miércoles, 16 de marzo de 2022

Mi odiosa madrastra, capítulos 7, 8 y 9

 



Capítulo 7

 

— ¿Y por qué te sacaste el vestido? —le pregunté a Nadia cuando me senté en la mesa para cenar.

               Ahora mi madrastra vestía un pantalón de jean y un suéter blanco. Probablemente era la primera vez que la veía con tanta ropa. Aunque, como sucedía siempre, cualquier prenda que usara no sólo no bastaba para esconder las sinuosidades de ese cuerpo escandaloso, sino que las resaltaban más. Ahora sus turgentes tetas se marcaban en la liviana tela de algodón, y el pantalón azul, de una tela que parecía gruesa y dura, intensificaba el aire escultural de sus piernas y glúteos.

— ¿Decepcionado? —dijo ella—. Es que, después de que me lo pensé mejor, me pareció una tontería usar ese vestido acá adentro. Digo… para el video fue útil, pero ahora ya no tiene sentido.

— Lo que no tiene sentido es que te cambies de ropa a esta hora de la noche —retruqué yo.

               No obstante, por un extraño momento sentí una puntada de decepción, por el hecho de que no utilizara aquella misma prenda que sí usó para que la viera el hombre de seguridad.

— Ey, no te confundas —respondió ella, visiblemente molesta—. Ya te dije que yo me pongo la ropa que quiero, y lo hago a la hora que quiera, y de la manera que quiera.

— Okey, sólo fue una observación —dije.

               Nadia estuvo algo callada. Por momentos me observaba de manera subrepticia. Parecía estar a punto de decirme algo, pero luego se quedaba en silencio y mantenía la cabeza gacha, mirando el plato. Me dio la impresión de que estaba resentida conmigo. ¿Sería que lo de las nalgadas realmente la había molestado? Si era así, se lo merecía. Ella siempre me andaba presionando para que hiciera cosas raras. Sólo le había dado una dosis de su propia medicina. No obstante, su mutismo, aunque me pesara admitirlo, me resultaba inquietante.

               Los canelones de jamón y queso estaban deliciosos. Había hecho la salsa como a mí me gustaba, y había abierto un vino bastante dulce que, si bien no era el mejor de los que había dejado papá, no estaba nada mal.

— Dejá, yo levanto la mesa y lavo los platos —dije.

               No era tonto. Debía hacer mi parte para que ella siguiera haciendo de chef, cosa que se le daba muy bien. Aunque, pensándolo mejor, ya había colaborado bastante con lo del video. No me cabían dudas de que sus seguidores se babearían cuando vieran cómo ese ojete perfecto era azotado hasta quedar colorado. Todos imaginarían ser los dueños de aquella mano impetuosa que hacía contacto una y otra vez con esa parte del cuerpo tan anhelada de mi madrastra. Había visto cómo quedó el video. Ella con el torso apoyado en la mesada, en una actitud sumamente sumisa, largando gritos mientras recibía las nalgadas, con el vestido levantado hasta la cintura. No sabía muy bien cómo funcionaba esa plataforma en donde subía sus fotos y videos, pero seguramente haría sus buenos dólares con eso, y eso sería en parte gracias a mí, así que nunca podría echarme en cara que yo no colaboraba con los gastos de la casa.

               Nadia entró a la cocina. Dejó sobre la mesada los cubiertos y los vasos que habían quedado en el comedor, para que los lavara. Me miró de reojo, una vez más, como si estuviera sopesando algo. O quizás más bien, como si quisiera desentrañar algo de mi interior con esa mirada intensa. Pero no dijo nada, ni tampoco se quedó a ayudarme a secar los cubiertos, como había imaginado que haría.

               Tanto mejor. Siempre que la tenía cerca pasaban cosas raras.

               Para mi sorpresa, siendo apenas las diez de la noche, se metió en su cuarto. Yo estaba en el living, viendo la televisión. Inesperadamente, me sentí mal. Bueno, no tanto como sentirme mal, sino que me embargó cierta zozobra que ya venía sintiendo desde la cena. Me preguntaba qué carajos le pasaba a Nadia. Era cierto que ella me había recalcado muchas veces que sentía una enorme confianza en mí, que me consideraba diferente, y que estaba segura de que yo no la lastimaría ni haría nada que no quisiera, y todo eso. Pero si pensaba que con lo de las nalgadas me había pasado de la raya, estaba muy equivocada. Yo solo le había seguido la corriente, y había subido un poco la apuesta, pero nada más. Y ni hablar del hecho de que ella podía haber puesto fin a esa escena en el momento que quisiera.

               Y sin embargo, ese incómodo sentimiento seguía en mi interior.

               Le envié un mensaje, preguntándole si ya había subido el video, y si así era, cómo le estaba yendo con eso. Pero me dejó el visto, y no respondió, cosa que me descolocó.

               Sentí un tipo de irritación que hasta el momento no había sentido. Algo que iba más allá de mis sentimientos iniciales hacia ella, impulsados principalmente por la desconfianza y por su torpeza y excentricidad. En ese momento no terminaba de percatarme de a qué se debía esa irritación, pero ahora me doy cuenta de que lo que me pasaba era que me sentía profundamente indignado. Sí, eso era. Indignación porque consideraba que se estaba produciendo una injusticia conmigo. 

               Así que, sin pensármelo mucho, con la ofuscación de ese momento, fui a hablar con ella.

— Nadia, no estarás molesta por… —dije, pero me interrumpí al verla, y al darme cuenta de que había irrumpido en su habitación de manera brusca.

               Ella me miraba desde la cama, con fastidio.

— ¿Así van a hacer las cosas ahora? —preguntó—. ¿No vas a respetar mi privacidad?

— Es que no me di cuenta. Pasé sin querer. No me lo pensé mucho —me expliqué, aunque sin pedir disculpas, ya que no me parecía para tanto—. Además, no es que sea la primera vez que te vea en ropa interior —agregué, ya que ella estaba sobre la cama, sin cubrirse con las sábanas, solo ataviada con un conjunto de ropa interior blanca.

— Me parece raro que todavía no termines de comprenderme —dijo ella. Se sentó sobre la cama, para luego abrir sus piernas de par en par, en una pose tan innecesaria como insinuante—. No me molesta que me veas así. Lo que me molesta es que entres a mi cuarto sin golpear la puerta. Que no me respetes, eso me molesta.

— Bueno, en realidad, es cierto que no termino de comprenderte. De hecho, por eso estoy acá —dije, resuelto a no dejarme pasar por encima solo porque cometí el error de entrar a su cuarto sin golpear — ¿Estás molesta conmigo?

— No —contestó ella—. Solo algo decepcionada. Pero no me hagas caso. No es tu culpa. Es mía, por tener tantas expectativas puestas en vos.

— De qué carajos estás hablando —exclamé, para luego sentarme a los pies de la cama.

— Nada. De verdad, no me hagas caso.

— Me da la impresión de que te molestó que te nalgueara —dije.

               Era increíble hasta qué punto algunas cosas empezaban a naturalizarse. Si hacía apenas un par de semanas alguien me hubiera dicho que le estaría preguntando a mi propia madrastra si estaba enojada porque yo la había nalgueado, no lo hubiera creído de ninguna manera. Pero en fin, así estaban las cosas.

— ¿Esa impresión te dio? ¿Y qué te hizo pensar eso? —dijo, irónica, cambiando de nuevo a un tono más belicoso—. Ah sí, quizás el hecho de que, en ningún momento te pedí que lo hicieras —respondió—. Es más, vos me habías prometido que jamás me harías nada que no quisiera que me hagas, y que no me lastimarías.

               Al decir esto sonaba realmente indignada. Esperaba que no se pusiera a llorar. No por primera vez temí que fuera una persona bipolar, o algo por el estilo, ya que cambiaba de humor de manera radical, de un momento para otro.

— ¡Pero si vos no me dijiste que parara! —respondí, casi gritando, recordando que cada vez que la palma de mi mano impactaba con sus carnosos glúteos, ella profería unos grititos, pero no decía nada. Es más, cuando todo había terminado, se había quedado con el vestido levantado, y con el culo al aire, y me había preguntado si pensaba hacerle algo más. Pero esto último no iba a mencionarlo. No pensaba enredarme con su locura.

— Ya lo sé —dijo ella, lacónica.

— ¿Entonces?

— Entonces, nada —contestó—. Sólo quiero que me jures que si volvemos a hacer algo parecido, vas a respetar lo que hayamos acordado previamente.

— Está bien. Pero en realidad creo que lo mejor es que no se vuelva a repetir eso. Y mucho menos esa escena que armaste para Juan.

— Okey, lo de Juan fue una estupidez, lo reconozco —admitió ella—. Pero me alegro de que haya pasado un mal momento. Es más, hasta me escribió.

— ¿Y qué te puso? —quise saber.

— Ni idea, ni siquiera lo leí —dijo, soltando una risita de nena traviesa—. Pero lo otro…

— Por lo otro te referís a lo de los videos, me imagino.

— Sí, eso. Bueno… Creo que hacemos un buen equipo.

— No me jodas.

— Es por eso que es muy importante que pueda confiar en vos —siguió diciendo, haciendo oídos sordos a mi comentario—. Que entiendas que es solo un juego, para que se divierta el público.

— Para que se divierta y se pajee querrás decir.

— Bueno. Sí. Eso.

— No puedo prometerte nada. No sé si voy a tener ganas de hacerlo de nuevo. No me gustan estas escenas.

— Está bien, pero en ese caso, más te vale que vayas buscando un trabajo. Yo no voy a mantener este departamento sola durante mucho tiempo. Y no lo digo porque no quiera hacerlo, ya que en todo caso sé que en el futuro, cuando vendamos el departamento, me vas a devolver los gastos. Pero el tema es que el contenido que subo normalmente, si bien tiene bastante éxito, no es tanto en comparación a lo que generan este tipo de videos.

— Entonces ¿ya lo subiste?

— Sí, está siendo furor.

— Okey, me lo voy a pensar —dije, poniéndome de pie, para dirigirme a la salida. Pero en el umbral me detuve—. Perdón por lo de las nalgadas —agregué.

               Volví a mi cuarto, convencido de que mi madrastra me estaba contagiando su locura. Ahí estaba yo, sopesando nuevamente la posibilidad de colaborar activamente con su trabajo.

……………………………………………………………………………………….

— Hay mucha gente —dije, preocupado.

               Estábamos en el supermercado. Si bien se suponía que sólo podía ingresar una sola persona por grupo familiar, mi madrastra y yo habíamos hecho de cuenta que íbamos separados, por lo que no tuvimos ningún inconveniente.

               Era el día seis de cuarentena. En Ramos Mejía se había cortado el suministro de energía eléctrica a lo largo de una zona muy amplia, y nuestro edificio se había visto afectado. El ruido de los grupos electrógenos que habían encendido en los locales, para poder continuar trabajando, era muy molesto. Pero salir fuera de ese departamento en el que últimamente vivíamos encerrados me hacía bien. Además, durante el día no estuve del mejor humor. Había recibido un mensaje de la universidad a la que pertenecía en donde explicaban que, durante las primeras semanas, las clases serían de manera virtual. Y encima ni siquiera se aclaraba cuándo se reanudaría la presencialidad. Cada vez había más indicios de que todo lo relacionado con la pandemia deba para largo, y mientras más se alargaba el confinamiento, más lejos quedaba la posibilidad de vivir solo, ya alejado de esa bizarra etapa de mi vida, mezcla de película holiwoodense postapocalíptica y de manhwa erótico.

— Veamos en el otro pasillo —dijo Nadia, sin molestarse en seguir haciendo de cuenta que éramos dos desconocidos.

               Yo iba caminando detrás de ella, quien llevaba el carrito de compras, sin dejar de pensar en lo fácil que le resultaba arrastrarme a sus locuras cada vez que quería. En ese momento usaba una falda floreada. Una prenda muy inusual en ella, que siempre se decantaba por shorts o calzas. Arriba lucía un top verde. Tanto los empleados como los otros clientes se quedaban idiotizados cuando notaban los pezones marcados en la tela, y luego la seguían con la mirada, sin importarles en lo más mínimo si yo era su pareja o no, y no dejaban de deleitarse con su orto hasta que ella se perdía de su vista.

               Más de una vez me vi tentado a decirles que se trataba de una chica que vendía contenido erótico en internet. Muchos se alegrarían al saber que podrían verla con lencería erótica, o incluso desnuda si la apoyaban con unos dólares, cosa que además me beneficiaría. Pero ella no quería que en el barrio la conocieran por su trabajo. Una tontería, según pensaba yo. Si bien sólo una minoría de sus fans eran de Argentina, y parecía improbable que la reconocieran por la calle, el número de seguidores iba aumentando constantemente, por lo que sólo era cuestión de tiempo para que en el barrio —y en el edificio—, se inventaran todo tipo de cosas debido al peculiar oficio que llevaba.

— Mierda. Vamos al de al lado —dijo Nadia, cuando vio que en el pasillo en el que nos habíamos metido también había muchos clientes—. Y eso que elegí un horario en el que no suele salir mucha gente —agregó después.

               En efecto, era la hora de la siesta, y las calles parecían casi desiertas. Pero por lo visto no éramos los únicos que habíamos elegido ese horario para ir al supermercado.  

— Quizás sea mejor allá —dije, señalando la otra parte del local, donde estaba el sector de los vinos. Parecía que no había nadie en ese momento. Además, era el último pasillo, por lo que a un costado sólo tenía una pared.

— Estás nervioso ¿No? —preguntó, aunque era evidente que ya conocía la respuesta.

— Para nada —contesté, mintiendo.

— Si me lo preguntás, me parece una tontería lo que voy a hacer. Pero a veces hay que ensuciarse las manos.

 — Todo sea por el vil metal —respondí.

               Saqué el celular de mi bolsillo, y seguí a Nadia, que iba arrastrando el carrito y poniendo algunas cosas en él. Pero, aunque se esmerase por parecer normal, no se asemejaba a ninguna ama de casa que conocía. Se había puesto tacones altos, y meneaba las caderas de una forma exagerada, una forma que solo a las mujeres como ella no les sentaría ridículo, pues era una de las tantas maneras que tenían de derrochar su sensualidad, cosa que siempre dejaba felices a los hombres, y admiradas a las mujeres.

               A cada paso que daba, la pierna que quedaba atrás permanecía rígida, de manera tal que el glúteo sobresalía, como si se inflara dentro de la pollera. Si la visión se concentraba en esas dos nalgas, como lo hacía cada tipo que se la cruzaba, resultaba un movimiento hipnótico, casi mecánico, en donde una nalga se contraía para dar paso a la otra, una y otra vez. Mis amigos podrían estar un día entero viendo caminar a Nadia, y serían felices sólo con eso.  

               Ahí estaba yo, metido de nuevo en una de sus locuras. Y es que si bien su argumento era simple, no dejaba de ser certero. Debíamos hacer todo lo que podíamos para generar la mayor cantidad de ingresos posible. La cosa estaba difícil en el país. Yo había enviado decenas de currículums, y ni uno solo había sido respondido, y los gastos del departamento no eran insignificantes, ni mucho menos.

               Nos acercamos al sector de los vinos. Mis manos estaban transpiradas. Esperaba que no se resbalara el celular justo cuando debía utilizarlo. Debía hacer todo en el primer intento, no quería tener que repetir esa bochornosa tarea de nuevo.

Nadia dio vuelta a mirarme.

— Ahora —dijo.

               Encendí la cámara de video. Ahora mi madrastra aparecía en escena. Agarraba una botella de vino y la metía en el carrito. Después giró hacía mí. Su rostro estaba cubierto, pero me di cuenta, por la expresión de sus ojos, que se le había formado esa sonrisa de nena traviesa que yo ya conocía. Ese era el momento en que lo haría.

               Miré a todas partes, a ver si no aparecía alguien. Se escuchaban algunas voces muy cercanas, pero nadie a la vista. Habrían de estar en otros sectores, comprando otras cosas que no tenían nada que ver con el alcohol.

               Entonces Nadia se detuvo. Se apoyó en al carrito. Inclinó su cuerpo hacia adelante. Procedí a enfocar su trasero, que por el momento había cesado de hacer ese hipnótico movimiento. La pollera floreada era tan ceñida que, si se la miraba bien, permitía adivinar la forma de la tanga que llevaba abajo, la cual quedaba en relieve. Como era de esperarse, era diminuta, con las tiras finísimas.

Y entonces, así como yo lo había hecho el día anterior, esta vez ella misma se levantó la pollera, lentamente, hasta dejar su culo al aire, cubierto apenas por una tanguita roja, que la cubría tanto como una mano puede tapar el sol. Miró a cámara de nuevo. Así es, la loca de mi madrastra estaba en culo en medio del supermercado. Caminó unos pasos, y esta vez el sugestivo movimiento de su duro trasero era realizado casi al desnudo.

Luego se bajó la pollera y siguió caminado como si no hubiera pasado nada.

               Miré a todas partes, con temor a que hubiera alguien agazapado en algún lugar, y hubiera visto todo lo que habíamos hecho. Sería una absoluta vergüenza que nos echaran de ahí por exhibicionismo. Pero he de reconocer, que quizás por primera vez en la vida, sentía la adrenalina que genera estar haciendo algo incorrecto, y sobre todo, el miedo a ser atrapado infraganti.

No había nadie, sin embargo, en ese momento me di cuenta del terrible error que había cometido. La vinoteca a simple vista parecía un lugar ideal en cierto sentido, pues estaba en un rincón del supermercado, y no había clientes más que nosotros en ese momento. Pero había omitido un pequeño detalle. En el techo, por encima de los estantes, había colocada una cámara de seguridad, cuya luz roja estaba encendida, y apuntaba directamente al pasillo en el que estábamos nosotros.

               Me puse rojo de la vergüenza. Pero no le dije nada a ella, deseando que simplemente fuera una cámara puesta para persuadir a los ladrones, cosa que había leído que solían hacer ciertos negocios que no contaban con el presupuesto para instalar un sistema de seguridad fiable.

— ¿Salí bien? —preguntó Nadia, estirando la pollera de nuevo, quizás por temor a que no haya quedado prolija, cubriendo todo lo que tenía que cubrir.

— Tan bien como puede salir un culo en cámara —contesté.

— O sea que salí bien.

               Le dije que pasara por caja ella sola, que no quería que nadie nos preguntara que por qué habíamos entrado juntos, si eso no estaba permitido. La vi desde cierta distancia, mientras el cajero la atendía. Lo cierto es que el tipo no se veía raro, y tampoco había un intercambio de miradas entre los otros empleados, algo que de seguro sucedería si la habían descubierto haciendo sus travesuras. Así que, más tranquilo, salí por la misma puerta por la que había entrado.

— Usted es un campeón ¿sabía? —me dijo  el tipo que atendía en la entrada, recibiendo los paquetes que dejaban los clientes antes de ingresar al local. Me hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia arriba. Ahí me di cuenta de que el monitor estaba en una esquina, sobre un estante. Me puse más rojo de lo que estaba, y salí de ese local.

               Así que ese tipo había visto cómo Nadia se levantaba la pollera. Lo bueno era que no me había tirado la bronca por el exhibicionismo. Pero no dudaba de que no tardaría en contarle a sus compañeros lo que había sucedido, y el chisme se esparciría más rápido que el coronavirus.

— ¿Estás bien? —preguntó ella, cuando nos encontramos en la salida, notando mi turbación.

— Había una cámara —reconocí, pues pensé que mientras antes lo hiciera, mejor.

— Qué boludos, no nos fijamos en eso —comentó ella.

— No, no se nos ocurrió lo más obvio.

— ¿Y será que nos vieron? —preguntó, preocupada.

— Al menos ese de allá sí —respondí, señalando al tipo que me acababa de cruzar en la entrada.

               Ella lo observó, a través de la pared de vidrio. El tipo la saludó con la mano.

— Qué pajero —dijo—. Ahora va a pensar que por haberme visto el culo tiene derecho a hacerse el vivo conmigo.

— Si se llega a propasar con vos, decímelo —dije, mientras empezábamos a alejarnos.

— No necesito un caballero con armadura que me defienda, enfrentándose en duelo a quienes me agreden — respondió ella.

— No me voy a batir a duelo con nadie, solo digo que… —dije, sin poder terminar de hilvanar la idea—. Bueno, en esta estamos juntos ¿no?

               Nadia me agarró del brazo, y fuimos caminando juntos los metros que quedaban hasta el edificio.

— Sí, tenés razón. Igual no pienso ir a ese supermercado por un buen tiempo, para evitar momentos incómodos. Ya de por sí hay montones de tipos que se creen que porque me visto de determinada forma, los estoy invitando a cogerme. Imaginate lo que debe estar pensando ese chico.

— Bueno, no lo conozco, quizás no sea alguien prejuicioso —dije, aunque no estaba en absoluto convencido de eso.  

— Debe pensar que soy una puta, como todos —dijo, tajante.

— No exageres. No todos piensan así. Estamos en el dos mil veinte ¿sabías? —dije, asombrándome a mí mismo por intentar que no se sintiera paranoica por lo que acaba de pasar.

— En fin, ya no quiero hablar de esto.

               No lo mencionamos, pero ambos estábamos conscientes de que sólo era cuestión de tiempo para que la vida que llevaba en las redes sociales, donde vendía sus fotos en las que salía desnuda, se mezclara con su vida cotidiana. Era algo que ella temía, pero a la vez sabía que tarde o temprano iba a suceder. No faltarían los prejuiciosos y las envidiosas de siempre que no tardarían en señalarla con el dedo.

               Como el edificio continuaba sin electricidad, tuvimos que subir los once pisos por escalera. A mi madrastra no le costó nada hacerlo. En la cartera llevaba unas sandalias que se colocó luego de quitarse los zapatos. Su pollera le incomodaba un poco subir los escalones, pero si bien era muy ceñida, parecía tener una tela algo elastizada.

Yo me sentí completamente agotado apenas iba por el segundo piso. Quizás ahí debí darme cuenta de que algo no estaba bien: Si bien no era de hacer deportes ni mucho menos de ir al gimnasio, era extremadamente joven, y no tenía sobrepeso, ni ningún problema físico, por lo que la fatiga tendría que haber llegado mucho después.

               Nadia me miraba de reojo, mientras yo subía con la respiración agitada. No dijo nada, ni siquiera se burló. Más bien al contrario, parecía preocupada. Iba en todo momento varios escalones por delante, por lo que en todo ese interminable trayecto tuve su orto por encima de mi cabeza. Cuando entramos al departamento, me metí en el cuarto.

               Unos minutos después me envió un mensaje. “¿Estás bien?” decía. Le contesté que sí, que no pasaba nada. Sin embargo seguía inusitadamente agotado, y me dolía la cabeza. Me tomé una aspirina, y me recosté sobre la cama.

               No por primera vez, en medio de esa cuarentena, pensé en papá. Sin embargo, sí era la primera vez que me pregunté cómo es que había conquistado a una mujer como Nadia. Sabía que él tenía mucho éxito con las mujeres. Prueba de ello era la cantidad de novias veinteañeras que había tenido en los últimos años. Pero es que Nadia estaba en otro nivel. Era de esas chicas que son deseadas por todo el mundo, y a su vez, eran pocos los que se atreverían a encararla de manera sincera. Es decir, como ella misma había dicho, muchos hombres le dirían cosas, no sólo por su cuerpo de vedette, sino por la manera sensual en que se vestía. Pero serían muy pocos los que realmente intentarían seducirla. ¿Cómo lo había logrado papá?

               Ella decía tener aversión hacia los tipos que la cosificaban, que la trataban como un mero objeto sexual. Pero también había dicho que a papá le gustaba exhibirla entre sus amigos, que disfrutaba que su mujer se mostrara desnuda en las redes, y hasta fantaseaba con la idea de que alguno de sus amigos descubriera que vendía packs de fotos. Había algo contradictorio en todo eso ¿cierto?

               Lo pensé un rato, y creí encontrar una respuesta. ¿Por qué Nadia se había molestado por las nalgadas que le había dado? Según decía, porque eso no estaba pactado. Pero bien que ella me había pedido que le levantara la pollera y masajeara su orto con fruición. ¿Acaso eso no me daba derecho a darle unos cuantos azotes? Evidentemente, ella no lo consideraba así. Quizás ese era el núcleo de la relación con papá. Él respetaba al pie de la letra los límites que ella le imponía. Sin embargo, ¿Eso no significaba que él era un sumiso? Supuse que a muchos hombres no les importaría ocupar el lugar de sumiso en una relación con una hembra como Nadia.

               Me acaricié la verga. Como era de esperar, ya estaba hinchada. Pensé en la posición en la que me encontraba. ¿Cuántos hombres como yo darían lo que fuera por estar en mi lugar? Mis amigos, sobre todo Edu y Toni, se reían de mí cuando les contaba sobre lo que sucedía con mi madrastra. Y si les contaba lo de los últimos días, me tratarían de demente.

               Pero por otra parte, el hecho de que se trataba de mí era justamente el motivo por el que estaba pasando por esas bizarras situaciones. Y es que dudaba de que Nadia le pidiera a cualquier otro lo que me pedía a mí. Y mucho más improbable me parecía que otro hombre tolerara las cosas que yo toleraba.

               Sí, eso era. Ella confiaba en mí, tal como lo había dicho incansables veces. Sabía que nunca intentaría nada con ella, pues era la mujer de papá. Sabía que yo entendía que si me pedía que la toque, o que le saque fotos desnuda, era una cuestión puramente laboral, o como mucho, artística. Cualquier otro en mi lugar, se hubiera pasado de listo apenas la viera andando por la casa en tanga. Pero yo, salvo haber manifestado alguna incomodidad sobre el asunto, me había comportado con normalidad. Al igual que cuando la ayudé a broncearse… Bueno, en realidad en esa ocasión había tenido una leve erección. Pero como ella misma había dicho, eso era algo normal. Y es que yo no soy de madera, y mi cuerpo reacciona ante determinados estímulos, como le sucedería a cualquier otro.

               Me levanté de la cama, negándome a masturbarme pensando en ella nuevamente. Me sentía más agotado de lo que ya estaba, y mi cuerpo me dolía en todas partes.

               Me fui al baño principal. Quería darme una larga ducha. Eso me haría bien. El agua caliente cayendo en mi cuerpo sería muy confortable. Luego dormiría unas horas y estaría perfecto. Yo rara vez me enfermaba. Papá siempre resaltaba eso, como si fuera un logro mío.

               Me desnudé, y noté, sin asombro alguno, el abundante presemen que había salido de mi verga, y que había manchado mi ropa interior, y se había adherido al vello púbico, haciéndolo brillar en determinadas partes.

               Me metí bajo la ducha. El agua, lejos de aliviarme, pareció cascotear mi cuerpo dolorido. ¿Qué mierda estaba pasando? Sin embargo me quedé bajo el agua, en una actitud masoquista quizás.

               Papá, pensaba, ¿Cómo carajos pudiste conquistar a Nadia?, pero más difícil que conquistarla aún —lo que ya era mucho decir—, ¿Cómo hiciste para mantener una relación estable con alguien como ella?

               Enjaboné mi cuerpo. Agarré mi verga, aún hinchada, y la coloqué bajo el agua que caía en forma de lluvia. Por suerte en esa zona no sentía dolor. Me masajeé con la mano jabonosa. A mi pesar, con solo un par de movimientos, ya se puso dura de nuevo.

               Estaba claro, nunca iba a pasar nada con ella. Además, yo no quería que eso sucediera. Y por si eso no bastaba, era la mujer de papá. Ella sólo me permitía esas cosas porque sabía que yo no me aprovecharía de la situación. ¿Quién en su sano juicio soportaría tener a semejante culo en sus narices, con la autorización de ella misma de estrujarlo, y se limitaría a hacer eso y nada más? Dudaba de que existieran muchos hombres que no intentarían correrle la tanga a un costado y cogerla ahí nomás.

               Pero de nuevo, ninguno de esos hombres llegaría nunca a estar en esa situación, porque mostrarían sus garras tarde o temprano, y ella jamás les confiaría ser los coprotagonistas de sus videos eróticos. Claro, eso debía ser. Yo mismo era el responsable de estar en esa situación. Mi integridad me había colocado ahí.

               Sin embargo, la abstinencia se estaba haciendo demasiado pesada, y la única mujer con quien interactuaba era con ella. Y el encierro seguía prolongándose, y la reputísima  madre que parió al mundo.

               Bajo esa dolorosa ducha, no pude sacarme de la cabeza el perfecto ojete de mi madrastra, moviéndose sensualmente bajo esa falda, o con el vestido levantado, para recibir mis nalgadas. ¿Cómo se había sentido? Duro y suave. Esas dos simples palabras describían perfectamente a una de las situaciones más estimulantes que había experimentado en mi vida.

               Y sin embargo sabía que no podía hacer más que eso. No, no era sólo que no podía, era que no debía. Y tampoco era solo que no podía ni debía, era que no quería.

               No, no quería. No quería cogerme a mi madrastra. Y sin embargo ahí estaba, empezando a masturbarme, con las manos resbaladizas por el jabón, que se frotaban frenéticamente en el tronco. Y el cuerpo me dolía, y sospechaba que había levantado fiebre, pero ahí estaba. Si no descargaba mi lujuria en ese mismo instante, no tardaría en convertirme en un troglodita, igual a esos que siempre detesté, que piensan con la verga en lugar de hacerlo con la cabeza. A mí no podía pasarme eso. ¡Yo tenía principios!

               Y entonces acabé. El semen saltó en línea recta hacia arriba, y cayó sobre mis propios genitales. En la intensidad del goce, había retrocedido un poco, por lo que el agua ya no caía sobre él, así que el líquido viscoso se deslizaba lentamente por mi tronco y mi peluda pelvis.

               Y entonces me percaté de algo terrible. Las pocas energías que me quedaban habían sido absorbidas por el orgasmo. Sentí que el dolor en el cuerpo ahora me atravesaba con mayor intensidad. Mis piernas temblaron, me sentí mareado. Atiné a agarrarme de la cortina del baño, pero fue en vano. Los ganchos que pasaban a través del caño, se fueron soltando uno a uno, debido a mi peso, y entonces caí al suelo, sentado de culo.

— ¡León! ¿Pasó algo? —preguntó Nadia del otro lado de la puerta, ya que había escuchado el escándalo de la cortina.  

               Le dije que no pasaba nada, pero me di cuenta que apenas estaba susurrando. Y entonces sentí que se disponía a abrir la puerta.

— ¡No, no entres! —exclamé, pero la voz salió apenas más fuerte que la primera vez.

               Así que Nadia entró. Por primera vez la vi desencajada. No sólo estaba preocupada, sino asustada.

— ¡¿Qué pasó?! —quiso saber.

— Nada, andate por favor —le dije.

               La cortina había caído del otro lado de la bañera, por lo que me encontraba completamente expuesto. Aunque, desde la distancia en que estaba ella, suponía que la bañera me tapaba mis vergüenzas.

— ¿Pero qué te pasó que te caíste? —preguntó ella, desviando la mirada, al ver que me encontraba sumamente abochornado.

— Desde hace un par de horas que me duele todo el cuerpo —dije.

— A ver, ¿Podés levantarte? —preguntó, aún con la vista desviada.

               Yo me agarré del costado de la bañera, y me ayudé para impulsarme hacia arriba. Pero mi brazo no aguantó el peso, y caí de culo nuevamente.

— A ver, basta de tonterías. No vas a ser el primer hombre que vea desnudo. Y no hace falta recordarte que vos me viste en bolas más de una vez.

               Quise decirle que si la había visto desnuda era porque ella lo había querido. Pero no alcancé a decir nada, pues ya se había acercado.

               Fue entonces cuando se percató de que mi desnudez era lo que menos me avergonzaba. Parecía que le costaba sacar la vista de mis genitales, manchados con mi propio semen, el cual, para colmo, era increíblemente abundante.

— Ah —dijo.

— Yo me arreglo —dije, intentando ponerme de pie.

— A veces es mejor dejar el orgullo de lado —contestó—. No seas tonto, y quedate ahí donde estás.

               Para mi sorpresa —aunque no tanto—, Nadia se quitó el top que cubría su torso, y luego hizo lo mismo con su pollera floreada, para colgar las prendas en un gancho. Quedó sólo con el conjunto rojo, cuya tanga ya había tenido el gusto de ver en el supermercado.

               Y entonces se metió en la bañera conmigo.

— ¿Qué hacés? —pregunté, ahora poniéndome de pie a duras penas.

— Dejá de hacer esfuerzos innecesarios. Cuando termine, te ayudo a ir a tu cuarto.

               Cuando termines ¿con qué? Quise preguntar, pero cuando vi que mi madrastra me daba la espalda para sacar la regadera de donde estaba, me di cuenta de lo que pretendía.

— No te preocupes, le pudo haber pasado a cualquiera —aseguró.  

               Salió de la bañera, aun sosteniendo en su mano la ducha. Su cuerpo y parte de su ropa interior estaban mojados, supuse que por eso se había quitado la ropa, para no mojarla. Ahora apuntaba el chorro de agua a mi entrepierna. El líquido empezaba a limpiar el semen que había quedado en mi verga y en mi pelvis, y ahora se deslizaba por la bañera, e iba a parar al desagüe.

— Enjuagate un poco. Eso no lo puedo hacer por vos —dijo mi madrastra, intentando sonar graciosa, aunque lo único que logró es que me sintiera más ridículo de lo que ya me sentía.    

               Me enjaboné, y luego enjuagué mi miembro viril. Al hacerlo, no pude evitar que se hinchara levemente otra vez. Nadia ahora miraba a otra parte. Pero eso no cambiaba nada, ya me había visto en el peor momento posible.

— Listo —dije.

               Agarró una toalla, me envolvió con ella, y me ayudó a secarme. Cuando terminamos de hacerlo, agarró la toalla, y la colgó, dejándome nuevamente desnudo frente a sus narices. Me indicó que me apoyara en su hombro al salir de la bañera. Así lo hice, lentamente, sintiendo mi cuerpo terriblemente dolorido a cada movimiento que hacía.

— Secate bien ahí —dijo Nadia, señalando con la cabeza mi entrepierna, cuando ya me encontraba frente al espejo. Me entregó la misma toalla que había usado. Tanto mi cabello, como mis testículos, que tenían abundante vello pubiano, estaban todavía mojados. Así que froté intensamente ahí, para terminar con esa penosa tarea de una vez.

               Nadia me envolvió ahora con otra toalla seca, y me ayudó a ir a mi cuarto.

— Debe ser solo una gripe —alcancé a decir, mientras entraba a la habitación—. Estos cambios de temperatura me habrán hecho mal —agregué, recordando que las últimas semanas el clima no terminaba de decidirse por tener temperaturas otoñales o veraniegas.

— Una gripesiña, como dice el pelotudo de Bolsonaro —dijo Nadia, riendo—. Nosotros sabemos muy bien qué es lo que tenés —agregó después, más seria.

— Pero entonces, tenés que alejarte de mí. Si no, te voy a contagiar.

— Yo ya estoy contagiada, tontito —respondió ella. Hizo a un lado las sábanas. — Dale, metete en la cama. Te voy a ayudar a vestirte. Tenés que estar bien abrigado.

— No, si ya me arreglo solo —dije yo.

               Nadia tironeó de la toalla, hasta que me despojó de ella, dejándome en pelotas otra vez.

— Metete en la cama —dijo.

               Le hice caso. Me subí a la cama, no sin esfuerzo, mientras ella buscaba una remera, ropa interior, y un pantalón de jogging que yo usaba como pijama.

— Eso… eso fue por Érica —aclaré, refiriéndome a la eyaculación que mi madrastra había visto hacía unos minutos.

— Lo entiendo. No tenés que darme ninguna explicación. Masturbate todo lo que quieras, siempre y cuando dejes el baño limpio.

               Me colocó el bóxer hasta las rodillas, pero yo hice el último esfuerzo para subirlo hasta la cintura, y que por fin me cubriera mi verga, que para colmo, ya parecía querer despertarse en cualquier momento. Luego hizo lo propio con el pantalón y la remera.

— No te preocupes. Yo te voy a cuidar —comentó después, para luego darme un beso en la frente.

               Nadia, semidesnuda, salió de mi habitación, y me dejó solo.

— Y yo voy a cuidarte a vos —quise decir, pero apenas pude murmurar algo cuando ella ya cerraba la puerta a su espalda.

 

Capítulo 8

 

               No había imaginado que el encierro de esa primera semana de cuarentena podía hacerse más denso de lo que ya era. Creo que en mi ingenuidad, había pensado que con cuidarme como me cuidaba, bastaría para no contraer ese maldito virus. Pero obviamente me equivoqué.

               A primera hora de la mañana, Nadia había llamado al ciento siete. La operadora le pidió que le dijera los síntomas, y le informó que durante el día enviarían a una ambulancia para hacerme el hisopado, mientras tanto debía mantenerme aislado. Y en caso de que resultara positivo, lo que a todas luces iba a suceder, el encierro se extendería por dos semanas. Ahora ya ni siquiera tendría el alivio de salir a la calle un par de veces al día. Debería conformarme con el balcón, aunque eso, en teoría, tampoco estaba permitido, pues los contagiados debían guardar un estricto reposo.

               En la noche anterior apenas había podido pegar un ojo. El dolor y la fiebre habían empeorado. Además, apenas podía hablar. El sentido del gusto no lo había perdido, aunque no percibía los sabores con la intensidad normal. Todo mi cuerpo estaba hecho una miseria. Parecía que había envejecido veinte años en un solo día.

               Después de que mi madrastra me informara del protocolo, me dejó descansando un par de horas más, hasta que se hizo el mediodía. Entonces llamó a la puerta.

— Mirá lo que había en la entrada —dijo, cuando entró a mi cuarto, para luego dejar un papel sobre mi cama.

— ¿Acaso saliste? ¡Estás loca! —dije, aunque ni siquiera tenía energías para sentirme irritado.

— No seas tonto, sólo salí al pasillo para agarrar la caja con mercaderías que nos dejó tu amigo Joaquín —contestó ella, como si le estuviera hablando a un niño con el que se veía obligada a ser indulgente.

— ¿Joaco vino a dejar cosas? ¿Vos le contaste? —pregunté, extrañado.

— Sí, tus amigos están muy preocupados por vos —respondió ella, para luego desviar la mirada, como si hubiera algún detalle que no quería decirme.  

— Lo que quieren ellos es quedar bien con vos —contesté, con la voz rasposa.

— Bueno, dejalos que queden bien conmigo entonces. Vamos a necesitarlos. ¿Vas a leer ese cartel o no? —insistió.

               Desplegué la hoja que me había entregado, y la leí: “Atención, la pareja de este departamento contrajo coronavirus. En caso de que salgan fuera del departamento, avisar a la administración con urgencia. Mantenerse alejado. Muy peligroso. #quedateencasa”.

— Hijos de puta —dije.

— Y Juan me confirmó que todo el edificio ya sabe que hay un caso positivo —comentó Nadia.

               Eran los primeros momentos de la pandemia, por lo que cada caso que se conocía era una noticia. Pero no me esperaba tanta hostilidad. En todo caso que me reprendieran si rompía con la cuarentena, cosa que obviamente no iba a hacer, pero esto del cartel era cosa de alcahuetes y fascistas. Suponía que era demasiado esperar que nos ayuden con las compras de la casa, pero esto era demasiado. ¿Y qué mierda era eso de que nosotros éramos pareja? Estaba claro que, quien había puesto el cartel, tenía mucha mala leche. Todo el mundo sabía que Nadia era la pareja de mi difunto padre, así que no tenían por qué afirmar cosas como esas. Salvo que…

— ¿No habrá sido el propio Juan el que puso el cartel? —pregunté, recordando que nos había visto por la cámara de seguridad, mientras nosotros fingíamos besarnos y tocarnos en el ascensor.

— Eso fue lo primero que pensé. Pero no estoy segura. Más bien pareciera que quiere aprovechar la oportunidad para congraciarse conmigo. Hasta me ofreció hacer compras por nosotros en caso de que lo necesitemos. Me preguntó que como estaba, si a mí no me había agarrado fiebre, y esas cosas.

— Lo que quiere ese tipo es cogerte —respondí.

— Dejalo, que quiera lo que tenga ganas de querer.

— ¿Lo hicieron alguna vez? ¿Te lo cogiste? —pregunté. Si bien recordaba que en su momento me lo había negado, y había tratado a Juan casi como un acosador, el hecho de que ahora haya hablado con él con tanta confianza me daba mala espina.

— ¿A qué viene esa pregunta? —dijo ella, poniéndose seria.

— Es solo una pregunta…

— Una pregunta que no pienso contestar —dijo, tajante.

— Entonces lo hicieron —concluí.

— A veces sos muy básico —respondió ella ofendida, y se fue de la habitación dando un portazo.

               Traté de pasar ese primer día con covid lo mejor que pude. Pero fue difícil. Nadia se comportó de manera osca desde que le hice esa pregunta. Me llevaba la comida a la cama, y me preguntaba si necesitaba algo, pero nada más. Así que ni siquiera podía contar con sus ideas locas para pasar el rato. Traté de leer algún libro, pero el dolor no me permitía concentrarme, y aunque lo lograra, ni siquiera podía con el peso de un libro por mucho tiempo. A la tarde vinieron a hisoparme dos médicos que parecían más bien astronautas, todo vestidos de blanco, con una mascarilla de un duro plástico transparente cubriéndoles los rostros. Me dijeron que en cuarenta y ocho horas me llamarían para darme el resultado. Después llamaron mis amigos.

— ¿Qué pasa Leoncio? Se supone que a la gente joven no le afecta tanto el virus. Ya sabíamos que eras un abuelo —bromeó Edu.

— Abuelo tu hermana —contesté.

— Bueno, no nos riamos de León, que tiene a la mejor enfermera con él —dijo Joaquín.

— Lo que daría por estar enfermo y que esa hembra me cuide y me haga mimos —dijo Toni, y después, recordando algo, agregó—. ¿Ya viste el video donde a tu madrastra le dan unas buenas nalgadas? Está increíble.

               Vi que Joaquín abrió bien grande los ojos. Quizás notó algo inusual en mi expresión y de esa manera dedujo que era yo el del video. Pero los otros dos jamás supondrían eso. Edu porque siempre me estaba subestimando, y creí conocerme mejor que nadie, y Toni porque era un poco lento. En todo caso, ya habría tiempo de contarles aquella anécdota.

               Trataron de levantarme el ánimo con chistes tontos, pero sólo lograron ponerme de peor humor. Corté la videollamada, y luego no atendí cuando volvieron a llamarme. A la noche no tuve apetito, así que le mandé un mensaje a Nadia avisándole que no se molestara en llevarme nada.

               Era todo realmente frustrante. Pero, cerca de la medianoche, cuando me di cuenta de que no iba a poder conciliar el sueño pronto, me percaté de que no sólo mi salud era lo que me deprimía. La idea de que Nadia hubiera estado con Juan no se me salía de la cabeza, mucho menos después de esa respuesta que me había dado. ¿Qué le costaba responderme? Ahora la imagen que tenía de ella en un primer momento, resurgía. Volvía a verla como una mujer con secretos, mentirosa, taimada y traicionera.

               Todo eso me entristeció más de lo que había imaginado. Justamente en los últimos días había logrado que bajara la guardia. Nos estábamos llevando bien, y en cierto sentido teníamos más intimidad que la que jamás tuve con nadie. Pero debía dejar de pensar en eso. En algunas semanas, cuando todo terminara, pondríamos el departamento en venta, y cada uno haría su vida. De hecho, apenas consiguiera un trabajo propio, alquilaría un lugar sólo para mí. No veía la hora de que esa bizarra forma de vivir que teníamos quedara en el pasado. En algunos años recordaría esta época con Joaco y los demás, y nos descostillaríamos de la risa mientras repasáramos las situaciones más estrafalarias que había atravesado con mi madrastra.

               A eso de la una de la madrugada recibí un mensaje de Nadia. ¿Pudiste dormir?, decía. Dejé el celular a un lado, y no le respondí, de manera que creyera que ya estaba dormido. Lo había visto desde el sector de notificaciones, así que ella no sabría que lo había leído. ¿Ahora se venía a preocupar por mí? Que se joda, pensé, más molesto de lo que me había percatado que estaba. Aunque por otra parte, ese mensaje hizo más difícil que me la pudiera sacar de la cabeza. de repente recordé aquella noche en la que pensaba salir de casa. Me había dicho que iba a ver a una amiga, pero… ¿A quién se cogía Nadia? Una mujer como ella no podía estar sin alguien que la complazca. Y ya había pasado una semana en confinamiento, y ahora debería pasar otras tantas en una reclusión mucho más estricta, pues era obvio que también estaba contagiada. Cuando tuviera el alta, seguramente tendría la necesidad de satisfacer sus necesidades carnales, y poco podría hacer al respecto.

               Quince minutos después de haber recibido su mensaje, escuché el toque de la puerta. Tampoco respondí a eso. Mi orgullo es probablemente mi mayor defecto, y en ese momento Salió a relucir acompañado de la terquedad. Pero, de todas formas, Nadia abrió la puerta y encendió la luz de todas formas.

— Vine a ver si el bebé estaba bien —dijo, adivinando mi postura infantil. 

               Abrí los ojos. Ella estaba en el umbral de la puerta. Llevaba puesto un pijama de satén de dos piezas, con bretel. La pieza de abajo era un pequeño short con encaje, y tenía un moñito en el medio de la cintura.

— Estoy bien, gracias —respondí, lacónico.

               Se acercó a la cama, y luego se subió en ella, recostándose a mi lado.

— Quiero dormir —dije, intuyendo que haría algo que me obligaría a espabilarme.

— Pero no podés hacerlo ¿Eh? —aventuró ella.

— Si me dejás, voy a poder.

               No quería que estuviera ahí, en parte porque me daba un poco de vergüenza, ya que imaginaba que tenía un aspecto lamentable. Y el canasto lleno de pañuelos descartables usados que estaba sobre la mesita de luz no era algo muy estético que digamos.

— No me cogí a Juan —afirmó ella, de repente. Me gustaba que fuera al grano, y que no usara eufemismos como: No me estuve con… no pasó nada con…

— Y por qué no me lo dijiste antes —pregunté.

— Porque pensé que no tenía por qué hacerlo. Pero luego lo medité y pensé que quizás, lo que te impulsaba a querer saberlo era el hecho de que necesitabas tener la certeza de que nunca traicioné a tu papá.

— Y por qué otra cosa iba a preguntártelo.

— No lo sé. A veces pienso en tonterías —dijo ella, sin aclarar en qué consistían esas tonterías.

— Así que nunca estuviste con otro hombre mientras salías con papá. Bueno, tranquilamente podrías estar mintiéndome —dije, no sin esfuerzo, pues la garganta aún me dolía.

— No, supongo que no tenés por qué creerme —respondió ella.

               A través de las sábanas y el cubrecama, sentía cómo mi madrastra se acercaba más a mí, hasta que sus pechos se apoyaron en mi brazo. Ella extendió una mano, y acarició mi cabeza, con una ternura que no sentía hacía bastante tiempo. Incluso con Érica, las caricias y el sexo en general se habían convertido en algo demasiado monótono últimamente. Casi un trámite.    

— ¿Qué hacés? —pregunté.

— ¿No se siente relajante? —dijo ella.

               Ciertamente, se sentía muy bien. En realidad no me estaba masajeando la cabeza, sino que su mano se frotaba en mi cabello, haciendo que el cuero cabelludo se estirase todo lo posible, generando esa sensación tan placentera que sentía ahora.

— Sí —respondí.

— Quedate callado, que en unos minutos vas a dormir como un bebé —prometió ella.

               Haciendo el menor movimiento posible, salió de la cama, para apagar la luz, y después se colocó a mi lado nuevamente, pero esta vez no se recostó sobre el cubrecama, sino que se cubrió con él y con la sábana.

               Sentía el cuerpo de Nadia pegado al mío, como si quisiera darme calor con él. Desde su rodilla, hasta sus senos, cada milímetro de esas partes se apretaban en mí, que estaba boca arriba, con un pañuelo en la mano derecha, pues a cada rato tenía que sonarme la nariz. Y ya ni siquiera nos separaba la ropa de cama. Prosiguió con su masaje. Las uñas se raspaban suavemente en el cabello. Sentí que los vellos de todo mi cuerpo se erizaban.

— ¿Así está bien? —preguntó Nadia, susurrándome al oído.

— Sí —respondí.

— Bueno, ahora no digamos nada —dijo ella—. Vas a ver que enseguida te vas a dormir.

               El aliento de mi madrastra era fresco, como si acabara de lavarse los dientes. También sentía el olor del jabón que usaba para ducharse, y que siempre quedaba impregnado en su piel. Esa piel suave que ahora se frotaba conmigo. Por esa vez deseé que vistiera sólo la ropa interior, así podría sentir la suavidad de su cuerpo no sólo a través de su pierna, como la sentía en ese momento.

— Estás caliente —murmuró.

               Quedé petrificado. ¿Acaso tenía una erección? No, no era el caso. Como era de esperar, mi verga comenzaba a hincharse, y sólo sería cuestión de tiempo para que se empinara, pero por el momento no estaba dura. ¿Acaso escuché mal? Después de todo, estaba a punto de dormirme. Nadia estaba de costado, sus tetas apoyadas en mi brazo, su ombligo un poco arriba de mi cadera, y su pierna izquierda flexionada, como abrazándome con ella. Si la levantara un poco, podría hacer contacto con mi verga. Pero no era el caso. No estaba rozando mi verga, y de todas formas, esta no estaba rígida.

— Estás caliente. Todo el cuerpo caliente. Pobrecito —dijo.

               Ahora lo entendí. Se refería a la fiebre que había elevado mi temperatura corporal. Me sentí aliviado de nuevo. Con ella era todo así, de repente parecía estar en una montaña rusa, pero de manera brusca la cosa se clamaba.

— Ya estaré mejor mañana —dije, optimista.

               Nadia me frotó con más intensidad el cabello, ahora con la palma de la mano en lugar de con los dedos, para luego volver a realizar el masaje original.

— Shhhh —dijo, a pesar de que había sido ella misma la que había roto el silencio.

               Ahora metió su  otra mano por adentro de mi remera, cosa que me tomó desprevenido. Algo me decía que en cualquier momento podía estar de nuevo viajando en esa montaña rusa que era mi madrastra. Los dedos reptaron hacia arriba, con una lentitud calculada. Las uñas rasparon la piel, pero con la intensidad apenas necesaria como para dejar algunas marcas, casi invisibles en ella. Finalmente llegaron al pecho, en donde mi madrastra comenzó a hacer movimientos circulares en el centro, ahí donde tenía una modesta mata de vello. Esto, sumado al relajante masaje de cabeza, me hizo sentir en el paraíso, aunque no dejaba de ser polémica la forma en que Nadia había metido mano.

               Sentí, con mucho alivio, que me estaba quedando dormido. Aunque ella lo había dicho en broma, me sentía como un bebé que estaba siendo arrullado para que se durmiera. Me dejé llevar por el placer que me producían sus hábiles, o más bien expertas, manos. Cerré los ojos.

Menos mal, pensaba, mientras me sumía en el sueño, que esperaba que fuera profundo. Menos mal que me estoy durmiendo ahora, porque unos minutos más con mi madrastra tocándome así, y ya sabía lo que iba a generar en mi cuerpo. Y es que en aquel masaje había algo maternal, a la vez que había algo pervertido.

Finalmente parecí desconectarme de todo.

               Me dio la impresión de que habían pasado horas, pero cuando abrí los ojos de nuevo, encontrándome con la absoluta oscuridad de la habitación, y la carencia de los rayos de sol que solían filtrarse, dejando en evidencia que aún era de noche, me di cuenta de que, como mucho, había pasado una hora. Pero ese no era el problema. El problema era que Nadia seguía encima de mí. Su mano izquierda metida dentro de mi remera, sus tetas apretándose en mi hombro, y su pierna flexionada incluso más cerca de mi verga de lo que había estado.

               Había imaginado que abandonaría mi alcoba una vez que estuviera segura de haber conseguido que me durmiera. Y probablemente ese era su idea, pero la tonta se había quedado dormida a mi lado. También noté, apesadumbrado, que aquello que pude evitar mientras estuve despierto, no logré controlar en el mundo onírico: Tenía una tremenda erección, de esas que se suelen tener a primera hora de la mañana, y que son muy difícil de hacer que se bajen.

— La reputísima madre que me re mil parió —dije en medio de la oscuridad.

               Nadia largaba el aire de su nariz en mi cuello. Supuse que había sido eso lo que me había despertado, pues me generaba cosquillas. Pensé en despertarla, y decirle que ya se podía ir a su habitación. Pero eso sería grosero, teniendo en cuenta que ella había ido a hacer las paces después de que yo la había tratado de traicionera. Además, si se despertaba, era muy probable que hiciera un movimiento y notara mi potente erección. No sería la primera vez que lo haría, pero que lo hiciera a través del tacto, se me antojaba algo muy violento.

               Así que lo primero que debía lograr era hacer que la rigidez de mi verga desapareciera. Pero pasó un minuto, dos, cinco, y seguía tan dura como una piedra. Incluso parecía endurecerse más cada vez que mi mente le daba la orden de ablandarse. Como si una corriente de sangre fluyera con fuerza y le hiciera dar un salto a mi miembro.

               Era realmente una situación incómoda. El cuerpo de mi madrastra y el mío estaban como enredados. Parecía un solo cuerpo. En medio de la oscuridad no podría diferenciarse dónde terminaba Nadia y dónde comenzaba yo.

               Lo ideal hubiese sido que ella misma se despertara. Pero de nuevo, mi verga excitada quedaría expuesta ante cualquier movimiento. Intenté librarme de la pierna que estaba encima de las mías, la cual representaba la mayor dificultad para separarme de ella. Pero esto resultó ser un fatal error, porque cuando lo hice, se aferró más a mí, ahora apretándome con fuerza de tenaza, y para colmo, su pierna se flexionó más, y su rodilla quedó a centímetros de descubrir mi calentura.

               Y entonces se me ocurrió algo que, para una mente que en ese momento no estaba funcionando al cien por ciento —tanto por la enfermedad que padecía como por lo inusual de la situación—, pareció ser una buena idea. Después de todo, sí había una manera de que la erección menguase.

               Llevé mi mano hasta la altura de la cintura, procurando no tocar la mano de mi madrastra, que ahora reposaba en mi barriga. La metí adentro del pantalón, corrí el elástico de la ropa interior, y entonces mis dedos se encontraron con el glande, hinchado, duro y palpitante. Lo froté con las yemas de mis dedos. Ya había soltado presemen. La parte interna de mi bóxer estaba toda pegoteada. Nadia me respiraba en el cuello, y su pierna estaba encima de mí. Su olor, el tacto de sus tetas, su orto al alcance de mis manos, todo eso contribuía a que estuviera en ese estado. Tenía que terminar con eso de una vez. Tenía que acabar. Mientras yo no la tocara a ella, no estaría cometiendo ningún tipo de traición.

               Pero a pesar de que los dedos frotándose en la pegajosa superficie del glande, resultaban muy estimulantes, me daba cuenta de que podrían pasar unos cuantos minutos hasta que acabara. Minutos en los que Nadia podría despertar y descubrir ya no sólo mi erección, sino que me estaba masturbando mientras ella dormía junto a mí.

               No era justo que me preocupara tanto, ya que todo había sido culpa de ella. Pero también era cierto que sus intenciones eran buenas. Había ido a mi cuarto en plena madrugada, para hacer las paces, y se había preocupado — y ocupado—, porque pudiera dormir.

               Para acelerar el proceso, retiré mi mano de mi verga, y la llevé hasta mis labios, para, acto seguido, llenarla de saliva. Me aseguré de que fuera abundante. Ahora los dedos se deslizarían con mayor facilidad por mi sexo, y además, la sensación sería más intensa. En resumen: acabaría pronto.

               Acerqué mi mano babosa a mi entrepierna, pero antes de que pudiera alcanzar mi verga, Nadia se removió entre sueños. Balbuceó algo incomprensible. Morí de miedo al pensar que se había despertado, pero lo cierto es que estaba hablando entre sueños. Sin embargo, eso no significaba que podía estar más tranquilo, por ahora Nadia se aferraba con mayor fuerza a mí. Su pelvis se frotó en mi cadera.

               Y entonces su mano bajó.

               Sólo descendió unos centímetros, pero que sin embargo fueron más que suficientes como para tirar abajo todo el esfuerzo que estaba haciendo hasta ese momento, pues la mano se detuvo cuando sintió que no podía bajar más, ya que mi dura verga estaba levantada, y le bloqueaba el paso.

               Mientras sucedía esto con su mano, sentí que frotaba cada vez con mayor fruición su pelvis en mi cuerpo. Todo indicaba que yo no era el único que había tenido un sueño húmedo, y más aún, como ya lo había supuesto, no era el único que necesitaba coger con urgencia. Mi madrastra estaba caliente. En sus sueños, alguien se la estaba cogiendo, eso no me cabía dudas. O quizás lo más certero sería decir que era ella la que estaba montando a alguien, pues el frotar de su sexo era tan intenso que parecía que era ella quien llevaba la batuta en aquel sueño lujurioso en la que estaba sumergida en ese momento.

               Me pregunté —y no sería la última vez que lo haría—, si Nadia realmente no estaría  despierta. Pero su respiración —esa respiración sonora típica de cuando estamos dormidos—, era tan natural, que me instó a pensar que estaba dormida de verdad. Quizás esa duda, que se convertiría en una duda muy persistente, se debía más a la fantasía que a otra cosa.

               Parecía que la cosa no podría ir peor, pero lo cierto es que desde que convivía con ella había aprendido a que las cosas siempre podían ser más extrañas de lo que ya eran.

La mano de Nadia, traviesa, ahora se abrió y se apoyó encima del tronco, como para medir su tamaño. Luego se cerró con fuerza en él, como si estuviera acogotando a un animal pequeño.

Tosí, como si quisiera aclarar mi voz, pero no dije nada.

               Ya estaba perdido. Estaba siendo violado por mi madrastra, y no podía hacer nada al respecto. A pesar de que me estaba tocando por encima del pijama, sentía claramente la presión que ejercía en mi verga, y si bien no me frotaba, la intensidad con que me apretaba variaba levemente, como si estuviera estrujando una naranja, tratando de extraerle todo el jugo, lo que generaba que mi sexo se estimulara notablemente.

               En ese momento, sin meditarlo, casi como un acto de inercia, estiré el brazo, y con esa mano con la que había pretendido autocomplacerme hasta acabar, acaricié el pulposo culo de mi madrastra. Era quizás, como una especie de devolución de gentilezas. Ella se había mostrado molesta cuando yo hacía algo que no habíamos acordado que hiciera. Y sin embargo ahí estaba Nadia, apretujando mi verga sin permiso alguno. Así que me sentí con derecho de acariciar ese ojete, cuyo tacto resultaba tan adictivo.

               Luego de unos segundos sucedió lo que era evidente que pasaría. La verga, ya mucho más caliente que el resto de mi cuerpo afiebrado, víctima de esa mano invasora que la palpaba con violencia, y ahora incitada también por la textura de esa suave tela que cubría el terso culo de mi madrastra, soltó tres potentes chorros de pegajoso y caliente semen. No solo había salido con abundancia, sino que la eyaculación fue muy potente, por lo que un poco de mis espermas salieron a la superficie, pasando por alto el elástico de mi bóxer.

               A pesar de que por fin había acabado, mi verga se tomó sus varios segundos para ir deshinchándose y ablandándose. La mano de Nadia, de todas formas, se negaba a liberarla. No obstante, ya dejó de apretarla, quizá debido a que su consistencia había cambiado.

               Agarré un pañuelo descartable y me limpié debajo del ombligo. Después, muy despacio, corrí a un costado la mano de mi madrastra. Ahora ya no tenía la terca fuerza que la poseía hacía unos minutos, por lo que no fue difícil sacarla. Lo que sí resultó más difícil fue correr a un lado su pierna, que todavía me apresaba. Pero como el temor a que notara mi erección ya no existía, la aparté sin preocuparme si se despertaba o no. Ahora lo que urgía era ir a limpiarme, pues a pesar de que ahora toda la leche había quedado dentro del bóxer, era probable que ella pudiera percibir el olor, lo que sería mucho más grave, pues descubriría que me estaba masturbando teniéndola a ella al lado.

               Saqué otra ropa interior del ropero. Fui al baño. Me limpié con papel higiénico, y después me lavé en la piletita. Me cambié de bóxer y volví al cuarto.

               Encendí la luz de mi celular, y apunté a donde estaba Nadia. Seguía durmiendo. No tenía idea de que tuviera un sueño tan profundo. Se veía con una tranquilidad contagiosa. Como si estuviera en paz con el mundo. Además, se veía muy hermosa. No quería molestarla, así que apagué la linterna, y dejé el celular en la mesa de luz, donde estaba el canasto con los pañuelos usados.

               Me metí en la cama de nuevo. La abracé. Ahora sí, dormí como un bebito. A la mañana aún estaba en mi cama.

 


Capítulo 9

 

               Sentí cómo Nadia se separaba de mí. A pesar de que intentaba ser sigilosa, los movimientos del colchón y de la ropa de cama me advirtieron de lo que pasaba. Era raro, pues luego de hacerme aquella paja, había caído en un profundo sueño. Supuse que quizás lo que realmente me había hecho despertar era la ausencia del calor corporal de Nadia. Abrí los ojos. Los rayos del sol ya se filtraban por las pequeñas aberturas de la persiana. La miré. Estaba parada al lado de la cama, bostezaba, y estiraba todo su cuerpo como consecuencia de la fiaca que aún sentía. La espalda se arqueó, los brazos se estiraron, las piernas parecieron tensarse, los pechos avanzaron, sobresaliendo aún más de lo que ya de por sí sobresalían. Hasta en los gestos más cotidianos mi madrastra dejaba relucir su sensualidad.

— Al final me quedé dormida acá —comentó, cuando notó que la estaba mirando—. Igual, por lo visto ni te enteraste —agregó después.

— No, no me di cuenta. Pero está todo bien —respondí, mintiendo.

               Recordé la paja que me había hecho mientras ella dormía, y luego su mano posándose sobre mi verga erecta. La mano de Nadia presionándola, hasta que la eyaculación no pudo ser contenida.

— ¿Te sentís mejor? —preguntó, apoyando la mano en mi frente—. La fiebre casi se te va —comentó.

— Ya me siento mucho mejor —dije—. Aunque todavía algo cansado. Vos no tenés ningún síntoma —afirmé después.   

— No, por lo visto soy una superheroína asintomática —comentó en broma, mostrando los músculos de sus brazos. Luego se marchó. Quizás por primera vez, sentí la soledad de mi habitación.

               Realmente ese sueño había sido reparador. La peor parte de mi enfermedad había quedado atrás después de esa noche de caricias tiernas y de paja furiosa. Pero no fue solo eso lo que hacía de esa noche algo especial, algo diferente a todos los otros días, los cuales ya de por sí eran atípicos.

               Esta era la primera vez que reconocía para mí mismo que Nadia me atraía mucho. Era cierto que las circunstancias me obligaban a verme enredado en situaciones sumamente eróticas, y que cualquier otro tipo que estuviera en mi lugar no soportaría ni la mitad de lo que yo estaba soportando. Pero también era cierto que, por mucho que me pesara admitirlo, no solo estaba acostumbrando a tener a esa mujer moviendo su perfecto culo por toda la casa, sino que disfrutaba de tener ese privilegio. No obstante, este sinceramiento conmigo mismo no hacía más que complicar las cosas, pues no dejaba de ser mi madrastra, y estaba decidido a nunca acostarme con ella. Estos pensamientos me fueron empujando hacia otros, un tanto más molestos e incómodos. Así como repentinamente acepté la atracción hacia Nadia, también surgió un fuerte sentimiento de contrariedad hacia todas las prácticas que llevábamos a cabo. De repente, las excusas que me había dado ella, y las que yo mismo me había inventado, perdían fuerza y no resultaban para nada convincentes. No por primera vez me pregunté qué hubiese pensado si hacía un par de meses —o incluso hacía un par de semanas—, alguien me dijera que me sucederían todas esas cosas con mi propia madrastra. La respuesta, a priori, era obvia: no habría manera de creerlo.

Además, había otra cosa en la que había pensado muchas veces, pero ahora la veía con mucha mayor claridad: Nadia estaba perfectamente consciente de cómo me excitaba cuando la veía media desnuda, o cuando la tocaba, y de lo difícil que me resultaba contener esa excitación y lograr que no se materializara en mi cuerpo. Lo sabía perfectamente, y aun así, jugaba conmigo. ¿Hasta qué punto era necesario que ponga a prueba el hecho de que podía confiar en mí? ¿No lo había demostrado ya de sobra? Cualquier otro se hubiera sobrepasado ya en el primer día, cuando ella necesitaba que le pasara protector solar por todo el cuerpo. Realmente no era necesario que hiciera todas esas cosas que hacía. Lo de cuidarme la noche anterior resultaba entonces una actitud no tan altruista como parecía en un principio.

               No obstante, a pesar de tener este torbellino de nuevos pensamientos y emociones, no pensaba mostrar mi malestar, al menos en principio.

               Al mediodía hice un esfuerzo considerable por levantarme e ir a almorzar al comedor.

— No hacía falta que te levantes, tontito —dijo ella—. Te iba a llevar la comida a la cama.

— Es que ya me estoy sintiendo un inválido ahí adentro —comenté—. Además, ya estoy mucho mejor.

               La verdad era que no estaba ni de lejos en el estado del día anterior, pero así y todo, me faltaba bastante para estar bien. Cuando me levanté de la cama me di cuenta de que ese simple acto requería de un esfuerzo mucho mayor del que había imaginado. Mi cuerpo estaba completamente debilitado. Por suerte la garganta ya no se sentía tan mal, y la congestión había disminuido muchísimo. En la mesa había milanesas con puré mixto.

               Nadia acarició mi cabello, con la misma ternura con la que lo había hecho por la noche. Eso produjo un violento sentimiento contradictorio en mí. Por un lado, esa simple caricia, resultaba sumamente tierna y desinteresada, pero por otro, se agolparon en mi cabeza todas las cavilaciones que había hecho unos momentos antes. Estaba claro que ella no podía albergar verdaderos sentimientos maternales hacía mí. Nadia apenas me llevaba ocho años. Esos eran menos años de los que papá le llevaba a ella. Realmente no correspondía que me mimara de esa manera.

— Y cómo te conquistó el viejo —largué de repente, antes de meterme un pedazo de milanesa en la boca.

               Tal vez lo hice porque quería pensar en otra cosa, pero la verdad es que era una pregunta que me venía haciendo hace tiempo, y que me generaba mucha curiosidad.

— ¿Nunca te lo contó? —preguntó ella a su vez.

— Cuando me contó que salía con vos, di por sentado que eras una más en su larga lista. No lo tomes como algo personal, pero ya sabrás cómo era el viejo —dije, hablando con la boca llena—. Así que la verdad es que nunca me molesté en averiguar sobre su historia de amor. Pero ahora me picó la curiosidad. Y no creas que es porque tengo ganas de escuchar un relato cursi, sino porque de verdad no entiendo, cómo es que…

— ¿Como es que un hombre puede tener algo serio conmigo? —preguntó ella, con la mirada más triste que enojada.

— Bueno, no es que no crea que lo merezcas, pero convengamos en que no cualquier hombre podría tolerar salir con una mujer que debe tener dos mil pretendientes —dije, para luego interrumpirme para tomar un trago de agua—. Pero en realidad lo que más me intriga es saber cómo es que vos elegiste al viejo, habiendo tenido tantas opciones.

               Nadia había esbozado una sonrisa, ahora se mostraba más predispuesta a hablar.

— La cosa es mucho más simple de lo que imaginás —dijo.

— ¿Ah, si?

Las mujeres como yo, al igual que todas las demás, buscamos una sola cosa en los hombres. Una cosa que está por encima de todo lo demás.

— Y cuál es esa cosa —quise saber.

— Que nos amen incondicionalmente —dijo ella—. Y disculpame si es una respuesta cursi para vos. Pero es así la cosa. Yo tenía muchos pretendientes, eso es cierto. Pero los pocos que verdaderamente se animaban a seducirme, no tardaban en mostrarse inseguros o celosos, ya sea porque veían que al estar conmigo la competencia siempre sería dura, o porque se enteraban de mi trabajo, o porque no soportaban ir de la mano con una mujer a la que todo los hombres se daban vuelta a mirar. A Javier en cambio, eso lo traía sin cuidado. Lo único que le importaba era hacerme sentir bien. Tanto así, que cuando le conté lo de mi trabajo, me ayudó con las fotos y los videos. Es cierto que le gustaba pavonearse frente a sus conocidos, usándome como si fuera una especie de trofeo, pero nunca le recriminé eso.

— Claro que no, si vos misma tenés una faceta egocéntrica —opiné—. A vos misma te gusta mostrar tu cuerpo. Exhibirlo, para que todos te miren y te deseen.  

— Cuando tenés razón, tenés razón —admitió ella.

               No hablamos mucho más que eso. Ella, al igual que yo, se veía ensimismada. En mi caso, me preguntaba si sería capaz de mantener una relación con alguien como Nadia. Una pregunta a la que no le encontraba respuesta. Mi madrastra, por su parte, no dejó traslucir qué era aquello que la mantenía sumida en la meditación. Aventuré a pensar que quizás, entre sueños, había sentido mi potente erección, y se había quedado con la duda de si yo me percaté de eso o no. Pero era imposible de saberlo.

               Volví a la cama, para recuperar las fuerzas que me faltaban recuperar. Tenía la esperanza de que al día siguiente ya me sentiría prácticamente normal. Sin embargo, el hecho de que estar acostado, sin tener sueño, me hizo divagar nuevamente sobre los sucesos de la última semana. Realmente parecía que habían pasado, como mínimo, unos cuantos meses. La relación con mi madrastra había pasado de la enemistad unilateral que había impuesto yo, a una extraña complicidad que se hacía más fuerte cada día que pasaba.

               No obstante, no dejaba de sentirme contrariado. Nadia buscaba todo el tiempo generar situaciones eróticas. Siempre lo hacía con la excusa de que era  por su trabajo, pero debía de saber que yo no era de madera. No podía dejar de preguntarme si de verdad no se había percatado de que había estado palpando mi verga erecta. Incluso si en principio estaba dormida, me costaba creer que en algún momento no se despertara, sintiendo tremenda dureza en sus manos.

               Una vez más, me vi derrotado por mis propios instintos, y es que ya me encontraba nuevamente con una potentísima erección. Desde que había cortado con mi exnovia, parecía que me calentaba con mucha facilidad. Pero esta excitación tenía algo muy diferente con respecto a todas las otras veces que tuve mi verga tiesa a causa de mi madrastra. En esta ocasión, mi verga me exigía respuestas. Y sobre todo, me exigía dignidad.

               Me levanté de la cama, con una resolución que hacía mucho no sentía. Hasta ahora había jugado su juego. Había hecho las cosas al pie de la letra a como ella las imponía. Sólo en una ocasión me había animado a tomar la iniciativa. Bien que se merecía esas nalgadas que le había dado. No era más que una caprichosa que necesitaba que de vez en cuando la pusieran en su lugar. Pero eso no bastaba, porque incluso esos azotes terminaban siendo parte de sus juegos. Hasta podría jurar que los había disfrutado. Necesitaba darle una dosis de su propia medicina.

               Sin embargo, si bien mientras salía de mi habitación, pensaba en todo esto, no era ni el enojo ni la indignación lo que me instaban a ir por Nadia. En esta ocasión lo único que me impulsaba a actuar, era una profunda necesidad de saber la verdad.

               No la encontré, ni en el living ni en la cocina. Me dispuse a ir a su cuarto, cuando escuché que la ducha estaba funcionando.

               Entré sin avisar.

— León ¿sos vos? —preguntó ella.

— Y quién más iba a ser —dije yo, corriendo la cortina, para encontrarme con mi madrastra, como dios —o el diablo—, la trajo al mundo.

— ¿Qué hacés? No quiero que me veas así ahora —dijo ella, totalmente empapada, y totalmente en pelotas. Se cubrió las tetas con las manos, pero luego pareció recordar que su entrepierna también estaba desnuda, por lo que cerró los muslos, escondiendo así sus labios vaginales, aunque no logró cubrir su pelvis, que ahora tenía una mata de vello castaño.

— Pero si vos hasta me ayudaste a bañarme —dije yo, recordando el semen que patéticamente se perdía por la rejilla, mientras ella apuntaba el chorro de agua a mi verga fláccida.

— Eso fue diferente. Vos necesitabas ayuda —respondió ella, sin dejar de cubrirse, aunque de a poco parecía menos escandalizada.  

— Pero si yo también vine a ayudarte —dije—. Estuve pensando que un video duchándote causaría sensación entre tus seguidores. No tenés ninguno así ¿cierto?

— Puede ser que tengas razón, pero ya hablamos de esto. No me gusta que me impongas cosas que no tengo ganas de hacer. Quizás en otro momento…

— Pero si vos ayer te metiste en mi cama incluso cuando te dije que quería dormir —retruqué yo—. El respeto debería ser mutuo. ¿No?

— Es que creí que… —dijo ella, interrumpiéndose. Cerró la llave del agua—. Creí que te iba a hacer bien. Y de hecho, así fue. Por eso lo hice. Seguí mis instintos. Tuve buenas intenciones. Así que…

— Y yo creo que te va a beneficiar hacer un video mientras te duchás. Yo confíe en vos, y te dejé dormir en mi habitación. ¿Acaso no podés confiar en mí?

— Sí —dijo, dubitativa—. Pero… No sé. Estás raro.

— Todo esto es raro —afirmé.

— Okey —respondió, sumisa, aunque una sombra de duda nublaba su rostro.  

               Ya se estaba terminando de bañar, por lo que su cuerpo estaba enjuagado, sin rastros de espuma. Abrió la llave de la ducha nuevamente. Un potente chorro de agua en forma de lluvia cayó sobre su escultural figura. Enfoqué con la cámara del celular, manteniendo cierta distancia, para que no le alcance el agua. Ella dio la espalda. En el medio de las pomposas nalgas, la piel se tornaba pálida. Era una línea fina que podría ser cubierta con una de las diminutas tangas que tenía en su guardarropa. Giró para mostrar su rostro, pero sin que su trasero saliera de la escena. Sonrió, aunque yo podía notar la contrariedad que había en su mirada.

               Luego se inclinó, como si estuviera recogiendo algo del suelo. Ahora su monumental ojete avanzaba, a la vez que yo me acercaba para que esos dos cachetes macizos ocuparan toda la pantalla. Me tomé la molestia de hacerlo un poco de perfil, para que el ano no saliera en cámara, pues el material de Nadia solía ser un tanto soft, como si lo pornográfico fuera de mal gusto para ella.

— ¿Ya fue suficiente? —dijo, con cierto temor en su voz.

— Salió muy bien —dije—. Pero se me ocurren un par de cosas más.

               Dejé el celular sobre el borde de la pileta, asegurándome de apoyarlo en un lugar que no estuviera mojado. Me quité el pantalón y la remera, y, ante su mirada de asombro, me metí en la bañera junto a ella.

— ¿Qué vas a hacer? —preguntó, con cierto recelo, sobre todo cuando notó mi evidente erección.

— Date vuelta —dije, ya que se había puesto de nuevo de frente.

               Mi madrastra, algo confundida, me obedeció. Cerré la llave del agua.

— Es mejor que le demos mayor realismo a esto de la ducha —dije.

               Agarré el jabón que había usado ella hacía unos minutos. Me acerqué un poco más a Nadia, y me incliné. Ahora tenía su trasero a centímetros de mi rostro. Verlo de cerca me hacía percatarme con mayor nitidez tanto de su perfecta redondez, como de su firmeza, y sobre todo, de su profundidad.

               Nadia me miraba desde arriba, había girado su torso, con un movimiento de la cintura, no obstante, su trasero continuaba a mi merced. Sentí que mi verga palpitaba, como si la sangre hubiera corrido por ella, durante un instante, en una cantidad impresionante, y a una velocidad de vértigo. Froté el jabón una y otra vez sobre mi mano, haciéndolo girar, produciendo espuma.

— Eso podría hacerlo yo —comentó ella.

— Pero no hace falta. Para eso estoy yo, para ayudarte. Vos me ayudás cada vez que podés. Lo menos que puedo hacer es esto —dije.

               Dejé el jabón a un lado, y llevé mi mano a una de sus carnosas nalgas. Hice movimientos circulares sobre ella. Ahora mi mano sentía nuevamente la dureza de esos glúteos, pero esta vez, el hecho de que la textura fuera tan resbaladiza, hacía que la experiencia fuera diferente a todas las anteriores. El trasero ya había quedado cubierto de espuma, pero aun así, no podía dejar de masajearlo. Se sentía demasiado bien. La dureza y la suavidad en simultáneo, percibidas a través de mi mano enloquecida.

Luego ocurrió un accidente. Como si se tratara de un auto que conducía a toda velocidad sobre un asfalto mojado y se desviaba peligrosamente de la carretera, en el constante masaje que le hacía a esa esfera de carne, mi mano hizo un movimiento más rápido de lo aconsejable, y siguió de largo, cosa que hizo que mis dedos se enterraran en esa increíblemente profunda zanja que tenía en medio de los glúteos. Sin embargo, Nadia ni se inmutó siquiera al sentir las extremidades violadoras, de las cuales con una incluso llegué a sentir el anillo de cuero que anunciaba la localización del ano. Un poquito más de potencia en el movimiento, y el dedo en cuestión se hubiera enterrado en orificio más estrecho y más oscuro de mi madrastra.

Me detuve, sabiendo que si continuaba magreando ese trasero, todo el esfuerzo por contenerme que había hecho hasta el momento, sería tirado a la basura. Me enjuagué la mano en la pileta, y me sequé. Luego agarré el celular y volví a la bañera. Me puse en cuclillas y desde esa posición, le saqué varias fotos al culo  enjabonado de mi madrastra.

— Gracias —dijo ella, con un tono de voz que no dejaba traslucir ninguna emoción—. Con eso va a ser suficiente.

— Arrodillate —dije.

— ¿Ahora qué querés hacer? —preguntó Nadia.

— Arrodillate —repetí.

               No volvió a preguntármelo. Se puso de rodillas, sobre el duro piso, dándome la espalada, asegurándose de levantar el culo un poco, para que saliera en todo su esplendor. Abrí la llave de la ducha, y me alejé un poco.

               Ahora mi madrastra recibía el líquido tibio sobre ese cuerpo perfecto, que le traía tantos beneficios como molestias. Encendí la cámara de video. La espuma que había en su trasero no tardó en enjuagarse, y perderse por la rejilla de desagüe. Nadia giró para mirar a cámara. Lucía una cara provocadora, aunque no era esa provocación descarada que solía mostrar en su contenido. Era un gesto hecho más bien por obligación. No estaba del todo entusiasmada con lo que estaba haciendo, pero seguía al pie de la letra cada cosa que le indicaba, y jugaba muy bien su papel de hembra calientapijas. Había en ella un sometimiento que nunca  creí que vería, y que me instaba a sacar provecho de él.

               Sin embargo, cuando vio que ya pasaron varios minutos y yo seguía grabándola, ella misma tomó la iniciativa de concluir con esa filmación. Cerró la llave, y se dispuso a salir de la ducha. En ese momento, y sin analizarlo mucho, tomé la decisión que probablemente era la más arriesgada hasta ese momento. Evité que saliera, agarrándola de la muñeca.

— ¿Qué te pasa? —preguntó ella—. Me estás asustando.

— Ayer, cuando dormimos juntos… —dije, sin terminar la frase, pero sin soltarla de la muñeca tampoco.

— Ayer qué —dijo ella.

— ¿No te acordás de lo que pasó? —pregunté.

— No pasó nada. Dormimos juntos, como dos adultos que tienen en claro cuál es su relación —respondió ella, haciendo que mis sospechas se intensificaran, pues sentía que me estaba dando una respuesta esquiva, que en verdad no decía mucho.  

— ¿Y cuál mierda es nuestra relación? Porque yo no tengo ni puta idea —dije, exasperado.

— León, me estás lastimando —se quejó ella.

               Disminuí la presión que estaba ejerciendo con mi mano, pero en cambio, la agarré de la cintura y la empujé, hasta ponerla contra la pared. Me acerqué a ella. Sus tetas fueron aplastadas por mi torso, a la vez que le hice sentir la dureza de mi verga.

— ¿Te parece divertido ponerme así todos los días? Evidentemente lo hacés a propósito. ¿Te parece normal?

— No lo hago a propósito —balbuceó ella—. Yo trabajo de esto, y pensé que vos eras diferente. Pensé que podías entenderlo.

— ¡Entender una mierda! Yo no soy fotógrafo, ni artista, ni nada —la presioné más con mi cuerpo—. Anoche me masturbé mientras dormías a mi lado —dije, sin sentir ningún poco de pudor. Supuse que quizás después me arrepentiría de mi brutal sinceridad, pero en ese momento todo me importaba un carajo.

— Hubiese preferido no saberlo —dijo ella.

— ¿Sabés por qué lo hice? —pregunté.

— ¿Por qué, León?

— Porque si no me desahogaba de esa manera, no iba a poder contener las ganas que tenía de cogerte en ese mismo momento.

— Entonces quizás hiciste bien en masturbarte —comentó ella. De repente se sumió en un silencio que, dadas las circunstancias, me pareció muy largo—. Ahora me doy cuenta —dijo al fin—. Te estuve presionando demasiado. A partir de ahora ya no voy a molestarte más. Creo que… creo que necesitaba un aliado, un compañero… Gracias… digo, aunque suene raro, gracias por masturbarte en lugar de aprovecharte de mí. Sos un buen chico, tal como lo había pensado. No debí presionarte tanto. Es que a veces soy tan insegura…

               Viéndolo en retrospectiva, era una situación surreal, y eso que ya había pasado por todo tipo de situaciones raras con ella. Ahora tenía a mi madrastra en pelotas, con su cuerpo húmedo y su cabello chorreando agua, arrinconada por mí, con la verga tiesa clavándose en su ombligo, como si fuera una navaja con la que la amenazaba. Y ella, si bien se mostraba asustada, el sentimiento que parecía imponerse era el de la culpa.

— Tampoco creas que para mí es fácil —siguió diciendo—. Yo también siento cosas. Yo también sufro el encierro y la soledad. Tenemos que poner fin a esto. Es toda mi culpa, lo reconozco. Pero ahora por favor, dejame irme, no hagas algo que luego no pueda perdonarte. No quiero odiarte. Sos el único… sos el único en el que puedo confiar.

               Esas últimas palabras las oí pero no les presté mucha atención. Lo primero que dijo fue lo que más me dio en qué pensar. Para ella tampoco había sido fácil. Nunca había pensado en eso. Nunca se me había ocurrido que mientras yo me mataba a pajas pensando en ella, Nadia podría estar experimentando algo, sino igual, sí parecido.

               Retrocedí un poco, pero sin darle espacio a salir todavía. Y entonces vi algo de lo que me tenía que haber dado cuenta antes. Los pechos de mi madrastra estaban hinchados, y los pezones se habían endurecido, y ahora eran mucho más puntiagudos. Tenían un aspecto notablemente diferente a cuando había corrido la cortina para encontrarme con ella.

               Nadia estaba caliente.

               Extendí la mano, y agarré uno de los pezones con dos dedos. En efecto, se sentían duros y estaban erectos.  Nadia se estremeció. Apoyó su espalda en la pared, ya no instada por la presión de mi cuerpo, sino que parecía que se había rendido. Apreté nuevamente el pezón, y froté los dedos con fuerza en ellos, como si quisiera exprimirlos. De su garganta surgió un sonido que nunca había escuchado de ella: mi madrastra gimió de placer.

— ¿Se siente bien? —le pregunté.

— Sí —respondió ella.

               Había agachado la cabeza, como si sintiera vergüenza de mirarme a la cara. No obstante, ya había dejado de lado su intención de marcharse.

— lo hiciste a propósito ¿no? —pregunté. Ella pareció desconcertada, pero no dijo nada—. Anoche, cuando me tocaste la verga. Estabas despierta ¿No?

— Al principio no. Pero de repente sentí tu… y bueno… —dijo ella, dejando inconclusa la frase. De todas formas, lo que importaba era que me estaba confesando la verdad. La intimidad que teníamos en ese momento, parecía instarla a ser sincera, tal como yo lo había sido con ella.

— Y si te hubiera querido coger ¿Qué hubieras hecho?

— No lo sé. De verdad no lo sé —susurró, como si tuviera miedo de que alguien más la escuchara—. Había pensado en irme corriendo a mi cuarto, pero no lo sé.

               Liberé su pezón, lo que provocó que ella ahora me mirara, como preguntándose qué era lo siguiente que haría. Entonces me bajé la ropa interior, y la tiré al otro lado del baño. Mi verga estaba dura como el hierro, y erguida como mástil. Nadia la miró. Se mordió el labio inferior, en un gesto instintivo. Tenía un abundante vello pubiano. Era como una selva oscura desde donde se erigía un tronco atravesado por venas.  

               Y entonces me alejé de ella. Di unos pasos hacia atrás, hasta el otro extremo de la ducha. Me apoyé en la pared, tal como se encontraba Nadia en ese momento, y empecé a masturbarme. Mi madrastra pareció confundida, aunque por otra parte, no podía sacar la vista de mi verga.

— ¿Pensaste que te iba a coger? —dije, mientras empezaba a masajearme—. Si estás caliente, te la vas a tener que arreglar como yo lo vengo haciendo desde hace rato.

— ¿Qué es esto? ¿Una venganza? —preguntó ella.

— Digamos que quiero que por una vez sientas lo que yo sentí muchas veces.

               Nadia miró hacia la puerta, como si se le hubiera pasado por la cabeza irse de ahí. Pero en el último momento cambió de opinión. Se quedó donde estaba. Su mano, con una lentitud que parecía ensayada, se deslizó por su abdomen, para ir subiendo, hasta llegar a sus pechos. Y entonces empezó a masajear la misma teta a la que yo le estuve estrujando el pezón hacía apenas unos minutos. Mi verga dio un salto al ver esta imagen, ya demasiado estimulante. Estaba claro que ella lo hacía a propósito. Se había molestado por el hecho de que yo decidí no concretar lo que parecía que iba a hacer. Ahora ella pretendía provocarme nuevamente, mostrándome cómo se masturbaba. Quizás creyendo que yo no toleraría ese grado de excitación y finalmente decidera poseerla, cosa que ella aprovecharía para devolverme con la misma moneda, negándose a tener sexo conmigo.

               Pero yo no iba a caer tan fácilmente. Había decido tomar ese camino, y lo seguiría hasta el final. Además, si ya había aguantado durante todo este tiempo, sólo debía hacer un poco más de esfuerzo. Porque era cierto, y ahora no podía dejar de reconocerlo: desde el día uno en el que empecé la convivencia con Nadia, no hice otra cosa que reprimir las ganas que tenía de cogérmela. Lo había logrado hasta tal punto de creerme yo mismo mis propias mentiras.

               Ahora Nadia llevó la otra mano a su entrepierna. Estaba convencido de que iba a hundir sus dedos en su vagina. Sin embargo, se limitó a hacer movimientos circulares en su clítoris, con una intensidad que iba, de a poco, en aumento.

               Vi sus labios abrirse y cerrarse, su pecho inflarse y desinflarse, evidenciando que su respiración se estaba tornando agitada. Su mirada seguía clavada en mi verga, como si la hubiese hipnotizado con ella, la cual estaba roja, ya lista para expulsar la leche de mis testículos.

               Pero no fui yo el primero en alcanzar el éxtasis. Nadia empezó a gemir, cada vez evidenciando un mayor gozo. La había visto muchas veces desnuda, pero era la primera vez que la veía en un acto sexual. Su excitación hacía que se vea incluso más sexy que en circunstancias normales. Sus ojos estaban como embriagados, todos los músculos de su cuerpo parecían haberse tensado. Tiró la cabeza para atrás. Ahora sus gemidos eran menos espaciados unos de otros. Sonaban más salvajes, más violentos. No me caben dudas de que algún vecino podría escucharla, aunque lo cierto es que eso no es algo que haya pensado en ese momento, porque en ese momento lo único que existía era mi madrastra, con la mano en la entrepierna,  alcanzando el clímax, con un orgasmo que pareció enloquecer cada célula de su cuerpo, al punto de hacerla estallar en un escandaloso grito de gozo, que ya no solo podrían escuchar los vecinos de los departamentos más cercanos, para luego caer de rodillas en el piso.

               Se quedó un rato así, mientras yo sentía que mi propio orgasmo ya era inminente. Abrió la llave de la ducha, y dejó caer el agua tibia desde su cintura para abajo. Se limpió su sexo. El agua que corría, y rosaba mis pies antes de ir a parar al desagüe, iba mezclada con los flujos vaginales de Nadia. Fue cuando vi esta imagen que ya no pude —ni quise—, contener la eyaculación. El semen salió con tanta potencia, que un fino chorro alcanzó el trasero de mi madrastra. Ella me miró con fastidio.

— Fue sin querer —dije.

               Entonces dejó caer el agua en su culo. El semen que había impactado ahí, junto con el resto que estaba en el piso, se fue perdiendo de a poco por el desagüe, aunque no desapareció inmediatamente, pues dada su consistencia, no era fácil que se metiera en las hendiduras de la rejilla.

               Me acerqué a Nadia. Agarré el jabón nuevamente, y lo pasé por la nalga que se había manchado con mi semen.

— No hace falta, yo me arreglo sola —dijo ella.

— Pero si ya te acaricié el culo montones de veces. Ahora no nos pongamos tímidos —dije.

               Froté con movimientos circulares ese turgente cachete, hasta que se enjuagó por completo. Luego, sin previo aviso, le di una nalgada.

               Nadia salió de la ducha, y se envolvió con un toallón. Me miró atentamente, aunque no pude dilucidar si esa mirada reflejaba enojo, decepción, satisfacción, miedo, o todas esas sensaciones a la vez.  

               Aproveché para darme una ducha. No pude evitar pensar que, ahora sí, todo se había ido a la mierda.

 

Continuará

 

 

 

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