Capítulo
7
— ¿Y por
qué te sacaste el vestido? —le pregunté a Nadia cuando me senté en la mesa para
cenar.
Ahora mi madrastra vestía un
pantalón de jean y un suéter blanco. Probablemente era la primera vez que la
veía con tanta ropa. Aunque, como sucedía siempre, cualquier prenda que usara
no sólo no bastaba para esconder las sinuosidades de ese cuerpo escandaloso,
sino que las resaltaban más. Ahora sus turgentes tetas se marcaban en la
liviana tela de algodón, y el pantalón azul, de una tela que parecía gruesa y
dura, intensificaba el aire escultural de sus piernas y glúteos.
—
¿Decepcionado? —dijo ella—. Es que, después de que me lo pensé mejor, me
pareció una tontería usar ese vestido acá adentro. Digo… para el video fue
útil, pero ahora ya no tiene sentido.
— Lo que
no tiene sentido es que te cambies de ropa a esta hora de la noche —retruqué
yo.
No obstante, por un extraño
momento sentí una puntada de decepción, por el hecho de que no utilizara
aquella misma prenda que sí usó para que la viera el hombre de seguridad.
— Ey, no
te confundas —respondió ella, visiblemente molesta—. Ya te dije que yo me pongo
la ropa que quiero, y lo hago a la hora que quiera, y de la manera que quiera.
— Okey,
sólo fue una observación —dije.
Nadia estuvo algo callada. Por
momentos me observaba de manera subrepticia. Parecía estar a punto de decirme
algo, pero luego se quedaba en silencio y mantenía la cabeza gacha, mirando el
plato. Me dio la impresión de que estaba resentida conmigo. ¿Sería que lo de
las nalgadas realmente la había molestado? Si era así, se lo merecía. Ella
siempre me andaba presionando para que hiciera cosas raras. Sólo le había dado
una dosis de su propia medicina. No obstante, su mutismo, aunque me pesara
admitirlo, me resultaba inquietante.
Los canelones de jamón y queso
estaban deliciosos. Había hecho la salsa como a mí me gustaba, y había abierto
un vino bastante dulce que, si bien no era el mejor de los que había dejado
papá, no estaba nada mal.
— Dejá, yo
levanto la mesa y lavo los platos —dije.
No era tonto. Debía hacer mi
parte para que ella siguiera haciendo de chef, cosa que se le daba muy bien.
Aunque, pensándolo mejor, ya había colaborado bastante con lo del video. No me
cabían dudas de que sus seguidores se babearían cuando vieran cómo ese ojete
perfecto era azotado hasta quedar colorado. Todos imaginarían ser los dueños de
aquella mano impetuosa que hacía contacto una y otra vez con esa parte del
cuerpo tan anhelada de mi madrastra. Había visto cómo quedó el video. Ella con
el torso apoyado en la mesada, en una actitud sumamente sumisa, largando gritos
mientras recibía las nalgadas, con el vestido levantado hasta la cintura. No
sabía muy bien cómo funcionaba esa plataforma en donde subía sus fotos y
videos, pero seguramente haría sus buenos dólares con eso, y eso sería en parte
gracias a mí, así que nunca podría echarme en cara que yo no colaboraba con los
gastos de la casa.
Nadia entró a la cocina. Dejó sobre
la mesada los cubiertos y los vasos que habían quedado en el comedor, para que
los lavara. Me miró de reojo, una vez más, como si estuviera sopesando algo. O quizás
más bien, como si quisiera desentrañar algo de mi interior con esa mirada
intensa. Pero no dijo nada, ni tampoco se quedó a ayudarme a secar los
cubiertos, como había imaginado que haría.
Tanto mejor. Siempre que la tenía
cerca pasaban cosas raras.
Para mi sorpresa, siendo apenas
las diez de la noche, se metió en su cuarto. Yo estaba en el living, viendo la
televisión. Inesperadamente, me sentí mal. Bueno, no tanto como sentirme mal,
sino que me embargó cierta zozobra que ya venía sintiendo desde la cena. Me
preguntaba qué carajos le pasaba a Nadia. Era cierto que ella me había
recalcado muchas veces que sentía una enorme confianza en mí, que me
consideraba diferente, y que estaba segura de que yo no la lastimaría ni haría
nada que no quisiera, y todo eso. Pero si pensaba que con lo de las nalgadas me
había pasado de la raya, estaba muy equivocada. Yo solo le había seguido la
corriente, y había subido un poco la apuesta, pero nada más. Y ni hablar del
hecho de que ella podía haber puesto fin a esa escena en el momento que
quisiera.
Y sin embargo, ese incómodo
sentimiento seguía en mi interior.
Le envié un mensaje,
preguntándole si ya había subido el video, y si así era, cómo le estaba yendo
con eso. Pero me dejó el visto, y no respondió, cosa que me descolocó.
Sentí un tipo de irritación que
hasta el momento no había sentido. Algo que iba más allá de mis sentimientos
iniciales hacia ella, impulsados principalmente por la desconfianza y por su
torpeza y excentricidad. En ese momento no terminaba de percatarme de a qué se
debía esa irritación, pero ahora me doy cuenta de que lo que me pasaba era que
me sentía profundamente indignado. Sí, eso era. Indignación porque consideraba
que se estaba produciendo una injusticia conmigo.
Así que, sin pensármelo mucho,
con la ofuscación de ese momento, fui a hablar con ella.
— Nadia,
no estarás molesta por… —dije, pero me interrumpí al verla, y al darme cuenta
de que había irrumpido en su habitación de manera brusca.
Ella me miraba desde la cama, con
fastidio.
— ¿Así van
a hacer las cosas ahora? —preguntó—. ¿No vas a respetar mi privacidad?
— Es que
no me di cuenta. Pasé sin querer. No me lo pensé mucho —me expliqué, aunque sin
pedir disculpas, ya que no me parecía para tanto—. Además, no es que sea la
primera vez que te vea en ropa interior —agregué, ya que ella estaba sobre la
cama, sin cubrirse con las sábanas, solo ataviada con un conjunto de ropa
interior blanca.
— Me
parece raro que todavía no termines de comprenderme —dijo ella. Se sentó sobre
la cama, para luego abrir sus piernas de par en par, en una pose tan
innecesaria como insinuante—. No me molesta que me veas así. Lo que me molesta
es que entres a mi cuarto sin golpear la puerta. Que no me respetes, eso me
molesta.
— Bueno,
en realidad, es cierto que no termino de comprenderte. De hecho, por eso estoy
acá —dije, resuelto a no dejarme pasar por encima solo porque cometí el error
de entrar a su cuarto sin golpear — ¿Estás molesta conmigo?
— No
—contestó ella—. Solo algo decepcionada. Pero no me hagas caso. No es tu culpa.
Es mía, por tener tantas expectativas puestas en vos.
— De qué
carajos estás hablando —exclamé, para luego sentarme a los pies de la cama.
— Nada. De
verdad, no me hagas caso.
— Me da la
impresión de que te molestó que te nalgueara —dije.
Era increíble hasta qué punto
algunas cosas empezaban a naturalizarse. Si hacía apenas un par de semanas
alguien me hubiera dicho que le estaría preguntando a mi propia madrastra si estaba
enojada porque yo la había nalgueado, no lo hubiera creído de ninguna manera.
Pero en fin, así estaban las cosas.
— ¿Esa
impresión te dio? ¿Y qué te hizo pensar eso? —dijo, irónica, cambiando de nuevo
a un tono más belicoso—. Ah sí, quizás el hecho de que, en ningún momento te
pedí que lo hicieras —respondió—. Es más, vos me habías prometido que jamás me harías
nada que no quisiera que me hagas, y que no me lastimarías.
Al decir esto sonaba realmente
indignada. Esperaba que no se pusiera a llorar. No por primera vez temí que
fuera una persona bipolar, o algo por el estilo, ya que cambiaba de humor de
manera radical, de un momento para otro.
— ¡Pero si
vos no me dijiste que parara! —respondí, casi gritando, recordando que cada vez
que la palma de mi mano impactaba con sus carnosos glúteos, ella profería unos
grititos, pero no decía nada. Es más, cuando todo había terminado, se había
quedado con el vestido levantado, y con el culo al aire, y me había preguntado
si pensaba hacerle algo más. Pero esto último no iba a mencionarlo. No pensaba
enredarme con su locura.
— Ya lo sé
—dijo ella, lacónica.
—
¿Entonces?
—
Entonces, nada —contestó—. Sólo quiero que me jures que si volvemos a hacer
algo parecido, vas a respetar lo que hayamos acordado previamente.
— Está
bien. Pero en realidad creo que lo mejor es que no se vuelva a repetir eso. Y
mucho menos esa escena que armaste para Juan.
— Okey, lo
de Juan fue una estupidez, lo reconozco —admitió ella—. Pero me alegro de que
haya pasado un mal momento. Es más, hasta me escribió.
— ¿Y qué
te puso? —quise saber.
— Ni idea,
ni siquiera lo leí —dijo, soltando una risita de nena traviesa—. Pero lo otro…
— Por lo
otro te referís a lo de los videos, me imagino.
— Sí, eso.
Bueno… Creo que hacemos un buen equipo.
— No me
jodas.
— Es por
eso que es muy importante que pueda confiar en vos —siguió diciendo, haciendo
oídos sordos a mi comentario—. Que entiendas que es solo un juego, para que se
divierta el público.
— Para que
se divierta y se pajee querrás decir.
— Bueno.
Sí. Eso.
— No puedo
prometerte nada. No sé si voy a tener ganas de hacerlo de nuevo. No me gustan
estas escenas.
— Está
bien, pero en ese caso, más te vale que vayas buscando un trabajo. Yo no voy a
mantener este departamento sola durante mucho tiempo. Y no lo digo porque no
quiera hacerlo, ya que en todo caso sé que en el futuro, cuando vendamos el
departamento, me vas a devolver los gastos. Pero el tema es que el contenido
que subo normalmente, si bien tiene bastante éxito, no es tanto en comparación
a lo que generan este tipo de videos.
— Entonces
¿ya lo subiste?
— Sí, está
siendo furor.
— Okey, me
lo voy a pensar —dije, poniéndome de pie, para dirigirme a la salida. Pero en
el umbral me detuve—. Perdón por lo de las nalgadas —agregué.
Volví a mi cuarto, convencido de
que mi madrastra me estaba contagiando su locura. Ahí estaba yo, sopesando
nuevamente la posibilidad de colaborar activamente con su trabajo.
……………………………………………………………………………………….
— Hay
mucha gente —dije, preocupado.
Estábamos en el supermercado. Si
bien se suponía que sólo podía ingresar una sola persona por grupo familiar, mi
madrastra y yo habíamos hecho de cuenta que íbamos separados, por lo que no
tuvimos ningún inconveniente.
Era el día seis de cuarentena. En
Ramos Mejía se había cortado el suministro de energía eléctrica a lo largo de
una zona muy amplia, y nuestro edificio se había visto afectado. El ruido de
los grupos electrógenos que habían encendido en los locales, para poder
continuar trabajando, era muy molesto. Pero salir fuera de ese departamento en
el que últimamente vivíamos encerrados me hacía bien. Además, durante el día no
estuve del mejor humor. Había recibido un mensaje de la universidad a la que
pertenecía en donde explicaban que, durante las primeras semanas, las clases
serían de manera virtual. Y encima ni siquiera se aclaraba cuándo se reanudaría
la presencialidad. Cada vez había más indicios de que todo lo relacionado con
la pandemia deba para largo, y mientras más se alargaba el confinamiento, más
lejos quedaba la posibilidad de vivir solo, ya alejado de esa bizarra etapa de
mi vida, mezcla de película holiwoodense postapocalíptica y de manhwa erótico.
— Veamos
en el otro pasillo —dijo Nadia, sin molestarse en seguir haciendo de cuenta que
éramos dos desconocidos.
Yo iba caminando detrás de ella, quien
llevaba el carrito de compras, sin dejar de pensar en lo fácil que le resultaba
arrastrarme a sus locuras cada vez que quería. En ese momento usaba una falda
floreada. Una prenda muy inusual en ella, que siempre se decantaba por shorts o
calzas. Arriba lucía un top verde. Tanto los empleados como los otros clientes
se quedaban idiotizados cuando notaban los pezones marcados en la tela, y luego
la seguían con la mirada, sin importarles en lo más mínimo si yo era su pareja
o no, y no dejaban de deleitarse con su orto hasta que ella se perdía de su
vista.
Más de una vez me vi tentado a
decirles que se trataba de una chica que vendía contenido erótico en internet.
Muchos se alegrarían al saber que podrían verla con lencería erótica, o incluso
desnuda si la apoyaban con unos dólares, cosa que además me beneficiaría. Pero
ella no quería que en el barrio la conocieran por su trabajo. Una tontería,
según pensaba yo. Si bien sólo una minoría de sus fans eran de Argentina, y
parecía improbable que la reconocieran por la calle, el número de seguidores
iba aumentando constantemente, por lo que sólo era cuestión de tiempo para que
en el barrio —y en el edificio—, se inventaran todo tipo de cosas debido al
peculiar oficio que llevaba.
— Mierda.
Vamos al de al lado —dijo Nadia, cuando vio que en el pasillo en el que nos
habíamos metido también había muchos clientes—. Y eso que elegí un horario en
el que no suele salir mucha gente —agregó después.
En efecto, era la hora de la
siesta, y las calles parecían casi desiertas. Pero por lo visto no éramos los
únicos que habíamos elegido ese horario para ir al supermercado.
— Quizás
sea mejor allá —dije, señalando la otra parte del local, donde estaba el sector
de los vinos. Parecía que no había nadie en ese momento. Además, era el último
pasillo, por lo que a un costado sólo tenía una pared.
— Estás
nervioso ¿No? —preguntó, aunque era evidente que ya conocía la respuesta.
— Para
nada —contesté, mintiendo.
— Si me lo
preguntás, me parece una tontería lo que voy a hacer. Pero a veces hay que ensuciarse
las manos.
— Todo sea por el vil metal —respondí.
Saqué el celular de mi bolsillo,
y seguí a Nadia, que iba arrastrando el carrito y poniendo algunas cosas en él.
Pero, aunque se esmerase por parecer normal, no se asemejaba a ninguna ama de
casa que conocía. Se había puesto tacones altos, y meneaba las caderas de una
forma exagerada, una forma que solo a las mujeres como ella no les sentaría
ridículo, pues era una de las tantas maneras que tenían de derrochar su
sensualidad, cosa que siempre dejaba felices a los hombres, y admiradas a las
mujeres.
A cada paso que daba, la pierna
que quedaba atrás permanecía rígida, de manera tal que el glúteo sobresalía,
como si se inflara dentro de la pollera. Si la visión se concentraba en esas
dos nalgas, como lo hacía cada tipo que se la cruzaba, resultaba un movimiento
hipnótico, casi mecánico, en donde una nalga se contraía para dar paso a la
otra, una y otra vez. Mis amigos podrían estar un día entero viendo caminar a
Nadia, y serían felices sólo con eso.
Ahí estaba yo, metido de nuevo en
una de sus locuras. Y es que si bien su argumento era simple, no dejaba de ser
certero. Debíamos hacer todo lo que podíamos para generar la mayor cantidad de
ingresos posible. La cosa estaba difícil en el país. Yo había enviado decenas
de currículums, y ni uno solo había sido respondido, y los gastos del
departamento no eran insignificantes, ni mucho menos.
Nos acercamos al sector de los
vinos. Mis manos estaban transpiradas. Esperaba que no se resbalara el celular
justo cuando debía utilizarlo. Debía hacer todo en el primer intento, no quería
tener que repetir esa bochornosa tarea de nuevo.
Nadia dio vuelta a mirarme.
— Ahora
—dijo.
Encendí la cámara de video. Ahora
mi madrastra aparecía en escena. Agarraba una botella de vino y la metía en el
carrito. Después giró hacía mí. Su rostro estaba cubierto, pero me di cuenta,
por la expresión de sus ojos, que se le había formado esa sonrisa de nena
traviesa que yo ya conocía. Ese era el momento en que lo haría.
Miré a todas partes, a ver si no
aparecía alguien. Se escuchaban algunas voces muy cercanas, pero nadie a la
vista. Habrían de estar en otros sectores, comprando otras cosas que no tenían
nada que ver con el alcohol.
Entonces Nadia se detuvo. Se
apoyó en al carrito. Inclinó su cuerpo hacia adelante. Procedí a enfocar su
trasero, que por el momento había cesado de hacer ese hipnótico movimiento. La
pollera floreada era tan ceñida que, si se la miraba bien, permitía adivinar la
forma de la tanga que llevaba abajo, la cual quedaba en relieve. Como era de
esperarse, era diminuta, con las tiras finísimas.
Y entonces, así como yo lo había hecho el día anterior, esta vez ella
misma se levantó la pollera, lentamente, hasta dejar su culo al aire, cubierto
apenas por una tanguita roja, que la cubría tanto como una mano puede tapar el
sol. Miró a cámara de nuevo. Así es, la loca de mi madrastra estaba en culo en
medio del supermercado. Caminó unos pasos, y esta vez el sugestivo movimiento
de su duro trasero era realizado casi al desnudo.
Luego se bajó la pollera y siguió caminado como si no hubiera pasado
nada.
Miré a todas partes, con temor a
que hubiera alguien agazapado en algún lugar, y hubiera visto todo lo que
habíamos hecho. Sería una absoluta vergüenza que nos echaran de ahí por
exhibicionismo. Pero he de reconocer, que quizás por primera vez en la vida,
sentía la adrenalina que genera estar haciendo algo incorrecto, y sobre todo,
el miedo a ser atrapado infraganti.
No había nadie, sin embargo, en ese momento me di cuenta del terrible error
que había cometido. La vinoteca a simple vista parecía un lugar ideal en cierto
sentido, pues estaba en un rincón del supermercado, y no había clientes más que
nosotros en ese momento. Pero había omitido un pequeño detalle. En el techo,
por encima de los estantes, había colocada una cámara de seguridad, cuya luz
roja estaba encendida, y apuntaba directamente al pasillo en el que estábamos
nosotros.
Me puse rojo de la vergüenza.
Pero no le dije nada a ella, deseando que simplemente fuera una cámara puesta
para persuadir a los ladrones, cosa que había leído que solían hacer ciertos
negocios que no contaban con el presupuesto para instalar un sistema de
seguridad fiable.
— ¿Salí
bien? —preguntó Nadia, estirando la pollera de nuevo, quizás por temor a que no
haya quedado prolija, cubriendo todo lo que tenía que cubrir.
— Tan bien
como puede salir un culo en cámara —contesté.
— O sea
que salí bien.
Le dije que pasara por caja ella
sola, que no quería que nadie nos preguntara que por qué habíamos entrado
juntos, si eso no estaba permitido. La vi desde cierta distancia, mientras el
cajero la atendía. Lo cierto es que el tipo no se veía raro, y tampoco había un
intercambio de miradas entre los otros empleados, algo que de seguro sucedería
si la habían descubierto haciendo sus travesuras. Así que, más tranquilo, salí
por la misma puerta por la que había entrado.
— Usted es
un campeón ¿sabía? —me dijo el tipo que
atendía en la entrada, recibiendo los paquetes que dejaban los clientes antes
de ingresar al local. Me hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia arriba.
Ahí me di cuenta de que el monitor estaba en una esquina, sobre un estante. Me
puse más rojo de lo que estaba, y salí de ese local.
Así que ese tipo había visto cómo
Nadia se levantaba la pollera. Lo bueno era que no me había tirado la bronca
por el exhibicionismo. Pero no dudaba de que no tardaría en contarle a sus
compañeros lo que había sucedido, y el chisme se esparciría más rápido que el
coronavirus.
— ¿Estás
bien? —preguntó ella, cuando nos encontramos en la salida, notando mi turbación.
— Había
una cámara —reconocí, pues pensé que mientras antes lo hiciera, mejor.
— Qué
boludos, no nos fijamos en eso —comentó ella.
— No, no
se nos ocurrió lo más obvio.
— ¿Y será
que nos vieron? —preguntó, preocupada.
— Al menos
ese de allá sí —respondí, señalando al tipo que me acababa de cruzar en la
entrada.
Ella lo observó, a través de la
pared de vidrio. El tipo la saludó con la mano.
— Qué
pajero —dijo—. Ahora va a pensar que por haberme visto el culo tiene derecho a
hacerse el vivo conmigo.
— Si se
llega a propasar con vos, decímelo —dije, mientras empezábamos a alejarnos.
— No
necesito un caballero con armadura que me defienda, enfrentándose en duelo a
quienes me agreden — respondió ella.
— No me
voy a batir a duelo con nadie, solo digo que… —dije, sin poder terminar de
hilvanar la idea—. Bueno, en esta estamos juntos ¿no?
Nadia me agarró del brazo, y
fuimos caminando juntos los metros que quedaban hasta el edificio.
— Sí,
tenés razón. Igual no pienso ir a ese supermercado por un buen tiempo, para
evitar momentos incómodos. Ya de por sí hay montones de tipos que se creen que
porque me visto de determinada forma, los estoy invitando a cogerme. Imaginate
lo que debe estar pensando ese chico.
— Bueno,
no lo conozco, quizás no sea alguien prejuicioso —dije, aunque no estaba en
absoluto convencido de eso.
— Debe
pensar que soy una puta, como todos —dijo, tajante.
— No
exageres. No todos piensan así. Estamos en el dos mil veinte ¿sabías? —dije,
asombrándome a mí mismo por intentar que no se sintiera paranoica por lo que
acaba de pasar.
— En fin,
ya no quiero hablar de esto.
No lo mencionamos, pero ambos
estábamos conscientes de que sólo era cuestión de tiempo para que la vida que
llevaba en las redes sociales, donde vendía sus fotos en las que salía desnuda,
se mezclara con su vida cotidiana. Era algo que ella temía, pero a la vez sabía
que tarde o temprano iba a suceder. No faltarían los prejuiciosos y las
envidiosas de siempre que no tardarían en señalarla con el dedo.
Como el edificio continuaba sin
electricidad, tuvimos que subir los once pisos por escalera. A mi madrastra no
le costó nada hacerlo. En la cartera llevaba unas sandalias que se colocó luego
de quitarse los zapatos. Su pollera le incomodaba un poco subir los escalones,
pero si bien era muy ceñida, parecía tener una tela algo elastizada.
Yo me sentí completamente agotado apenas iba por el segundo piso. Quizás
ahí debí darme cuenta de que algo no estaba bien: Si bien no era de hacer
deportes ni mucho menos de ir al gimnasio, era extremadamente joven, y no tenía
sobrepeso, ni ningún problema físico, por lo que la fatiga tendría que haber
llegado mucho después.
Nadia me miraba de reojo,
mientras yo subía con la respiración agitada. No dijo nada, ni siquiera se
burló. Más bien al contrario, parecía preocupada. Iba en todo momento varios
escalones por delante, por lo que en todo ese interminable trayecto tuve su
orto por encima de mi cabeza. Cuando entramos al departamento, me metí en el
cuarto.
Unos minutos después me envió un
mensaje. “¿Estás bien?” decía. Le contesté que sí, que no pasaba nada. Sin
embargo seguía inusitadamente agotado, y me dolía la cabeza. Me tomé una
aspirina, y me recosté sobre la cama.
No por primera vez, en medio de
esa cuarentena, pensé en papá. Sin embargo, sí era la primera vez que me
pregunté cómo es que había conquistado a una mujer como Nadia. Sabía que él
tenía mucho éxito con las mujeres. Prueba de ello era la cantidad de novias
veinteañeras que había tenido en los últimos años. Pero es que Nadia estaba en
otro nivel. Era de esas chicas que son deseadas por todo el mundo, y a su vez,
eran pocos los que se atreverían a encararla de manera sincera. Es decir, como
ella misma había dicho, muchos hombres le dirían cosas, no sólo por su cuerpo
de vedette, sino por la manera sensual en que se vestía. Pero serían muy pocos
los que realmente intentarían seducirla. ¿Cómo lo había logrado papá?
Ella decía tener aversión hacia
los tipos que la cosificaban, que la trataban como un mero objeto sexual. Pero
también había dicho que a papá le gustaba exhibirla entre sus amigos, que disfrutaba
que su mujer se mostrara desnuda en las redes, y hasta fantaseaba con la idea
de que alguno de sus amigos descubriera que vendía packs de fotos. Había algo
contradictorio en todo eso ¿cierto?
Lo pensé un rato, y creí
encontrar una respuesta. ¿Por qué Nadia se había molestado por las nalgadas que
le había dado? Según decía, porque eso no estaba pactado. Pero bien que ella me
había pedido que le levantara la pollera y masajeara su orto con fruición.
¿Acaso eso no me daba derecho a darle unos cuantos azotes? Evidentemente, ella
no lo consideraba así. Quizás ese era el núcleo de la relación con papá. Él
respetaba al pie de la letra los límites que ella le imponía. Sin embargo, ¿Eso
no significaba que él era un sumiso? Supuse que a muchos hombres no les
importaría ocupar el lugar de sumiso en una relación con una hembra como Nadia.
Me acaricié la verga. Como era de
esperar, ya estaba hinchada. Pensé en la posición en la que me encontraba.
¿Cuántos hombres como yo darían lo que fuera por estar en mi lugar? Mis amigos,
sobre todo Edu y Toni, se reían de mí cuando les contaba sobre lo que sucedía
con mi madrastra. Y si les contaba lo de los últimos días, me tratarían de
demente.
Pero por otra parte, el hecho de
que se trataba de mí era justamente el motivo por el que estaba pasando por
esas bizarras situaciones. Y es que dudaba de que Nadia le pidiera a cualquier
otro lo que me pedía a mí. Y mucho más improbable me parecía que otro hombre
tolerara las cosas que yo toleraba.
Sí, eso era. Ella confiaba en mí,
tal como lo había dicho incansables veces. Sabía que nunca intentaría nada con
ella, pues era la mujer de papá. Sabía que yo entendía que si me pedía que la
toque, o que le saque fotos desnuda, era una cuestión puramente laboral, o como
mucho, artística. Cualquier otro en mi lugar, se hubiera pasado de listo apenas
la viera andando por la casa en tanga. Pero yo, salvo haber manifestado alguna
incomodidad sobre el asunto, me había comportado con normalidad. Al igual que
cuando la ayudé a broncearse… Bueno, en realidad en esa ocasión había tenido una
leve erección. Pero como ella misma había dicho, eso era algo normal. Y es que
yo no soy de madera, y mi cuerpo reacciona ante determinados estímulos, como le
sucedería a cualquier otro.
Me levanté de la cama, negándome
a masturbarme pensando en ella nuevamente. Me sentía más agotado de lo que ya
estaba, y mi cuerpo me dolía en todas partes.
Me fui al baño principal. Quería
darme una larga ducha. Eso me haría bien. El agua caliente cayendo en mi cuerpo
sería muy confortable. Luego dormiría unas horas y estaría perfecto. Yo rara
vez me enfermaba. Papá siempre resaltaba eso, como si fuera un logro mío.
Me desnudé, y noté, sin asombro
alguno, el abundante presemen que había salido de mi verga, y que había
manchado mi ropa interior, y se había adherido al vello púbico, haciéndolo
brillar en determinadas partes.
Me metí bajo la ducha. El agua,
lejos de aliviarme, pareció cascotear mi cuerpo dolorido. ¿Qué mierda estaba
pasando? Sin embargo me quedé bajo el agua, en una actitud masoquista quizás.
Papá, pensaba, ¿Cómo carajos
pudiste conquistar a Nadia?, pero más difícil que conquistarla aún —lo que ya era
mucho decir—, ¿Cómo hiciste para mantener una relación estable con alguien como
ella?
Enjaboné mi cuerpo. Agarré mi
verga, aún hinchada, y la coloqué bajo el agua que caía en forma de lluvia. Por
suerte en esa zona no sentía dolor. Me masajeé con la mano jabonosa. A mi pesar,
con solo un par de movimientos, ya se puso dura de nuevo.
Estaba claro, nunca iba a pasar
nada con ella. Además, yo no quería que eso sucediera. Y por si eso no bastaba,
era la mujer de papá. Ella sólo me permitía esas cosas porque sabía que yo no
me aprovecharía de la situación. ¿Quién en su sano juicio soportaría tener a
semejante culo en sus narices, con la autorización de ella misma de estrujarlo,
y se limitaría a hacer eso y nada más? Dudaba de que existieran muchos hombres
que no intentarían correrle la tanga a un costado y cogerla ahí nomás.
Pero de nuevo, ninguno de esos
hombres llegaría nunca a estar en esa situación, porque mostrarían sus garras
tarde o temprano, y ella jamás les confiaría ser los coprotagonistas de sus
videos eróticos. Claro, eso debía ser. Yo mismo era el responsable de estar en
esa situación. Mi integridad me había colocado ahí.
Sin embargo, la abstinencia se
estaba haciendo demasiado pesada, y la única mujer con quien interactuaba era
con ella. Y el encierro seguía prolongándose, y la reputísima madre que parió al mundo.
Bajo esa dolorosa ducha, no pude
sacarme de la cabeza el perfecto ojete de mi madrastra, moviéndose sensualmente
bajo esa falda, o con el vestido levantado, para recibir mis nalgadas. ¿Cómo se
había sentido? Duro y suave. Esas dos simples palabras describían perfectamente
a una de las situaciones más estimulantes que había experimentado en mi vida.
Y sin embargo sabía que no podía
hacer más que eso. No, no era sólo que no podía, era que no debía. Y tampoco
era solo que no podía ni debía, era que no quería.
No, no quería. No quería cogerme
a mi madrastra. Y sin embargo ahí estaba, empezando a masturbarme, con las
manos resbaladizas por el jabón, que se frotaban frenéticamente en el tronco. Y
el cuerpo me dolía, y sospechaba que había levantado fiebre, pero ahí estaba.
Si no descargaba mi lujuria en ese mismo instante, no tardaría en convertirme
en un troglodita, igual a esos que siempre detesté, que piensan con la verga en
lugar de hacerlo con la cabeza. A mí no podía pasarme eso. ¡Yo tenía
principios!
Y entonces acabé. El semen saltó en
línea recta hacia arriba, y cayó sobre mis propios genitales. En la intensidad
del goce, había retrocedido un poco, por lo que el agua ya no caía sobre él,
así que el líquido viscoso se deslizaba lentamente por mi tronco y mi peluda pelvis.
Y entonces me percaté de algo
terrible. Las pocas energías que me quedaban habían sido absorbidas por el
orgasmo. Sentí que el dolor en el cuerpo ahora me atravesaba con mayor
intensidad. Mis piernas temblaron, me sentí mareado. Atiné a agarrarme de la
cortina del baño, pero fue en vano. Los ganchos que pasaban a través del caño,
se fueron soltando uno a uno, debido a mi peso, y entonces caí al suelo,
sentado de culo.
— ¡León!
¿Pasó algo? —preguntó Nadia del otro lado de la puerta, ya que había escuchado
el escándalo de la cortina.
Le dije que no pasaba nada, pero
me di cuenta que apenas estaba susurrando. Y entonces sentí que se disponía a
abrir la puerta.
— ¡No, no
entres! —exclamé, pero la voz salió apenas más fuerte que la primera vez.
Así que Nadia entró. Por primera
vez la vi desencajada. No sólo estaba preocupada, sino asustada.
— ¡¿Qué
pasó?! —quiso saber.
— Nada,
andate por favor —le dije.
La cortina había caído del otro
lado de la bañera, por lo que me encontraba completamente expuesto. Aunque,
desde la distancia en que estaba ella, suponía que la bañera me tapaba mis
vergüenzas.
— ¿Pero
qué te pasó que te caíste? —preguntó ella, desviando la mirada, al ver que me
encontraba sumamente abochornado.
— Desde
hace un par de horas que me duele todo el cuerpo —dije.
— A ver,
¿Podés levantarte? —preguntó, aún con la vista desviada.
Yo me agarré del costado de la
bañera, y me ayudé para impulsarme hacia arriba. Pero mi brazo no aguantó el
peso, y caí de culo nuevamente.
— A ver,
basta de tonterías. No vas a ser el primer hombre que vea desnudo. Y no hace
falta recordarte que vos me viste en bolas más de una vez.
Quise decirle que si la había
visto desnuda era porque ella lo había querido. Pero no alcancé a decir nada, pues
ya se había acercado.
Fue entonces cuando se percató de
que mi desnudez era lo que menos me avergonzaba. Parecía que le costaba sacar
la vista de mis genitales, manchados con mi propio semen, el cual, para colmo,
era increíblemente abundante.
— Ah
—dijo.
— Yo me
arreglo —dije, intentando ponerme de pie.
— A veces
es mejor dejar el orgullo de lado —contestó—. No seas tonto, y quedate ahí
donde estás.
Para mi sorpresa —aunque no
tanto—, Nadia se quitó el top que cubría su torso, y luego hizo lo mismo con su
pollera floreada, para colgar las prendas en un gancho. Quedó sólo con el
conjunto rojo, cuya tanga ya había tenido el gusto de ver en el supermercado.
Y entonces se metió en la bañera
conmigo.
— ¿Qué
hacés? —pregunté, ahora poniéndome de pie a duras penas.
— Dejá de
hacer esfuerzos innecesarios. Cuando termine, te ayudo a ir a tu cuarto.
Cuando termines ¿con qué? Quise
preguntar, pero cuando vi que mi madrastra me daba la espalda para sacar la
regadera de donde estaba, me di cuenta de lo que pretendía.
— No te
preocupes, le pudo haber pasado a cualquiera —aseguró.
Salió de la bañera, aun
sosteniendo en su mano la ducha. Su cuerpo y parte de su ropa interior estaban
mojados, supuse que por eso se había quitado la ropa, para no mojarla. Ahora
apuntaba el chorro de agua a mi entrepierna. El líquido empezaba a limpiar el
semen que había quedado en mi verga y en mi pelvis, y ahora se deslizaba por la
bañera, e iba a parar al desagüe.
—
Enjuagate un poco. Eso no lo puedo hacer por vos —dijo mi madrastra, intentando
sonar graciosa, aunque lo único que logró es que me sintiera más ridículo de lo
que ya me sentía.
Me enjaboné, y luego enjuagué mi
miembro viril. Al hacerlo, no pude evitar que se hinchara levemente otra vez. Nadia
ahora miraba a otra parte. Pero eso no cambiaba nada, ya me había visto en el
peor momento posible.
— Listo
—dije.
Agarró una toalla, me envolvió
con ella, y me ayudó a secarme. Cuando terminamos de hacerlo, agarró la toalla,
y la colgó, dejándome nuevamente desnudo frente a sus narices. Me indicó que me
apoyara en su hombro al salir de la bañera. Así lo hice, lentamente, sintiendo
mi cuerpo terriblemente dolorido a cada movimiento que hacía.
— Secate
bien ahí —dijo Nadia, señalando con la cabeza mi entrepierna, cuando ya me
encontraba frente al espejo. Me entregó la misma toalla que había usado. Tanto
mi cabello, como mis testículos, que tenían abundante vello pubiano, estaban
todavía mojados. Así que froté intensamente ahí, para terminar con esa penosa
tarea de una vez.
Nadia me envolvió ahora con otra
toalla seca, y me ayudó a ir a mi cuarto.
— Debe ser
solo una gripe —alcancé a decir, mientras entraba a la habitación—. Estos
cambios de temperatura me habrán hecho mal —agregué, recordando que las últimas
semanas el clima no terminaba de decidirse por tener temperaturas otoñales o
veraniegas.
— Una
gripesiña, como dice el pelotudo de Bolsonaro —dijo Nadia, riendo—. Nosotros
sabemos muy bien qué es lo que tenés —agregó después, más seria.
— Pero
entonces, tenés que alejarte de mí. Si no, te voy a contagiar.
— Yo ya
estoy contagiada, tontito —respondió ella. Hizo a un lado las sábanas. — Dale,
metete en la cama. Te voy a ayudar a vestirte. Tenés que estar bien abrigado.
— No, si
ya me arreglo solo —dije yo.
Nadia tironeó de la toalla, hasta
que me despojó de ella, dejándome en pelotas otra vez.
— Metete
en la cama —dijo.
Le hice caso. Me subí a la cama,
no sin esfuerzo, mientras ella buscaba una remera, ropa interior, y un pantalón
de jogging que yo usaba como pijama.
— Eso… eso
fue por Érica —aclaré, refiriéndome a la eyaculación que mi madrastra había
visto hacía unos minutos.
— Lo
entiendo. No tenés que darme ninguna explicación. Masturbate todo lo que
quieras, siempre y cuando dejes el baño limpio.
Me colocó el bóxer hasta las
rodillas, pero yo hice el último esfuerzo para subirlo hasta la cintura, y que
por fin me cubriera mi verga, que para colmo, ya parecía querer despertarse en
cualquier momento. Luego hizo lo propio con el pantalón y la remera.
— No te
preocupes. Yo te voy a cuidar —comentó después, para luego darme un beso en la
frente.
Nadia, semidesnuda, salió de mi
habitación, y me dejó solo.
— Y yo voy
a cuidarte a vos —quise decir, pero apenas pude murmurar algo cuando ella ya
cerraba la puerta a su espalda.
Capítulo 8
No había imaginado que el
encierro de esa primera semana de cuarentena podía hacerse más denso de lo que
ya era. Creo que en mi ingenuidad, había pensado que con cuidarme como me cuidaba,
bastaría para no contraer ese maldito virus. Pero obviamente me equivoqué.
A primera hora de la mañana,
Nadia había llamado al ciento siete. La operadora le pidió que le dijera los
síntomas, y le informó que durante el día enviarían a una ambulancia para
hacerme el hisopado, mientras tanto debía mantenerme aislado. Y en caso de que
resultara positivo, lo que a todas luces iba a suceder, el encierro se
extendería por dos semanas. Ahora ya ni siquiera tendría el alivio de salir a
la calle un par de veces al día. Debería conformarme con el balcón, aunque eso,
en teoría, tampoco estaba permitido, pues los contagiados debían guardar un
estricto reposo.
En la noche anterior apenas había
podido pegar un ojo. El dolor y la fiebre habían empeorado. Además, apenas
podía hablar. El sentido del gusto no lo había perdido, aunque no percibía los
sabores con la intensidad normal. Todo mi cuerpo estaba hecho una miseria.
Parecía que había envejecido veinte años en un solo día.
Después de que mi madrastra me
informara del protocolo, me dejó descansando un par de horas más, hasta que se
hizo el mediodía. Entonces llamó a la puerta.
— Mirá lo
que había en la entrada —dijo, cuando entró a mi cuarto, para luego dejar un
papel sobre mi cama.
— ¿Acaso
saliste? ¡Estás loca! —dije, aunque ni siquiera tenía energías para sentirme
irritado.
— No seas
tonto, sólo salí al pasillo para agarrar la caja con mercaderías que nos dejó
tu amigo Joaquín —contestó ella, como si le estuviera hablando a un niño con el
que se veía obligada a ser indulgente.
— ¿Joaco
vino a dejar cosas? ¿Vos le contaste? —pregunté, extrañado.
— Sí, tus
amigos están muy preocupados por vos —respondió ella, para luego desviar la
mirada, como si hubiera algún detalle que no quería decirme.
— Lo que
quieren ellos es quedar bien con vos —contesté, con la voz rasposa.
— Bueno,
dejalos que queden bien conmigo entonces. Vamos a necesitarlos. ¿Vas a leer ese
cartel o no? —insistió.
Desplegué la hoja que me había
entregado, y la leí: “Atención, la pareja de este departamento contrajo
coronavirus. En caso de que salgan fuera del departamento, avisar a la
administración con urgencia. Mantenerse alejado. Muy peligroso. #quedateencasa”.
— Hijos de
puta —dije.
— Y Juan
me confirmó que todo el edificio ya sabe que hay un caso positivo —comentó
Nadia.
Eran los primeros momentos de la
pandemia, por lo que cada caso que se conocía era una noticia. Pero no me
esperaba tanta hostilidad. En todo caso que me reprendieran si rompía con la
cuarentena, cosa que obviamente no iba a hacer, pero esto del cartel era cosa
de alcahuetes y fascistas. Suponía que era demasiado esperar que nos ayuden con
las compras de la casa, pero esto era demasiado. ¿Y qué mierda era eso de que
nosotros éramos pareja? Estaba claro que, quien había puesto el cartel, tenía
mucha mala leche. Todo el mundo sabía que Nadia era la pareja de mi difunto
padre, así que no tenían por qué afirmar cosas como esas. Salvo que…
— ¿No
habrá sido el propio Juan el que puso el cartel? —pregunté, recordando que nos
había visto por la cámara de seguridad, mientras nosotros fingíamos besarnos y
tocarnos en el ascensor.
— Eso fue
lo primero que pensé. Pero no estoy segura. Más bien pareciera que quiere
aprovechar la oportunidad para congraciarse conmigo. Hasta me ofreció hacer
compras por nosotros en caso de que lo necesitemos. Me preguntó que como
estaba, si a mí no me había agarrado fiebre, y esas cosas.
— Lo que
quiere ese tipo es cogerte —respondí.
— Dejalo,
que quiera lo que tenga ganas de querer.
— ¿Lo
hicieron alguna vez? ¿Te lo cogiste? —pregunté. Si bien recordaba que en su
momento me lo había negado, y había tratado a Juan casi como un acosador, el
hecho de que ahora haya hablado con él con tanta confianza me daba mala espina.
— ¿A qué
viene esa pregunta? —dijo ella, poniéndose seria.
— Es solo
una pregunta…
— Una
pregunta que no pienso contestar —dijo, tajante.
— Entonces
lo hicieron —concluí.
— A veces
sos muy básico —respondió ella ofendida, y se fue de la habitación dando un
portazo.
Traté de pasar ese primer día con
covid lo mejor que pude. Pero fue difícil. Nadia se comportó de manera osca
desde que le hice esa pregunta. Me llevaba la comida a la cama, y me preguntaba
si necesitaba algo, pero nada más. Así que ni siquiera podía contar con sus
ideas locas para pasar el rato. Traté de leer algún libro, pero el dolor no me
permitía concentrarme, y aunque lo lograra, ni siquiera podía con el peso de un
libro por mucho tiempo. A la tarde vinieron a hisoparme dos médicos que
parecían más bien astronautas, todo vestidos de blanco, con una mascarilla de
un duro plástico transparente cubriéndoles los rostros. Me dijeron que en
cuarenta y ocho horas me llamarían para darme el resultado. Después llamaron
mis amigos.
— ¿Qué
pasa Leoncio? Se supone que a la gente joven no le afecta tanto el virus. Ya
sabíamos que eras un abuelo —bromeó Edu.
— Abuelo
tu hermana —contesté.
— Bueno,
no nos riamos de León, que tiene a la mejor enfermera con él —dijo Joaquín.
— Lo que
daría por estar enfermo y que esa hembra me cuide y me haga mimos —dijo Toni, y
después, recordando algo, agregó—. ¿Ya viste el video donde a tu madrastra le
dan unas buenas nalgadas? Está increíble.
Vi que Joaquín abrió bien grande
los ojos. Quizás notó algo inusual en mi expresión y de esa manera dedujo que
era yo el del video. Pero los otros dos jamás supondrían eso. Edu porque
siempre me estaba subestimando, y creí conocerme mejor que nadie, y Toni porque
era un poco lento. En todo caso, ya habría tiempo de contarles aquella anécdota.
Trataron de levantarme el ánimo
con chistes tontos, pero sólo lograron ponerme de peor humor. Corté la
videollamada, y luego no atendí cuando volvieron a llamarme. A la noche no tuve
apetito, así que le mandé un mensaje a Nadia avisándole que no se molestara en
llevarme nada.
Era todo realmente frustrante.
Pero, cerca de la medianoche, cuando me di cuenta de que no iba a poder
conciliar el sueño pronto, me percaté de que no sólo mi salud era lo que me
deprimía. La idea de que Nadia hubiera estado con Juan no se me salía de la
cabeza, mucho menos después de esa respuesta que me había dado. ¿Qué le costaba
responderme? Ahora la imagen que tenía de ella en un primer momento, resurgía.
Volvía a verla como una mujer con secretos, mentirosa, taimada y traicionera.
Todo eso me entristeció más de lo
que había imaginado. Justamente en los últimos días había logrado que bajara la
guardia. Nos estábamos llevando bien, y en cierto sentido teníamos más
intimidad que la que jamás tuve con nadie. Pero debía dejar de pensar en eso.
En algunas semanas, cuando todo terminara, pondríamos el departamento en venta,
y cada uno haría su vida. De hecho, apenas consiguiera un trabajo propio,
alquilaría un lugar sólo para mí. No veía la hora de que esa bizarra forma de
vivir que teníamos quedara en el pasado. En algunos años recordaría esta época
con Joaco y los demás, y nos descostillaríamos de la risa mientras repasáramos
las situaciones más estrafalarias que había atravesado con mi madrastra.
A eso de la una de la madrugada
recibí un mensaje de Nadia. ¿Pudiste dormir?, decía. Dejé el celular a un lado,
y no le respondí, de manera que creyera que ya estaba dormido. Lo había visto
desde el sector de notificaciones, así que ella no sabría que lo había leído. ¿Ahora
se venía a preocupar por mí? Que se joda, pensé, más molesto de lo que me había
percatado que estaba. Aunque por otra parte, ese mensaje hizo más difícil que
me la pudiera sacar de la cabeza. de repente recordé aquella noche en la que
pensaba salir de casa. Me había dicho que iba a ver a una amiga, pero… ¿A quién
se cogía Nadia? Una mujer como ella no podía estar sin alguien que la
complazca. Y ya había pasado una semana en confinamiento, y ahora debería pasar
otras tantas en una reclusión mucho más estricta, pues era obvio que también
estaba contagiada. Cuando tuviera el alta, seguramente tendría la necesidad de
satisfacer sus necesidades carnales, y poco podría hacer al respecto.
Quince minutos después de haber
recibido su mensaje, escuché el toque de la puerta. Tampoco respondí a eso. Mi
orgullo es probablemente mi mayor defecto, y en ese momento Salió a relucir
acompañado de la terquedad. Pero, de todas formas, Nadia abrió la puerta y
encendió la luz de todas formas.
— Vine a
ver si el bebé estaba bien —dijo, adivinando mi postura infantil.
Abrí los ojos. Ella estaba en el
umbral de la puerta. Llevaba puesto un pijama de satén de dos piezas, con
bretel. La pieza de abajo era un pequeño short con encaje, y tenía un moñito en
el medio de la cintura.
— Estoy
bien, gracias —respondí, lacónico.
Se acercó a la cama, y luego se
subió en ella, recostándose a mi lado.
— Quiero
dormir —dije, intuyendo que haría algo que me obligaría a espabilarme.
— Pero no
podés hacerlo ¿Eh? —aventuró ella.
— Si me
dejás, voy a poder.
No quería que estuviera ahí, en
parte porque me daba un poco de vergüenza, ya que imaginaba que tenía un
aspecto lamentable. Y el canasto lleno de pañuelos descartables usados que
estaba sobre la mesita de luz no era algo muy estético que digamos.
— No me
cogí a Juan —afirmó ella, de repente. Me gustaba que fuera al grano, y que no
usara eufemismos como: No me estuve con… no pasó nada con…
— Y por
qué no me lo dijiste antes —pregunté.
— Porque
pensé que no tenía por qué hacerlo. Pero luego lo medité y pensé que quizás, lo
que te impulsaba a querer saberlo era el hecho de que necesitabas tener la
certeza de que nunca traicioné a tu papá.
— Y por
qué otra cosa iba a preguntártelo.
— No lo
sé. A veces pienso en tonterías —dijo ella, sin aclarar en qué consistían esas
tonterías.
— Así que
nunca estuviste con otro hombre mientras salías con papá. Bueno, tranquilamente
podrías estar mintiéndome —dije, no sin esfuerzo, pues la garganta aún me
dolía.
— No,
supongo que no tenés por qué creerme —respondió ella.
A través de las sábanas y el
cubrecama, sentía cómo mi madrastra se acercaba más a mí, hasta que sus pechos
se apoyaron en mi brazo. Ella extendió una mano, y acarició mi cabeza, con una
ternura que no sentía hacía bastante tiempo. Incluso con Érica, las caricias y
el sexo en general se habían convertido en algo demasiado monótono últimamente.
Casi un trámite.
— ¿Qué
hacés? —pregunté.
— ¿No se
siente relajante? —dijo ella.
Ciertamente, se sentía muy bien.
En realidad no me estaba masajeando la cabeza, sino que su mano se frotaba en
mi cabello, haciendo que el cuero cabelludo se estirase todo lo posible,
generando esa sensación tan placentera que sentía ahora.
— Sí —respondí.
— Quedate
callado, que en unos minutos vas a dormir como un bebé —prometió ella.
Haciendo el menor movimiento
posible, salió de la cama, para apagar la luz, y después se colocó a mi lado
nuevamente, pero esta vez no se recostó sobre el cubrecama, sino que se cubrió
con él y con la sábana.
Sentía el cuerpo de Nadia pegado
al mío, como si quisiera darme calor con él. Desde su rodilla, hasta sus senos,
cada milímetro de esas partes se apretaban en mí, que estaba boca arriba, con
un pañuelo en la mano derecha, pues a cada rato tenía que sonarme la nariz. Y
ya ni siquiera nos separaba la ropa de cama. Prosiguió con su masaje. Las uñas
se raspaban suavemente en el cabello. Sentí que los vellos de todo mi cuerpo se
erizaban.
— ¿Así
está bien? —preguntó Nadia, susurrándome al oído.
— Sí
—respondí.
— Bueno, ahora
no digamos nada —dijo ella—. Vas a ver que enseguida te vas a dormir.
El aliento de mi madrastra era
fresco, como si acabara de lavarse los dientes. También sentía el olor del
jabón que usaba para ducharse, y que siempre quedaba impregnado en su piel. Esa
piel suave que ahora se frotaba conmigo. Por esa vez deseé que vistiera sólo la
ropa interior, así podría sentir la suavidad de su cuerpo no sólo a través de
su pierna, como la sentía en ese momento.
— Estás
caliente —murmuró.
Quedé petrificado. ¿Acaso tenía
una erección? No, no era el caso. Como era de esperar, mi verga comenzaba a
hincharse, y sólo sería cuestión de tiempo para que se empinara, pero por el
momento no estaba dura. ¿Acaso escuché mal? Después de todo, estaba a punto de
dormirme. Nadia estaba de costado, sus tetas apoyadas en mi brazo, su ombligo
un poco arriba de mi cadera, y su pierna izquierda flexionada, como abrazándome
con ella. Si la levantara un poco, podría hacer contacto con mi verga. Pero no
era el caso. No estaba rozando mi verga, y de todas formas, esta no estaba
rígida.
— Estás
caliente. Todo el cuerpo caliente. Pobrecito —dijo.
Ahora lo entendí. Se refería a la
fiebre que había elevado mi temperatura corporal. Me sentí aliviado de nuevo.
Con ella era todo así, de repente parecía estar en una montaña rusa, pero de
manera brusca la cosa se clamaba.
— Ya
estaré mejor mañana —dije, optimista.
Nadia me frotó con más intensidad
el cabello, ahora con la palma de la mano en lugar de con los dedos, para luego
volver a realizar el masaje original.
— Shhhh
—dijo, a pesar de que había sido ella misma la que había roto el silencio.
Ahora metió su otra mano por adentro de mi remera, cosa que
me tomó desprevenido. Algo me decía que en cualquier momento podía estar de
nuevo viajando en esa montaña rusa que era mi madrastra. Los dedos reptaron
hacia arriba, con una lentitud calculada. Las uñas rasparon la piel, pero con
la intensidad apenas necesaria como para dejar algunas marcas, casi invisibles
en ella. Finalmente llegaron al pecho, en donde mi madrastra comenzó a hacer
movimientos circulares en el centro, ahí donde tenía una modesta mata de vello.
Esto, sumado al relajante masaje de cabeza, me hizo sentir en el paraíso,
aunque no dejaba de ser polémica la forma en que Nadia había metido mano.
Sentí, con mucho alivio, que me
estaba quedando dormido. Aunque ella lo había dicho en broma, me sentía como un
bebé que estaba siendo arrullado para que se durmiera. Me dejé llevar por el
placer que me producían sus hábiles, o más bien expertas, manos. Cerré los
ojos.
Menos mal, pensaba, mientras me sumía en el sueño, que esperaba que
fuera profundo. Menos mal que me estoy durmiendo ahora, porque unos minutos más
con mi madrastra tocándome así, y ya sabía lo que iba a generar en mi cuerpo. Y
es que en aquel masaje había algo maternal, a la vez que había algo pervertido.
Finalmente parecí desconectarme de todo.
Me dio la impresión de que habían
pasado horas, pero cuando abrí los ojos de nuevo, encontrándome con la absoluta
oscuridad de la habitación, y la carencia de los rayos de sol que solían
filtrarse, dejando en evidencia que aún era de noche, me di cuenta de que, como
mucho, había pasado una hora. Pero ese no era el problema. El problema era que
Nadia seguía encima de mí. Su mano izquierda metida dentro de mi remera, sus
tetas apretándose en mi hombro, y su pierna flexionada incluso más cerca de mi
verga de lo que había estado.
Había imaginado que abandonaría
mi alcoba una vez que estuviera segura de haber conseguido que me durmiera. Y
probablemente ese era su idea, pero la tonta se había quedado dormida a mi
lado. También noté, apesadumbrado, que aquello que pude evitar mientras estuve
despierto, no logré controlar en el mundo onírico: Tenía una tremenda erección,
de esas que se suelen tener a primera hora de la mañana, y que son muy difícil
de hacer que se bajen.
— La
reputísima madre que me re mil parió —dije en medio de la oscuridad.
Nadia largaba el aire de su nariz
en mi cuello. Supuse que había sido eso lo que me había despertado, pues me
generaba cosquillas. Pensé en despertarla, y decirle que ya se podía ir a su
habitación. Pero eso sería grosero, teniendo en cuenta que ella había ido a
hacer las paces después de que yo la había tratado de traicionera. Además, si
se despertaba, era muy probable que hiciera un movimiento y notara mi potente
erección. No sería la primera vez que lo haría, pero que lo hiciera a través
del tacto, se me antojaba algo muy violento.
Así que lo primero que debía
lograr era hacer que la rigidez de mi verga desapareciera. Pero pasó un minuto,
dos, cinco, y seguía tan dura como una piedra. Incluso parecía endurecerse más
cada vez que mi mente le daba la orden de ablandarse. Como si una corriente de
sangre fluyera con fuerza y le hiciera dar un salto a mi miembro.
Era realmente una situación
incómoda. El cuerpo de mi madrastra y el mío estaban como enredados. Parecía un
solo cuerpo. En medio de la oscuridad no podría diferenciarse dónde terminaba
Nadia y dónde comenzaba yo.
Lo ideal hubiese sido que ella
misma se despertara. Pero de nuevo, mi verga excitada quedaría expuesta ante
cualquier movimiento. Intenté librarme de la pierna que estaba encima de las
mías, la cual representaba la mayor dificultad para separarme de ella. Pero
esto resultó ser un fatal error, porque cuando lo hice, se aferró más a mí,
ahora apretándome con fuerza de tenaza, y para colmo, su pierna se flexionó
más, y su rodilla quedó a centímetros de descubrir mi calentura.
Y entonces se me ocurrió algo
que, para una mente que en ese momento no estaba funcionando al cien por ciento
—tanto por la enfermedad que padecía como por lo inusual de la situación—,
pareció ser una buena idea. Después de todo, sí había una manera de que la
erección menguase.
Llevé mi mano hasta la altura de
la cintura, procurando no tocar la mano de mi madrastra, que ahora reposaba en
mi barriga. La metí adentro del pantalón, corrí el elástico de la ropa
interior, y entonces mis dedos se encontraron con el glande, hinchado, duro y
palpitante. Lo froté con las yemas de mis dedos. Ya había soltado presemen. La
parte interna de mi bóxer estaba toda pegoteada. Nadia me respiraba en el
cuello, y su pierna estaba encima de mí. Su olor, el tacto de sus tetas, su
orto al alcance de mis manos, todo eso contribuía a que estuviera en ese estado.
Tenía que terminar con eso de una vez. Tenía que acabar. Mientras yo no la
tocara a ella, no estaría cometiendo ningún tipo de traición.
Pero a pesar de que los dedos
frotándose en la pegajosa superficie del glande, resultaban muy estimulantes, me
daba cuenta de que podrían pasar unos cuantos minutos hasta que acabara.
Minutos en los que Nadia podría despertar y descubrir ya no sólo mi erección,
sino que me estaba masturbando mientras ella dormía junto a mí.
No era justo que me preocupara
tanto, ya que todo había sido culpa de ella. Pero también era cierto que sus
intenciones eran buenas. Había ido a mi cuarto en plena madrugada, para hacer
las paces, y se había preocupado — y ocupado—, porque pudiera dormir.
Para acelerar el proceso, retiré
mi mano de mi verga, y la llevé hasta mis labios, para, acto seguido, llenarla
de saliva. Me aseguré de que fuera abundante. Ahora los dedos se deslizarían
con mayor facilidad por mi sexo, y además, la sensación sería más intensa. En
resumen: acabaría pronto.
Acerqué mi mano babosa a mi
entrepierna, pero antes de que pudiera alcanzar mi verga, Nadia se removió
entre sueños. Balbuceó algo incomprensible. Morí de miedo al pensar que se
había despertado, pero lo cierto es que estaba hablando entre sueños. Sin
embargo, eso no significaba que podía estar más tranquilo, por ahora Nadia se
aferraba con mayor fuerza a mí. Su pelvis se frotó en mi cadera.
Y entonces su mano bajó.
Sólo descendió unos centímetros,
pero que sin embargo fueron más que suficientes como para tirar abajo todo el
esfuerzo que estaba haciendo hasta ese momento, pues la mano se detuvo cuando
sintió que no podía bajar más, ya que mi dura verga estaba levantada, y le
bloqueaba el paso.
Mientras sucedía esto con su
mano, sentí que frotaba cada vez con mayor fruición su pelvis en mi cuerpo.
Todo indicaba que yo no era el único que había tenido un sueño húmedo, y más
aún, como ya lo había supuesto, no era el único que necesitaba coger con
urgencia. Mi madrastra estaba caliente. En sus sueños, alguien se la estaba
cogiendo, eso no me cabía dudas. O quizás lo más certero sería decir que era ella
la que estaba montando a alguien, pues el frotar de su sexo era tan intenso que
parecía que era ella quien llevaba la batuta en aquel sueño lujurioso en la que
estaba sumergida en ese momento.
Me pregunté —y no sería la última
vez que lo haría—, si Nadia realmente no estaría despierta. Pero su respiración —esa
respiración sonora típica de cuando estamos dormidos—, era tan natural, que me
instó a pensar que estaba dormida de verdad. Quizás esa duda, que se
convertiría en una duda muy persistente, se debía más a la fantasía que a otra
cosa.
Parecía que la cosa no podría ir
peor, pero lo cierto es que desde que convivía con ella había aprendido a que
las cosas siempre podían ser más extrañas de lo que ya eran.
La mano de Nadia, traviesa, ahora se abrió y se apoyó encima del tronco,
como para medir su tamaño. Luego se cerró con fuerza en él, como si estuviera
acogotando a un animal pequeño.
Tosí, como si quisiera aclarar mi voz, pero no dije nada.
Ya estaba perdido. Estaba siendo
violado por mi madrastra, y no podía hacer nada al respecto. A pesar de que me
estaba tocando por encima del pijama, sentía claramente la presión que ejercía
en mi verga, y si bien no me frotaba, la intensidad con que me apretaba variaba
levemente, como si estuviera estrujando una naranja, tratando de extraerle todo
el jugo, lo que generaba que mi sexo se estimulara notablemente.
En ese momento, sin meditarlo,
casi como un acto de inercia, estiré el brazo, y con esa mano con la que había
pretendido autocomplacerme hasta acabar, acaricié el pulposo culo de mi
madrastra. Era quizás, como una especie de devolución de gentilezas. Ella se
había mostrado molesta cuando yo hacía algo que no habíamos acordado que
hiciera. Y sin embargo ahí estaba Nadia, apretujando mi verga sin permiso
alguno. Así que me sentí con derecho de acariciar ese ojete, cuyo tacto
resultaba tan adictivo.
Luego de unos segundos sucedió lo
que era evidente que pasaría. La verga, ya mucho más caliente que el resto de
mi cuerpo afiebrado, víctima de esa mano invasora que la palpaba con violencia,
y ahora incitada también por la textura de esa suave tela que cubría el terso
culo de mi madrastra, soltó tres potentes chorros de pegajoso y caliente semen.
No solo había salido con abundancia, sino que la eyaculación fue muy potente,
por lo que un poco de mis espermas salieron a la superficie, pasando por alto
el elástico de mi bóxer.
A pesar de que por fin había
acabado, mi verga se tomó sus varios segundos para ir deshinchándose y
ablandándose. La mano de Nadia, de todas formas, se negaba a liberarla. No
obstante, ya dejó de apretarla, quizá debido a que su consistencia había
cambiado.
Agarré un pañuelo descartable y
me limpié debajo del ombligo. Después, muy despacio, corrí a un costado la mano
de mi madrastra. Ahora ya no tenía la terca fuerza que la poseía hacía unos
minutos, por lo que no fue difícil sacarla. Lo que sí resultó más difícil fue correr
a un lado su pierna, que todavía me apresaba. Pero como el temor a que notara
mi erección ya no existía, la aparté sin preocuparme si se despertaba o no.
Ahora lo que urgía era ir a limpiarme, pues a pesar de que ahora toda la leche
había quedado dentro del bóxer, era probable que ella pudiera percibir el olor,
lo que sería mucho más grave, pues descubriría que me estaba masturbando
teniéndola a ella al lado.
Saqué otra ropa interior del
ropero. Fui al baño. Me limpié con papel higiénico, y después me lavé en la
piletita. Me cambié de bóxer y volví al cuarto.
Encendí la luz de mi celular, y
apunté a donde estaba Nadia. Seguía durmiendo. No tenía idea de que tuviera un
sueño tan profundo. Se veía con una tranquilidad contagiosa. Como si estuviera
en paz con el mundo. Además, se veía muy hermosa. No quería molestarla, así que
apagué la linterna, y dejé el celular en la mesa de luz, donde estaba el
canasto con los pañuelos usados.
Me metí en la cama de nuevo. La
abracé. Ahora sí, dormí como un bebito. A la mañana aún estaba en mi cama.
Capítulo
9
Sentí cómo Nadia se separaba de
mí. A pesar de que intentaba ser sigilosa, los movimientos del colchón y de la
ropa de cama me advirtieron de lo que pasaba. Era raro, pues luego de hacerme
aquella paja, había caído en un profundo sueño. Supuse que quizás lo que
realmente me había hecho despertar era la ausencia del calor corporal de Nadia.
Abrí los ojos. Los rayos del sol ya se filtraban por las pequeñas aberturas de
la persiana. La miré. Estaba parada al lado de la cama, bostezaba, y estiraba
todo su cuerpo como consecuencia de la fiaca que aún sentía. La espalda se
arqueó, los brazos se estiraron, las piernas parecieron tensarse, los pechos
avanzaron, sobresaliendo aún más de lo que ya de por sí sobresalían. Hasta en
los gestos más cotidianos mi madrastra dejaba relucir su sensualidad.
— Al final
me quedé dormida acá —comentó, cuando notó que la estaba mirando—. Igual, por
lo visto ni te enteraste —agregó después.
— No, no
me di cuenta. Pero está todo bien —respondí, mintiendo.
Recordé la paja que me había
hecho mientras ella dormía, y luego su mano posándose sobre mi verga erecta. La
mano de Nadia presionándola, hasta que la eyaculación no pudo ser contenida.
— ¿Te
sentís mejor? —preguntó, apoyando la mano en mi frente—. La fiebre casi se te
va —comentó.
— Ya me
siento mucho mejor —dije—. Aunque todavía algo cansado. Vos no tenés ningún
síntoma —afirmé después.
— No, por
lo visto soy una superheroína asintomática —comentó en broma, mostrando
los músculos de sus brazos. Luego se marchó. Quizás por primera vez, sentí la
soledad de mi habitación.
Realmente
ese sueño había sido reparador. La peor parte de mi enfermedad había quedado
atrás después de esa noche de caricias tiernas y de paja furiosa. Pero no fue
solo eso lo que hacía de esa noche algo especial, algo diferente a todos los otros
días, los cuales ya de por sí eran atípicos.
Esta
era la primera vez que reconocía para mí mismo que Nadia me atraía mucho. Era
cierto que las circunstancias me obligaban a verme enredado en situaciones
sumamente eróticas, y que cualquier otro tipo que estuviera en mi lugar no
soportaría ni la mitad de lo que yo estaba soportando. Pero también era cierto
que, por mucho que me pesara admitirlo, no solo estaba acostumbrando a tener a
esa mujer moviendo su perfecto culo por toda la casa, sino que disfrutaba de
tener ese privilegio. No obstante, este sinceramiento conmigo mismo no hacía
más que complicar las cosas, pues no dejaba de ser mi madrastra, y estaba
decidido a nunca acostarme con ella. Estos pensamientos me fueron empujando
hacia otros, un tanto más molestos e incómodos. Así como repentinamente acepté
la atracción hacia Nadia, también surgió un fuerte sentimiento de contrariedad
hacia todas las prácticas que llevábamos a cabo. De repente, las excusas que me
había dado ella, y las que yo mismo me había inventado, perdían fuerza y no
resultaban para nada convincentes. No por primera vez me pregunté qué hubiese
pensado si hacía un par de meses —o incluso hacía un par de semanas—, alguien
me dijera que me sucederían todas esas cosas con mi propia madrastra. La
respuesta, a priori, era obvia: no habría manera de creerlo.
Además, había otra cosa en la que había
pensado muchas veces, pero ahora la veía con mucha mayor claridad: Nadia estaba
perfectamente consciente de cómo me excitaba cuando la veía media desnuda, o cuando
la tocaba, y de lo difícil que me resultaba contener esa excitación y lograr
que no se materializara en mi cuerpo. Lo sabía perfectamente, y aun así, jugaba
conmigo. ¿Hasta qué punto era necesario que ponga a prueba el hecho de que
podía confiar en mí? ¿No lo había demostrado ya de sobra? Cualquier otro se
hubiera sobrepasado ya en el primer día, cuando ella necesitaba que le pasara
protector solar por todo el cuerpo. Realmente no era necesario que hiciera
todas esas cosas que hacía. Lo de cuidarme la noche anterior resultaba entonces
una actitud no tan altruista como parecía en un principio.
No
obstante, a pesar de tener este torbellino de nuevos pensamientos y emociones,
no pensaba mostrar mi malestar, al menos en principio.
Al
mediodía hice un esfuerzo considerable por levantarme e ir a almorzar al
comedor.
— No hacía falta que te levantes, tontito —dijo ella—. Te
iba a llevar la comida a la cama.
— Es que ya me estoy sintiendo un inválido ahí adentro
—comenté—. Además, ya estoy mucho mejor.
La
verdad era que no estaba ni de lejos en el estado del día anterior, pero así y
todo, me faltaba bastante para estar bien. Cuando me levanté de la cama me di
cuenta de que ese simple acto requería de un esfuerzo mucho mayor del que había
imaginado. Mi cuerpo estaba completamente debilitado. Por suerte la garganta ya
no se sentía tan mal, y la congestión había disminuido muchísimo. En la mesa
había milanesas con puré mixto.
Nadia acarició mi cabello, con la
misma ternura con la que lo había hecho por la noche. Eso produjo un violento
sentimiento contradictorio en mí. Por un lado, esa simple caricia, resultaba
sumamente tierna y desinteresada, pero por otro, se agolparon en mi cabeza
todas las cavilaciones que había hecho unos momentos antes. Estaba claro que ella
no podía albergar verdaderos sentimientos maternales hacía mí. Nadia apenas me
llevaba ocho años. Esos eran menos años de los que papá le llevaba a ella. Realmente
no correspondía que me mimara de esa manera.
— Y cómo te conquistó el viejo —largué de repente, antes de
meterme un pedazo de milanesa en la boca.
Tal vez
lo hice porque quería pensar en otra cosa, pero la verdad es que era una
pregunta que me venía haciendo hace tiempo, y que me generaba mucha curiosidad.
— ¿Nunca te lo contó? —preguntó ella a su vez.
— Cuando me contó que salía con vos, di por sentado que
eras una más en su larga lista. No lo tomes como algo personal, pero ya sabrás
cómo era el viejo —dije, hablando con la boca llena—. Así que la verdad es que
nunca me molesté en averiguar sobre su historia de amor. Pero ahora me picó la
curiosidad. Y no creas que es porque tengo ganas de escuchar un relato cursi,
sino porque de verdad no entiendo, cómo es que…
— ¿Como es que un hombre puede tener algo serio conmigo?
—preguntó ella, con la mirada más triste que enojada.
— Bueno, no es que no crea que lo merezcas, pero
convengamos en que no cualquier hombre podría tolerar salir con una mujer que
debe tener dos mil pretendientes —dije, para luego interrumpirme para tomar un
trago de agua—. Pero en realidad lo que más me intriga es saber cómo es que vos
elegiste al viejo, habiendo tenido tantas opciones.
Nadia
había esbozado una sonrisa, ahora se mostraba más predispuesta a hablar.
— La cosa es mucho más simple de lo que imaginás —dijo.
— ¿Ah, si?
— Las mujeres como yo,
al igual que todas las demás, buscamos una sola cosa en los hombres. Una cosa
que está por encima de todo lo demás.
— Y cuál es esa cosa —quise saber.
— Que nos amen incondicionalmente —dijo ella—. Y disculpame
si es una respuesta cursi para vos. Pero es así la cosa. Yo tenía muchos
pretendientes, eso es cierto. Pero los pocos que verdaderamente se animaban a
seducirme, no tardaban en mostrarse inseguros o celosos, ya sea porque veían
que al estar conmigo la competencia siempre sería dura, o porque se enteraban
de mi trabajo, o porque no soportaban ir de la mano con una mujer a la que todo
los hombres se daban vuelta a mirar. A Javier en cambio, eso lo traía sin
cuidado. Lo único que le importaba era hacerme sentir bien. Tanto así, que
cuando le conté lo de mi trabajo, me ayudó con las fotos y los videos. Es
cierto que le gustaba pavonearse frente a sus conocidos, usándome como si fuera
una especie de trofeo, pero nunca le recriminé eso.
— Claro que no, si vos misma tenés una faceta egocéntrica
—opiné—. A vos misma te gusta mostrar tu cuerpo. Exhibirlo, para que todos te
miren y te deseen.
— Cuando tenés razón, tenés razón —admitió ella.
No
hablamos mucho más que eso. Ella, al igual que yo, se veía ensimismada. En mi
caso, me preguntaba si sería capaz de mantener una relación con alguien como
Nadia. Una pregunta a la que no le encontraba respuesta. Mi madrastra, por su
parte, no dejó traslucir qué era aquello que la mantenía sumida en la
meditación. Aventuré a pensar que quizás, entre sueños, había sentido mi
potente erección, y se había quedado con la duda de si yo me percaté de eso o
no. Pero era imposible de saberlo.
Volví a
la cama, para recuperar las fuerzas que me faltaban recuperar. Tenía la
esperanza de que al día siguiente ya me sentiría prácticamente normal. Sin
embargo, el hecho de que estar acostado, sin tener sueño, me hizo divagar nuevamente
sobre los sucesos de la última semana. Realmente parecía que habían pasado,
como mínimo, unos cuantos meses. La relación con mi madrastra había pasado de
la enemistad unilateral que había impuesto yo, a una extraña complicidad que se
hacía más fuerte cada día que pasaba.
No
obstante, no dejaba de sentirme contrariado. Nadia buscaba todo el tiempo
generar situaciones eróticas. Siempre lo hacía con la excusa de que era por su trabajo, pero debía de saber que yo no
era de madera. No podía dejar de preguntarme si de verdad no se había percatado
de que había estado palpando mi verga erecta. Incluso si en principio estaba
dormida, me costaba creer que en algún momento no se despertara, sintiendo
tremenda dureza en sus manos.
Una vez
más, me vi derrotado por mis propios instintos, y es que ya me encontraba
nuevamente con una potentísima erección. Desde que había cortado con mi
exnovia, parecía que me calentaba con mucha facilidad. Pero esta excitación
tenía algo muy diferente con respecto a todas las otras veces que tuve mi verga
tiesa a causa de mi madrastra. En esta ocasión, mi verga me exigía respuestas.
Y sobre todo, me exigía dignidad.
Me
levanté de la cama, con una resolución que hacía mucho no sentía. Hasta ahora
había jugado su juego. Había hecho las cosas al pie de la letra a como ella las
imponía. Sólo en una ocasión me había animado a tomar la iniciativa. Bien que
se merecía esas nalgadas que le había dado. No era más que una caprichosa que
necesitaba que de vez en cuando la pusieran en su lugar. Pero eso no bastaba,
porque incluso esos azotes terminaban siendo parte de sus juegos. Hasta podría
jurar que los había disfrutado. Necesitaba darle una dosis de su propia
medicina.
Sin
embargo, si bien mientras salía de mi habitación, pensaba en todo esto, no era
ni el enojo ni la indignación lo que me instaban a ir por Nadia. En esta
ocasión lo único que me impulsaba a actuar, era una profunda necesidad de saber
la verdad.
No la
encontré, ni en el living ni en la cocina. Me dispuse a ir a su cuarto, cuando
escuché que la ducha estaba funcionando.
Entré
sin avisar.
— León ¿sos vos? —preguntó ella.
— Y quién más iba a ser —dije yo, corriendo la cortina,
para encontrarme con mi madrastra, como dios —o el diablo—, la trajo al mundo.
— ¿Qué hacés? No quiero que me veas así ahora —dijo ella,
totalmente empapada, y totalmente en pelotas. Se cubrió las tetas con las
manos, pero luego pareció recordar que su entrepierna también estaba desnuda,
por lo que cerró los muslos, escondiendo así sus labios vaginales, aunque no
logró cubrir su pelvis, que ahora tenía una mata de vello castaño.
— Pero si vos hasta me ayudaste a bañarme —dije yo,
recordando el semen que patéticamente se perdía por la rejilla, mientras ella
apuntaba el chorro de agua a mi verga fláccida.
— Eso fue diferente. Vos necesitabas ayuda —respondió ella,
sin dejar de cubrirse, aunque de a poco parecía menos escandalizada.
— Pero si yo también vine a ayudarte —dije—. Estuve pensando
que un video duchándote causaría sensación entre tus seguidores. No tenés
ninguno así ¿cierto?
— Puede ser que tengas razón, pero ya hablamos de esto. No
me gusta que me impongas cosas que no tengo ganas de hacer. Quizás en otro
momento…
— Pero si vos ayer te metiste en mi cama incluso cuando te
dije que quería dormir —retruqué yo—. El respeto debería ser mutuo. ¿No?
— Es que creí que… —dijo ella, interrumpiéndose. Cerró la
llave del agua—. Creí que te iba a hacer bien. Y de hecho, así fue. Por eso lo
hice. Seguí mis instintos. Tuve buenas intenciones. Así que…
— Y yo creo que te va a beneficiar hacer un video mientras
te duchás. Yo confíe en vos, y te dejé dormir en mi habitación. ¿Acaso no podés
confiar en mí?
— Sí —dijo, dubitativa—. Pero… No sé. Estás raro.
— Todo esto es raro —afirmé.
— Okey —respondió, sumisa, aunque una sombra de duda
nublaba su rostro.
Ya se
estaba terminando de bañar, por lo que su cuerpo estaba enjuagado, sin rastros
de espuma. Abrió la llave de la ducha nuevamente. Un potente chorro de agua en
forma de lluvia cayó sobre su escultural figura. Enfoqué con la cámara del
celular, manteniendo cierta distancia, para que no le alcance el agua. Ella dio
la espalda. En el medio de las pomposas nalgas, la piel se tornaba pálida. Era
una línea fina que podría ser cubierta con una de las diminutas tangas que
tenía en su guardarropa. Giró para mostrar su rostro, pero sin que su trasero
saliera de la escena. Sonrió, aunque yo podía notar la contrariedad que había
en su mirada.
Luego
se inclinó, como si estuviera recogiendo algo del suelo. Ahora su monumental
ojete avanzaba, a la vez que yo me acercaba para que esos dos cachetes macizos
ocuparan toda la pantalla. Me tomé la molestia de hacerlo un poco de perfil,
para que el ano no saliera en cámara, pues el material de Nadia solía ser un
tanto soft, como si lo pornográfico fuera de mal gusto para ella.
— ¿Ya fue suficiente? —dijo, con cierto temor en su voz.
— Salió muy bien —dije—. Pero se me ocurren un par de cosas
más.
Dejé el
celular sobre el borde de la pileta, asegurándome de apoyarlo en un lugar que
no estuviera mojado. Me quité el pantalón y la remera, y, ante su mirada de
asombro, me metí en la bañera junto a ella.
— ¿Qué vas a hacer? —preguntó, con cierto recelo, sobre
todo cuando notó mi evidente erección.
— Date vuelta —dije, ya que se había puesto de nuevo de
frente.
Mi
madrastra, algo confundida, me obedeció. Cerré la llave del agua.
— Es mejor que le demos mayor realismo a esto de la ducha
—dije.
Agarré
el jabón que había usado ella hacía unos minutos. Me acerqué un poco más a Nadia,
y me incliné. Ahora tenía su trasero a centímetros de mi rostro. Verlo de cerca
me hacía percatarme con mayor nitidez tanto de su perfecta redondez, como de su
firmeza, y sobre todo, de su profundidad.
Nadia
me miraba desde arriba, había girado su torso, con un movimiento de la cintura,
no obstante, su trasero continuaba a mi merced. Sentí que mi verga palpitaba,
como si la sangre hubiera corrido por ella, durante un instante, en una
cantidad impresionante, y a una velocidad de vértigo. Froté el jabón una y otra
vez sobre mi mano, haciéndolo girar, produciendo espuma.
— Eso podría hacerlo yo —comentó ella.
— Pero no hace falta. Para eso estoy yo, para ayudarte. Vos
me ayudás cada vez que podés. Lo menos que puedo hacer es esto —dije.
Dejé el
jabón a un lado, y llevé mi mano a una de sus carnosas nalgas. Hice movimientos
circulares sobre ella. Ahora mi mano sentía nuevamente la dureza de esos
glúteos, pero esta vez, el hecho de que la textura fuera tan resbaladiza, hacía
que la experiencia fuera diferente a todas las anteriores. El trasero ya había
quedado cubierto de espuma, pero aun así, no podía dejar de masajearlo. Se
sentía demasiado bien. La dureza y la suavidad en simultáneo, percibidas a
través de mi mano enloquecida.
Luego ocurrió un accidente. Como si se
tratara de un auto que conducía a toda velocidad sobre un asfalto mojado y se
desviaba peligrosamente de la carretera, en el constante masaje que le hacía a
esa esfera de carne, mi mano hizo un movimiento más rápido de lo aconsejable, y
siguió de largo, cosa que hizo que mis dedos se enterraran en esa
increíblemente profunda zanja que tenía en medio de los glúteos. Sin embargo,
Nadia ni se inmutó siquiera al sentir las extremidades violadoras, de las
cuales con una incluso llegué a sentir el anillo de cuero que anunciaba la
localización del ano. Un poquito más de potencia en el movimiento, y el dedo en
cuestión se hubiera enterrado en orificio más estrecho y más oscuro de mi
madrastra.
Me detuve, sabiendo que si continuaba
magreando ese trasero, todo el esfuerzo por contenerme que había hecho hasta el
momento, sería tirado a la basura. Me enjuagué la mano en la pileta, y me
sequé. Luego agarré el celular y volví a la bañera. Me puse en cuclillas y desde
esa posición, le saqué varias fotos al culo
enjabonado de mi madrastra.
— Gracias —dijo ella, con un tono de voz que no dejaba
traslucir ninguna emoción—. Con eso va a ser suficiente.
— Arrodillate —dije.
— ¿Ahora qué querés hacer? —preguntó Nadia.
— Arrodillate —repetí.
No
volvió a preguntármelo. Se puso de rodillas, sobre el duro piso, dándome la
espalada, asegurándose de levantar el culo un poco, para que saliera en todo su
esplendor. Abrí la llave de la ducha, y me alejé un poco.
Ahora
mi madrastra recibía el líquido tibio sobre ese cuerpo perfecto, que le traía
tantos beneficios como molestias. Encendí la cámara de video. La espuma que
había en su trasero no tardó en enjuagarse, y perderse por la rejilla de
desagüe. Nadia giró para mirar a cámara. Lucía una cara provocadora, aunque no
era esa provocación descarada que solía mostrar en su contenido. Era un gesto
hecho más bien por obligación. No estaba del todo entusiasmada con lo que
estaba haciendo, pero seguía al pie de la letra cada cosa que le indicaba, y
jugaba muy bien su papel de hembra calientapijas. Había en ella un sometimiento
que nunca creí que vería, y que me
instaba a sacar provecho de él.
Sin
embargo, cuando vio que ya pasaron varios minutos y yo seguía grabándola, ella
misma tomó la iniciativa de concluir con esa filmación. Cerró la llave, y se
dispuso a salir de la ducha. En ese momento, y sin analizarlo mucho, tomé la
decisión que probablemente era la más arriesgada hasta ese momento. Evité que saliera,
agarrándola de la muñeca.
— ¿Qué te pasa? —preguntó ella—. Me estás asustando.
— Ayer, cuando dormimos juntos… —dije, sin terminar la
frase, pero sin soltarla de la muñeca tampoco.
— Ayer qué —dijo ella.
— ¿No te acordás de lo que pasó? —pregunté.
— No pasó nada. Dormimos juntos, como dos adultos que tienen
en claro cuál es su relación —respondió ella, haciendo que mis sospechas se
intensificaran, pues sentía que me estaba dando una respuesta esquiva, que en
verdad no decía mucho.
— ¿Y cuál mierda es nuestra relación? Porque yo no tengo ni
puta idea —dije, exasperado.
— León, me estás lastimando —se quejó ella.
Disminuí
la presión que estaba ejerciendo con mi mano, pero en cambio, la agarré de la
cintura y la empujé, hasta ponerla contra la pared. Me acerqué a ella. Sus
tetas fueron aplastadas por mi torso, a la vez que le hice sentir la dureza de
mi verga.
— ¿Te parece divertido ponerme así todos los días? Evidentemente
lo hacés a propósito. ¿Te parece normal?
— No lo hago a propósito —balbuceó ella—. Yo trabajo de
esto, y pensé que vos eras diferente. Pensé que podías entenderlo.
— ¡Entender una mierda! Yo no soy fotógrafo, ni artista, ni
nada —la presioné más con mi cuerpo—. Anoche me masturbé mientras dormías a mi
lado —dije, sin sentir ningún poco de pudor. Supuse que quizás después me
arrepentiría de mi brutal sinceridad, pero en ese momento todo me importaba un
carajo.
— Hubiese preferido no saberlo —dijo ella.
— ¿Sabés por qué lo hice? —pregunté.
— ¿Por qué, León?
— Porque si no me desahogaba de esa manera, no iba a poder
contener las ganas que tenía de cogerte en ese mismo momento.
— Entonces quizás hiciste bien en masturbarte —comentó ella.
De repente se sumió en un silencio que, dadas las circunstancias, me pareció
muy largo—. Ahora me doy cuenta —dijo al fin—. Te estuve presionando demasiado.
A partir de ahora ya no voy a molestarte más. Creo que… creo que necesitaba un
aliado, un compañero… Gracias… digo, aunque suene raro, gracias por masturbarte
en lugar de aprovecharte de mí. Sos un buen chico, tal como lo había pensado.
No debí presionarte tanto. Es que a veces soy tan insegura…
Viéndolo
en retrospectiva, era una situación surreal, y eso que ya había pasado por todo
tipo de situaciones raras con ella. Ahora tenía a mi madrastra en pelotas, con
su cuerpo húmedo y su cabello chorreando agua, arrinconada por mí, con la verga
tiesa clavándose en su ombligo, como si fuera una navaja con la que la
amenazaba. Y ella, si bien se mostraba asustada, el sentimiento que parecía
imponerse era el de la culpa.
— Tampoco creas que para mí es fácil —siguió diciendo—. Yo
también siento cosas. Yo también sufro el encierro y la soledad. Tenemos que
poner fin a esto. Es toda mi culpa, lo reconozco. Pero ahora por favor, dejame
irme, no hagas algo que luego no pueda perdonarte. No quiero odiarte. Sos el
único… sos el único en el que puedo confiar.
Esas
últimas palabras las oí pero no les presté mucha atención. Lo primero que dijo
fue lo que más me dio en qué pensar. Para ella tampoco había sido fácil. Nunca
había pensado en eso. Nunca se me había ocurrido que mientras yo me mataba a
pajas pensando en ella, Nadia podría estar experimentando algo, sino igual, sí
parecido.
Retrocedí
un poco, pero sin darle espacio a salir todavía. Y entonces vi algo de lo que
me tenía que haber dado cuenta antes. Los pechos de mi madrastra estaban
hinchados, y los pezones se habían endurecido, y ahora eran mucho más
puntiagudos. Tenían un aspecto notablemente diferente a cuando había corrido la
cortina para encontrarme con ella.
Nadia
estaba caliente.
Extendí
la mano, y agarré uno de los pezones con dos dedos. En efecto, se sentían duros
y estaban erectos. Nadia se estremeció.
Apoyó su espalda en la pared, ya no instada por la presión de mi cuerpo, sino
que parecía que se había rendido. Apreté nuevamente el pezón, y froté los dedos
con fuerza en ellos, como si quisiera exprimirlos. De su garganta surgió un
sonido que nunca había escuchado de ella: mi madrastra gimió de placer.
— ¿Se siente bien? —le pregunté.
— Sí —respondió ella.
Había
agachado la cabeza, como si sintiera vergüenza de mirarme a la cara. No
obstante, ya había dejado de lado su intención de marcharse.
— lo hiciste a propósito ¿no? —pregunté. Ella pareció
desconcertada, pero no dijo nada—. Anoche, cuando me tocaste la verga. Estabas
despierta ¿No?
— Al principio no. Pero de repente sentí tu… y bueno… —dijo
ella, dejando inconclusa la frase. De todas formas, lo que importaba era que me
estaba confesando la verdad. La intimidad que teníamos en ese momento, parecía
instarla a ser sincera, tal como yo lo había sido con ella.
— Y si te hubiera querido coger ¿Qué hubieras hecho?
— No lo sé. De verdad no lo sé —susurró, como si tuviera
miedo de que alguien más la escuchara—. Había pensado en irme corriendo a mi cuarto,
pero no lo sé.
Liberé
su pezón, lo que provocó que ella ahora me mirara, como preguntándose qué era
lo siguiente que haría. Entonces me bajé la ropa interior, y la tiré al otro
lado del baño. Mi verga estaba dura como el hierro, y erguida como mástil.
Nadia la miró. Se mordió el labio inferior, en un gesto instintivo. Tenía un
abundante vello pubiano. Era como una selva oscura desde donde se erigía un
tronco atravesado por venas.
Y
entonces me alejé de ella. Di unos pasos hacia atrás, hasta el otro extremo de
la ducha. Me apoyé en la pared, tal como se encontraba Nadia en ese momento, y
empecé a masturbarme. Mi madrastra pareció confundida, aunque por otra parte,
no podía sacar la vista de mi verga.
— ¿Pensaste que te iba a coger? —dije, mientras empezaba a
masajearme—. Si estás caliente, te la vas a tener que arreglar como yo lo vengo
haciendo desde hace rato.
— ¿Qué es esto? ¿Una venganza? —preguntó ella.
— Digamos que quiero que por una vez sientas lo que yo
sentí muchas veces.
Nadia
miró hacia la puerta, como si se le hubiera pasado por la cabeza irse de ahí.
Pero en el último momento cambió de opinión. Se quedó donde estaba. Su mano,
con una lentitud que parecía ensayada, se deslizó por su abdomen, para ir
subiendo, hasta llegar a sus pechos. Y entonces empezó a masajear la misma teta
a la que yo le estuve estrujando el pezón hacía apenas unos minutos. Mi verga
dio un salto al ver esta imagen, ya demasiado estimulante. Estaba claro que
ella lo hacía a propósito. Se había molestado por el hecho de que yo decidí no
concretar lo que parecía que iba a hacer. Ahora ella pretendía provocarme
nuevamente, mostrándome cómo se masturbaba. Quizás creyendo que yo no toleraría
ese grado de excitación y finalmente decidera poseerla, cosa que ella
aprovecharía para devolverme con la misma moneda, negándose a tener sexo
conmigo.
Pero yo
no iba a caer tan fácilmente. Había decido tomar ese camino, y lo seguiría
hasta el final. Además, si ya había aguantado durante todo este tiempo, sólo
debía hacer un poco más de esfuerzo. Porque era cierto, y ahora no podía dejar
de reconocerlo: desde el día uno en el que empecé la convivencia con Nadia, no
hice otra cosa que reprimir las ganas que tenía de cogérmela. Lo había logrado
hasta tal punto de creerme yo mismo mis propias mentiras.
Ahora
Nadia llevó la otra mano a su entrepierna. Estaba convencido de que iba a
hundir sus dedos en su vagina. Sin embargo, se limitó a hacer movimientos
circulares en su clítoris, con una intensidad que iba, de a poco, en aumento.
Vi sus
labios abrirse y cerrarse, su pecho inflarse y desinflarse, evidenciando que su
respiración se estaba tornando agitada. Su mirada seguía clavada en mi verga, como
si la hubiese hipnotizado con ella, la cual estaba roja, ya lista para expulsar
la leche de mis testículos.
Pero no
fui yo el primero en alcanzar el éxtasis. Nadia empezó a gemir, cada vez
evidenciando un mayor gozo. La había visto muchas veces desnuda, pero era la
primera vez que la veía en un acto sexual. Su excitación hacía que se vea
incluso más sexy que en circunstancias normales. Sus ojos estaban como
embriagados, todos los músculos de su cuerpo parecían haberse tensado. Tiró la
cabeza para atrás. Ahora sus gemidos eran menos espaciados unos de otros.
Sonaban más salvajes, más violentos. No me caben dudas de que algún vecino
podría escucharla, aunque lo cierto es que eso no es algo que haya pensado en
ese momento, porque en ese momento lo único que existía era mi madrastra, con
la mano en la entrepierna, alcanzando el
clímax, con un orgasmo que pareció enloquecer cada célula de su cuerpo, al
punto de hacerla estallar en un escandaloso grito de gozo, que ya no solo
podrían escuchar los vecinos de los departamentos más cercanos, para luego caer
de rodillas en el piso.
Se
quedó un rato así, mientras yo sentía que mi propio orgasmo ya era inminente.
Abrió la llave de la ducha, y dejó caer el agua tibia desde su cintura para
abajo. Se limpió su sexo. El agua que corría, y rosaba mis pies antes de ir a
parar al desagüe, iba mezclada con los flujos vaginales de Nadia. Fue cuando vi
esta imagen que ya no pude —ni quise—, contener la eyaculación. El semen salió
con tanta potencia, que un fino chorro alcanzó el trasero de mi madrastra. Ella
me miró con fastidio.
— Fue sin querer —dije.
Entonces
dejó caer el agua en su culo. El semen que había impactado ahí, junto con el
resto que estaba en el piso, se fue perdiendo de a poco por el desagüe, aunque
no desapareció inmediatamente, pues dada su consistencia, no era fácil que se
metiera en las hendiduras de la rejilla.
Me
acerqué a Nadia. Agarré el jabón nuevamente, y lo pasé por la nalga que se
había manchado con mi semen.
— No hace falta, yo me arreglo sola —dijo ella.
— Pero si ya te acaricié el culo montones de veces. Ahora
no nos pongamos tímidos —dije.
Froté
con movimientos circulares ese turgente cachete, hasta que se enjuagó por
completo. Luego, sin previo aviso, le di una nalgada.
Nadia
salió de la ducha, y se envolvió con un toallón. Me miró atentamente, aunque no
pude dilucidar si esa mirada reflejaba enojo, decepción, satisfacción, miedo, o
todas esas sensaciones a la vez.
Aproveché
para darme una ducha. No pude evitar pensar que, ahora sí, todo se había ido a
la mierda.
Continuará
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