea empezó a gemir cada vez más fuerte. No sé si los vecinos la habrán escuchado, pero en ese momento a ni uno de los dos nos importó.

—Esto es una locura. —decía, de repente.

Pero ya estábamos metidos hasta las narices en esa locura.

En un momento paré de cogérmela y me arrodille para chuparle el culo. No quería que se vaya sin sentir esas nalgas y ese agujerito delicioso en mi lengua. Lo saboreé como si estuviese muerto de hambre. Le mordí un cachete de la cola. Ella pegó un gritito. Me paré y se la mandé de nuevo.

—Sí, dame tu pija por favor.

Escuchar esas palabras salir de su boquita fue demasiado hermoso.

La penetré de nuevo, y ella empezó a gemir y a retorcerse en mis manos. La voz de trolita que largaba me encantaba. Le metí dos dedos en la boca, como ella había hecho conmigo la primera vez que estuvimos, y Andrea los chupó todos, dejándome su rica saliva en mi piel. Después me chupé los mismos dedos y me tragué toda su saliva.

Mientras me la cogía, le manoseaba el orto. La pollerita bailaba al ritmo de mis manos. Andrea me miraba. De sus ojitos salían algunas lágrimas. A veces, el placer también es sufrimiento, pensé.

Ella gritó, y tiró su culo para atrás. Largó un gemido bien largo. Había acabado, y mi verga sentía la bocha de fluido que había largado.

Saqué mi verga y me empecé a masturbar. Yo tampoco aguantaba más.

—No me maches la pollera por favor.

Se la levanté con una mano, mientras que con la otra me seguía pajeando. Sentí que lo que se venía era mucho semen. A veces me pasaba, cuando no me pajeaba tanto como otras veces, o cuando pasaba varias semanas sin coger.

Sentí que un fuego caliente pero rico me quemaba la pija. Primero salió un chorro que dio en sus nalgas. Después otro que largué en su pierna. Y otro más es un precioso culo.

Andrea quedó re agitada, apoyada sobre la pileta de cemento. Mantenía su pollería levantada, mientras yo iba adentro a buscar papel para limpiarla.

Cuando volví, la leche se resbalaba por su piel.

—Qué buena que estás. —le dije.

La limpié, aprovechando para manosearla de nuevo. Le puse la tanguita y le acomodé la pollera.

—Esto no pude terminar bien. Salvo que la cortemos acá. Todavía estamos a tiempo. —me dijo de repente.

Yo la abracé, corte novios.

—Ni loco. Yo te voy a querer coger siempre.

—Esto es una locura. —dijo.

—Entonces seamos locos.

Al ratito escuchamos el portón de enfrente abrirse. Fuimos rápido para la parte de la cocina.

—Bueno, espero que pronto vuelvas a la escuela, Joaquín te manda saludos. —Dijo la Andrea, haciéndose la boluda, cuando entraba Esteban.

Me dio un beso y se fue.

—¿Y Pitu? ¿te la levantaste? —Me preguntó mi hermano.

—Sí, no sabés, me la acabo de coger en el lavadero.

—Seguí soñando. Los golpes te hicieron mal. —me dijo el wachín. Y se empezó a cagar de risa de mí.

 

Capítulo 6

Pitu

Verla de nuevo, cogérmela, sentir su olorcito mientras se la metía por atrás, raspando con mis pendejos su cola suave, todo eso me volvió a la vida. Y la fantasía de volverla a ver, y de hacerla mi mujer, me convertían en un pelotudo feliz.

El jueves fui al médico, y como esperaba, el tordo me dio de alta. Se me había acabado la joda. Tenía que volver al cole, para cursar el último mes de la secundaria. Tenía que aguantar sólo eso y ya sería libre. Después a buscar un laburo piola con el tío Omar, y a seguir cogiéndome a la mami de Joaquín. Ya estaba hecho un señor casi jaja.

El viernes tenía que volver a la escuela, pero me hice la rata. Tenía cosas que hacer, además, por un día más que faltaba, a quién le importaba.

Se me ocurrió llamarlos al Brian, al leo y al Polaco para que me hagan el aguante, pero después quería pasar por la casa de la Andrea, aprovechando que el hijito estaba en la escuela, así que me las arreglé sólo.

A eso de las diez me fui para el lado de la escuela, sabiendo que los del turno tarde terminaban a esa hora la clase de educación física. Me quedé esperando en una esquina. Traté de no pensar en la paliza que me habían dado, porque me daba una bronca y una vergüenza terrible. Al retito veo salir a un grupito de logis con ropa de gimnasia. Entre ellos estaban el Mauri y el Turco. Los otros wachos del turno tarde no se la bancaban. Los que sabían pelear, a parte de esos dos logis, no estaban.

Los cagones se cruzaron de calle, haciendo de cuenta que no me habían visto. Yo me crucé de vereda y me puse frente a ellos.

—¿Qué onda Pitu? — me dijo el gordo Mauri. ¡Qué gordo hijo de puta! Pensaba para mí.

Ese forro no merecía que le conteste, pero quería sacarle información.

—¿Quién era el hijo de puta que estaba con ustedes el otro día?

—¿El que te cagó a piñas? —dijo el atrevido. Se estaba pasando de la raya.

—Eh Mauri, ya fue —dijo el Turco, que por lo visto no quería bardo.

—Vos cerrá el orto —le dijo a su amigo.

Me gustó que no estuvieran de acuerdo. El Turco siempre me tuvo miedo. Y el Mauri era un boludo que pensaba que, porque podía darle palizas a los wachines, iba a poder conmigo. Se creía más de lo que era, ese era su problema.

—¿Quién era ese hijo de puta? —pregunté, ahora hablándole al Turco.

—Eh Pitu, ese es un conocido del Mauri, de allá de Laferrere. Le dicen El Pantera.

—Así que de Lafe…

Lo miré al gordo Mauri. Se hacía el malo, pero se notaba que no quería pelear. Si hubiese querido pelear ya me estaría apurando.

—Esa vuelta estaba ranchando con nosotros y otros pibes—. Comentó el Turco — El Mauri le había contado de la vuelta que casi se agarran en el baño de la escuela… nosotros no queríamos pelear Pitu, si está todo bien con vos.

El mauri me miraba desafiante mientras su amigo hablaba, pero no negaba nada. Ya le estaba sacando la ficha a ese Pantera. No era ningún justiciero, ni nada. Ni si quiera era amigo de los de la tarde. El chabón quería una excusa para armar quilombo con alguien, y justo aparecí yo después de que el Mauri le contara eso.

—Además fuimos nosotros los que te defendimos cuando no paraba de pegarte en el piso. ¿No cierto Mauri?

El gordo dijo que sí con la cabeza.

—Hasta nos terminamos peleando con el pantera. —siguió hablando el Turco.

—¿Y quien es ese pantera?

—Ya fue Pitu, ya fue. —dijo el Mauri. Ahí me di cuenta de que le tenía un miedo bárbaro a ese Pantera.

—Vende merca el pantera. Ya estuvo preso un tiempo. Es mejor que no te metas con ese. — me dijo el Turco.

—Me chupa un huevo que se crea el mas poronga del mundo. A mi nadie me pega. Y ustedes agradezcan que no los cago bien a palos acá.

Quería que el gordo Mauri se enoje. El chabón se la banca. Entre los dos me hubiesen hecho frente tranquilamente, pero el Turco no quería saber nada con agarrarse a piñas, y el Mauri sólo me miraba feo esperando a que yo empiece el bardo.

La dejé ahí nomás. Ya sabía suficiente. Ya me desquitaría con el tal Pantera. Fui a lo de Andrea. Tenía un par de horas de ventaja hasta que cayera el Joaco. Algún día la tendría una noche completa para mí, pero por ahora me tenía que conformar con eso.

 

Andrea

Lo había llamado el jueves a la tarde. No me pude contener. Me atendió su mamá. Me morí de vergüenza. Inventé que era la secretaria de la escuela, que quería saber cuándo volvía a tomar clases. Me pasó con él. Me contó que ya le dieron de alta. Me preguntó qué ropa vestía. Qué ropa interior tenía puesta. Le contesté, para complacerlo, y descubrí que yo también disfrutaba del morbo. Me aseguró que apenas escuchó mi voz, tuvo una erección, y que, mientras me hablaba, se estaba tocando. Yo dejé deslizar que el viernes Rubén estaría trabajando. Desde hacía unos días había comenzado a cubrir el turno mañana, para reemplazar a un compañero que se había tomado vacaciones.

Supongo que, en el fondo, se lo dije porque quería verlo. Pero no imaginaba que faltaría a clases para venir a verme.

El viernes Rubén se quedó dormido y salió tarde al trabajo.

A las diez y pico llegó Pitu.

—Qué hacés acá pendejo. —le dije, disimulando lo contenta que estaba.

A esa hora suele haber movimiento por el barrio. Gente que va a hacer las compras, vecinos que arreglan la vereda, u otras cosas. Me di cuenta de que había al menos dos o tres vecinos que podían notar la presencia de Pitu. Lo mejor era actuar natural, que mi lenguaje corporal no me delate.

—Gracias por venir a ayudarme. mi hijo siempre se escapa cuando hay que hacer trabajos pesados. —dije, para que escuche quien quisiera escuchar.

Pitu puso cara de no entender nada, pero cuando le abrí el portón entró sin dudarlo.

Apenas entramos me empezó a pellizcar la cola. Yo me había puesto un pantalón de jean muy ajustado. Me abrazó y me dio un beso apasionado. El sabor de sus labios y de su lengua ya me resultaban familiar. Parecía que estuve con él muchas veces.

—Qué linda que estás. — me dijo. Su sexo duro se apoyaba en mi cadera. Me acarició la cara, y me miró a los ojos. Su expresión de enamorado me dio miedo, pero sus manos tocando mis senos me volvían loca.

—¿Qué hacés acá? —le pregunté. —¿No era que hoy volvías a la escuela?

—Vuelvo el lunes. — me dijo.

Me reí como una chiquilla traviesa. Fuimos al comedor. Me senté en una de las sillas que rodeaban la mesa. Él se paró frente a mí. Acaricié su verga. Me encantaba sentir su grosor a través del pantalón. Bajé el cierre. Pitu me corrió el pelo de la cara. Los pantalones cayeron hasta los tobillos. Se bajó el bóxer. Su instrumento se erigía sobre un bosque de pelo oscuro.

Se lo masajeé con dulzura, sin dejar de mirar sus ojos marrones repletos de lujuria. Un vello había quedado enredado en su glande.

—Qué cochino. — le dije. —Cómo se te ocurre que me voy a llevar esto a la boca.

Quité el vello con las uñas. Pitu se estremeció al sentir el leve pinchazo que le clavé a propósito, pero simuló no haberlo sentido.

Muchas veces, durante el día, pero más aún, durante las noches, me rompo la cabeza pensando a dónde iba a llegar esa relación que a todas luces parece tener como final el fracaso. Me deshago las neuronas pensando cuál era el mejor lugar para llevar a cabo mis traiciones, sabiendo que, ciertamente, mi propia casa era el peor de los lugares que podía elegir. Me preguntaba si realmente era posible que Rubén no se percatara de nada. Me hacía la cabeza pensando en eso y en mil cosas más.

Pero en ese momento, teniendo el sexo de Pitu en mis narices, no pude pensar en otra cosa que en llevármelo a la boca. Acaricié sus testículos, sintiendo el frondoso vello áspero en mis dedos. Me incliné. Él hizo un movimiento pélvico hacia adelante. La verga, con olor intenso y potencia juvenil entró en mi boca.

Pitu se las arreglaba para acariciarme las tetas mientras se la mamaba. Yo sentía sus erguidas nalgas en mis manos. Era la primera vez que acariciaba el culo de un hombre, y se sentía muy bien.

Entonces escuché el portón abrirse.

Pitu se levantó el bóxer y el pantalón. Yo me limpié la boca con la mano, más por un gesto instintivo que por otra cosa, ya que faltaba mucho para que Pitu acabe.

—¿Quién es? —Preguntó Pitu. Se lo notaba nervioso.

—Será Joaco que salió antes del colegio.

Fui hasta la entrada a interceptar a mi hijo. Necesitaba con urgencia una excusa. Lo de que Pitu venía a ayudarme a hacer una tarea pesada, servía para algún vecino chismoso, pero Joaquín no se lo tragaría.

Estaba agitada, y el calor se había subido a mi cara. Tenía que tranquilizarme y disimular, pero no contaba con tiempo suficiente para ello.

—Hola.

Me sorprendí. El que había llegado no era mi hijo, sino Rubén.

—Mi amor ¿Pasó algo?

—Como llegué tarde me dijeron que vuelva a casa, que como no avisé que estaba en camino ya habían buscado un reemplazo.

—Ay no me digas que te van a suspender por eso.

—No creo, a lo sumo un apercibimiento. —dijo. La voz le salía rasposa.

—Sabés, vino Pitu, el compañero de Joaquín a…

—Sabés qué, voy a aprovechar para dormir unas horas. —me dijo, y sin prestarme más atención, se fue al cuarto.

No pude evitar sentir lástima por Rubén. Cada día estaba un poco más apagado. Cada vez las cosas parecían importarle menos. Su actitud apática se trasladaba a todos a los órdenes de la vida. No era solo conmigo.

Dos brazos rodearon mi cintura. Pitu me dio un beso en la mejilla.

—No Pitu, ahora no.

—Tranqui, ni siquiera entendió que yo estoy acá.

—Igual, así no quiero.

Sus manos se deslizaron hacia mis caderas. Sus labios bajaron hasta mi cuello.

—Esto está mal. —susurré.

Su respiración me hizo cosquilla. Su lengua estaba dejando un rastro de saliva en mi cuello. Sus dedos se cerraron sobre mis glúteos. Volvimos a la cocina.

Pitu se bajó el pantalón. Su verga saltó como resorte. Me pregunté qué pasaría si Rubén bajaba y nos veía. Por primera vez, ese escenario no me horrorizó. Quizá fuera lo mejor, pensé. Tal vez un golpe de realidad lo haga volver en sí.

Continué con lo que había empezado. Le hice un oral en el comedor de casa.

—Eso mi putita, eso. —susurraba Pitu mientras me la hacía tragar.

Acaricié sus pectorales, por debajo de su remera. Lo rasguñé, no muy fuerte, pero lo suficiente para dejarle una marca. Si se le ocurría coger con alguna de las pendejas de la escuela, ella vería que ya tiene dueño.

El líquido ácido y dulzón se eyectó en mi garganta. Lo saboreé y después se lo tragué todo.

—Todavía tenemos tiempo. — me dijo.

Me quitó el pantalón. Me bajó la tanga.

—Esta me la llevo de recuerdo. —dijo, guardándose mi ropa interior en el bolcillo de su pantalón.

No me opuse en absoluto. De hecho, me gustó que se la quedara. Me agradó imaginarlo, aferrada a ella, mientras me recordaba y se masturbaba.

Me quité la remera y el corpiño, quedando completamente desnuda. Si teníamos otra interrupción, no tendríamos tiempo de vestirnos. A lo sumo podríamos agarrar nuestras prendas y huir hacia el fondo. La situación, totalmente riesgosa, me producía una adrenalina adictiva.

Pitu me abrazó. Me agarró con ambas manos de las nalgas, y me levantó, para luego hacerme sentar sobre la mesa. Mi culo desnudo quedó ahí, donde normalmente se sienta mi hijo.

Pitu se puso un preservativo y se acercó. Yo abrí las piernas. Mi sexo, como de costumbre, ya estaba empapado.

Me agarró de las tetas, casi con violencia, y sin soltarlas, me penetró una y otra vez.

Intenté reprimir los gemidos, pero sólo logré hacerlo durante algunos segundos. Luego fue imposible. La verga gorda se metía en mí, y mi sexo, demasiado apretado para semejante instrumento, reaccionaba con deleite al sentirlo.

Me metí algunos dedos en la boca, y los mordí, suprimiendo así los ruidos que se agolpaban en mi garganta. Mi mano se llenó enseguida de saliva que se caía sobre las manos de Pitu, las cuales, caprichosamente, seguían masajeando mis senos.

Cuando sentí que ya venía el orgasmo, lo abracé. Rasguñé su espalda, y enterré mis dientes en su hombro, mientras mi cuerpo se retorcía sobre la mesa, y mis fluidos salían en abundancia.

Pitu se sacó el preservativo y comenzó a masturbarse. Su cara se transformó cuando ya no pudo más. Su semen bañó mis pechos y mi pierna.

Agarré una hoja de rollo de cocina que estaba sobre la mesa y me limpié.

—Andate por favor. — le rogué.

Ahora que estaba satisfecha, la cordura volvía a mí.

—¿Cuándo nos volvemos a ver?

—No somos novios. —le dije. Noté que fui muy brusca y lo había herido, así que agregué. —No es fácil vernos. Y esto que hicimos hoy no se puede repetir. Pero te prometo que nos vamos a volver a ver.

—¿Cuándo? — me preguntó, mientras terminaba de vestirse.

—Pronto, te lo prometo. Pero vos tenés que prometerme que no vas a volver a aparecerte así. Y Pitu, una cosa más.

—Qué.

Lo abracé y le di un beso en la boca.

—Me encanta estar con vos.

 

Joaquín

—Es muy loco pensar que una etapa tan importante de mi vida está llegando a su fin. Un mes más y chau escuela. — dije. Habíamos salido de la escuela, y con Agustina caminábamos unas cuadras, como de costumbre. Yo estaba a la expectativa de si me invitaba nuevamente a su casa, pero estaba algo arisca. Cuando la agarré de la mano, se soltó. No le pregunté por qué lo hizo. Hice de cuenta que no me molestó y seguí hablando. —No tengo idea de qué voy a estudiar después, pero ya decidí tomarme un año para pensarlo. Seguramente me buscaré un trabajo de medio tiempo o algo así… ¿Y vos?

—Joaquín…— dijo ella. Me dio miedo que me llamara así. Ella siempre me dice Joaco. Solo me llamó así las pocas veces que se sintió molesta conmigo.

—Si mi amor.

Paramos en una esquina. Agustina tenía la cabeza gacha.

—¿Qué pasa Agus? —la agarré del mentón e hice que levantara la cabeza.

Sus ojos estaban brillosos, a punto de llorar. La abrasé, sin siquiera pensarlo, fue un instinto protector que surgió espontáneamente.

—¿Alguien te hizo algo?

—Joaco, yo te quiero.

—Yo también Agus. —le aseguré. Su cuerpo temblaba.

—Yo te quiero, pero no puedo estar más con vos.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? Si nosotros nos llevamos rebien y nos queremos, ¿de qué estás hablando? —Pregunté, sin poder asimilar lo que me acababa de decir.

—Pero no alcanza con que nos queramos. Vos sos inteligente, y seguro lo entendés.

—¿Me estás hablando en serio? —dije. No caía en lo que estaba escuchando. Aunque suene agrandado, sé que ella me quería igual que yo a ella. Siempre me buscaba con la mirada. Disfrutábamos del tiempo que pasábamos juntos, y ella aseguraba que no salía con nadie más a parte de mí.

Cuando me di cuenta de la determinación de sus palabras, me sentí terriblemente triste. Por primera vez sentí en mi propio cuerpo lo que supuse que sentía mi papá desde hacía tanto tiempo. La soledad absoluta.

—Pero ¿Por qué? Decime por qué. Qué pasó. Qué hice mal. —exigí.

—Vos no hiciste nada malo. Vos sos un amor. El problema soy yo.

—¡No me vengas con esas boludeces! —grité, indignado.

—No son boludeces. Joaco, hay cosas que no sabés de mí.

—¿Qué cosas? —ella bajó la vista. —Mirame a los ojos. No hay nada que me haga dejar de quererte.

—No quiero hablar más de eso. No te puedo decir nada. Sólo quiero que me digas si podemos seguir siendo amigos. Si me decís que no, se me va a romper el corazón.

Agustina rompió a llorar. De repente pareció una niña. Me morí de ternura. Mi desilusión amorosa quedó opacada por el misterio que envolvía a esa chica a quien quería tanto, y a la ternura que me generaban sus lágrimas.

—Claro que podemos seguir siendo amigos. Yo te banco a muerte.

La abracé con más fuerza. En ese momento, mientras comenzaba a perderla como novia, me quedó claro lo mucho que la amaba.

Volví a casa, solitario y apesadumbrado. No estoy acostumbrado a este tipo de rompimientos. Normalmente mis problemas amorosos consisten en que yo no me animo a hablarle a la chica que me gusta, o que la mina en cuestión termina saliendo con algún conocido. Era la primera vez que me empezaba a ir bien con una mujer que realmente me interesaba, y ahora todo había terminado.

A pesar de esta situación, estaba seguro de algo: no dejaría en banda a Agustina. Estaría con ella cada vez que me necesitara.

 

Rubén

¿Qué es un autómata? Yo soy un autómata. Un hombre que anda por la vida, actuando más por inercia que por voluntad. Un hombre que ya no puede darle ningún consejo útil a su hijo. Un hombre que no puede hacer feliz a su mujer. Mi vida anterior es como un sueño hermoso, que duele hasta el fondo del alma recordar.

No merezco la preocupación de mi hijo. No merezco la culpa de mi mujer. Yo la abandoné antes de que ella me traicionara. Lo peor ¿o será lo mejor? Es que no me duele, más bien me libera.

Escribí las dos cartas una y otra vez. Las hice un bollo y las tiré a la basura. Recién ahora encuentro las palabras precisas. Las escribo, tomándome mi tiempo. Uso el horario del trabajo para hacerlo. El edificio que cuido está en silencio a las dos de la mañana. Sólo se escucha el ruido de los autos deslizándose por la avenida. Autos y colectivos sombríos que me llaman.

Leo las cartas por última vez. No están nada mal. Queda claro que no es culpa de ellos. Espero que lo entiendan. Van a sufrir, pero ahora también lo hacen.

Dejo las cartas en el cajón del escritorio. Me pongo de pie. Camino unos pasos por el hall. Abro la puerta grande del edificio. Una brisa fresca me pega en la cara. Me paro en la vereda.

Espero. Espero. Espero.

A lo lejos veo el colectivo. Viene rápido. No se detiene en la parada. Doy dos pasos hacia adelante. La bocina suena fuerte. Mis ojos se encandilan por las luces.

No tengo miedo.

 

 

Capítulo 7

Andrea

Estoy recostada sobre la cama, boca abajo. Hace calor, por lo que mi desnudez se siente agradable. La casa está silenciosa, más silenciosa que cuando Rubén todavía vivía. Es raro, pero es así. Es de esos silencios que hacen mucho ruido, que te obligan a conversar con tu consciencia.

Pero no quiero hacerlo. Ya derramé muchas lágrimas durante el último mes. Ya me sentí lo suficientemente culpable y asqueada de mí misma. Sí, a pesar de lo que decía la carta, así me siento.

Pero hoy no.

Hoy Joaquín se fue a pasar la noche con sus amigos de la escuela, y después se queda a dormir en lo de Ramoncito. Un buen chico Ramoncito. Ojalá todos sus compañeros fueran así. Pero la cuestión es que me quedo sola, y no quiero lidiar con mis fantasmas.

El fin de año se me viene encima. Joaquín ya está dejando la adolescencia, y yo descubro cada día nuevos surcos en mi cara. Son casi imperceptibles, pero ahí están. Y aunque no anuncien una prematura vejez, si evidencian el final de la juventud exacerbada, que, por momentos, absurdamente, creí que duraría para siempre.

Escucho el leve crujido de la puerta delantera. Le pedí que no hiciera ruido. Pero supongo que le resultó imposible.

Hago de cuenta que no me percaté de su presencia, que no escucho los pasos, casi imperceptibles, dirigiéndose a mi cuarto. Muevo la cabeza. Ahora la mejilla derecha está apoyada en la almohada. Miro en dirección contraria a la puerta de la habitación, la cual está abierta. Mi pelo está suelto, y con una prolijidad innecesaria, cubre mi espalda, hasta la cintura. Mis nalgas y piernas, completamente depiladas. Flexiono una rodilla. Mi sexo ya húmedo siente en él una leve brisa que viene de no sé dónde. Se siente muy rico.

Ahora él entra al cuarto. No lo miro, no lo quiero ver. Es un intruso. Un Cuco. Si finjo que no está, quizá se vaya.

Dedos ásperos corren mi pelo a un costado y acarician mi espalda. Siento que mi cuerpo se estremece. Se me hace la piel de gallina. Los labios se posan en mi piel. Hacen un ruido de sopapa, y dejan una marca de humedad.

—Por favor, no me lastime. Tome lo que quiera, pero no me lastime. —Le suplico, sin mirarlo.

—¿Lo que quiera? ¿Puedo tomar lo que quiera?

—Sí, pero por favor no me haga daño. —susurro.

—Entonces voy a tomar esto. —dice, mientras sus manos se posan en mis nalgas. —Voy a tomar todo esto. —Reafirma. Recorriendo con la otra mano, todo mi cuerpo, a lo largo.

—Tome lo que quiera. Soy pobre y viuda. No puedo darle más que esto.

—Con esto me alcanza. — me dice.

Un dedo se mete entre mis nalgas. La punta se frota sobre mi ano. Se siente mojado. El masaje es agradable. Enseguida se entierra unos milímetros. Nunca me metí nada por ahí. Nunca le vi la gracia. Pero se siente rico. Ahora una falange es introducida por completo. Los dientes se cierran en mis nalgas, y luego una mano abierta me golpea en el mismo lugar.

—Por favor no me lastime. —Le suplico, aunque el mordisco se sintió como un delicioso beso envenenado, y la nalgada hizo vibrar mi sexo.

El dedo se entierra más y más. Creo que la segunda falange ya está adentro. El invasor hace movimientos circulares, mientras sigue profanado mi orifico trasero. De repente, la sutileza desaparece. De un solo movimiento, me introduce los centímetros que faltaban. Pego un grito, y me retuerzo en la cama. Y luego otro dedo empieza a hacerse espacio. Siento cómo mi carne se dilata. El dedo se mete una y otra vez adentro, hasta el fondo, mientras el segundo dedo ya casi puede emularlo. Grito de dolor, pero también de placer. Siento como sus extremidades se remueven adentro mío. No me preocupa que haya sorpresas desagradables, me estuve preparando para esto desde la mañana. Los dedos entran, con insistencia y violencia. El puño choca contra mis nalgas cada vez que se meten bien adentro. Ese golpe también me excita. Mi sexo está mojado. Me meto la mano en la entrepierna. Él sigue cumpliendo con su palabra, está tomando lo único que una mujer pobre y solitaria podrían ofrecerle: Su cuerpo. Y está haciendo con él lo que quiere.

En mis piernas siento otro dedo. Más grueso. Mucho más grueso. Se siente cada vez más duro, a medida que viola mi ano con impunidad.

De repente deja de introducir sus delgadas extremidades. Ya me imagino lo que viene. Así que me preparo. Me arrodillo sobre el colchón, y me pongo en cuatro.

Él escupe sobre su mano, y la frota sobre mi culo, dejándomelo lleno de saliva.

Separa mis nalgas, como si no estuviesen ya lo suficientemente abiertas. Apoya el glande sobre el anillo palpitante. Se aferra a mis caderas, y ahora sí, un suave y corto movimiento pélvico.

La primera impresión es que no podré aguantar más que eso: la cabeza de su sexo avanzando apenas unos milímetros en mi interior. Pero en vez de retirarla, para volverla a meter, como esperaba que sucediera, empuja más.

Grito de dolor. Mi postura de perra no resistió. Quedo con el cuerpo extendido sobre la cama. Él se sienta en cuclillas sobre mí. Con una mano, agarra un enorme mechón de pelo y lo tironea. Mi cabeza se yergue. Mi cuero cabelludo duele. Con la otra mano, se ayuda a apuntar su lanza nuevamente sobre mi cueva. Se entierra otra vez en mí. Mientras sigue aferrado a mi pelo, como si fuera la montura de un caballo. El intruso me cabalga. Es un semental que no va a perder sus energías fácilmente. Se entierra cada vez más en mí. Es increíble que tremendo instrumento esté adentro mío. Duele. Duele mucho. Pero se siente fascinante. Grito y gimo de placer. Lo siento estremecerse sobre mí. Larga un gemido rabioso en mi oído. Su semen se eyecta adentro mío. Nunca lo sentí tan cerca. Retira se sexo, con cuidado. Quedo boca abajo, adolorida y sometida. Satisfecha y sedienta. Entonces me doy cuenta de que estoy llorando.

 

Pitu

Salió del baño, un toque seria. Estaba en pelotas y con el cuerpo medio mojado. Se recostó en la cama y yo la abracé.

—¿Estás bien preciosa? —le dije.

Le di un beso tierno en la frente. Era gracioso que después de estar escarbándole el ojete me hiciera el tierno, pero me salió así. Esa mina me produce una banda de cosas diferentes. Calentura, amor, miedo, desesperación… todo eso junto siento cuando estoy con esa mina. Y cuando no estoy también.

Apoyó la cabeza en mi hombro, y yo le acaricié el pelito.

—Eso me gusta. —me dijo.

—Entonces vamos a tener que vernos más seguido, para que pueda mimarte así.

Andrea se cagó de la risa, pero fue una risa triste. Ya me estaba haciendo la idea de que iba a pasar una banda de tiempo hasta que ría de verdad. Pero bueno, ahí estaba yo para eso.

—¿Le hablás a tus amigos de mí? —me preguntó.

—Ni ahí, no quiero que se vayan de boca.

—¿Te tengo que creer?

Me ofendió un toque su comentario. Pero la posta es que tampoco lo mantengo oculto porque soy un santo. Tío Omar siempre me dijo que es mejor comer callado, y tiene razón. Si le cuento a los pibes, es cuestión de tiempo para que el chisme lo conozca todos los de la escuela, y se me terminaba la joda.

—Posta te digo. ¿Te pensás que soy gil?

—No pienso que seas un gil.

Me acarició el pecho y la panza, con la puntita de sus uñas. Fue bajando, despacito, hasta llegar a donde quería.

—Es muy grande. —me dijo, agarrando la verga muerta, pero que ya se estaba despertando de nuevo.

—¿Te gusta así de grande?

—Me gusta porque la sabés usar. Aunque recién fuiste un poco bruto.

—Vos dijiste que entre corte delincuente, y bueno, los chorros no piden permiso.

Andrea se rió, y casi casi pareció de verdad divertida.

—Me gustó lo que hiciste.

—La noche todavía es joven. —dije.

—Es cierto. —Andrea empezó a masturbarme. — ¿No te da pena que se haya suspendido el viaje de egresados? Entiendo que lo hicieron por Joaco, pero no deberían perderse esa experiencia.

—Algunos dicen que lo van a hacer el año que viene. Pero ni en pedo les va a salir. Ahora que terminan las clases cada uno hace la suya. Igual yo no pensaba ir.

—¿No?

—No, iba aprovechar para verte.

—¿Y vos que sabés si yo quería verte? —me dijo con maldad.

La agarré de la carita. Me quedó viendo con sus ojazos hermosos. Le comí la boca.

—No te vas a deshacer de mí tan fácilmente. ¿Te cuento un secreto?

—Contame.

—A veces imagino que sos mi mujer, y te llevo a todos lados de la mano.

—Eso no puede ser y lo sabés.

Le iba a decir que sí podía ser. Que ahora que su marido estaba muerto podíamos hacer lo que quisiéramos. Podíamos esperar un rato hasta que Joaquín se avive de como venía la mano, y después a hacer la nuestra. Pero en ese momento pensé que mejor no le decía nada de eso.

Mi pija ya estaba dura de nuevo. Puse la mano en su nuca, y la empujé para abajo.

—¿Qué querés?

—Vos bien sabés lo que quiero zorrita.

—Encima que no me hiciste acabar querés que te haga el favor, qué egoísta.

—Acordate que soy un chorro que agarra lo que quiere y listo. Además, ya vas a acabar después. Por fin tenemos toda la noche. Dale, chupala.

Andrea me la chupó. Yo me incliné para un costado, y le corrí el pelo, para ver bien clarito esa boquita que se devoraba mi verga. En un momento flashé que esa podía ser la última vez que veía esa imagen tan zarpada en hermosa. La agarré del culo y se lo acaricié, desesperado, tratando de memorizar lo rico que se sentía.

Acabé en su cara, y me hizo el favor de mostrarme cómo se tragaba toda mi leche. ¡Que mina zarpada en preciosa la Andrea! Pasaba de ser una minita llorona que necesitaba que la consuelen, a ser una puta que se tragaba todo el semen en un toque. Y yo estaba enamorado de todas esas partes de ella.

Nos revolcamos toda la noche, mientras Joaco estaba con los pibes del curso festejando el final de clases. Y yo festejaba con ella. Aunque no sabía si era el fin o el principio de algo.

El sábado se pudre todo, pensaba, mientras me la cogía por todas partes. Me faltó cogérmela por las orejas nomás. El sábado se pudre todo, pensaba a cada rato. Y un miedito traicionero se me pegaba como garrapata.

Pensé, medio loco, que a lo mejor a mí me tocaba estar en el paraíso antes de morir, y no al revés, como a los demás.

 

Joaquín

La fiesta (si es que podía llamarse así) fue en la casa de Fabricio. Me había hecho bastante amigo de él y de Ramoncito. Y también había empezado a juntarme con Pitu, Leo, Brian, y los demás. Fabri y ramón no se daban mucho con ellos, pero ahora estábamos todos juntos. Los viejos rencores parecían haber desaparecido. Ya no estábamos divididos entre tragas y burros; entre ganadores y perdedores; entre los que se la bancan y los que no; ni entre hombres y mujeres. La nostalgia nos venció a todos. Y el alcohol ya empezaba a hacer lo suyo: Débora lloraba abrazada a Brian. Algunos estaban sentados con la cabeza gacha. Otros, que nunca habían hablado entre sí, mas allá de intercambiar un par de frases, ahora charlaban hasta por los codos, intentando recuperar el tiempo perdido.

Sonaba una cumbia vieja que a mi mucho no me gustaba. El papá de Fabricio había puesto el minicomponente a todo volumen. Yo me había animado a bailar un poco, más que nada para no contagiar a los chicos con mi tristeza. Pero ya me sentía aturdido. Salí un rato al patio de afuera, a tomar aire. La noche estaba linda. Como en todos los momentos de soledad, no pude dejar de pensar en mi viejo.

La policía nos había entregado hacía poco, las cartas que nos dejó papá. Aunque en ella claramente decía que no debía sentirme culpable por su decisión, no puedo evitar pensar en lo poco que hice para saber qué era lo que pasaba por su cabeza en esos tiempos. Lo que tenía en claro era que el viejo había muerto allá en el dos mil uno, cuando perdió todo. Luego sólo fue un fantasma que nunca pudo volver a la vida. Quizá mamá y yo pudimos haberlo salvado, pero eso nunca lo sabremos.

Me di cuenta de que algunos me miraban y susurraban entre ellos. Por lo visto no sabían si acercarse a hablarme o dejarme solo.

—Y ¿todo bien chabón? —me dijo alguien.

Me di vuelta a mirarlo. Era Leo.

—Todo tranqui, ¿Y vos?

—Bien. — se paró al lado mío, apoyándose en la pared —No va a venir el Pitu parece.

—¿Y por qué? —le pregunté.

La ausencia de Pitu era demasiado notoria. Era claramente el líder de tercera tercera, y hasta podía considerarse el líder de todo el turno mañana. Incluso aquellos que eran molestados por él, siempre estaban atentos a lo que hacía o decía, y más de una vez terminó agarrándose a piñas con otros pibes por el sólo hecho de meterse con alguno de sus compañeros.

—Ni idea. Pero está raro últimamente. Anda en la suya, y ahora está emperrado en querer agarrarse con uno que es re peligroso.

—¿El que le pegó?

—Sí, ese. El Pantera le dicen. Lo que Pitu no entiende es que esos tipos no tienen códigos. Si no, fíjate cómo lo agarraron entre tres.

Lo notaba realmente preocupado por su amigo. Al principio Leo me había dado la impresión de que no era más que uno de los lameculos de Pitu. Después me di cuenta de que, aunque le gustaba hacerse el malo, no era de pelear. Sostenía su actitud agresiva sólo para sobrevivir en esa jungla que era González Catán.

—Y bueno… hay que hablar con él para que se calme. —le dije. — ¿Por qué no vamos un toque a su casa después?

—No está en su casa. Pasamos con el Brian a la tarde y el Esteban dijo que se había pirado para no sé dónde.

—Estará con una mina.

—Eso es lo que pensamos. Se la tiene bien guardada el wacho. ¿Querés un trago?

—Dale.

Agarré el vaso de plástico y tomé un largo trago de cerveza.

—Sabés…— me dijo. —Yo también perdí a mi viejo.

—¿Posta? No sabía nada. —dije, asombrado.

—Sí, pero fue hace bocha. Me enteré cuando estaba en la escuela. Vino un tío mío a decirme. La vieja Bustamante me dijo que salga del aula. Pensé que me iban a cagar a pedos por algo que hice, pero nada que ver. Fue un garrón. Bueno, vos sabés cómo se siente.

—¿Y qué le pasó?

—Una pelea en la cárcel. Lo pincharon.

—Uh, que mal.

—Encima yo no lo veía hace bocha. No quería ir a verlo allá.

—Te entiendo.

Leo miró el cielo. Tenía los ojos brillosos. De repente sonrió con tristeza.

—Vos al menos pudiste aprovecharlo hasta ahora. — me dijo.

—Masomenos. Este último tiempo estaba muy diferente. Casi no hablaba, y como trabajaba de noche, lo veía poco.

—¿Y vos le hablabas?

La pregunta me cayó como balde de agua fría.

—No, la verdad que no.

—Capaz que te pasaba como a mí, que no sabías cómo acercarte a tu viejo. Yo tenía la cárcel de por medio. Tu viejo capaz estaba en una especie de cárcel ¿No?

—Sí, puede ser.

Le devolví el vaso de cerveza. Él encendió un cigarrillo.

—Son copados los viejos de Fabri Quién lo hubiera pensado, ¿no? —dijo, cambiando de tema.

—Sí, es cierto. — dije riendo.

—Bueno amigo, me voy a chamuyarme a la Débora a ver que onda.

—Dale, metele. —le dije.

Es extraño, pero cuando otros te cuentan sus desgracias, las tuyas ya no parecen tan grandes. Al menos así lo sentí durante unos minutos.

Romina había salido también afuera. Estaba sentada al otro lado del patio, sobre un banco de madera. Me dio la impresión de que me miraba de reojo. Fui a hablarle.

—¿Todo bien?

—Bien — me dijo. —disculpá que no te di mis condolencias. La verdad que no sé qué decir cuando pasan cosas como esas.

—No hace falta que digas nada.

—Igual, lo siento mucho.

—Gracias.

—¿Viniste a preguntarme por Agustina?

—La verdad que no. — le dije.

Agustina me había consolado en los días siguientes al fallecimiento de papá. Pero nunca volvimos a tener la relación de antes. Ahora sólo era un hombro en el que me apoyaba. En los momentos en que estábamos solos me moría de ganas de besarla, y de hacerle el amor, cosa que, por lo visto, jamás haríamos. Pero nunca me animé a intentarlo. No soportaría sentir que accedía a algo sólo por lástima. Estaba seguro de que eso me dolería más que nuestra separación. Había llegado a la conclusión de que la finalización de las clases era algo bueno. Así me podría olvidar de ella.

Cuando murió papá creí que todo lo demás iba a empezar a importarme menos. Pero no tener a Agustina era terriblemente doloroso. Por eso pensé que la distancia me ayudaría. Pero cuando me dijo, faltando todavía unos días para que terminen las clases, que ya no iría más a la escuela, fue como un cuchillo clavado en mi espalda “¿Nunca me vas a decir por qué me dejaste?” le pregunté en una esquina, esa última vez que nos vimos. Estaba lloviendo y su carita llena de pecas estaba mojada, no sé si por la lluvia o por sus lágrimas. “Esto es más difícil para mí de lo que crees. Hay cosas que no te puedo explicar”. Me entregó un papel doblado varias veces, convertido en un cuadradito.

—¿Vos estás bien? —Me preguntó Romina. Su mirada penetrante me descolocó.

—No, la verdad que no. — le dije. No tenía sentido mentirle.

—¿Te puedo decir algo? — preguntó Romina. Era muy bajita, y sus ojos verdes de gato brillaban bajo la calurosa noche.

—Decime.

—Siempre me gustaste mucho.

Me quedé mirándola, asombrado. Romina, por momentos, parecía una sombra de Agustina, y por eso teníamos una relación fluida y nos llevábamos bastante bien. Pero nunca me había imaginado que ella sentía algo por mí. Me empezaba a dar cuenta de que había muchas cosas que ignoraba.

Romina acercó su boca y me besó. La primera reacción fue retroceder y separarme de ella. Pero cuando lo hice, vi su cara de sincera tristeza. No quería dejarla así. Entonces la abracé y la besé. Se sentía rico su lengua resbaladiza y su aliento a cerveza. Pero ni de cerca a lo que sentía cuando estaba en los brazos de Agus. Cuando terminamos de besarnos me arrepentí inmediatamente de hacerlo.

—Perdoname. — Le dije —. Me parecés una mina divina, pero no estoy preparado para empezar nada ahora.

—Sí, me imagino. — Me dijo.

Me dio un papelito con su número de teléfono. “¡Basta de papeles!” pensé para mí. Pero lo tomé. Se notaba que lo tenía preparado desde hace rato, y cuando me lo entregó le temblaba la mano. No podía decirle que no.

Cando llegó la medianoche y la gente se empezaba a irse para seguirla en un boliche o en otro, lado me acerqué a Ramoncito. Me dio gracia verlo un poco tomado, justo a él, siempre tan prolijo y recatado.

—Che, no te enojes, pero creo que quiero volverme a mi casa nomás.

Me miró, un poco decepcionado.

—Uh, pero si la vamos a pasar bien con Fabri recordando viejos tiempos.

—Sí, todo bien, pero la verdad que prefiero irme a dormir. No te enojes.

—Todo bien amigo. Me vas a visitar cuando vuelva de La Costa ¿No?

—Obvio, y te espero en casa. A mi mamá le caes rebien. — le dije.

Caminé hasta casa, con una melancolía persistente. Recordé la carta de papá, y la carta de Agus. La de ella estaba escrita en una hoja de carpeta cuadriculada. Su letra cursiva era muy prolija, y en los márgenes había dibujos infantiles. Había usado una birome lila.

“Querido Joaco, a lo mejor no me creas, pero esto me duele tanto o más que a vos”, decía la primera línea. Apenas la leí me sentí irritado. Si también le dolía ¿Por qué no volvía conmigo y listo? ¿Tan difícil era? ¿Por qué no podíamos estar juntos?

“Hay cosas de mí de las que no puedo hablar. al menos no ahora. A lo mejor algún día te cuente, pero ahora no puedo. Hay cosas que no puedo hacer. Traté de ser una persona normal, pero no puedo…”

Arrugué la carta con bronca, pero enseguida la estiré, no quería romperla. Quería conservarla. La carta era extensa, pero no decía mucho. El misterio de Agustina no se develaba. Yo empecé a hacerme la cabeza, y todas las conclusiones a las que llegaba era más perversa que la anterior.

Al otro día fui a buscarla a su casa. Necesitaba una despedida más clara. No me alcanzaban todas las palabras lindas que me había escrito en la carta. Que yo era bueno, que era muy dulce y cariñoso. Qué me importaba eso si no quería estar conmigo. Pero cuando toqué el timbre salió a atenderme su papá. “Agus no está, se fue a lo de su tía a San Luis” me había dicho el tipo.

Traté de apartar esos recuerdos de mi mente. Me generaban frustración e impotencia.

Llegué a casa. Me quedé parado frente al portón un rato. Entré.

Vi desde el patio delantero que había una luz encendida. Mamá estaría despierta viendo la tele. Pobre. Ella se sentía más culpable que yo. Debería hacerle compañía, pensé.

Pero de repente, tal vez debido a la cerveza que había tomado, me envalentoné, y decidí ir a lo de Agustina.

No tenía monedas en el bolsillo así que caminé las veinte cuadras hasta llegar a su casa. Si el papá me decía de nuevo que no estaba, le iba a decir que no le creía nada, y lo iba a pasar por encima.

Llegué bañado en transpiración. Entonces vi el cartel de “se vende” que estaba colgado en una de las ventanas. De todas formas, toqué el timbre. Pero, como era de esperar, nadie salió.

Agustina no estaba. Me tapé la cara y me largué a llorar. Agus no estaba.

No había nada que hacer. Como me había dicho mamá cuando falleció papá, “hay que aprender a vivir sin el otro, hay que saber soltar, eso es madurar”.

Iba a volver a casa, pero pensé que no serviría de mucho ir así como estaba. Mamá se preocuparía.

Me quedé caminando por el centro de Catán. Me crucé con algunos de mis compañeros, quienes me invitaron a que vaya con ellos al boliche, pero los rechacé. Finalmente decidí hacer lo que había planeado desde un principio. Me fui para lo de Ramoncito, para ver unas pelis y charlar durante toda la madrugada con él y con Fabri.

Esperé a que se me vaya un poco la cara de culo y fui para allá.

Fue una linda noche, en la que logré despejar mi cabeza, y olvidarme de mis problemas durante algunas horas.

 

Baljack

Estamos a finales del dos mil dos. La crisis económica y social que comenzó a gestarse en las décadas anteriores, y que explotó el año pasado, todavía hace estragos en el país.

La gente se muestra con miradas carentes de esperanza y preocupación creciente. No sólo tienen que lidiar con el penoso presente, peor aún, deben convivir con la incertidumbre de un futuro imposible de descifrar. Sólo los más jóvenes pintan de color el paisaje lúgubre.

Ahora vamos a un punto concreto. Un punto aglomerado, dominado por la ira creciente. La calle Calderón de la Barca se abre como una herida gris entre dos barrios llenos de cicatrices: González Catán y Gregorio de Laferrere.

Muchos no lo saben, y a muy pocos les importa, pero esa calle separa a un barrio del otro. Con sólo cruzarse a la otra vereda, uno se encuentra al otro lado del abismo.

El incontrolable aumento del desempleo hizo que muchas personas buscaran ingresos de todas las maneras posibles. Mujeres, antes respetadas, se vieron obligadas a prostituirse. Chicos de catorce o quince años estaban forzados a trabajar en empleos mal pagados para colaborar con sus padres desempleados.

Otros tantos se vieron tentados a pasarse al lado de la ilegalidad. Este es el caso del individuo que ahora está al costado de Calderón de la Barca, del lado de Laferrere. Es un hombre joven, con mirada oscura. Usa una remera negra y un pantalón y chaleco de jean. Sus brazos musculosos están completamente tatuados. En ellos hay dibujos tribales, nombres, números, y en su muñeca cinco puntos negros. Cuatro de ellos rodean al quinto, el cual está justo en el centro. Su pelo abundante está peinado hacia atrás.

Está parado al lado de una moto enorme, que parece nueva. En su bolsillo guarda la cocaína que piensa vender en unos minutos. Y en el otro bolsillo guarda una navaja, pequeña pero afilada. En otros lugares y en otros horarios llevaría un arma de fuego. Pero a plena luz del día le basta con su arma blanca, imperceptible pero letal.

Un auto se para frente a él. El hombre de tatuajes le entrega la mercancía y recibe el pago. Se acomoda en la moto, dispuesto a irse. Pero ve a alguien acercarse dese el otro lado de la calle. Desde el lado de Catán.

—¿Te acordás de mí, logi? —pregunta el recién llegado.

Es un muchacho joven y fornido. Su remera se adhiere a su torso, dándole un aspecto de desnudez. Es morocho, y lleva el pelo corto. Sus ojos irradian vitalidad y revancha.

—¿Qué querés? ¿Cobrar de nuevo?

El hombre tatuado se baja de la moto. Los enemigos quedan cara a cara. El recién llegado es más bajo, pero sus egos están a la misma altura.

—Qué ¿te la bancás solo o querés llamar a alguna de tus novias para ayudarte?

El hombre tatuado sonríe con ironía ante la insolencia del otro. Caminan en un pequeño circulo sin dejar de desafiarse con la mirada.

Entonces se abalanzan hacia el otro. Sus pies raspan el suelo y levantan tierra. Sus manos se elevan para proteger sus rostros. Se miden, se observan, intentan descifrarse. El petiso morocho larga el primer golpe. El hombre tatuado se protege con su brazo. El muchacho es muy fuerte, pero el otro tiene la resistencia de quien estuvo muchas veces cerca de la muerte. El golpe no hace mella en él. Y ahora se dispone para devolver la gentileza. Pero el otro es ágil y astuto. Apenas el hombre tatuado levanta la mano, se agacha en cuclillas y le propina un golpe en el testículo.

El dolor es aberrante. El hombre tatuado lleva sus manos a la entrepierna, en un acto espontáneo. El muchacho petiso aprovecha para darle una piña directo a la cara. Fue un puñetazo capaz de quebrar una madera gruesa.

Algunos automovilistas pararon para ver el espectáculo. Ninguno de los involucrados en el combate está preocupado por la posible intervención de la policía. Las comisarías de ambos barrios están bastante lejos; los patrulleros no suelen pasar por ahí; y aunque alguien hiciera una denuncia, podía pasar mucho tiempo hasta que algún operador la tome en serio.

El morocho petiso estaba usando de bolsa de arena al hombre tatuado. El golpe en sus genitales marcó el destino del duelo.

Sin embargo, al estar tan embriagado de revancha, no supo darse cuenta de lo que sucedía en su entorno. Dos hombres se acercaron a ellos. Eran de la misma edad que el hombre tatuado, y tenían los ojos de tiburón, igual que él.

Uno de ellos, de pelo largo y barba de varios días, le pega un rodillazo al muchacho petiso. Cuando este se da vuelta a ver quién era su agresor, recibe un fuerte colpe que impacta en su pómulo. Su ojo derecho queda casi ciego durante unos segundos, y el muchacho cae de rodillas al piso.

—¿Qué pasa pantera? Te está cagando a piñas el pendejo. —dice el tercer hombre. Un pelado barrigón, que sin embargo parece muy fuerte.

—Agárrenlo, lo voy a hacer mierda. —ordena el hombre tatuado, “Pantera”.

El de pelo largo le pega una patada al muchacho. Este pudo evitarla, pero el gordo le da una piña en la panza que lo deja sin aire.

Lo agarran de ambos brazos. Pantera saca la navaja de su bolcillo.

—¡Eh dejalo en paz, si ya le pegaron! —se escucha decir a una mujer que miraba la pelea a unos metros de ellos.

Pantera no le hizo el menor caso. El filo del metal brilla bajo el sol de diciembre.

Pero el hombre tatuado comete un grave error. Quiso disfrutar de ver la expresión de miedo del muchacho petiso al vislumbrar su inminente muerte. Pero tarda más de lo que la prudencia lo indica.

—¡Guarda pantera! — gritan sus secuaces al unísono.

Pantera recibe un fuerte golpe en la cabeza. Su navaja cae al piso. No sabe qué fue lo que le pegó, porque todo a su alrededor se mueve y se ve borroso. El objeto en cuestión cae dos veces más sobre él, dándole en la espalda y el hombro. Sus secuaces sueltan a su presa, para encararse contra el nuevo enemigo.

Se trata de un muchacho que parece aún más joven que el morocho petiso. Es rubio, lleva el pelo peinado a un costado, y pareciera que su presencia en esos lugares es un error de la naturaleza, porque contrasta violentamente con la fisionomía de la mayoría de los habitantes.

El chico rubio levanta el palo de madera para defenderse de los otros dos. Pero antes de que estos lleguen a él, cuatro chicos más cruzan Calderón para invadir Laferrere.

Un gordito de cara redonda, que parece reacio a estar ahí, aún así se para al lado de su amigo para enfrentar a los adultos. Otro muchacho con gorra insulta a los enemigos desconocidos.

—Eh Pitu ¿Estás bien? —dijo otro de los muchachos, dirigiéndose al morocho petiso.

Pitu se levanta, dolorido e iracundo. Pero pantera también se recompone.

Entonces empieza la batalla campal.

Gritos de insultos se levantan en la tarde calurosa. Los ocho cuerpos se entremezclan y se enredan. Los adultos son menos, pero tienen una clara ventaja tanto en lo físico como en experiencia. Sólo Pitu pelea de igual a igual contra sus enemigos. Pero enseguida se agota de tanto repartir trompadas por todas partes. los otros cuatro hacen lo que pueden, pero los golpes de sus rivales son dañinas y mordaces. Los cinco son empujados hacia la calle. El tráfico se detiene, los automovilistas tocan bocinas e insultan, indignados, a los revoltosos.

La pelea parece a punto de concluir. Los chicos están heridos. Sus caras sangrantes y sus músculos doloridos. Pero como en el fútbol, estas cosas tienen resultados impredecibles. Nuevos actores se suman al show.

—Los del turno tarde. —dice el gordito de cara redonda.

Se trata de ocho muchachos. Al frente va el evidente líder, un gordo mastodóntico. Detrás de él un flaco alto de pelo pajoso.

—¿Qué hacemos Mauri? —le pregunta al gordo.

De repente la pelea se detiene. Ambos grupos están expectantes ante la actitud de los recién llegados.

—Vení Mauri, vamos a darle al boludo este. —dice Pantera, señalando con la mirada a Pitu.

—¿Qué te pensás, que soy tu mulo? —desafía Mauri. —Cuando quiera pelear con él, me le paro de mano yo solo. Pero vos no me vas a joder más. —dice el muchacho regordete.

A pesar de ser muy joven, tiene una determinación que pocos hombres alcanzan a tener en vida.

Los del turno tarde rodean a los hombres. Estos últimos se saben derrotados, pero en sus miradas hay una promesa de revancha.

Las piñas y las patadas llueven sobre ellos. El de pelo largo es el primero en quedar inconsciente. El gordo pelado resiste, quizás por los quilos de grasa que lo envuelven. Pero aún así siente cómo su carne arde, y sus huesos crujen, sin poder hacer nada al respecto.

Pantera ve el cuchillo que había perdido cuando recibió el golpe en la cabeza. Se las arregla para caer sobre él.

—Parate puto. —Escucha decir a Pitu, quien, a pesar de estar con el cuerpo maltrecho, todavía puede moverse con agilidad.

Pantera se arrastra por el piso, fingiendo una mayor dificultad para moverse de la que realmente siente. Pitu se acerca para insultarlo e incitarlo a un nuevo duelo. Se aproxima demasiado. Pantera hace un rápido movimiento y da una estocada con su navaja.

Pitu frena el brazo del enemigo, agarrándolo a la altura del codo. Siente la victoria cernirse sobre él. Pero luego nota la sangre brotar de su pecho. El brazo fue inmovilizado cuando la navaja ya se había enterrado unos centímetros.

—¡Pitu! —Grita el chico rubio que lo había salvado la primera vez, viendo como su esfuerzo fue en vano.

Un coro de voces se hace eco de la alarma del muchacho. La ira asesina se adueña de ellos. Pantera, por primera vez en mucho tiempo, siente miedo. Salvo el rubio que se queda a socorrer a Pitu, los otros se abalanzan contra los adultos, ahora con total saña, con intenciones asesinas.

Al final sólo queda una multitud de muchachos pateando tres cuerpos inmóviles en el piso.

 

Joaquín

Hacía dos horas que había dejado Catán, pero recién cuando el colectivo se acercó a la terminal de Retiro empecé a sentir nostalgia. Solo había vivido algunos meses ahí, pero pasaron tantas cosas que parecía que habían transcurrido años.

Le costó mucho a mamá convencerme de que me vaya un tiempo a lo de mis tíos en Rosario. No quería dejarla sola. Pero ella me obligó a irme de “Vacaciones” hasta estar segura de que todo se haya calmado.

Estuve días sin dormir, esperando que la policía toque mi puerta. Pero ni siquiera me interrogaron por lo que le pasó a Pitu. Según Leo y Brian, todos habían declarado que la pelea solo fue entre Pitu y el tipo que lo apuñaló. A mí ni siquiera me nombraron, pero el hecho de tener una apariencia tan diferente al resto me jugaba en contra. Por lo que sabía, ninguno de los tres había muerto, pero les hicimos mucho daño.

Me bajé del colectivo y fui caminando hasta la terminal. Era temprano. Me metí en un locutorio y llamé a mamá para asegurarme de que estuviera todo bien. Me preocupaba mucho que se venguen de mí a través de ella, pero mamá me prometió que su jefe la ayudaría a buscar otro lugar durante un tiempo.

Me senté en uno de los bancos, aguardando la llegada de mi micro. Hacía mucho calor. De un parlante salía una voz monótona anunciando la llegada y salida de los ómnibus. Traté de leer el libro que me habían regalado Ramoncito y Fabricio de despedida, pero no me pude concentrar. Era raro, pero parecía que yo no era el único que creía que jamás iba a volver. Cuando me entregaron el libro, los noté realmente tristes. Les agradecí en silencio el hecho de no notar expresión de lástima en sus rostros. Sólo eran dos amigos que me iban a extrañar.

El micro llegó. Cargué mi equipaje y subí al primer piso. Descubrí que un hombre mayor estaba sentado en mi lugar.

—¿No preferís sentarte en la ventanilla pibe? —Me dijo.

—Sí, no hay problema.

Traté otra vez de leer el libro. Pero era imposible. Recordé el semblante triste de papá durante sus últimos meses de vida. El abrazo de mamá cuando me dijo lo que le había pasado. Recordé a Agustina. Su llanto, sus contradicciones, su impotencia y su abandono. Ni siquiera sabía dónde estaba. Recordé a mi viejo enemigo Pitu, tirado sobre la calle, chorreando sangre. Y por milésima vez me vino la imagen del rostro de mamá cuando volví a casa después de la pelea. Estaba completamente exaltada cuando me vio con la cara lastimada y la ropa desgarrada. Me puso hielo en donde tenía hinchado, me insistió en que vaya al hospital. La convencí de que no era necesario, y le dije que eso sí, después quería ir a visitar a Pitu, que estaba preocupado porque no sabía qué tan grave era su herida. Y entonces, como si le hubiese revelado la proximidad del fin del mundo, mamá abrió grande los ojos, y un montón de lágrimas bañaron sus mejillas.

—Tranquilo pibe, ya va a pasar. —me dijo el viejo que se sentaba a mi lado, dándome una palmada.

Me di cuenta de que yo mismo estaba llorando. Me sequé con el puño.

—Sí, gracias.

Los últimos pasajeros se acomodaron en sus asientos. El micro salió despacio de la terminal.

“Aprender a soltar”, pensaba para mí, sin poder convencerme del todo de las palabras que me repetía. “Aprender a soltar”.

El micro agarró la avenida y empezó a tomar velocidad. La noche caía sobre Buenos Aires. Miré la ventanilla, y aunque González Catán ya había quedado varios kilómetros atrás, me despedí de mi barrio con una sonrisa risueña.

 

 

Epílogo

Diciembre del 2012

El auto avanzaba de manera tan armoniosa que adentro del vehículo no se sentía la velocidad a la que iba. La ruta tres aparecía extrañamente desierta. Incluso considerando que aún no era hora pico, resultaba extraño ver tan pocos vehículos circulando.

Esto, que para cualquiera sería un alivio, a Joaquín lo incordiaba. Llegaría muy temprano a la cita. Como si no estuviera ya lo suficientemente nervioso y ansioso, debería esperar a que aquella persona llegara.

Subió el volumen del estéreo. Sonaba una canción de Black eyed Peas que ya había pasado de moda hace tiempo. Pero le sirvió para distraerse, al menos por unos minutos.

Cuando el semáforo se puso rojo, aprovechó para revisar el celular. No había ningún mensaje, y no tenía por qué haberlo, pero de todas formas ese detalle lo frustró.

A quinientos metros la ruta se curvaba pronunciadamente, y se unía con otra ruta. Estaba llegando a la legendaria rotonda del kilómetro veintinueve. Diez minutos más y llegaría a su destino.

González catán no había cambiado mucho después de una década. Una oleada de nostalgia sacudió su corazón. Ahí estaban los negocios y las casas humildes al costado de la ruta. El tren tocaba bocina y avanzaba en paralelo al auto de Joaquín. A medida que se internaba en el barrio, se veían más y más perros caminando por las veredas, con una libertad incluso mayor de las que gozaban las personas.

Llegó al centro de Catán. Pasó por la estación de tren, el supermercado “Delbanco”, el hospital, el cual parecía que en cualquier momento se vendría abajo, y finalmente estacionó frente a la plaza.

Su vieja casa, aquella en la que había vivido poco menos que medio año, estaba muy cerca. Le tentaba ir a ver cómo se encontraba, y quizás saber quiénes vivían ahí, pero de momento decidió no hacerlo.

Se cruzó de vereda. El lugar acordado era la heladería “Calculín”. Se sentó en una mesa para dos. Miró la hora en su celular. Faltaba más de media hora. Resopló, fastidiado. Aprovechó para ver su aspecto, usando la cámara del celular. Si había heredado algo de su madre, eso era la vanidad, y la capacidad de lucir bien en cualquier momento. El pelo rubio estaba muy corto, las cejas depiladas, la cara totalmente afeitada. Llevaba una remera blanca con un dibujo de los Beatles. Estaba delgado, y debajo de sus prendas se adivinaba un cuerpo ejercitado.

—Joaco. —dijo alguien.

Joaquín la miró. Era una chica rubia, de pelo largo, con un rostro bello y un tanto aniñado. Su cara estaba repleta de pecas, principalmente en su nariz y mejillas.

—Agus. —balbuceó él.

Muchas veces había pensado en qué sería lo primero en decirle. Quizá debiera empezar con un comentario amable. “Estás igual” le diría. Sin embargo, esa frase le resultaba muy trillada y poco natural. Tal vez fuera mejor largar un chiste, pensó otras veces. Pero no era una persona muy ocurrente que digamos, así que era mejor pensar en otra cosa.

Se puso de pie. Cuando acordaron verse, se le ocurrió la absurda idea de que, quizás, al haber pasado tanto tiempo, no sentiría en ese encuentro más que una alegre curiosidad. Pero ahora el corazón se aceleraba y las palabras se amontonaban en su boca, sin poder pronunciar ninguna.

Ella tampoco dijo nada. Pero a diferencia de él, no buscaba ninguna frase en concreto. Simplemente lo abrazó. Él sintió la calidez de los brazos de la chica envolviendo su cuello. Quedaron así durante largos segundos. Se besaron en los labios.

Hacía ya un par de años que había encontrado el perfil de agustina en Facebook. Pero siempre buscaba una excusa para no enviarle la solicitud de amistad. Ya sea por respeto a quien en ese momento era su pareja, o diciéndose a sí mismo que seguramente Agustina apenas lo recordaría como un noviecito fugaz que tuvo hace mil años. Siempre terminaba desistiendo de ponerse en contacto con ella.

Pero un día, dos meses atrás, vio que la que le había enviado la solicitud fue ella, y entonces ya no tuvo razón para negarse.

La primera conversación empezó llena de banalidades, pero de a poco, se fueron soltando. Él le aseguró que todavía la recordaba con cariño. Ella le dijo que haberlo dejado fue una de las cosas más difíciles que tuvo que hacer en su vida. Joaquín no pudo contenerse “Entonces, ¿Po qué me dejaste?”, le preguntó. Y un resentimiento que creía muerto resurgió de sus entrañas.

Y entonces ella se lo contó todo: Las visitas nocturnas de su padre; la ceguera de su madre; la culpa; la lealtad hacia esa persona que decía quererla como nadie la querría jamás, y la promesa de destruirla si abría la boca más de la cuenta; la eterna lucha entre el cariño hacia su progenitor y la repulsión hacia su violador; el miedo a que otro toque su cuerpo y su dueño se de cuenta de ello.

Cuando comenzó su relación con Joaquín, y teniendo en cuenta que ya contaba con dieciocho años, su rebelión sólo era cuestión de tiempo. Una noche esperó a que su padre se desvistiera y entrara en ella. Entonces comenzó a gritar. La mamá fue corriendo a la habitación de Agustina y ya no pudo negar lo que sucedía. “le hicimos la denuncia y me fui a vivir a lo de mis abuelos. Ya no podía estar más en esa casa”, le había contado agustina.

Joaquín se había lamentado por no haberse percatado de lo que sucedía. Ella le dijo que no sea tonto, que era imposible que se diera cuenta. Sin embargo, siempre tuvo la sensación de que había algo podrido en la familia de su primera novia, sólo que no se había animado a correr el velo que cubría la verdad.

Pidieron dos helados. No era momento de recordar tragedias ni rompimientos. Así que pasaron toda la tarde, hasta que el sol comenzó a ocultarse, hablando de sus momentos en la escuela, y de su primera salida al cine de Morón. Intercambiaron la información que tenían de sus ex compañeros de clase. Ramoncito era un abogado exitoso que hasta había salido en televisión. Débora se había casado con Leo y tenían tres hijos, aunque se habían separado. Fabricio aún vivía con sus padres…

—Qué locura lo de esa pelea de Pitu con ese tipo. —dijo Agustina. Vio que el semblante de Joaquín había cambiado. —Perdón, no querés hablar de Pitu ¿No?

—No, todo bien. Me costó perdonarlo. A él y principalmente a mamá. Pero después de años de terapia, digamos que lo legré.

—¿Y cómo te enteraste de lo que pasaba entre ellos?

—Cuando el conté a mamá que habían apuñalado a Pitu… No sabés cómo se puso.

—Me imagino.

—Pero supongo que lo sabía de antes, pero no lo quería ver.

Joaquín, con mucho esfuerzo había comprendido que fue su padre el que primero había abandonado a su madre, y por eso no debía guardarle rencor a ella. Sin embargo, cada vez que recordaba eso, se sentía envenenado. Agustina se dio cuenta de ello y cambió de tema.

—¿Damos una vuelta por donde está la escuela? —Propuso.

Subieron al auto. Pasaron por la vieja escuela, y dieron vueltas en los alrededores.

—¿Por qué quisiste que nos veamos acá en Catán? Ninguno de los dos vive acá. —Inquirió él.

—No sé. Necesitaba venir. Desde que me fui hace diez años no puse un pie acá. Pero, aunque tengo muchos recuerdos traumáticos, también tengo bellos recuerdos.

—Igual que yo. —dijo él.

—¿Me llevás a tu departamento?

—Sí, dale. Podemos ver una peli y tomar algo. —dijo Joaquín, un tanto nervioso.

—Prefiero que hagamos el amor.

Viajaron casi todo el trayecto en silencio. No tenían mucho que decirse en ese momento. Ya habían hablado las últimas semanas, tratando de compensar diez años de distancia, y ahora parecían no tener más temas.

Subieron a su departamento. En el ascensor se abrazaron y se besaron. Joaquín ya estaba excitado. Su sexo erecto se frotaba con las caderas de Agustina. Entraron, tomados de la mano.

Ella pegó un salto y se montó sobre él, rodeando su cintura con las piernas. Él la agarró de las nalgas y la llevó hasta la habitación. La tiró, con cuidado, sobre la cama. Se quitó la remera. Ella se sacó el pantalón. Él la imitó, y enseguida quedaron completamente desnudos.

—Ojalá me hubiese animado antes. Pero en ese momento no te hubiese podido dar todo. Hoy somo solos vos y yo. —Dijo ella.

Joaquín la besó en los labios, luego en el cuello, el pecho, el ombligo. El sexo de la chica quedó frente a su rostro. Lamió los labios vaginales, mientras le hacía masajes en la zona pélvica, la cual tenía una pequeña mata de vello. Y luego lamió el clítoris. Ella gimió y apretó sus manos.

Joaquín saboreó los fluidos que largaba la chica. Luego frenó su tarea oral. Se puso el preservativo. Se abrazaron, sintiendo sus respiraciones. Él empujó y la penetró. ¿había valido la pena la espera?

No le cabía duda de que sí lo valió.

Se despertó con un fuerte dolor de cintura. No pudo evitar pensar en la misma frase que la venía acechando desde hacía meses. “los años no vienen solos”. Corrió a un costado el cubrecama. Se paró y se miró en el espejo, desde cierta distancia, como para observarse el cuerpo entero. El pelo azabache estaba mezclado con algunas canas. Había decidido no teñirse. Le gustaba verse como una madura sensual. Pero en ese momento, con ojeras, sin maquillaje, no le gustó le que veía. Su piel ya no era tan suave como supo serlo en sus mejores días. Las patas de gallo (que parecían multiplicarse cada día), les quitaban belleza a sus intensos ojos azules. Se dio vuelta para mirar su trasero. A fuerza de gimnasio, se mantenían en buena forma, aunque ni de lejos tenían la firmeza de hacía diez años. Se pellizcó un glúteo. Lo sintió flácido. Todavía hay montones de hombres que se dan vuelta a mirarla, pero las apariencias son engañosas. El tacto, en cambio, es incuestionable.

Sabia que aún se ve deslumbrante si se la compara con las mujeres de su edad. Pero de todas formas sentía el peso del tiempo imprimiéndose en su cuerpo.

Escuchó que alguien había entrado en la casa. Alguien que entraba silbando con alegría.

—Traje masitas para desayunar.

La puerta de la habitación se abrió.

—Apa, que linda estás. —dijo el hombre que había entrado, viendo que sólo llevaba ropa interior.

La agarró, con cierta brusquedad, de la cintura, y la atrajo hacía él.

—No Pitu, ahora no, recién me levanto. — dijo ella, sintiendo cómo el hombre, petiso y musculoso, le tironeaba el elástico de la bombacha, para luego bajársela.

—Si estás divina. —dijo él.

La tumbó sobre la cama. Andrea no dejaba de sorprenderse de la vitalidad del hombre. La noche anterior no la había dejado dormir hasta pasada las dos de la madrugada, y ahora quería otro polvo.

Se rindió, como siempre lo hacía. Igual que se había rendido diez años atrás, fascinada por el descaro y la sensualidad del muchacho.

Él se desnudó. Le quitó el corpiño. La penetró. Andrea se aferró a sus hombros. Cerró los ojos y recibió el sexo erecto de Pitu. En ese momento, como siempre que era poseída por él, se sintió joven.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó él.

Habían acabado, y estaban abrazados sobre la cama. No solía entrometerse en la vida de los demás, pero Andrea se mostraba muy ensimismada.

—¿Será que va a venir? —preguntó ella.

Él le corrió el pelo y acarició su rostro. No necesitaba preguntarle de quién hablaba.

—Seguro que sí. —le dijo.

Andrea había invitado a su hijo Joaquín a festejar navidad. Pero el muchacho se había mostrado contrariado cuando supo que Pitu también estaba invitado.

La relación de Andrea con Pitu fue siempre muy volátil. Ya sea por la inseguridad de ella, por la personalidad nómade de él, o porque simplemente no podía terminar de creer que podían ser felices juntos, durante la última década se separaron y se reencontraron incontables veces.

Pitu llevó la mano a las nalgas de Andrea.

—¿Todavía te gustan? —Preguntó ella.

—Siempre me van a gustar. —contestó él, apretándolas con mayor fuerza.

—Cuando envejezca y se caigan, no te van a gustar.

—Eso me lo decís hace años, y mirá cómo estás.

Pitu le dio un mordisco a la nalga.

—¿No íbamos a desayunar?

—Acá tengo lo que quiero comer. —dijo él. Le dio un beso negro. Su sexo se estaba empinando de nuevo.

—Sos insaciable. —dijo ella, con una sonrisa en la boca.

La mesa estaba todavía repleta de comida. Ya se escuchaban los estallidos de los juegos pirotécnicos. Pitu sirvió la sidra en cuatro copas. Andrea le había dicho que mejor brindaran con champagne, pero él le contestó que eso era para los chetos.

La casa era amplia, y un enorme árbol de navidad decoraba la entrada. Mientras Joaquín pasaba sus primeros años de adultez entre Rosario y buenos Aires, Andrea había hecho un curso de asesoría de seguros. Nunca volvería a gozar de la holgura económica de los años noventa, pero no le iba nada mal.

Chocaron las copas. Andrea abrazó a Agustina. Algo le decía que ella era diferente a las chicas que habían sabido ser novias de su hija. Le daba buena espina, aunque también notaba que había algo extraño en ella. Como si tuviese un gran secreto.

Pitu saludó con un efusivo beso en la mejilla a Joaquín.

—Cómo pasa el tiempo ¡la puta madre! —gritó.

Estaba algo borracho, y se sentía eufórico por volver a ver a su amigo. Cada vez que Joaquín se enteraba de que su mamá estaba con Pitu, evitaba visitarla. Esta era la primera vez que se reencontraban.

—Así como lo ven, cuando se enoja es capaz de romperle la cabeza a cualquiera. —dijo Pitu, abrazando con fuerza a Joaquín.

—Vayamos a ver los cohetes. —propuso Agustina, viendo que Joaquín se sentía incómodo, aunque no molesto.

Salieron al patio delantero. El cielo estaba repleto de estallidos luminosos. La gente había sacado los parlantes afuera, y algunos andaban por las calles, borrachos, yendo a la casa de los vecinos a saludar.

Andrea y agustina conversaban animadas, cerca de la entrada. Pitu y Joaquín se habían adelantado para ver con mayor claridad los fuegos artificiales.

—¿Viste Espartacus? —preguntó Pitu.

—¿Qué? —Joaquín no entendía de qué le hablaba.

—La serie Espartacus. ¿la viste?

—Ah, sí. Está buena.

—Sí, se la pasan cogiendo y peleando. —dijo Pitu.

—Sí, es cierto. Pero también tiene un buen argumento.

—Hay un capítulo… —comentó Pitu, y se detuvo, como si tuviese que buscar las palabras adecuadas—. Hay un capítulo en el que Crixo le dice a Espartaco, que si se hubiesen conocido en otra vida, seguro serían hermanos. —Agachó la cabeza, porque no pudo evitar sentir vergüenza. Pero aún así, siguió—. Sabés que cuando vi ese capítulo me acordé de vos. Creo que eso era lo que sentía por vos Joaco. Sos un buen pibe. Y nunca voy a olvidar cómo me salvaste el culo ese día.

Joaquín lo miró. Pitu tenía los ojos brillosos.

—Lástima que te tuviste que coger a mi mamá. —dijo Joaquín. Pitu lo miró, con culpa—. Ahora más que mi hermano sos mi papá.—Agregó.

Estallaron en carcajadas. Las mujeres los miraron, intrigadas.

—¿Y cuánto pensás que van a durar ahora? —Le preguntó Joaquín, señalando con la mirada a su madre.

—Lo nuestro no se termina nunca. Cuando estamos separados, lo único que hacemos es juntar ganas de volver.

Los cuatro se quedaron hasta la madrugada, viendo películas y charlando. Joaquín recordó a su papá, y decidió que ya era hora de terminar con el duelo.

Fin