miércoles, 16 de marzo de 2022

Mi odiosa madrastra, capítulo 10

 



Capítulo 10

 

               Durante el resto del día Nadia estuvo distante. Pero por esta vez no me preocupó en lo más mínimo, ya que yo mismo sentía muchas ganas de estar solo, y de no hablar sobre lo que había sucedido.

               Habíamos pasado un límite, era cierto. Pero también era cierto que desde que comenzó nuestra tumultuosa convivencia habíamos sobrepasado muchos límites, sólo para que luego dichos límites simplemente se corrieran un poco más lejos. Ahora el límite parecía haberse movido de nuevo. Esa fue mi primera impresión. A esa idea me había aferrado. Pero pensándolo de manera más detenida, me di cuenta de que en este caso había algo diferente: parecía que nos encontrábamos en el límite final, en el límite de los límites. No sólo nos habíamos masturbado juntos, sino que ella me confesó que había estado despierta, aunque fuera por un momento, cuando su mano palpó mi verga erecta. Y yo mismo le había confirmado que me había masturbado mientras ella dormía a mi lado… ¿Qué seguía después de todo lo que habíamos hecho juntos? La respuesta era clara: coger.

Nadia ya no podría subir la vara. No podría encontrar una excusa para provocarme, pues ya había sucedido de todo entre nosotros. Incluso había eyaculado sobre ella. Yo tampoco podría ir más allá de acariciar sus pezones y manosear su trasero, ya no había nada entre el medio de eso, y de tener relaciones sexuales. Ya no nos quedaba margen para el histeriqueo. Ambos estábamos conscientes de ello, y creo que, al menos en parte, era por eso que decidimos mantenernos distanciados. Aunque claro, en un espacio tan reducido como un departamento de tres ambientes, a lo que se le sumaba la imposibilidad de salir de ahí, ya que ambos teníamos coronavirus, ese distanciamiento era difícil de sobrellevar.

               La cosa se había ido a la mismísima mierda, y yo, con mi actitud hipócrita, no había hecho más que propiciar ese hecho.

               A la hora de la cena me encontré con que Nadia ni siquiera había cocinado. No me iba a morir por un día que no lo hiciera, pero podría haberme avisado al menos. Me preparé unos huevos revueltos, y le pregunté a ella, que estaba mirando una película, si quería que le hiciera algunos.

— No gracias, ya comí —dijo, sin si quiera mirarme.

               Me daba la sensación de que tenía un enojo que no terminaba de decidirse a exteriorizar. Sus labios estaban apretados, y tenía la vista clavada en el televisor, aunque algo me decía que no estaba prestando atención a lo que veía.

               Cené en silencio, sintiendo una soledad que no sentía hacía tiempo. Pero estaba dispuesto a soportarla. Ya se le pasaría el berrinche a mi madrastra.

               Pero no se le pasó. Al otro día intensificó su frialdad. No era hostil, pero se notaba que evitaba todo lo que podía el contacto conmigo. Otra cosa que fue característica de esos días en los que ambos transitábamos la primera etapa de nuestra enfermedad, fue que ella dejó de vestirse de manera provocadora. Era cierto que ya comenzaba a hacer frío, y que debía cuidarse para no pescar otro virus y que este se superponga con el Covid, pero es que ni siquiera usaba esos pantalones y esos suéteres que le quedaban totalmente ajustados al cuerpo. Ahora andaba con una bata todo el día. Me había malacostumbrado a verla luciendo su sensualidad en todo momento, por lo que me sorprendí a mí mismo extrañando poder disfrutar de cómo iba y venía por la casa, con ese escultural orto enfundado en algún short diminuto, o simplemente con una tanguita.

— ¿Y cómo te fue con esos videos en la ducha? —le pregunté al atardecer.

               En realidad ya sabía que aún no los había subido, pero sólo quería hacer conversación.

— Bien —dijo Nadia, y me dejó sólo en la sala de estar, con la palabra en la boca.

               Ya para el otro día no aguanté más su enojo reprimido, ni sus respuestas lacónicas.

— Bueno, me vas a decir qué carajos te pasa —le dije apenas me levanté y noté que continuaba con la misma actitud.

— Nada… —dijo, dispuesta a cortar la conversación nuevamente, pero luego pareció cambiar de opinión—. Bueno, en realidad ya te lo dije el otro día. Me equivoqué. No tenía que haber hecho todas esas tonterías que hice. Al final nos terminamos usando mutuamente como si fuéramos un instrumento para el otro. No está bueno que actuemos así. Apenas me recupere voy a vivir a lo de una amiga. Me voy tranquila, porque sé que, con todos los defectos que puedas tener, sos una persona muy honesta, y puedo confiarte este departamento.

               Estábamos en la cocina, y ella se disponía a dejarme sólo una vez más. La agarré de la muñeca para detenerla.

— Qué boludeces estás diciendo, vos no te vas a ir a ninguna parte.

               De manera totalmente inesperada, me dio un cachetazo con el que me hizo dar vuelta la cara. Cuando volteé a verla de nuevo, me encontré con su cara, no enojada, pero sí con una determinación con la que no la había visto nunca.

— Vos no me vas a decir lo que tengo que hacer con mi vida —sentenció, y ahora sí, se marchó.

               A la noche hice una videollamada con los chicos. Era la primera vez en la que era yo mismo el que convocaba a una reunión. Necesitaba saber la opinión de alguien más, y ellos, por más tontos que pudieran parecer a veces, eran mis únicas personas de confianza. Les conté de manera resumida que había sido yo el que grabó los últimos videos de mi madrastra —incluso el del supermercado—, y finalmente lo que había pasado tanto en la noche en la que dormimos juntos, como lo ocurrido en la ducha.

— Mirá la que te tenías guardada Leoncito —dijo Edu, quien, a pesar de querer mostrarse irónico, de verdad se notaba tan sorprendido como celoso de mi suerte.

               Pasaron algunos minutos de burlas y felicitaciones, hasta que empezaron a hablar enserio.

— Pero ¿Por qué no te la cogiste? —preguntó Edu, con un visible rostro de aflicción.

— No sé. Creo que en el fondo no quería hacerlo. Y una vez que acabé… digamos que ya estaba más calmado.

— Te equivocaste amigo —acotó Toni—. Lo peor que le podés hacer a una mujer es no cogértela cuando está dispuesta a hacerlo. Ahora te debe odiar por eso. No le creas nada de esas pavadas que dice sobre que se equivocó y bla bla bla. Esa mina lo que quería era verga, y vos no le cumpliste. Para tu madrastra ahora sos peor que un eyaculador precoz. ¡Sos un tipo que no se la coje! ¡Estás loco Luchito! —terminó de decir, a los gritos.

— ¿Y vos que sabrás de mujeres? —Intervino Joaco—. Además, no se olviden que esta mina salía con el viejo de León. Yo entiendo que te puedas sentir atraído por ella. Es una mina que está buenísima, y vivir con alguien así debe ser muy tentador. Pero te estás metiendo en un terreno peligroso, y no te lo digo desde un punto de vista moral.

— De qué estás hablando —pregunté.

— Que una mina que le calienta la pija al hijo de su expareja, quien además falleció hace apenas unos meses, no debe estar muy bien de la cabeza. Es una mujer inestable. Le gusta el quilombo, le gusta lo prohibido.

— ¿Y eso que tiene de malo? —lo escuché decir a Edu, pero apenas le presté atención. Me quedé pensando en lo que dijo Joaco.

               Era la primera vez que lo veía desde ese punto de vista. Ciertamente, me había dado cuenta de que lo de Nadia no era normal, pero nunca le presté la atención que se merecía, ni lo analicé de manera profunda. Además, yo mismo le seguía la corriente siempre que me pedía o proponía algo. Pero si me lo ponía a pensar, Joaco tenía razón. Nadia era una mujer demasiado excéntrica en ese sentido. Y ahora había otra cosa que me hacía poner en alerta: si realmente tenía la posibilidad de vivir con una amiga, lo podía haber hecho desde un principio, y sin embargo se había decantado por compartir ese departamento conmigo.

               Realmente me sentía con demasiada información en la cabeza. Ya no quería pensar en nada. Les agradecí a los chicos el aguante. Dejé que pasara la tarde. Cuando se hizo de noche, esta vez Nadia cocinó, pero ella cenó antes de que yo fuera al comedor, para después meterse en el cuarto.

               Que se joda, pensé. Si le gustaba tanto estar encerrada, que se quedara en su cuarto para siempre. Yo me quedé en el living a leer hasta bien entrada la noche. Sin embargo, como mucho podía concentrarme en la lectura durante diez o quince minutos. Luego me embargaba el malestar por la actitud arisca de mi madrastra, y también me invadían los recuerdos de esos días de convivencia, tan cargados de erotismo y morbo. No podía dejar de pensar en la sensación que sentía cuando mi mano se posaba en su trasero, ya sea con una simple caricia, con un vulgar magreo, o con una contundente nalgada; y ni que hablar de esas tetas de pezones erectos, de esa pelvis con una pequeña mata de vello castaño, en ella completamente desnuda, bañándose, o con una diminuta tanga caminando ágilmente desde la cocina al living. Y de esa noche en la que dormimos juntos… Realmente habíamos vivido muchas más cosas de las que viví con la mayoría de las personas que conocía. Pero aun así, Nadia seguía siendo un misterio para mí. ¿Qué tenía en su cabeza? Recordé que me había dicho que para ella tampoco era fácil la convivencia, que ella también sentía cosas. ¿Estaría meditando en cosas similares a las que yo estaba pensando mientras estaba en su habitación?

               Sin pensármelo mucho, dejé el libro a un lado, me puse de pie, y me dirigí al cuarto de mi madrastra. No iba a aceptar que se fuera así como así. La idea, por algún motivo, me parecía aberrante. Me paré unos segundos frente a la puerta, como para decidir qué era lo que le diría, solo para darme cuenta de que no lo tenía en claro. Aun así, no retrocedí. Agarré el picaporte y lo hice girar.

               Pero la puerta estaba cerrada con llave.

— La reputísima madre que me parió —dije.

               No tenía idea de si me había escuchado o no. Volví al living, frustrado. Agarré mi celular para mandarle un mensaje, pero en ese momento se me hizo muy impersonal, además, así como me había sucedido hacía unos segundos, no sabía qué ponerle.

               A ese día le siguió uno igual, y luego otro, y luego otro. Eran días en los que Nadia me esquivaba, y me respondía con cortesía, pero sumamente escueta y carente de emociones. Días en los que andaba con demasiada ropa, y en los que cocinaba comidas poco elaboradas.

               A mí me ganaba el orgullo, y trataba de devolverle la frialdad que ella me transmitía, pero por la noche no aguantaba más, e iba hasta la puerta de su habitación, solo para encontrarla cerrada con llave.

               Así pasó más de una semana. Días repetitivos y solitarios. Joaco, y una amiga de Nadia —quien yo suponía que era la misma amiga que la albergaría en su casa—, se encargaban de traernos las cosas que necesitábamos. Lo bueno era que ya faltaba poco para cumplir con nuestro aislamiento. Una vez que tuviera el alta médica, pasaría más tiempo al aire libre. Ya me importaban un carajo las estrictas restricciones. Podía salir a caminar o a una plaza a pasar el rato. Mientras anduviera solo, no afectaría a nadie.

               El décimo día de positividad escuché a Nadia en una conversación.

— Sí Belu, en unos días ya puedo salir de acá y me voy a tu casa. No veo la hora de estar ahí —dijo, entre otras cosas, mientras revolvía una taza de té que se había preparado.

               Yo había ido a tomar un vaso de gaseosa, y me quedé, apoyado en la mesada, muy cerca de ella, oyéndolo todo.

— Un poco desubicado de tu parte escuchar conversaciones ajenas —dijo.

               En ese momento estallé.

— ¿Desubicado? ¿Desubicado? —repetí, con una creciente indignación que me hacía sentir atragantado—. ¡Desubicada vos que me tratás como si fuera un mueble! ¡Desubicada vos que andás diciendo que te morís de ganas de irte de acá, como si estuvieras viviendo con alguien que destestás! ¡Desubicada vos que te hacés querer para después abandonarme! ¿Te pensás que no tengo sentimientos?

               Estaba descontrolado. Me había puesto delante de ella, y le decía todo eso a los gritos. Sentía calor en todo mi rostro, por lo que es seguro que estaba colorado. También sentía ardor en mis ojos.

Nadia me escuchó, entre asustada y culposa.

— No era mi intención hacerte sentir así —dijo—. Es que creo que es lo mejor para pasar estos últimos días juntos… No hacer tonterías —explicó—. Pero quizás me sobrepasé. Es que no sé manejar muy bien estas situaciones —me agarró del brazo—. ¿Qué te parece si hoy vemos una película juntos? —propuso después.

— No me interesa tu lástima —dije, tajante—. Y tenés razón, es mejor que te vayas. Todo esto que hiciste fue muy perverso de tu parte —dije, sin aclarar mucho más que eso.

— Pero León, yo… —dijo ella, pero la dejé con la palabra en la boca, sintiendo una pizca de victoria al hacerlo.

               Después me mandó unos mensajes, pero yo, invadido por el resentimiento y el orgullo, ni siquiera me molesté en leerlos, sino que me limité a bloquearla.

               Cuando se hizo de noche, no pude evitar imaginar que vendría a transmitirme personalmente eso que decían los mensajes. Fantaseaba con que apareciera para pedirme disculpas con los ojos brillosos, a punto de llorar. Que me diría que de verdad me quería. O incluso quizás vendría a consolarme, todavía sintiéndose culpable por el estallido de rabia que había tenido a la tarde. Pero se hizo medianoche y mi madrastra no aparecía. A medida que pasaban los minutos, mi indignación se hacía más intensa.

               A eso de las dos de la mañana, ya no pude tolerar más la frustración que sentía. Si no me desahogaba de alguna manera, no iba a poder estar en paz. Salí de la cama. Me puse una bermuda y una remera, y me dirigí a la habitación de Nadia.

               Una vez más, en el umbral de la puerta, no tenía en claro qué era lo que quería decirle. Y también una vez más, hice girar el picaporte.

               La puerta se abrió.

               Creo que en el fondo no me esperaba eso. El hecho de que la puerta de una habitación no estuviera con llave no debería ser algo llamativo, salvo por el hecho de que todas las noches anteriores lo estuvieron. Eso debía tener un significado, aunque no tenía en claro cuál era.

               Atravesé el umbral y encendí la luz. Nadia estaba despierta, me dirigía una mirada extraña, como de rendición. Estaba tapada hasta el cuello con la ropa de cama. Sólo podía ver su rostro el cual tenía los ojos clavados en mí. Esta vez no parecía pretender regañarme por haber entrado sin golpear.

               Di unos pasos, dubitativo. En ese momento me di cuenta de cuál era el motivo por el que no me salían las palabras que quería decirle: Se debía a que tenía un deseo inmenso de que se quede a vivir conmigo, aunque fuera un tiempo más, a la vez que estaba atravesado por una apremiante necesidad de que desaparezca de mi vida y me permita volver a la aburrida pero apacible existencia que llevaba antes. Esa contradicción en mi cabeza me impedía pronunciarme de una manera concreta, hasta el punto de que en ese mismo momento me quedé en silencio, sin hacer otra cosa que mirarla.

               Y entonces ella hizo algo que me descolocó por completo. No sólo permaneció sin decir nada, al igual que yo, sino que giró, quedando ahora de costado, mirando a la pared.

Me pregunté si era su manera de decirme que me fuera. Pero había algo en esa pose, o más bien en la manera en la que giró, y en su mirada antes de hacerlo, que me hicieron pensar que no se trataba de eso.

               Ahora me parecía que por esta vez lo más razonable era sostener el silencio.

               Me acerqué, evitando hacer ruido al avanzar cada paso que daba, como si debiera mantener mi presencia oculta, a pesar de que ella ya sabía que estaba ahí. Agarré el cubrecama, y tiré de él. Mientras se deslizaba lentamente, me di cuenta de que Nadia tenía el torso desnudo. Su atlética espalda se encontraba sin brasier.

               Ella mantenía la mirada puesta en la pared. No hizo gesto alguno, por lo que continué corriendo el cubrecama, el cual a su vez arrastraba la sábana que estaba debajo de él. Pronto su desnudez llegó hasta la cintura. Mi madrastra parecía fingir que estaba durmiendo. No obstante estaba claro que no lo estaba. Para disfrutar con mayor deleite de ese momento, intensifiqué la lentitud con la que corría el cubrecama.

               Como si fueran un par de dunas de otro planeta, los dos esféricos glúteos fueron apareciendo ante mi vista. Como era de esperar, ni siquiera estaban cubiertos por una braga. Esa desnudez no era casual, pues me constaba que ella tenía sus pijamas, los cuales, justamente esa noche, había decidido no usar. Mi verga estaba completamente al palo, parecía querer salir disparada de adentro de la bermuda. Verla en pelotas después de tantos días en los que me negó no solo su desnudez, sino la dulce visión de sus curvas, era algo maravilloso. Añoraba ese cuerpo inalcanzable.

               Me quité la remera. Creo que ese fue el único momento desde que empezó toda esta historia, en el que no tuve dudas ni confusión en mi corazón. Me subí a la cama. La abracé por detrás. La agarré del mentón e hice girar su rostro.

               Nadia me miró con los ojos brillosos. En su cara había un gesto de tristeza y ansiedad a la vez.

— No quiero que te vayas. ¿Te vas a quedar? —le dije.

               Me apreté más a ella. Mi verga tiesa se clavó en sus nalgas. Nuestros labios estaban a apenas unos milímetros de distancia. Nos mirábamos a los ojos.

— Está bien, lo voy a pensar —dijo ella.

               No me bastó esa respuesta, pero tampoco me parecía el mejor momento para insistir con esa cuestión. Ahora había que resolver un asunto más urgente, más carnal.

— No quiero que haya malentendidos —seguí diciendo—. Esto no es un juego. No es uno de tus videos que luego usás para subir a internet. No quiero que mañana me recrimines nada. Ni quiero que me ignores por lo que voy a hacer. Si querés que me vaya, decímelo ahora, y te juro que nunca más voy a entrar a tu cuarto. ¿Querés que me vaya?

               Ella movió la cabeza en gesto negativo.

— Quiero que me lo digas. Quiero que me digas que querés que me quede —insistí.

— Quiero que te quedes León —dijo ella.

— ¿Y qué más querés? —pregunté.

— Quiero que me cojas —dijo.

               Le di un beso en la boca. Fue un beso tierno al principio, como si fuéramos dos adolescentes tímidos. Nuestros labios se encontraron, para rozarse, saboreándose. Las lenguas también se frotaron suavemente. Sentí la espesa saliva de ella mezclándose con la mía. Tenía sabor a menta, pero no era un sabor exageradamente intenso, sino sutil. Luego el beso fue haciéndose más intenso. Los labios ahora se apretaban con furia, como si quisiéramos comernos. Incluso me mordió en dos o tres ocasiones. Las lenguas parecían enredadas una con otra. Nadia hizo un movimiento de cadera con el que hizo que su culo se frotara con mi verga, cosa que me hizo estremecer de pies a cabeza. Mi mano fue a por sus tetas. Las mamas eran suaves y blandas. Se sentían increíbles.

               El beso duró mucho. Obviamente no tomé el tiempo, pero fue mucho más extenso que cualquier otro beso que haya dado nunca. Quizás se debía a que era un beso que hacía mucho teníamos ganas de darnos. Ahora bien, había otras cosas que, al menos yo, hacía mucho tenía ganas de hacer con ella.

— Date vuelta —le dije.

               La agarré de la cintura, y la ayudé a ponerse boca abajo. Ahora Nadia cruzó las manos debajo de sus pechos. El torso estaba apoyado en la almohada, de manera que de la parte superior de su cuerpo quedó un poco levantada, haciendo que quede en una posición arqueada. Levantó el culo. Apoyé una mano en él. Luego azoté una de las nalgas.

— Eso te gusta ¿No? —dije.

               Ella giró para verme. Asintió la cabeza, para luego voltear de nuevo y mirar a la pared.

               Le propiné otra nalgada. El perfecto glúteo tembló y se tornó colorado. Mi mano parecía estar tocando el cielo. Duro y suave. Así se sentía el orto de mi madrastra. Le di otra nalgada. Y otra, y otra, y otra.

               Cuando vi que el cachete estaba todo colorado, me tentó ir por el otro. Pero había muchas otras cosas que quería hacerle, así que me dejé de esos juegos.

Me deslicé hacia abajo. Ahora mi rostro estaba frente al monumental ojete de Nadia. Besé la nalga que acababa de azotar, luego le di una lamida. Nadia se removió. Ahora aquella dureza y suavidad eran sentidas por mi propia lengua, y realmente se sentía deliciosa. Con una mano estrujé con fuerza la otra nalga, mientras seguía lamiendo el glúteo azotado. Sinceramente, al igual que me había pasado cuando le propiné las nalgadas, sentí que podía estar todo el día lamiendo y magreando esos tersos glúteos que ya conocía tan bien, pero que ahora podía disfrutar sin limitaciones. Pero otra vez la ansiedad por hacerle la mayor cantidad de cositas posibles, me hizo abandonar tan exquisita tarea. 

               Ahora tuve ganas de ver qué había entre esos dos apetecibles cachetes. Agarré ambas nalgas y las separé. El ano parecía más pequeño de lo que había imaginado. Aunque lo cierto es que nunca había visto uno de tan cerca, salvo en las películas. Érica ni en sueños se dejaría hacer un beso negro. Pero ahí estaba mi querida madrastra, totalmente sumisa, permitiendo que yo me arrimara a aquel lugar prohibido.

               Mi lengua se frotó en él con fruición. Sentía la dureza del anillo que rodea al agujero. Tenía un poco de vello, pero no me molestó en absoluto, mucho menos cuando escuché el gemido que largaba Nadia cuando empecé a estimular esa zona. Esos gemidos eran música para mis oídos, por lo que el rico sabor de su culo ya no era el único incentivo para seguir comiéndoselo, sino que a esto se sumaba el propio goce de mi madrastra, que se manifestaba tanto en ese enloquecedor sonido que hacía, como en el movimiento de su cuerpo, que se retorcía sobre el colchón, pero sin pretender salir de esa posición, pues lo que le estaba haciendo parecía gustarle mucho.

               En mi caso, el placer era doble, porque mientras degustaba su ojete, mis manos estaban como locas, cerrándose en sus nalgas. A través de ellas sentía el constante movimiento ondulante que hacía con su cintura, haciendo que las pompas se levantaran para luego volver a su pose original.

— ¿Te gusta? ¿Te gusta que te coma el culo? —le pregunté, solo por morbo, pues ya conocía la respuesta. Acto seguido, escupí sobre el ano, para luego seguir lamiéndolo.

— Sí —susurró ella, entre jadeos.

               Paré con aquella expedición anal, pues nuevamente me estaba entusiasmando mucho, y mi verga estaba que estallaba. Me salí de la cama. Me quité la bermuda y la ropa interior, quedando completamente desnudo.

— Date vuelta —le dije. Nadia lo hizo, ahora quedando boca arriba. Sus hermosas tetas estaban hinchadas. Me encantaba que hiciera todo lo que le ordenaba—. Separá las piernas —le dije después.

               Su sexo apareció ante mi vista. Me dio la impresión de que era enorme, aunque claro, era solo la sensación de ese momento. Sus labios estaban empapados. Había largado mucho flujo, lo que me pareció un halago. Me subí a la cama. Apoyé mis manos en sus muslos, y enterré mi cara entre sus piernas. Besé la cara interna de los muslos. Primero solo hice contacto con los labios. Luego usé la lengua, a la vez que, lentamente, iba ascendiendo, dejando en su piel el rastro de mi saliva. Cuando llegué a su sexo me detuve. Ella se estremeció sólo al sentir mi respiración en él. La vi desde esa posición. Sus pechos subían y bajaban, debido a su profunda respiración. Sus ojos estaban cerrados. Sus labios se separaban solo un poquito, para luego cerrarse. Entonces saboreé su vulva, con un intenso sabor a flujo vaginal. Jugué un poco con ella, sabiendo que no era la zona más sensible. Luego lamí el clítoris.

               Me sorprendió el efecto que generó en ella. Mi madrastra largó el gemido más potente que había escuchado hasta el momento. Sus piernas se cerraron con violencia en mi cabeza.

— No pares pendejo. No pares de chupar ahí —dijo, por primera vez tomando una posición dominante.

               No tenía motivos para negarme a hacerlo, pues el sabor era, si bien no sabroso, sí muy llamativo.

               Toqué ese timbre de carne con mi lengua, una y otra vez, sintiendo el efecto que generaba en ella, pues cada vez que la lamía, me apretaba con más intensidad con sus muslos, e incluso me agarraba del pelo y tiraba de él hasta hacerme doler, cosa que no impedía que le siguiera comiendo la concha.

               Y entonces, Nadia empezó a hacer movimientos pélvicos, refregando su sexo en mi cara, impidiendo que pudiera seguir lamiendo. No me di cuenta de lo que pasaba hasta que empezó a gemir como loca. Estaba acabando.

               Cuando por fin me liberó de sus muslos, sentí dolor en las orejas debido a la tremenda presión que había ejercido en ellas, pero no me importó. Me erguí. Vi que Nadia respiraba afanosamente, aún presa del goce que le acababa de provocar. Me miró con los ojos brillosos. Extendió su mano, como llamándome. Brodeé la cama, y la tomé. Pero ella la soltó. Cambió de posición, poniéndose nuevamente boca abajo. Su rostro quedó en la orilla lateral de la cama. Otra vez extendió la mano, pero esta vez se aferró a lo que tanto tenía ganas de agarrar: mi verga.

               Estaba durísima, con las venas marcadas, cosa que parecía darle una fuerza impresionante. La mano de mi madrastra se sentía cálida.

— ¿Te gusta? —me preguntó, mientras empezaba a masturbarme. Le dije que sí—. Esto te va a gustar más —agregó después.

               Abrió la boca y engulló mi pija. Lo hacía muy bien. Su lengua se frotaba a todo lo largo del tronco, mientras ella empezaba a acariciarme los testículos. Ese masaje que me hacía no era algo que recordara que me hiciera Érica, u otras de las chicas con las que había estado. Se sentía muy relajante, y combinado con esa lengua babosa que ya había empapado de saliva a toda mi verga, era una sensación increíblemente placentera. A todo esto se le agregaba el morbo que me daba el hecho de que fuera ella, mi madrastra, la que me estaba practicando semejante felación. Veía su cabeza subir y bajar para meterse mi miembro adentro y darme placer. Sólo eso, verla haciendo eso, era un estímulo invaluable. Me sentía en el cielo, y no quería volver nunca más a la tierra.

               Acaricié su mejilla con ternura.

— No pares. Lo hacés muy bien. Lo hacés demasiado bien. No pares —dije, casi suplicando.

               Nadia, como si me estuviera jugando una broma pesada, dejó de mamar en ese mismo momento. Pero luego hizo algo que nunca imaginé que haría. Esta vez su lengua se dirigió a mis testículos. Lamió uno de ellos, y me miró, como para ver si me gustaba o no. La sensación fue algo totalmente novedosa. Si no era común que me acaricien las bolas, mucho menos que me las laman. Pero ahí estaba la warra de mi madrastra, comiéndose mis bolas peludas.

               En un momento se tuvo que detener, pues un vello púbico se adhirió a su lengua. Pero ella se mostró imperturbable. Se lo quitó, lo tiró a un lado, y siguió lamiendo. Su lengua hacía veloces y cortísimos movimientos. El efecto que causaba era el de un cosquilleo extremadamente estimulante. Mi verga seguía totalmente al palo, erguida sobre la cabeza de ella, que seguía ensañada con las bolas, las cuales parecían una especie de fetiche.

               No obstante, después de algunos minutos, fue de nuevo a buscar mi verga.

— Me encanta todo lo que hacés —le dije, para luego ensartarle la pija en la boca.

               Empujé, hasta que se la metió casi por completo, y empezó a mamar.

               No era mucho lo que podía llegar a aguantar. Eran demasiados estímulos los que había recibido hasta el momento. Necesitaba descargar. Sentí el orgasmo venir. Toda mi entrepierna parecía un volcán a punto de explotar. El semen salió disparado. Nadia pareció verlo venir, pero no se molestó en apartarse. Recibió toda mi leche con la verga todavía adentro de su boca. Sus ojos se abrieron como platos. Un hilo de líquido blanco empezó a deslizarse por la comisura de sus labios.

               Retiré mi miembro, totalmente babeado, con hilos de semen mesclados con saliva, que caían lentamente al suelo.

               Nadia abrió la boca. No había tragado el semen. Lo tenía adentro. Luego la cerró de nuevo. Me pregunté si se lo iba a tragar. Pero salió de la cama y fue al baño.

               La seguí, pues quería lavarme. Acababa de tirar de la cadena. Supuse que había escupido el semen en el inodoro. Ella estaba inclinada sobre la pileta del baño. Se estaba enjuagando la boca. La abracé por atrás.

— Eso estuvo increíble —dije, frotando mi verga fláccida en su culo.

               Le di un tierno beso en el hombro. Miré el reflejo que nos devolvía el espejo. Nadia estaba sonriendo. La actitud melancólica que había tenido en primer momento se había esfumado. Me gustaba cómo nos veíamos. Era cierto que se notaba que ella era bastante mayor que yo, pero en definitiva ambos éramos muy jóvenes. Si hiciera algo de ejercicio y ganara masa muscular, nos veríamos aún mejor. Le di un beso en la mejilla. Sentí cómo mi verga, que estaba pegada a su culo desnudo, comenzaba a hincharse.

               Me separé de ella, y le di una nalgada, cosa que estaba descubriendo que era una de las cosas que más me gustaba hacerle.

— Basta de lastimar mi pobre trasero —dijo ella, aunque su gesto travieso indicaba que no lo decía para nada en serio.

               Me metí en la ducha. Abrí la llave para que comenzara a salir el agua, y dejé que la lluvia cayera sobre mi verga.

— Vení, vamos a bañarnos juntos —dije, extendiendo la mano.

— No, ya sé lo que me vas a querer hacer —respondió ella.  

— Pero si vos fuiste la que dijiste que querías que te coja —retruqué.

— Y no lo hiciste. Me la chupaste, y me hiciste acabar —dijo, poniéndose seria—. Y yo ya te devolví el favor —agregó después, señalando con la cabeza a mi miembro, el cual estaba limpiando con agua y jabón.

— Qué boludeces estás diciendo. No hay manera de que hoy no te coja.

— ¡Ene oooo noooo! —dijo ella, con aire infantil, para luego salir corriendo del baño.

               La seguí, sin molestarme en secarme. La velada casi termina en un absurdo accidente cuando me resbalé. Pero sosteniéndome del inodoro logré atenuar el impacto de la caída. Enseguida me reincorporé. Me preguntaba si Nadia se había metido en su habitación y la había cerrado con llave. En ese caso tiraría la puerta abajo, no me importaba nada.

               Pero ella estaba sólo unos pasos más allá de la puerta del baño, como esperándome.

— ¡Basta degenerado! —exclamó.

               Salió corriendo al living. Ella tampoco podía ir muy rápido estando descalza. Además, no tenía a donde ir. La perseguí. Ella me llevaba unos cuantos pasos. Cuando llegó al sofá grande, lo rodeó para correr en dirección opuesta. La tonta habría de pensar que estaba en una pista de carrera, y que yo doblaría en la misma curva en la que ella lo hizo. Pero en cambio pasé por encima del sillón, para cortar camino, y caí sobre ella.

               Ambos fuimos a parar a piso.

— Sos un bruto —dijo ella, agitada—. Sos Brutus. Ese va a ser tu nuevo nombre —bromeó.

               Le di un beso. Sentía sus turgentes tetas con mi torso. Mi verga estaba completamente dura. Hice un movimiento y apunté hacia su sexo, el cual estaba lleno de fluidos.

— Esperá, ponete un preservativo —dijo.

               Pero el glande ya estaba a las puertas de su vagina, y nuestras habitaciones en ese momento parecían estar a mil kilómetros de distancia, por lo que no me daba ni un poco de ganas interrumpirme. Así que empujé.

— ¡Ay! No León, pará, hagámoslo bien. No quiero… ¡Ay!

               Mi pija invadió su sexo sin autorización. Sin embargo Nadia me abrazó y largó un gemido en mi oreja.

— Por favor, no acabes adentro —suplicó.

               Estábamos en el piso duro. Aunque lo cierto era que la única que soportaba esa dureza era ella. Yo me encontraba sobre el suave cuerpo de mi madrastra, sin querer salirme de ahí nunca. Hice cortos movimientos pélvicos, mientras escuchaba cómo ella largaba sus excitantes gemidos en mi oído.

— Soy la peor madrastra —dijo, entrecortadamente.

— No. Sos la mejor —la contradije yo, aumentando la intensidad de mi cogida.

               Sentía su mata de vello púbico frotarse con la mía mientras entraba en ella. Su piel desprendía un sutil perfume que en ese momento me pareció el más rico de todos. Su cuerpo duro debido a tanto ejercicio se sentía en cada célula de mi propio cuerpo. Sus pezones puntiagudos se frotaban con mi torso. Nuestras respiraciones parecieron estar sincronizadas. Durante algunos minutos, fuimos uno solo.

               Si el primer polvo había salido con mucha facilidad, me daba cuenta de que ahora faltaba mucho para que mi verga estuviera lista para soltar más leche.

               Me puse de pie. Extendí mi brazo, para ayudarla a levantarse.

— Vení —le dije, llevándola de la mano.

               La llevé hasta uno de los sofás individuales. Ella, entendiendo perfectamente lo que yo quería, se puso de rodillas sobre él, dándome la espalada, en una pose casi idéntica a otra con la que le había sacado una foto.

               Era una posición muy sensual, con el orto que tanto me gustaba ver levantado. Pero para mí iba a ser un tanto incómodo.

               Me acerqué, intentando decidir cuál sería la mejor manera de penetrarla. Finalmente puse una pierna flexionada sobre el sofá. La coloqué bien en el fondo, hasta que mis dedos sintieron el respaldo. La otra pierna se mantenía semiflexionada, apoyada en el suelo.

               La agarré de las caderas, y arrimé mi miembro a su sexo. Metí prácticamente la mitad de un solo movimiento.

— ¿Eso te gusta? —pregunté.

— Sí. Tenés una hermosa pija —me halagó.

— Y vos tenés un culo perfecto —dije yo, para luego azotar una de sus nalgas.

               Debía hacer movimientos pélvicos suaves, que no fueran bruscos ni largos. La verga debía retroceder sólo unos centímetros, para luego enterrarse de nuevo. De lo contrario, sería sumamente agotador. Me concentré en mi respiración. No quería salirme de esa pose que yo mismo había propuesto hacer, pues quedaría en ridículo. Le di otra nalgada, como para incentivarme.

               Mi madrastra gemía al recibir mi lanza. Su espalda se arqueaba, y los músculos en ella se marcaban, dejando a la vista su estado atlético. Me encantaba sentir su portentoso ojete debajo de mi abdomen cada vez que alcanzaba sus mayores profundidades. También veía, al inclinarme un poco a un costado, sus enormes tetas hamacarse. Agarré una de ella, y empecé a metérsela con mayor velocidad e intensidad.

               Pero fue un error, porque todavía estaba lejos de tener un nuevo orgasmo. A ese ritmo, era cuestión de uno o dos minutos para que terminara agotado, sin que ninguno de los dos acabara.

— Esperá —pidió Nadia.

               Eso me vino como anillo al dedo, porque necesitaba descansar un poco. ¿Ella se habría dado cuenta de ello?

— Sentate acá —dijo.

               Yo le seguí la corriente. Me senté donde hasta hacía unos segundos, ella tenía sus rodillas apoyadas. Me imaginé que nuevamente me haría el favor, y me la mamaría hasta acabar. Me daba mucho morbo el hecho de que fuera a comerse sus propios flujos que habían quedado impregnados en mi piel. Pero estaba totalmente equivocado.

               Ahora Nadia se sentaba a horcajadas encima de mí. Agarró mi verga y la manipuló como una palanca, hasta que apuntó a su entrepierna.

— Avisame cuando vas a acabar. O te mato —exigió ella.  

               Asentí con la cabeza. Ella se metió mi verga en su concha. En esa posición, ahora le entraba hasta el último milímetro del tronco. Sentí en mis bolas la suavidad de su trasero. Nadia empezó a hacer movimientos adelante atrás, sin liberarse de mi pija en ningún instante.

               Si bien no era la forma en la que yo sentía más placer, lo bueno de esa pose era que no tenía que hacer absolutamente nada, pues ella misma se ocupaba de usar mi miembro como le apeteciera. En ese momento yo no era más que un objeto sexual para mi madrastra, y eso no me molestaba en absoluto.

               Lo que sí me generaba mucho placer era verla montarse en mi verga. La mayor parte del tiempo, mientras se hamacaba, tenía los ojos cerrados, y una sonrisa tenue dibujada en su rostro. Pero de repente me miraba a los ojos, y en ese momento parecíamos más conectados que nunca. Conectados por el placer que nos estábamos dando.

               También disfrutaba de sus tetas bamboleándose al ritmo de sus movimientos, las cuales cada tanto eran succionadas por mis labios. Llevé mis manos a sus nalgas. Sentir su tacto a la vez que mi miembro se hundía en aquella mojada cavidad, era una sensación si bien no intensa, sí sumamente excitante.

               Y entonces Nadia cambió de movimiento. De repente pareció dominada por un salvajismo primitivo, y ejecutó una agitada coreografía que consistía en sentarse sobre la verga, hasta tenerla por completo adentro, para luego erguirse, hasta sacársela casi del todo, y después sentarse nuevamente.

Estas sentadillas hacían que sintiera la fricción de sus paredes vaginales, que por cierto, eran mucho más prietas de lo que había imaginado. Ahora sí, el placer llegaba a sus máximos niveles para ambos. Pero para ella resultaría muy cansador. Las piernas no aguantarían por mucho tiempo, por muy buen estado físico que tuviera.

               Pero para mi sorpresa, Nadia aumentó la velocidad de las sentadillas. Su rostro estaba perlado de transpiración. Me miraba con los ojos bien abiertos.

— Me voy a venir —avisó—. Vos no acabes todavía por favor —reiteró su pedido.

               Apoyó sus manos en mi tórax, y con eso se dio impulso, para que las piernas no cargaran con todo el peso de su cuerpo. Su espalda se arqueó, su cabello flameó como una bandera, hacia un costado, su cuello se tiró para atrás. Mi madrastra estalló en el segundo orgasmo de esa noche. Ahora no solo estaba agitada, sino que todo su cuerpo temblaba, como si aún fuera atravesado por el éxtasis.

               Se abrazó a mí. Sentí su respiración agitada en mi oído. Mi verga aún estaba adentro suyo. Ella se veía exhausta, pero yo quería acabar.

               Como si de repente recordase que no estábamos usando preservativo, pese a su agotamiento, se apartó de mí.

— ¿Querés acabar en mi cara? —ofreció—. ¿O en mis tetas? ¿O en mi culo?

               Tales opciones me parecían iguales de apetecibles.

— Quiero hacerte la turca —dije.

               Nadia, complaciente, ahora se recostó sobre el sofá de tres cuerpos, aquel en el que solíamos sentarnos para ver televisión. Me subí encima de ella. Arrimé mi pija entre medio de sus senos. Ella agarró a ambas mamas y las juntó hacía el medio. Empecé a frotarme, sintiendo a cada costado la fricción de esas suaves tetas.

               He de reconocer que fue la primera vez que lo hice, y la verdad es que no resultaba tan placentero como se solía decir. La verga erecta es un pedazo de carne demasiado duro en comparación a los pechos de cualquier mujer, por lo que la fricción entre ambos las siente más la mujer que el hombre. No obstante, Nadia hizo algo para incrementar mi goce: cuando mi miembro pasaba por el túnel que se formaba entre medio de las tetas, como si me la estuviera cogiendo por ahí, hasta que mis bolas no me dejaban avanzar más, mi madrastra sacaba su lengüita de víbora y lamía el glande, cosa que me volvía loco.

               Me meneé sobre ella durante algunos minutos, hasta que estuve listo para expulsar mi leche caliente.

— Te voy a llenar la cara de leche —le aseguré.

               La primera vez había acabado adentro de su boca, por lo que me resultaba muy tentador ver ahora su hermosa cara bañada con mis fluidos.

— Dámela toda —dijo la muy warra, sacando la lengüita, al igual que lo había hecho mientras le practicaba la turca. Me encantaba que fuera tan desvergonzada en la intimidad.

               La verga se frotó un par de veces más pasando por ese túnel de piel suave, para por fin dejar salir tres potentes chorros. El primero impactó en el mentón, pero los otros dos bañaron su mejilla, y sus labios.

               Ella me miraba, provocadora, sabiendo que no había nada mejor para un hombre que el rostro de una mujer salpicada de por semen. Sacó la lengua y lamió un poco de fluido que había quedado encima de su labio superior. Pero yo sabía que no lo iba a tragar.

               Se puso de pie y se fue al baño. La seguí. Vi cómo se metía bajo la ducha, para que el agua limpiara su rostro. Me metí yo también.

               Nos enjabonamos y enjuagamos juntos. Para cuando terminamos de hacerlo, ya tenía una erección nuevamente, a lo que mi madrastra se encargó de apaciguar con una segunda mamada.

               Nos secamos. La abracé por detrás, y le susurré al oído:

— Esto fue increíble.

— Sí, yo también la pasé muy bien —dijo ella, con una sonrisa, aunque no parecía tener el mismo buen humor de cuando correteaba desnuda por la sala de estar.

— ¿Dormimos juntos? —pregunté.

               Ella me miró, como asombrada.

— Bueno. No es necesario, pero si querés… —dijo.

— No, no quiero molestarte —dije yo—. Tranqui, yo me voy a mi cama y vos a la tuya.

               Le di un beso en la boca, aunque, extrañamente, no sentí que me lo retribuyera.

— Bueno. Que duermas bien —dijo, cuando estuvimos a punto de separarnos, en la salida del baño.

               La abracé de nuevo y la atraje hacia mí. Mi mano se deslizó enseguida hacia su trasero.

— ¿De verdad no podemos dormir juntos? Mirá como estoy —le dije, haciéndole sentir mi erección—. ¿Me vas a dejar así hasta la próxima vez que lo hagamos? —pregunté.

               Y entonces aquello que intuía muy a lo lejos, se hizo presente. Nadia se separó de mí con brusquedad.

— León. No entendés. Esto no es así —dijo.

— Así ¿Cómo? —pregunté.

— No va a haber próxima vez —respondió ella, dejándome solo, con la verga parada, y la boca abierta.

 

Continuará

 

 

 

 

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