miércoles, 16 de marzo de 2022

madrastra, capítulos 1, 2 y 3





 Capítulo 1

¿Qué harían si se vieran obligados a convivir con una persona a la que detestan? En mi caso, hubo tres cosas que determinaron mi retorcido destino: En primer lugar, la prematura muerte de papá; en segundo lugar, la maldita pandemia ya conocida por todos; y finalmente, el rompimiento con mi novia Érica. 

Papá había muerto a inicios del dos mil veinte, con apenas cuarenta y tres años. Le había agarrado un ataque al corazón mientras mantenía sexo salvaje con su pareja, Nadia. Desde que supe que la cosa con ella se ponía seria, tuve la certeza de que esa mujer iba a traerle puras desdichas, aunque jamás imaginé que lo iba a orillar a la muerte mediante un polvo. 

A papá le había agarrado lo que acá en Argentina llamamos el viejazo. Una vez que pasó los cuarenta, se obsesionó con las chicas más jóvenes, pasando de relación en relación durante un par de años, pretendiendo con eso emular una juventud que ya no tenía. La verdad era que me daba un poco de vergüenza verlo detrás de las polleras de chicas de mi edad, pero si hubiera sabido que Nadia lo iba a convertir en un estúpido, hubiera preferido mil veces que siguiera alimentando su promiscuidad con adolescentes de dieciocho o diecinueve años antes que con ella. Nadia era más grande que las amantes promedio de papá, pero aun así era muy joven. El hecho de que me llevara menos años de los que papá le llevaba a ella, me daba mucho en qué pensar. 

Por otra parte, a los pocos meses de la muerte del viejo, comenzaron las restricciones por la pandemia. Hasta el momento, yo la pasaba casi todo el día en casa de Érica. Ella fue un pilar importante en el que sostenerme ahora que me había quedado huérfano —mi madre había muerto cuando tenía ocho años—. Pero una vez que ya me estaba estabilizando emocionalmente, decidió terminar con lo nuestro. 

— Estás obsesionado con ella —me dijo una mañana en la que amanecimos en su cuarto. 

— ¿Qué? —pregunté, desconcertado—. ¿Con quién? 

— ¿Con quién va a ser? Con tu madrastra —aclaró Érica. 

— ¡Estás loca! Si estuviera obsesionado con ella, estaría en el departamento, que al fin y al cabo es mío. Pero prefiero pasar el menor  tiempo posible con esa víbora —me defendí. 

Era cierto, tenía una enorme propiedad de tres ambientes en pleno Ramos Mejía, y sin embargo prefería pasar mis días ahí, con Érica, quien vivía con sus padres. Esperaba el momento en el que Nadia por fin se dignara a irse a otra parte. Ya se lo había dicho varias veces, pero ella siempre encontraba una excusa para postergar su mudanza. 

— Pero es eso exactamente a lo que me refiero ¿Por qué no querés pasar tiempo con tu madrastra? ¿Te da miedo estar a solas con ella? —retrucó Érica. 

Mi novia era una chica de diecinueve años, muy linda, delgada, de ojos azules, con un rostro de facciones algo aniñadas, y a la vez atractivo. Pero por algún motivo era extremadamente insegura, y Nadia siempre la intimidó. 

— No digas estupideces, ¡Si era la mujer de papá! —dije—. Además, se murió por culpa suya. 

— Ahora el que dice estupideces sos vos. ¿Me vas a decir que nunca la viste con otros ojos? Si ella es… es… —dijo Érica, sin terminar la frase.

— Ella no es nadie para mí. Sólo es una trepadora y oportunista, que agarró a papá en una época de debilidad. 

— Está bien León, pero siento que siempre está presente, como si en verdad nunca estuviéramos solos. Nunca te faltan excusas para hablar de ella. Aunque sea para despotricar, no importa, la cuestión es que siempre está entre nosotros. La verdad… creo que lo mejor es que nos tomemos un tiempo. 

De nada sirve que transcriba la patética discusión que siguió a eso. Por supuesto, cuando me estaba pidiendo un tiempo, era una manera amable de decirme que ya no me amaba. Lo de Nadia no era más que una excusa. Yo no estaba tan desesperado como para esperar a que ella se decidiera a si quería seguir conmigo o no, así que, técnicamente fui yo el que finalmente terminó con la relación. Pero sé perfectamente que lo que hice no fue más que tomar la decisión que ella no tenía la valentía de tomar. Que se vaya a la mierda, pensé en ese momento, aunque viéndolo en retrospectiva, me siento muy agradecido con ella por haberme apoyado en mi momento más difícil. Además, yo tampoco sentía lo mismo que cuando comenzamos a salir. El amor se había transformado en un cariño de hermanos. 

Pero en fin, todo eso contribuyó a que yo fuera al departamento, ahora no para dormir ahí de vez en cuando, como venía haciendo hasta el momento, sino para pasar largos días encerrado junto a mi madrastra, aunque eso todavía no lo sabía. 

Cuando le dije a Nadia que ahora iba a andar por la casa con más frecuencia, ella había vuelto del gimnasio. Hacía fitness, y tenía la costumbre de andar por la vida con un top y una calza corta de lycra. No tenía por qué darle explicaciones, pero prefería hacerlo, porque quizás de esa manera se daría cuenta de que ya estaba sobrando en la casa. Sabía que no tenía muchos familiares con los que mantuviera contacto, pero debería tener alguna amiga que la acobijara mientras terminaba de encontrar algo. 

— Bueno, entonces vamos a pasar más tiempo juntos —dijo Nadia. Era una mujer rubia, con cuerpo de atleta, y en ese momento tenía la piel brillosa por el sudor—. Además, parece que ahora van a decretar el toque de queda, o algo parecido. Así que nos vamos a ver muy de seguido.

— ¿Y todavía no conseguiste ningún lugar para alquilar? —pregunté, sin rodeos, pues consideraba que ya le había tenido mucha paciencia. 

— Estoy en eso, pero viste como es la cosa. Te piden muchos requisitos. Garantía, seis meses por adelantado, y muchas otras cosas más. 

Ni loco le salía de garante a esa mujer que en realidad apenas conocía, y que, además, lo poco que sabía de ella no era nada bueno. 

— Ojalá que consigas un lugar pronto —dije, sin pelos en la lengua—. Mientras tanto, te agradecería que no dejes tu ropa interior colgada en el baño. 

Nadia no era una mujer particularmente desordenada, pero tenía ciertos detalles molestos. 

— Claro —respondió—. A veces olvido los efectos que puede causar en los hombres una tanga usada colgando de una canilla —agregó, y como queriendo quedarse con la última palabra, se fue a darse una ducha, sin permitir que le contestara nada. 

Lo cierto es que mi enemistad con Nadia no era una guerra declarada abiertamente. Yo me limitaba a pegarle donde le doliera cada vez que podía, solo si la situación lo ameritaba. Ella, por su parte, fingía que se tomaba las cosas a broma, y que no le afectaban en absoluto, pero cada vez que podía largaba su veneno de forma sutil. Estaba seguro de que ella era consciente de mi desprecio hacia su existencia, pero se hacía la tonta. Lo nuestro era en realidad una guerra fría. 

Otra cosa que me tenía preocupado era la herencia. Recién me había avivado de que tenía que hacer la sucesión, y el abogado me dijo que era un trámite muy largo. Papá ganaba buena plata como gerente de una concesionaria de autos, pero más allá de su sueldo, de ese departamento, y de algunos ahorros que suponía que tenía, no había mucho más. Yo estaba dedicando todo mi esfuerzo a la carrera de economía, por lo que no me había molestado en conseguir trabajo. Era muy probable que tuviera que vender ese departamento para mudarme a una propiedad más económica e invertir el resto del dinero en alguna cosa que me generara rentabilidad, por más baja que fuera. Pero más allá de eso, para enfrentar los gastos del día a día había vendido mi moto, y ese dinero no tardaría en agotarse. 

— Hoy a la noche vienen mis amigos. Vamos a estar jugando a la play —le comenté a Nadia, cuando salió de la ducha envuelta en un toallón. 

— Claro, espero que no les moleste mi presencia —dijo ella. 

Había esperado en vano a que tuviera la dignidad de salir con alguna de sus amigas y me dejara el departamento solo. Yo había sido exageradamente indulgente al darle privacidad durante tantas noches, sin estar seguro de a qué tipo de gente metía en la casa. Por lo visto, la cretina no me iba a devolver la gentileza. 

Los pibes cayeron a eso de las diez de la noche. Abrimos un par de cervezas y nos pusimos a jugar y a hablar de cualquier cosa. Toni y Joaquín miraban pornografía en los celulares, mientras Edu y yo nos batíamos a duelo en el Mortal Kombat once. 

— ¿Todo bien chicos? —escuché que dijo Nadia. Supuse que era demasiado pedir que se quedara en su habitación mientras estaba pasando el rato con mis amigos—. ¿Necesitan algo? —preguntó, a pesar de que a todas luces no precisábamos nada.  

Los tres la saludaron. Toni y Joaco parecían estupefactos, con los ojos abiertos como platos. Edu, por su parte, si bien había mantenido la compostura, se distrajo lo suficiente como para que yo le ensartara dos golpes cruciales con Noob Saibot, cosa que determinó quién era el ganador del combate. 

— No, estamos bien. Gracias —alcanzó a balbucear Joaco. 

— Bueno, voy a estar en mi cuarto, cualquier cosa me avisan —dijo Nadia. 

— Bueno, pero si querés quedarte con nosotros, acá te hacemos lugar —dijo Toni. Aunque lo había hecho cuando ella ya se alejaba, como bromeando entre nosotros. 

— Leoncito ¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Edu, dejando el Joystick a un lado. 

— No me llames así, estúpido —lo reté. Odiaba la infinidad de apodos que la gente se inventaba a partir de mi nombre, y Edu era un experto en hacer eso. 

— Bueno, Licenciado Leonardo —agregó después, en tono exageradamente solemne—. Dígame usted, ¿no le resulta, aunque sea un poco tentador, convivir con alguien como esa chica que acaba de dejarnos? 

— ¿Qué decís? Era la mujer de mi papá —dije yo, indignado. 

— Sí, sí, León. Pero acá estamos entre amigos… —apoyó Toni—. Podés decirnos la verdad. Nosotros no nos ocultamos nada. Como cuando Edu se chapó a un trasvesti en el boliche, pensando que era una mujer. Vos no estabas, pero te lo contamos ¿Ah que no?

—  Callate idiota, no me uses de ejemplo a mí —se quejó Edu. 

— Déjenlo en paz —me defendió Joaco, quien, de los tres, era el más razonable—. ¿No se dan cuenta de que su papá se murió hace un par de meses, y ustedes le salen con estas pavadas? 

— No te hagas el boludo —le dijo Edu a Joaco—, que vos también te quedaste hipnotizado, sobre todo cuando la viste de espalda. 

— Bueno… sí, pero ¿qué tiene que ver? Tampoco estoy ciego. Pero León respeta la memoria de su padre. 

— Pero acá no es cuestión de respeto —acotó Toni, a quien no solía tardar en hacerle efecto el alcohol—. Esto se trata de convivir con una mina con un culo macizo como la roca. Se trata de pasar día y noche con una hembra que haces fitness. Es decir, que dedica su vida a mantener su cuerpo en forma. ¿Vieron las piernas que tiene? Y ese pantalón le calzaba como guante… ¿En qué estaba? Ah, sí. Se trata de despertarte bajo el mismo techo con una de las mujeres más sexys de la tierra. 

— ¿Sexy? ¿Quién usa esa palabra todavía? —se burló Joaco. 

— Ustedes entienden —dijo Toni. 

— Nunca la vi de esa forma —dije con sinceridad. Era cierto que la mina estaba muy bien, pero además de ser la mujer de papá, hasta hacía no mucho tiempo yo estaba perdidamente enamorado de Érica, por lo que no tenía ojos para ninguna otra mujer, y si a eso le agregamos el hecho de que no la consideraba una buena persona, no había mucho más que explicar—. Además, me cae mal. Papá murió por su culpa —agregué después.

Me miraron, incrédulos. Luego les expliqué las circunstancias de la muerte, cosa que hasta el momento sólo había hecho con Érica, pues temía que ellos no me comprendieran, cosa que de hecho sucedió. 

— Pero leoncito, no se le puede atribuir la culpa de eso a nadie. Son cosas que pasan. Es increíble la cantidad de gente joven que tiene problemas del corazón sin saberlo. Además, me imagino que nadie lo obligó a encamarse con Nadia esa noche —explicó Edu. 

Estaba claro que tenía su punto. Pero a mí Nadia me daba muy mala espina, y eso no había nadie que pudiera sacármelo de la cabeza. 

— Si pudiera elegir una manera de morir, ya lo creo que sería después de cogerme a semejante mujer —comentó Toni. 

— Callate bestia. ¿Qué parte no entendés de que era la mujer de su viejo? —lo reprendió Joaco, aunque a mí no me molestaban las tonterías que me decían. Ya estaba acostumbrado a ellas. Toni y Edu podían llegar a ser verdaderos idiotas, pero los conocía desde que éramos unos niños, por lo que siempre se tomaban la libertad de ser absolutamente francos. Eso podía ser muy molesto a veces, pero siempre era bueno tener amigos sinceros como ellos. 

Por suerte, Nadia no volvió a asomarse durante el resto de la noche, ya que si lo hacía, no iba a poder evitar que los chicos se convirtieran en tres primates desesperados por llamar la atención de la hembra con la que se querían aparear. Ni siquiera Joaco mantendría la compostura por demasiado tiempo.  

En ese momento no tenía idea, pero esa iba a ser la última juntada que tendríamos por un buen tiempo. La semana siguiente se decretó el aislamiento preventivo. Los negocios empezaron a abrir en horarios reducidos, y muchos otros directamente tuvieron que cerrar sus puertas. Las clases universitarias serían ahora de manera virtual, y los transportes públicos estarían destinados sólo a quienes eran considerados trabajadores esenciales. El mundo iba a cambiar, y aunque en principio se decía que las medidas serían por pocas semanas, la cosa se iba a alargar por demasiado tiempo. 

En ese contexto, me encontré viviendo a solas con Nadia. 

— No puedo creer que cerraron los gimnasios —dijo, indignada, una tarde en la que se había dispuesto a ir a entrenar. 

— Sí, es que estamos en una pandemia, no sé si te enteraste —le respondí, como siempre, aprovechando cualquier oportunidad para dejarla como una estúpida. 

Hizo una mueca de fastidio, pero enseguida la reemplazó por una sonrisa, como si lo que le acababa de decir fuera tomado a chiste. 

— Bueno, espero que no te moleste que entrene acá. 

Yo estaba leyendo un libro al lado de la ventana. Si hubiera estado el televisor encendido, hubiera tenido una excusa para negárselo. Pero por esta vez tuve que acceder. Saqué la silla afuera, en el balcón, y seguí leyendo el libro, mientras miraba de reojo las calles extrañamente desiertas. Está bien que eran las tres de la tarde, pero aun así había muy poco movimiento. El aislamiento se empezaba a hacer notar. 

Nadia puso la música innecesariamente alta. Vestía, como de costumbre, un top —en este caso negro—, y una calza corta. Creo que debía tener veinte pares de esas prendas. Si por ella fuera, andaría así todo el día. 

No tardé en perder la concentración por la lectura, cosa que no me gustó nada. Tanto la música, como los pies de Nadia chocando contra el piso, me impedían sumergirme en la lectura, o en cualquier otra cosa. Esperaba que algún vecino llamara a la puerta para quejarse por ruidos molestos. Después de todo, era hora de la siesta, y esas cosas no podían suceder. Sin embargo, nada de esto pasó.  

Después de una hora, Nadia salió al balcón, totalmente transpirada, respirando afanosamente. 

— Hermosa tarde ¿No? —comentó. Tomó un largo trago de agua que tenía en una botella. Noté en ese momento que el top estaba totalmente empapado y se adhería a sus tetas, al punto tal que sus pezones se marcaban en él. Gotitas de sudor se deslizaban por su cuello, y otras tantas ganaban la carrera, y ya se metían en el escote—. ¿Perdiste algo? —dijo después, cuando se dio cuenta de que tenía la mirada fija en ella. 

— Nada. Es que nunca vi a una mujer tan transpirada —comenté, como para salir del paso. No me gustaba quedar en offside con esa tipa—. La verdad es que me da un poco se impresión, por no decir asco —agregué después, aprovechando el momento para propinarle un golpe. 

— Sos curioso —dijo—. Creo que sos el primer hombre que se queja por verme así. 

— Supongo que estás acostumbrada a que los hombres te alaben, incluso cuando tenés un aspecto deplorable —comenté. 

— Bueno… puede ser. Pero siempre es bueno encontrar a alguien diferente, que no se quede estupididizado al verme. 

— Eso es lógico. Si fuiste la mujer de papá… —retruqué, pues no iba a permitir que saliera airosa de esa conversación. 

— Creeme, hay muchos hombres a los que no les importaría meterse con una mujer, aunque sea la pareja de su padre, o de algún amigo. Me alegra mucho que seas un chico con una ética inquebrantable. ¿O será que…? No, mejor no te lo pregunto. 

— ¿O será que… qué? —quise saber, molesto de que haya logrado generarme intriga. 

— No sé… quizás… No te gustan las mujeres —dijo. 

El comentario me sacó de quicio. No tanto por su significado, pues el hecho de que alguien creyera que soy gay no me movía un pelo, sino por su desubicación. Dejé el libro a un lado, y me puse de pie. 

— Para empezar, me parece un insulto a la memoria de papá el sólo hecho de que insinúes que sería normal que te viera con otros ojos que no sean los del hijo de tu pareja —me acerqué a ella, y la puse contra el vidrio de la ventana, colérico—. Y, además, que tengas la mentalidad tan pobre como para deducir que soy gay, solo por el hecho de que no me atraés... Siempre supe que eras vanidosa, pero esto ya es ridículo. 

— Tranquilizate. Me estás asustando Leonardo —dijo Nadia, arrinconada, como un perrito a quien su dueño lo estaba castigando por hacer travesuras. 

— Entonces medí tus palabras —dije. Pero inmediatamente después, aprovechando que tenía la excusa perfecta, agregué—. Esto me hace darme cuenta de que esta casa es demasiado pequeña para los dos. Sos una trepadora, y una oportunista, y quiero que mañana mismo te vayas de acá. 

Nadia pareció sorprendida, pero no asustada, cosa que me alarmó. Algo se traía entre manos la muy zorra. Para colmo, después puso cara de tristeza. Pero no tristeza por lo que le acababa de decir, sino por algo que veía en mí. Casi parecía sentir lástima. 

— Va a ser mejor que me dé una ducha y que hablemos tranquilos en la sala de estar, sin gritar —dijo—. ¿Podrías alejarte un poco por favor? Me estás lastimando—pidió después. 

No me había dado cuenta, pero me había acercado tanto a ella, para ponerla contra la ventana, que estaba aplastando sus tetas con mi torso. Di unos pasos atrás y traté de tomar aire, para tranquilizarme. 

— Yo no tengo nada que hablar con vos —dije. 

— Creéme, sí que lo tenés. 

Se metió adentro, meneando el culo. Parecía muy segura de sí misma, cosa que me inquietaba. 

Después de media hora salió del baño, y por una vez se cubrió más el cuerpo. Aunque el jean que se había puesto de alguna manera la hacía ver desnuda. Como había dicho Toni, la prenda le calzaba como guante. 

— Mirá Leonardo —dijo, una vez que tomó asiento, cruzando las piernas—. Hay ciertas cosas de Javier que no conocés —dijo, refiriéndose a papá. 

— Tené cuidado de lo que vas a decir de papá —dije, indignado.

— Tranquilo. No te pongas agresivo. Escuchame, y vas a entender de qué te hablo. 

— Bueno, hablá de una vez—la apremié. 

— Bueno… te voy a contar una cosa puntual de Javier. Vos quizás no te diste cuenta, pero él era adicto al juego.

— ¿Cómo? Lo estás inventando —dije, instintivamente, aunque no estaba seguro de que mintiera. Me constaba que le gustaba jugar a los naipes con sus amigos. Y solía salir de noche. Si bien la mayoría de esas salidas eran por alguna cita con su chica de turno, a veces me comentaba, como al pasar, que había estado en el casino. De todas formas, no pensaba dar el brazo a torcer. Ella era la que tendría que demostrarme que decía la verdad, y yo no le ayudaría ni un poco. 

— No estoy inventando nada. Era un ludópata. Estaba en serios problemas económicos. No hiciste la sucesión todavía, ¿no? No sé para qué te pregunto. Si la hubieses empezado, no dudarías de mi palabra. 

— ¿De qué estás hablando? —pregunté, ya no alarmado, sino asustado. 

— Estoy hablando de que, cuando abras la sucesión, te vas a dar cuenta de que Javier tenía más deudas que bienes. Es decir, su patrimonio era negativo…

— ¡¿Cómo?! ¡No puede ser! sus deudas no pueden ser mayores al valor de este departamento —grité, tratando de convencerme a mí mismo de esas palabras, pero en el fondo intuyendo que la muy zorra tenía la razón. ¿Para qué se inventaría algo como eso? 

— Te sorprenderías de lo mucho que puede llegar a endeudarse una persona —explicó—. Además, llegó a meterse con prestamistas de los barrios bajos de Buenos Aires. Tipos a los que no conviene deber dinero. Así que tuvo que pedirme ayuda a mí. 

— ¿Ayuda? ¿A vos? —pregunté, sorprendido. 

— ¿Cómo te pensás que vivo sin trabajar? —preguntó ella ahora—. Vengo de una familia acomodada, y tengo mis ahorros. 

— No me digas. 

— Sí te digo. Y tuve que darle una buena cantidad de plata a tu padre, para salir de sus deudas, sobre todo de esas deudas que podían costarle incluso la vida. No me quejo, ojo. Lo hice por amor. Pero él también tuvo un acto de amor —dijo, y luego recorrió todo el departamento con la mirada. 

— ¿Cómo? —dije, adivinando lo que venía, aunque esperaba estar equivocado. 

— Este departamento... Lo puso a mi nombre —largó. Me pareció ver que sus labios insinuaron una sonrisa. Pero enseguida desapareció. 

— No puedo creértelo —dije, aunque en el fondo, sabía que era cierto. Si fuese mentira sería fácil de demostrarlo, pues el título de propiedad estaría aún a nombre de papá—. Seguramente lo estafaste —dije después. 

Mi cabeza no funciona tan rápidamente como hubiese querido en ese momento, pero ya estaba armando una teoría. El departamento valía por lo menos trescientos mil dólares. Dudaba de que ella le diera esa cantidad. Si tuviera tanto dinero, no manejaría el auto usado que tenía, sino uno cero kilómetro. Seguramente le había prestado un monto muy inferior a ese, y el imbécil de papá había caído en la trampa. Se había sentido tan agradecido, que le entregó la escritura de la casa. Una locura. 

— No estafé a nadie. La puso a mi nombre no sólo por el préstamo que le hice, sino porque así evitaría que otros acreedores le embargaran su único bien, en el caso de que alguno de los jueces que llevaban el montón de juicios que había en su contra, así lo dispusiera. Por supuesto, el pobre no pensó que iba a morirse tan pronto. 

— ¡Entonces reconcés que la casa vale mucho más de lo que le prestaste! —dije inmediatamente, agarrándome desesperadamente de esa pisca de esperanza. 

— Sí. De hecho, si iniciaras acciones legales, seguramente te podrías quedar con el departamento. Pero eso tomaría mucho tiempo, y como te dije, las deudas son mayores a los bienes que dejó, por lo que esta propiedad iría directo a manos de los acreedores. Si no me creés, consultalo con cualquier abogado. 

— ¿A dónde querés llegar? 

— Lo que quiero decir es que. si querés que ponga esta casa a tu nombre, me vas a tener que dar todo el dinero que le presté a tu papá. Otra opción es venderla, y luego pagarme y quedarte con el resto. Pero ni sueñes que la voy a vender ahora, con las cosas como están. Así que es mejor que te hagas la idea de que vamos a convivir por un buen tiempo. Y si no te gusta, te podés ir cuando quieras. Pero si te quedás, tenés que dejar de maltratarme como lo venís haciendo hasta ahora. 

— No puede ser… —fue lo único que alcancé a decir. 

No tardé en consultarlo con el abogado que estaba llevando la sucesión. El infeliz no sólo le dio la razón a Nadia, sino que me dijo que tendría que agradecer de encontrarme a alguien tan honesta como ella. Que si fuera otra, se quedaría con el departamento, me echaría de una patada en el culo, y listo. Lo insulté, y le dije que buscaría un abogado más eficiente. Uno que no tuviera el título de adorno. Pero cuando, al otro día, busqué una segunda opinión, la respuesta fue igual de lapidaria. Lo mejor era que en un futuro ella vendiera la casa y me diera mi parte. Pero para eso había que tener demasiada paciencia. Primero habría que hacer la sucesión bajo beneficio de inventario, para no verme obligado a pagar las deudas del viejo, y recién después de eso había que poner el departamento en venta. Nadia también estaba en lo cierto en eso de que no convenía vender nada en el contexto en el que estábamos viviendo, pues no sacaríamos ni la mitad del valor que yo había estimado. Además, me dijo que me convenía llevarme bien con mi madrastra, cosa que ya ni siquiera me molestó, pues no había nada más que pudiera molestarme. O al menos eso pensaba. 

Al otro día, como si me enviara un mensaje, dejando en claro que ahora la que mandaba era ella, encontré, colgada en la llave de la ducha, una bombacha tipo culote mojada. La agarré y la tiré en el tacho de basura. No se la iba a hacer tan fácil a la puta esa. 

Para colmo, había pocas excusas para salir a la calle. Sólo podíamos ir al supermercado. Ninguno de los dos trabajaba, así que debíamos estar encerrados. Encima, vivíamos sobre la Avenida de Mayo, en pleno corazón de Ramos Mejía, y ahí siempre estaban los gendarmes haciendo controles, por lo que eso me quitaba de la cabeza cualquier pensamiento rebelde. De todas formas, siempre fui muy respetuoso y obediente de la ley. A falta de un padre sensato, yo mismo me construí una personalidad responsable y una ética inquebrantable. Pero esto de verme obligado a vivir como preso, aunque me dijeran que sería por unas semanas, me tenía de mal humor. 

Ese mismo día en el que encontré la bombacha en la bañera, me encontré con Nadia, caminado desde la cocina hasta la sala de estar, con un vaso de jugo exprimido en la mano. Estaba claro que ya se sentía la dueña y señora de la casa, pues estaba semidesnuda, con una camisa blanca y una tanga como única vestimenta. 

— ¿Hace falta que andes en culo por la casa mientras estoy yo? —pregunté. 

— Bueno… vos vas a estar siempre, así que no veo por qué tenga que actuar de manera diferente ante tu presencia. Cuando estoy sola ando así. Es más cómodo, y hace mucho calor. Y como imaginarás, no podemos tener el aire acondicionado prendido las veinticuatro horas del día. Pero ¿Cuál es el problema? Sos de los pocos hombres heterosexuales que existen que no me violarían al verme de esta manera, así que tomalo como un gesto de confianza. 

— Yo no ando en calzoncillo por la casa —dije. 

— Por mí no habría problema —respondió. 

No parecía haber manera de ganarle una discusión. Me resigné. Levantó las piernas desnudas, y las puso en el sofá. La camisa estaba con varios botones abiertos, lo que me dejaba ver su busto. Estaba claro que la zorra lo hacía para molestarme. Le gustaba provocarme. Pero yo no era el típico pendejo pajero que sucumbiría a sus encantos, además, le tenía mucho rencor, no sólo porque sabía que era una ventajera, sino por la bizarra manera en la que murió papá. 

— Sabías que Ramona ya no va a poder venir a limpiar, ¿No? —preguntó, refiriéndose a la mujer que hacía de empleada doméstica tres veces por semanas. 

— No lo sabía, pero lo suponía —contesté. 

— Bueno, ahora con tantas restricciones, va a ser imposible que alguien venga hasta acá a trabajar. Vamos a tener que encargarnos nosotros. O, mejor dicho, vos. 

— ¡¿Yo?! —pregunté. Ya empezaba a sacar las uñas la gatita. 

— Bueno, creo que en las próximas semanas la que tendrá que hacer frente a todos los gastos de la casa seré yo. Así que lo justo es que vos seas el que más colabore con los quehaceres domésticos —dijo la muy descarada, para luego sorber un trago de jugo. 

Así que así iban a ser las cosas, pensé para mí. La zorrita tenía su punto. Yo tenía que cuidar cada peso que todavía guardaba, así que al menos en principio, iba a tener que tragarme el orgullo y colaborar con los quehaceres domésticos. Pero ya se la devolvería. Ya lo creo que lo haría. 



Capítulo 2


La restricción ya se estaba haciendo sentir en la calle. A partir del diecinueve de marzo se decretó la cuarentena obligatoria, y se determinó que las personas sólo podrían salir de sus casas para comprar alimentos y medicamentos. La verdad es que parecía estar viviendo, de repente, dentro de una película de ciencia ficción postapocalíptica. Pero la situación no me desesperaba. Incluso hasta me parecía interesante en cierto punto. Además, mi personalidad responsable y honesta, me llevaba a acatar las normas sin hacerme demasiadas preguntas. Por otra parte, en teoría, la cosa iba a durar solo hasta fin de mes. Está de más decir que eso finalmente no fue así, pero en ese momento era lo suficientemente optimista —o ingenuo—, como para creerlo. 

El segundo día de cuarentena me encontraba en la cama, y eso que ya era el mediodía. No era de dormir mucho, pero la noche anterior me había quedado hasta tarde viendo unas películas de terror que había descargado en mi computadora. 

Me di una ducha rápida. Me sorprendió el hecho de que no hubiera rastros de Nadia, ni en la sala de estar ni en la cocina. Pensé que también estaría durmiendo. Mejor para mí, pensé. Me hice un sándwich con unas fetas de fiambre que había en la heladera. El departamento se sentía enorme cuando me encontraba solo. Pero eso no me gustaba mucho, pues inevitablemente me traía el recuerdo de papá, cuando todavía estaba vivo. Inesperadamente sentí que extrañaba muchísimo a mi ex, Érica. Pero no iba a caer tan bajo como para escribirle. Tenía en claro que esa repentina nostalgia se debía únicamente a que me sentía solo. Me la tenía que aguantar, no me quedaba otra. 

El día anterior Nadia me había dicho que tendría que colaborar con la limpieza de la casa. Me había indignado mucho al escucharla, pero tampoco podía vivir en un chiquero. Concluí que lo mejor sería limpiar, cada tanto, por cuenta propia, sin darle el lujo de que fuera ella quien tuviera que recordármelo. Además, el departamento no era muy difícil de limpiar. Apenas entraba polvo. Eso sí, ni loco me ocuparía de su habitación. De eso que se encargue ella, pensé. 

En cuestión de una hora ya había terminado. En ese momento Nadia apareció, entrando por la puerta principal. 

— ¿Dónde estuviste? —pregunté, molesto, pues se suponía que debería estar adentro. 

— ¿Perdón? ¿Me estás controlando? Ni que fueras mi marido —respondió ella, irónicamente. Vestía un minishort de jean y una remera musculosa roja. Cómo le gusta andar por la vida calentando pijas, pensé para mí, pero no lo dije, obvio—. Fui a hacer unas compras —me dijo después, mostrándome una pequeña bolsa que llevaba en su mano. 

— ¿Me estás cargando? Hace más de una hora que me levanté y desde entonces ya no estabas. O sea que estuviste afuera más de una hora. No podés tardar tanto en el supermercado. 

— Es que fui al que está cerca de la estación, porque en el chino de acá no tiene la marca de shampoo que me gusta —aclaró ella, con total aplomo.  

— ¡Tenés que ir al negocio más cercano! Así son las cosas. Sólo podemos salir para hacer las compras y volver rápido a casa. Si te para gendarmería, vas a tener problemas —le dije—. Tu domicilio está en tu documento, así que se van a dar cuenta fácilmente si estas en un lugar en el que no tenés que estar.  

Nadia soltó una carcajada. 

— Javier tenía razón. No te parecés nada a él —comentó—. No hace falta que seas tan estricto. No estamos en una dictadura. No creo que vaya presa por ir un par de cuadras más lejos de lo que supuestamente está permitido ir. 

— Te agradecería que no nombres a mi padre —contesté, ya que cuando ella lo hacía, no podía evitar recordar que se murió en sus brazos, o mejor dicho, en sus piernas, mientras estaban cogiendo como dos adolescentes libidinosos. 

— Bueno, era mi marido, no puedo evitar nombrarlo de vez en cuando —respondió Nadia. Su rostro se entristeció. No me cabían dudas de que sentía cariño por el viejo, pero eso no la hacía menos despreciable a mi vista. 

En ese momento tuve una ocasión perfecta para humillarla, recordándole que en realidad no era su marido, pues nunca se habían casado legalmente. Pero por esa vez se la dejé pasar. 

De todas formas, estaba molesto con ella. No entendía cómo es que no era capaz de respetar las nuevas normas vigentes. Si todos las obedecíamos a rajatabla, en poco tiempo podríamos volver a la normalidad. Además, por culpa de irresponsables como ella, las personas con mayor edad terminaban muriendo. 

— Veo que limpiaste la casa. Me parece muy bien que hayas decidido colaborar. Te estás comportando de manera madura —dijo ella, cambiando de tema. 

— Lástima que no puedo decir lo mismo de vos —retruqué, afilado—. Tu actitud rebelde es digna de una adolescente díscola.

Hizo de cuenta que no me escuchó, y se metió en la cocina para tomar agua, pues estaba sedienta. 

Me adueñé de la sala de estar. Me quedé viendo la televisión, ignorándola por completo. Esperaba que se recluyera en su cuarto el mayor tiempo posible. Quizás deberíamos hacer un acuerdo sobre durante cuánto tiempo podía usar cada uno de nosotros el living, pero mientras ella no me dijera nada, yo aprovecharía para ocupar la mayor parte del departamento por el mayor tiempo posible. 

Pero ella sólo se metió en la habitación durante unos minutos. Al rato apareció. No pude evitar quedarme mirándola durante un momento, pues no terminaba de acostumbrarme a lo suelta de ropa que andaba dentro de la casa. Sólo vestía un conjunto de ropa interior con encaje. Apagó el aire acondicionado, y se fue a recostar en el sofá más grande, desparramando su arrogante figura en él. 

— ¿Qué estás viendo? —me preguntó. 

No podía negar que tenía un cuerpo escultural, a la altura de mujeres famosas como Sol Pérez o Gina casinelli, dos hembras a las que seguía de cerca en Instagram, aunque Érica siempre se burlaba de mí por hacerlo. 

— Sólo te miro porque no estoy acostumbrado a vivir con una mujer que anda medio desnuda por la vida —contesté. 

Ella soltó esa carcajada estridente suya que ya empezaba a fastidiarme. 

— Te hablaba de la televisión. ¿Qué estás viendo en la televisión? 

Me puse rojo de la vergüenza, y ella me miraba con cara de odiosa, regodeándose en mi humillación. 

— Nada. Es una película que ni siquiera sé el nombre —dije, tratando de hacer de cuenta que lo anterior no había pasado—. La próxima vez que quieras apagar el aire, primero avísame —dije después. 

— Es sólo por un par de horas. Tenemos que ahorrar electricidad. No te olvides de quién paga las cuentas.

Se habría de creer una especie de diosa egipcia, recostada ahí, con ese cuerpo de belleza arquetípica. Un cuerpo ideal para poner fotos en Instagram y recibir un montón de likes y de comentarios obscenos que le inflarían el ego más de lo que ya estaba. Si Edu y Tomi la vieran, se volverían más estúpidos de lo que ya de por sí eran. Joaco también quedaría embobado, obvio, pero al menos tendría la dignidad de disimularlo de la mejor manera posible. Pero yo nunca fui el típico pendejo que se da vuelta a mirar cada lindo culo que se me cruza en la calle. No es que no disfrute del cuerpo femenino, pero para todo hay un momento, y sobre todo, me gustaba que me consideren una persona respetuosa. A la larga, eso me beneficiaba, pues las chicas maduras como Érica, no se ponían de novias con cualquier pajero. 

Según Nadia, ella se sentía con la libertad de andar así por la casa, porque confiaba en mí, y tenía la certeza de que no me iba a propasar. En eso tenía un punto. No podía negar que cualquiera que estuviera en mi lugar, no tardaría más de dos minutos en tirarse un lance.  Pero algo me decía que lo que quería la muy zorra era provocarme, aunque no terminaba de cerrarme el motivo por el que lo hacía. Estaba claro que yo jamás ofendería la memoria de papá.  

Me costaba concentrarme en la película, teniendo a mi madrastra entangada a unos centímetros de mí. Además, aunque yo no le prestara la menor atención, cada tanto ella me hacía recordar su presencia, haciendo algún comentario sobre la película. Por otra parte, no quería dar el brazo a torcer. Por esa tarde el televisor de cincuenta y cinco pulgadas y el living serían míos. Si a ella no le gustaba, que se esfumara. 

Pero para mí alivio, fue ella misma la que me dejó solo, incluso antes de que terminara la película. 

— Voy a aprovechar el sol —murmuró. 

Se metió en su habitación, y enseguida salió, todavía en ropa interior, con una colchoneta y una manta en sus manos. Corrió el vidrio del ventanal, y salió a la terraza, cosa que me llamó la atención. 

Lo malo de vivir en un edificio, es que no se cuenta con un patio. Pero como compensación, nosotros teníamos una enorme terraza que podíamos disfrutar de diferentes maneras. A mí me gustaba salir a leer. Era muy agradable sentir la brisa en la cara, mientras me zambullía en la lectura. Nadia, por su parte, tenía otra manera de disfrutar de ese espacio, y yo estaba a punto de descubrirla. 

— Leonardo ¿Podés venir por favor? —gritó. 

No tenía ganas de levantarme. Además, la película todavía no había terminado. La pesada tuvo que gritarme dos veces más para obligarme a salir. Más vale que sea algo importante, me dije a mí mismo. 

— Te gusta llamar la atención ¿No? —dije, cuando la vi. 

Nadia estaba apoyada en el balaustre de hierro, mirando la ciudad achicada por la distancia. 

— ¿Por qué lo decís? —me preguntó. 

— Porque estás en pelotas, al aire libre —dije, directo. 

— No estoy desnuda. Además, desde acá no me ve nadie.

Eso era cierto a medias. En ese momento no la veía nadie. Estábamos en un semi-piso, por lo que la terraza del único vecino que teníamos en ese piso, daba al lado opuesto. Por otra parte, vivíamos en el piso once, por lo que era muy alto para que la vieran desde la calle. Pero sin embargo, algunos de los que vivían en los edificios de la vereda de enfrente sí podrían llegar a verla. Pero no dije nada. Estaba claro que a ella no le importaba eso. O más bien, le hubiese encantado que la descubrieran, y convertirse así en la conversación de unos tipos que tenían por mujeres a cuarentonas con sobrepeso, o quizás de unos adolescentes que nunca habían cogido, y que solo en sueños estarían con alguien como ella. 

— ¿Qué querés? —pregunté. 

— ¿Me harías un favor? —dijo, haciendo un gesto tonto para fingir simpatía—. ¿Me ayudarías a ponerme el protector solar? 

— No me jodas —respondí. 

— No seas malo. Si lo hacés, te prometo que…

— Que qué —dije yo, áspero. 

— Que la próxima vez limpio la casa yo —dijo ella, y como vio que no lograba convencerme, agregó—: Y hoy te cocino algo rico. 

La verdad era que yo no sabía cocinar más que unos huevos fritos y fideos hervidos. Papá siempre me malcrió en ese sentido, y en la casa de Érica, siempre cocinaba su madre, a quien le encantaba hacerlo. Me acordé también de que los deliverys no estaban permitidos, y de todas formas, era hora de empezar a ahorrar incluso en las comida. Entonces su propuesta no me pareció tan mala. 

— Bueno, pero que sea rápido —accedí. 

Nadia extendió la manta sobre la colchoneta que ya estaba acomodada, bajo los rayos del sol. 

— No entiendo por qué esa obsesión de algunos con su cuerpo —dije yo, mientras ella se ponía boca abajo, sobre la manta. 

— No es obsesión. Simplemente a algunos nos gusta vernos bien. Por supuesto que hay otras cosas más importantes, pero la primera impresión siempre es por los ojos —dijo. Yo no le respondí. No tenía ganas de ponerme a filosofar, mucho menos con ella—. ¿Sos de poco hablar, o es solo conmigo porque te caigo mal? —preguntó después. 

— Un poco de ambas —dije, con franqueza. 

Nadia rió, como si lo que acabara de escuchar lo hubiera dicho un niño que no estaba del todo consciente de sus palabras. Pensé que lo que seguiría sería un patético intento de congraciarse conmigo, pero por suerte me equivoqué. 

Abrí la tapa del protector solar, y puse un poco en mi mano, para luego inclinarme. 

— Esperá —me detuvo ella—. Desabrochame el corpiño. 

— Pero ya tengo una mano llena de crema —dije. 

La verdad era que ella podía desabrocharse el brasier por su cuenta. Era evidente que sólo lo hacía para molestarme. 

— ¿Y no podés hacerlo con una sola mano? Veo que te falta experiencia con las mujeres —dijo, cizañera.  

— Guardate tus comentarios —le contesté. 

Agarré el broche de la prenda, e intenté separar sus dos partes, pero fallé en mi primer intento. Maldije para mis adentros. Estaba quedando como un tonto frente a mi detestable madrastra. Hice un segundo intento. Sentía mis dedos resbaladizos. Si lo soltaba de nuevo sería el colmo. Tardé varios segundos, hasta que por fin pude desabrocharlo. Los elásticos salieron disparados, en direcciones opuestas, dejando la espalda de Nadia totalmente desnuda. Se notaba un color más pálido en la piel, ahí donde había estado cubierta por las tiras del corpiño. 

Tenía un físico privilegiado, sin ninguna dudas. Y no era sólo debido a lo disciplinada que era con los ejercicios, sino que la genética parecía estar de su lado. La combinación de ambas cosas daba como resultado el atlético y proporcionado cuerpo que tenía ahora frente a mí. En la parte superior de su espalda tenía un tatuaje con letras cursiva que no me molesté en leer, y en el brazo izquierdo había un dibujo de una flor, que me pareció de mala calidad y de pésimo gusto. 

Unté la espalda con el protector, y empecé a desparramarlo, con la palma de mi mano, en toda su piel. Su espalda era angosta, pero se notaba que Nadia no ejercitaba sólo las piernas y los glúteos. Era una espalda que muchos hombres envidiarían. Me di cuenta de que había usado muy poco protector, por lo que me puse un poco más en la mano, y volví a pasarlo por su cuerpo. 

— Veo que no sos tan malo con las manos como había pensado —dijo Nadia—. Serías un buen masajista. 

No le hice el menor caso. Sus provocaciones no le valdrían de nada. Por primera vez se encontraría con un hombre al que no le movía un pelo, incluso si se acostaba casi desnuda frente a sus ojos. Eso resultaría un fuerte golpe para una chica tan egocéntrica y vanidosa como ella. 

De a poco, iba cubriendo toda su espalda con el protector. Cuando bajé hasta la cintura, mi mano, involuntariamente, corrió unos milímetros la tira de la tanga. Me pareció oír que ella largaba una risita, pero no pronunció palabra alguna, y yo hice de cuenta que no pasaba nada. 

— ¿Cuál es tu comida preferida? —preguntó Nadia. 

— Albóndigas con puré —respondí. 

— Dale, seguí con las piernas que a la noche hago unas albóndigas riquísimas. Le voy a pedir al carnicero que me pique la mejor carne. Nada de picada común. 

No le contesté, pero en cambio sí continué con mi tarea. Al final, yo salía ganando con ese trato. Quizás ella se sentía la más viva del mundo, pero se estaba comportando como una tonta. No entendía qué era lo que quería probar con todo eso. No pensaba propasarme con ella. No le daría el gusto de poder afirmar que era capaz incluso de seducir a alguien que la detestaba. 

Me puse más protector en la mano, y retrocedí un poco, para luego inclinarme y tener sus piernas a mi alcance. Si los chicos me vieran, no lo podrían creer. Empecé por las pantorrillas, y fui subiendo, poco a poco, hasta llegar a los muslos. 

La verdad es que me sorprendió lo firmes y tersos que se sentían. Érica tenía un cuerpo muy bello, pero a sus diecinueve años, se notaba cierta flaccidez en sus partes, cosa que con Nadia pasaba todo lo contrario. Todo era tersura y firmeza. Esas gambas seguramente soportaban mucho peso. 

No había estado con muchas mujeres en mi vida. Y no es que me avergonzara de ello, más bien al contrario. Pero nunca había tocado ese tipo de cuerpo. Como diría mi amiga Sabrina, una recalcitrante feminista, era un cuerpo hegemónico, el tipo de cuerpo que en la televisión y las redes sociales muestran como un ejemplo a seguir, un estereotipo de belleza ideal, pero que en muchos casos es prácticamente imposible de imitar. Sospechaba que las tetas de Nadia eran operadas, pero por lo demás, parecía fruto de su herencia genética y de su propio esfuerzo. 

  El sol estaba fuerte, y ya empezaba a molestarme, por lo que apuré mi tarea. 

— Bueno, de lo demás podés encargarte vos —le dije, dejando el pote a su alcance, para luego ponerme de pie. 

— Con la parte de adelante sí —dijo ella—, pero con lo de atrás tenés que encargarte vos. No digo que no pueda hacerlo, pero me resultaría muy incómodo. 

— ¿Querés que te pase el protector por el culo? —pregunté, tratando de ocultar mi sorpresa—. No entiendo qué pretendés con todo esto. No vas a lograr que te quiera coger. ¿Cuál es tu plan? ¿Acusarme después por abuso? —dije. 

Eso último se me acababa de ocurrir, pero no dejaba de tener su lógica. Últimamente la cosa estaba difícil para los hombres. Hacía poco había visto en un noticiero que muchos terminaban presos sólo por la palabra de la denunciante. Algo así como: sos culpable hasta que demuestres lo contrario. Una verdadera locura. Tener a alguien como Nadia, viviendo a solas conmigo, podía ser una bomba de tiempo. 

— No seas boludo —dijo ella—. Ya te dije que confío en vos. Además, si quisieras propasarte, ya lo habrías hecho hace rato. Creéme, los hombres no aguantan ni la mitad del tiempo que vos estuviste poniéndome el bronceador, sin hacer alguna estupidez. Tenerte conmigo es como haberme sacado la lotería. 

Parecía sincera, aunque por mi propio bien, conservé mi escepticismo. Era cierto que, para mujeres como ella, era muy difícil tratar con hombres, pues no existía macho heterosexual que no quisiera llevárselas a la cama. En cierto punto, sus vidas eran una mierda, ya que parecían valer solo para el sexo, como si fueran una cosa. Pero tratándose de Nadia, no podía sentir pena por ella. Ni dejaba de dudar de sus intenciones. 

Miré su trasero, que estaba levantado, recibiendo los rayos del sol. La pequeña tela negra que lo cubría, se hundía entre sus pomposos glúteos. Apreté del pomo del bronceador, y dejé caer dos chorros en uno de ellos. La imagen me pareció algo pornográfica. Debía reconocer que, si no se tratara de Nadia, incluso alguien tan ubicado como yo, quedaría anonadado ante semejante orto. Como diría Toni, era un culo con carácter. 

Apoyé tímidamente la palma de mi mano en él, y empecé a hacer movimientos circulares, esparciendo el bronceador en toda la circunferencia.

Si los muslos se sentían firmes, las nalgas eran ridículamente duras. Pero a pesar de la rigidez de los músculos, la piel era increíblemente suave y tersa. Se sentía tan bien como cuando acariciaba el asiento de cuero del BMW del papá de Edu. Por otra parte, al sentirlo con el tacto, me daba cuenta de que su trasero era mucho más grande de lo que podía parecer a simple vista. Con la palma completamente abierta no alcanzaba a cubrir ni la mitad de una de sus nalgas. El cuerpo de esa mujer era realmente intimidante para alguien como yo, acostumbrado a fisionomías más esbeltas. 

Estuve unos minutos dedicándome a pasar la crema en el culo de mi madrastra. Si alguien me hubiera dicho, apenas unos días atrás, que estaría haciendo eso, no se lo creería ni loco. 

Habiendo acabado con la parte más carnosa, me quedé unos segundos, dubitativo. La parte más profunda había quedado sin que le aplicara el bronceador. Se notaba que la piel que bordeaba la delgada tela de la tanga, estaba más pálida, al igual que su espalda, donde era cubierta por las tiras del brasier. Mi primera reacción fue detenerme. Pero después me di cuenta de que, si Nadia me había pedido que le aplicara la crema en el trasero, era justamente debido a esa zona, pues en los cachetes, ella misma podría habérselo aplicado sin problemas. 

Sin pensarlo más, ahora me coloqué un poco de bronceador en la yema de mis dedos, y entonces, tratando de esquivar la telita de la tanga que se hundía en la raya del culo, para no mancharla, pasé la crema sobre esa parte tristemente pálida. Hice movimientos arriba abajo, varias veces. Quizás fue mi imaginación, pero me pareció que en un momento Nadia suspiró y su cuerpo se removió, como si hubiera sido víctima de un temblor. Cuando terminé con el glúteo izquierdo, continué con el derecho. Era debido a ese culo que papá había perdido la cabeza. Yo nunca fui tan básico en cuanto a mujeres, por lo que no podía comprender cómo es que mi viejo se había dejado engatusar por esa mina. Era obvio que le metía los cuernos. Alguien como ella tendría decenas, sino centenas de tipos deseosos de cogerla, y me costaba mucho creer que no se había sentido tentada en algún momento. 

— Bueno, ya está bien. No hace falta que metas tu mano tanto tiempo ahí —dijo Nadia. 

— Ah, claro, es que… no quería dejar ninguna parte sin protector. 

— Por lo que pude sentir, no lo hiciste, así que quedate tranquilo —respondió ella—.  Bueno, voy a estar un rato así, y después cambio de posición. Gracias por tu ayuda. Aunque te hagas el osco, sé que sos un buen chico. 

— No necesito que vos me confirmes que soy bueno —dije—. Y si no cumplís con tu promesa, nunca más voy a hacer nada por vos —dije después, recordando que se había comprometido a limpiar la casa en la próxima ocasión, pero, sobre todo, recordando las albóndigas con puré de papas que había prometido cocinar. 

Me puse de pie y le di la espalda. 

— Leonardo —me llamó. Interrumpió lo que iba a decirme, y se quedó mirando mi entrepierna, con una sonrisa burlona—. No te preocupes, eso es normal —dijo después. 

Seguí su mirada, confundido, y después me di cuenta de a qué se refería. Mi verga había formado una carpa debajo del short. 

— Esto… —dije, como un estúpido, sin poder terminar la oración. 

— No seas tonto. No tenés que explicar nada —dijo ella. 

Me metí adentro, enfurecido y abochornado. En mi habitación me bajé el short. La verga estaba hinchada, pero estaba muy lejos de tener una erección óptima. Era por eso que ni siquiera me había dado cuenta de lo que me pasaba. Me preguntaba si eso era lo que buscaba la muy puta. Ahora la engreída estaba convencida de que había logrado excitar a alguien que había jurado que no tenía ningún interés en ella. De nada serviría que le asegurase que lo único que había logrado después de que masajeara su culo, era una semierección. Pocos hombres heterosexuales en el mundo podrían haberse controlado hasta tal punto. Pero a sus ojos, mi verga se había empinado, y punto. 

La hija de puta me había ganado otra vez. 


……………………………………………..

— Se ve que esa mujer es un monstruo —comentó Edu, haciéndose el gracioso. 

Le había contado a Joaco, por mensaje, de manera resumida, lo que había sucedido esa tarde. Los otros dos no tardaron en enterarse, y decidieron hacer una videollamada, para que les contara lo sucedido con mayores detalles. Toni soltó una risita, secundando a Edu en su ironía. 

— No sean tontos muchachos, esta mina puede ser una loca peligrosa —dijo Joaquín, intentando ser la voz de la razón, como de costumbre. 

— Sí, mirá qué peligrosa, dejándose manosear el culo, y encima a cambio le prepara la cena al niño —dijo Edu, siguiendo con su tono irónico—. Leoncio, ¿No querés que cambiemos de lugar? Yo voy a vivir con tu mamita y vos vení a vivir con la mía, que tiene cincuenta y cinco años, y sufre de gastritis. 

— Que no me digas así idiota —le recriminé en vano, pues al imbécil le gustaba usar ese mote—. Joaco tiene razón. Yo le seguí la corriente, para que la muy puta se diera cuenta que no está tratando con un pendejo pajero cualquiera. Pero es obvio que trae algo entre manos. 

— ¿Y ese algo no será simplemente querer cogerse a su hijastro? —acotó Toni—. Vamos, que todos nosotros tuvimos alguna fantasía con una mujer y con su hija ¿cierto? ¿Acaso las mujeres no pueden ser iguales de pervertidas? 

— Pero si el viejo se murió hace apenas unos meses —se indignó Joaco. 

— Lo que sea que pretenda, no lo conseguirá. Si piensa en denunciarme por abuso o algo por el estilo, para echarme del departamento, está perdiendo el tiempo —aseguré. 

— Me parece que te estás haciendo mucho la película —opinó Edu—. Quizás solo está aburrida. O a lo mejor está siendo sincera, y no lo hizo con ninguna doble intención. A estas alturas debe saber que sos la personificación de la rectitud y la integridad, y seguro que le generás mucha confianza. Si no te la querés coger, al menos aprovechá el paisaje. ¿Sabés cuántos pibes morirían por ver de cerca todos los días a una mujer como esa en tanga? Qué locura. Y ahora que lo pienso, podrías mandarnos alguna foto, ¿no?

— No jodas —fue mi única respuesta. 

— De todas formas, es mejor que andes con cuidado —recomendó Joaco.

De repente la puerta de mi habitación se abrió.

— Leonardo, ya está la cena —dijo Nadia. 

— ¿Acaso no te enseñaron a golpear? —pregunté, indignado. 

— ¡Hola Nadia! —saludó Edu, y después, dirigiéndose a mí, agregó—. Cabrón, enfocala.

Les di el gusto. Nadia apareció detrás de mí. Los saludó simpáticamente con las manos.  

— ¡Mucha ropa! —se quejó Toni, pues ella vestía un pantalón y una remera. Seguramente tenían la fantasía de que apareciera en mi cuarto semidesnuda, lo que no sería algo descabellado, tratándose de ella. 

— Bajá antes de que se enfríe —dijo Nadia, y salió de mi habitación. 

— Eso es Leoncio —acotó Edu—. Andá a comer la rica cena casera que te hizo tu perversa madrastra, que anda por el departamento en tanga y se deja pasar la crema protectora por vos. La verdad es que te compadecemos. 

— Váyanse a la mierda —les dije, y finalicé la videoconferencia. 

Me puse las zapatillas, y salí de mi habitación. Me di un susto cuando vi que Nadia aún estaba ahí. Lo primero que pensé fue que había estado escuchando detrás de la puerta. Pero no le dije nada al respecto. 

— Vamos. Seguro que te va a gustar —dijo ella. 

Mientras caminábamos por el pasillo que daba a la sala de estar, noté que Nadia cambiaba el ritmo de sus pasos. Primero parecían ir veloces, para luego lentificarse de manera extraña. la segunda vez que lo hizo, me tomó desprevenido, haciendo que chocara con ella. 

Me detuve justo a tiempo, pero mi pierna izquierda rozó su nalga. Me quedé viendo ese culo por el que mis amigos perdían la cabeza. No eran pocos los que no dudarían en hacer una locura para poder palparlo, tal como yo lo había hecho esa tarde. Ahora que la tenía de cerca veía cómo la costura del pantalón parecía estar violándola, pues se encontraba muy en lo profundo. 

Ya atravesando el living se sentía el delicioso aroma de la salsa. Me senté en la mesa. Nadia puso música clásica. Por lo visto sabía que me gustaba mucho Bach. Había imaginado que la velada sería incómoda, pues asumí que ella querría hablar de alguna cosa, ya sea para sacarme información o para congraciarse conmigo. Pero apenas pronunció palabra. De hecho, en más de una oportunidad fui yo mismo el que estuvo a punto de romper el silencio, pues a veces tanto silencio es incómodo. 

Había abierto una botella de vino tinto. No sabía mucho de vinos, pero estaba seguro de que esa era una de las botellas favoritas de papá, que guardaba para ocasiones especiales. La comida estaba muy rica. La carne era de excelente calidad, el puré con la dosis justa de leche y manteca, y la salsa bien condimentada, con abundante cebolla, tal como me gustaba a mí. 

— No necesito preguntarte si te gusta, porque ya lo noto en tu cara —dijo Nadia. 

— Está muy bueno —reconocí, pues me di cuenta de que, si alababa su comida, era posible que estuviera dispuesta a hacerlo de seguido. Además, también se me ocurrió proponerle que yo me dedicara a limpiar la casa, mientras que ella se encargara de la comida. Para mí sería un buen trato, pues la limpieza se me hacía mucho menos pesada. Pero aún no le diría nada, pues ella se había comprometido a limpiar la próxima vez. 

— Que lo digas vos es muy importante para mí —dijo ella.

— ¿Y quién más te lo iba a decir? Si acá estamos solos —dije. 

Ella soltó una carcajada boba. 

— Me encantan los hombres que son graciosos sin proponérselo —comentó. 

Tuve la cortesía de encargarme de lavar los platos. Después me metí en mi habitación. Ese día quizá fue la primera vez en la que me di cuenta de que, a pesar de la animadversión que sentía por Nadia, eso no quitaba que podíamos tener una buena convivencia. Quizás ella estaba más consciente que yo del tiempo que pasaríamos encerrados juntos, y por eso se esforzaba por conseguirlo. A su manera, pero se esforzaba. 

Pero todo ese optimismo no tardó en venirse abajo. En medio de la noche, escuché ruidos en el departamento. Alguien había salido. O, mejor dicho: Nadia había salido. ¿Qué carajos? Estábamos en la etapa más crítica de la pandemia, con los niveles más rígidos de la cuarentena, y esta pensaba salir a medianoche ¿Acaso vivía en una burbuja? 

Yo ya estaba en la cama. Di una salto, y salí disparado, sólo cubierto con mi ropa interior. Esperaba encontrarla en el pasillo, antes de que tomara el ascensor. Pero justo cuando iba a abrir la puerta, regresó. 

— Me olvidé la cartera. Soy una tonta —dijo, como si nada. 

— ¿Tu cartera? ¿Estás demente? ¡Vos no vas a salir a ninguna parte! —dije, agarrándola del brazo. 

— León ¡Soltame! Me estás lastimando —se quejó ella. 

— ¿Acaso vivís en un túper? ¿No sabés que estamos viviendo en una pandemia? Nadie puede andar por la calle solo por andar. Además, ¿Con quién te vas a ver a estas horas? —le pregunté, soltándola del brazo. 

— En primer lugar, no tengo por qué decirte con quién me voy a ver. Pero te lo voy a decir, para que no pienses estupideces. Voy a visitar a mi amiga Romina. Hace mucho que acordamos vernos. Además, todo el mundo infringe la cuarentena. Sos el único que conozco que se toma todo al pie de la letra. 

 — Y una mierda —contesté—. En primer lugar, no te creo que vayas a ver a una “amiga”. En segundo lugar, no voy a dejar que traigas a ese maldito virus acá. Si cruzás esa puerta, no te voy a dejar volver. Y desde ahora, si tardás más de media hora en ir a comprar, te denuncio —le aseguré. 

Ella lo pensó un rato. Pareció que algo de lo que le dije le entró en esa cabeza de chorlito que tenía. 

— Está bien. Por esta vez me quedo. Total… la semana que viene ya no habrá tantas restricciones. Pero no me gusta nada que me hables así. Y mucho menos que insinúes cosas de mí que no son. Si fuese a ver a un hombre en lugar de a una amiga, no tendría por qué ocultarlo. 

— No me extrañaría que ya tuvieras tus amantes, después de tan poco tiempo que murió papá. 

Nadia me cruzó la cara de un cachetazo. No lo había visto venir. Fue un golpe débil, pero lo suficientemente fuerte como para herir mi orgullo. 

— ¿Y cuánto tiempo tengo que esperar para tener sexo? ¿Eh, imbécil? —me dijo, indignada. 

Se metió en su cuarto, dejándome con la palabra en la boca. 



Capítulo 3


El tercer día de cuarentena me quedé todo el tiempo que pude en mi habitación. No era que le tuviera miedo a Nadia. Pero no todos los días estaba de humor como para estar en un ambiente hostil. Eso resulta muy estresante. Además, yo seguía pensando igual que el día anterior. Aunque ella me saliera con esos aires de feminista, no iba a dar marcha atrás con lo que le había planteado. 

En primer lugar, no iba a dejar que me trataran como un parea en el edificio, y en el barrio, por convivir con una mujer que no tardó ni dos días en romper las normas vigentes. Ni mucho menos permitiría que meta ese virus chino en casa. Y sobre lo otro… ¡qué carajos! ¿Cuánto tiempo tengo que esperar para tener sexo?, me había preguntado la muy zorrita, cuando insinué que no se iba a ver a una amiga, sino a un amante. La verdad es que no sabía cuánto era el tiempo prudencial que una mujer debía guardar el luto por su pareja, pero para mí, el cadáver de papá todavía estaba tibio. El solo hecho de que se le cruzara por la cabeza la idea de coger con otro tipo, cuando no se cumplían tres meses siquiera del fallecimiento de su pareja, me parecía algo completamente descarado. Aunque de ella ya no me sorprendía prácticamente nada. 

Ese día me levanté con la típica erección mañanera. Una erección tan potente, que cuando fui a orinar, me tuve que sentar, ya que era imposible hacerlo de parado. En ese momento volví a extrañar a Érica. Aunque en esta ocasión no fue una cuestión sentimental la que me hizo añorarla. Nunca fui una persona con la libido muy alta, pero sí que estaba acostumbrado a mantener relaciones sexuales con cierta regularidad. Edu y los demás siempre me decían que mi aparente desinterés por el sexo era debido a que, como siempre tuve con quién hacerlo, no comprendía lo que significaba estar en abstinencia sexual. Daba la casualidad que en los últimos días, antes de mi rompimiento con Érica, no habíamos tenido relaciones, lo que, sumado a los tres días desde que vivía con Nadia, ya llevaba casi una semana sin coger, y sin masturbarme, ya que no solía realizar esas prácticas. 

Recordé que algunas veces, mi exnovia, cuando estaba de humor, o cuando quería disculparse por alguna pelea que habíamos tenido, me despertaba, en esos días en los que yo amanecía con una potentísima erección, practicándome sexo oral. A mí me incomodaba que se comportara como una puta, pero el placer era tan delicioso que la dejaba hacer. 

Y ahora, después de mucho tiempo, sentía en mi cuerpo la carencia de sexo. Por primera vez entendía por qué mis amigos se comportaban como unos primates cuando veían a una mujer atractiva. Ellos, pobres, seguramente habían pasado períodos mucho más largos que yo sin coger. 

Pero bueno, qué le iba a hacer. Tampoco me iba a morir por eso. Estuve a punto de masturbarme en el baño, pero el ruido de la aspiradora recién encendida me recordó que Nadia andaba rondando por la casa. 

Me lavé la cara. Vi unos videos cualesquiera en el celular, para distraerme y que se me bajara la erección. Luego de unos minutos lo conseguí. Me vestí y fui a la sala de estar. 

Una imagen ridícula y grotesca me estaba esperando. 

— Hola. Al fin te levantaste —dijo Nadia. 

Se encontraba pasando la aspiradora en la sala de estar. Pero eso no era lo raro, de hecho, se había comprometido a hacerlo, por lo que resultaba lógico. Lo inusual era que llevaba puesto el uniforme de Ramona, la empleada doméstica que había dejado de ir a nuestra casa debido a la cuarentena. Nadia pareció notar mi confusión, lo que hizo que esbozara una sonrisa, y dijera en voz alta, para hacerse escuchar por encima del ruido molesto de la aspiradora:

— No quiero ensuciar mi ropa, así que…

— ¿Y pensás que ese uniforme es a prueba de suciedad? —señalé. 

— Lo que quiero decir es que no quiero estropear mi ropa. Podría rompérseme, o mancharme con lavandina cuando limpie el baño, o… qué se yo.

En realidad, el uniforme no tenía nada de especial. Se trataba de un vestido azul oscuro con un delantal blanco en la parte frontal. Ramona insistía en usarlo, a pesar de que ni Nadia ni yo éramos tan estrictos como para exigírselo. Lo inusual era el hecho de que Nadia era varios talles más grande que la empleada, por lo que el uniforme le quedaba muy chico. Para empezar, debería llegarle hasta un poquito por debajo de las rodillas, pero a ella le quedaba unos cuantos centímetros más alta, por lo que sus muslos quedaban a la vista. No alcanzaba a ser tan corta como una minifalda, pero estaba lejos de cubrir todo lo que un sobrio uniforme como ese debería cubrir. 

Sin embargo, eso era lo de menos. El largo del vestido era algo que incluso podría pasar desapercibido, si no fuera por el hecho de que la prenda se veía increíblemente ajustada en el exageradamente exuberante cuerpo de Nadia. La parte de atrás del vestido parecía más corta que la delantera, ya que su trasero enorme, y bien parado, hacía que le tela no pudiera caer como debería. Por otra parte, los botones blancos de la parte delantera parecían a punto de salir disparados, con la fuerza suficiente como para quitarle un ojo a alguien, pues apenas podían contener las explosivas tetas de Nadia. La prenda en sí misma daba la impresión de que podría hacerse hilachas en cualquier momento, si Nadia llegaba a hacer un movimiento mal calculado. 

Más que una mucama, parecía una otaku haciendo un cosplay pornográfico. Definitivamente era una persona a la que le gustaba llamar la atención. Pero por esta vez no le diría nada, ya que si le señalaba lo ridícula que se veía, sólo serviría para demostrarle que había cumplido con su objetivo. 

— De todas formas, tampoco es que te vaya a costar tanto limpiar el departamento —comenté, tirándome en el sofá. Por lo visto, en cuestión de minutos terminaría de pasar la aspiradora en ese sector, así que encendí el televisor. 

— No me digas… —respondió ella, poniendo los brazos en jarra—. Ya me di cuenta de que la otra vez sólo limpiaste por donde pasa la suegra. Pero hoy pretendo hacer una limpieza general, y vos me vas a ayudar. 

— No me jodas. Vos te comprometiste a encargarte de la limpieza —retruqué. 

— Está bien. Quedate ahí mirando tus dibujitos animados. Pero a la noche te vas a encargar vos de la cena.

Desenchufó la aspiradora, pero no se fue de la sala de estar, sino que se dirigió a la parte en donde estaban los libros, en unos estantes que hacían de biblioteca y que se encontraban instalados cerca de la entrada. 

La zorra me iba a joder. Debía habérmelo visto venir. En la heladera había algunas cosas como para preparar unos sándwiches al mediodía, pero para la noche no quedaba nada. Y no podía contar con un delivery debido a las malditas restricciones. Si Nadia no me cocinaba, me vería obligado a hacerlo yo mismo. No es que fuera una tragedia, pero si podía desembarazarme del asunto, sólo dándole una mano …

— Está bien, te voy a ayudar por esta vez, pero sólo llamame cuando haya algo que no puedas hacer sola —le advertí. 

— Entonces vení ahora —dijo ella. 

— No te pases. 

— Es en serio. Te necesito ahora. 

Con pocas ganas, me puse de pie y fui a donde se encontraba ella. Nadia estaba parada sobre una silla, con un plumero en la mano. Bajaba unos libros de la biblioteca, y le pasaba el plumero encima.

— Tomá, sostenelos un rato —me dijo.

Fue sacando, uno a uno, los libros del estante más alto. Una vez que se encontró vacío, pasó el plumero sobre él. Al hacerlo, su cintura se dobló levemente, y sacó culo. Si alguno de los chicos estuviera en mi lugar, no dudarían en husmear entre sus piernas y averiguar qué ropa interior llevaba puesta, cosa que no costaría mucho trabajo hacer. Sólo bastaría con agacharse un poquito y listo. 

Cuando terminó con ese estante, me pidió que le pase los libros de nuevo, los ordenó, y siguió con el siguiente. 

— Ya veo por qué te resultó tan fácil limpiar el otro día —comentó Nadia, mientras seguía limpiando. 

Cuando tocó limpiar el estante más bajo, la silla ya estaba sobrando. Pero la tonta de Nadia no se percató de eso inmediatamente. Tuvo que inclinarse mucho para agarrar los libros. Al hacerlo, casi me saca un ojo con su duro trasero. 

— Es mejor que te bajes ¿no? —le sugerí. 

Ella soltó una risotada. La verdad, que con la apariencia que tenía, nadie sospecharía que podía ser tan torpe, y que además era dueña de esa risa tan irritante. Y no lo digo por su físico, sino porque solía tener un semblante serio, que inspiraba cierto respeto en quien no la conocía. Pero yo que la tenía de cerca sabía que era medio idiota. 

Como para confirmar mis prejuicios, cuando quiso bajar de la silla, se resbaló. No se cayó desde esa altura de pura casualidad. En el último momento pudo mantener el equilibrio, al menos en parte. Pero se vio obligada a bajar de un salto. Cuando lo hizo, chocó su espalda contra mi cuerpo. Era increíble la fuerza que tenía la hija de puta, aunque también debo reconocer que yo nunca fui de estar en forma. Me pareció que se me vino encima una bolsa de cemento. Retrocedí unos pasos, intentando sostenerla. Pero ella llevaba consigo la fuerza del brusco movimiento que hizo al bajar de la silla. Yo me tropecé con mis propios pies, y fuimos a caer al piso. Nuestros cuerpos se desparramaron ridículamente, y quedamos pegados. Ella encima de mí. 

— Ay, ¿Estás bien? —preguntó Nadia, conteniendo su risa por esta vez, quizás porque sospechaba que a mí no me hacía ninguna gracia la situación. 

Sin levantarse, giró sobre sí misma, para colocarse boca abajo, y mirarme de frente. Al hacerlo, su carnoso orto se frotó, sin pudor, con mi pelvis. 

— ¿Te lastimaste? —preguntó. Acarició mi mejilla con sus manos, con una ternura que simulaba ser maternal, pero que sin embargo estaba lejos de serlo, pues sería difícil tomar su gesto en ese sentido, cuando sus enormes tetas colgaban, suspendidas en el aire, para frotarse en mi pecho, mientras hacían un movimiento de hamaca . Se sentían suaves. Por primera vez dudé de si realmente eran operadas. 

— Sí. No pasa nada. Ya te podés levantar —dije, lacónico.  

Nadia se puso de pie. Esta vez sí, y sin siquiera proponérmelo, vi la bombacha blanca con pintitas rosas que llevaba debajo de ese uniforme, pues cuando estaba erguida, yo seguía en el suelo. Pero enseguida desvié la mirada. Se dio media vuelta y extendió la mano para ayudarme a levantarme. La tomé, solo para que no hiciera ningún comentario si me negaba a hacerlo. Cuando me puse de pie, comprobé que me dolían los glúteos, pues fueron ellos los que recibieron todo el peso de Nadia, a la vez que el de mi propio cuerpo. Traté de disimularlo, cosa que no fue fácil, pues el dolor era bastante intenso. 

— Bueno, ahora es cuestión de limpiar el polvo que cayó en el piso, y después sigo con lo demás. Ya te podés ir a sentar —comentó Nadia. 

Fui a apoyar mi dolorido trasero en el confortable sofá, mientras ella seguía con los quehaceres. Se notaba que estaba en forma, pues la brusca caída no le había movido un pelo. Lo que tenía de torpe lo compensaba con un excelente estado físico. No volvió a llamarme para que la ayudara, pero dudaba que fuera porque no lo necesitaba, sino porque se sentía avergonzada por lo que había sucedido. Aunque por otra parte, me parecía raro que a alguien como ella le quedara algo de pudor. 

No obstante, la veía continuamente ir y venir con ese uniforme que le quedaba ridículamente chico. No se me quitaba de la cabeza que si pasaba a cada rato frente al televisor meneando el culo, era para provocarme de alguna manera. Su actitud era patética, pero he de reconocer que no pude evitar mirar, cada tanto, cómo me daba la espalda. En un momento se puso delante del televisor, para pasar un trapo sobre los objetos que se encontraban en el mueble del mismo, ya que parecía haberse olvidado de hacerlo antes. Se inclinó. Quebró la cintura, casi como si estuviera ofreciéndome su monumental culo. Noté que la bombacha se marcaba en la tela del uniforme, pues al estar tan ajustada a ese enorme trasero, los bordes de la prenda íntima quedaban en relieve. 

Después de ese último intento por llamar mi atención, desapareció unos minutos y reapareció con unos guantes amarillos y un balde lleno de productos de limpieza, para luego meterse  en el baño principal. 

Pensé que toda esa pantomima había llegado a su final. Durante un buen rato desapareció de mi vista, y apenas noté su presencia, debido a los ruidos que me llegaban del baño. Una vez que terminó con ese sector, se metió en la cocina. De repente largó un grito: 

— ¡León, vení! —dijo. 

Escuché el ruido del agua que salía con mucha presión. Fui hasta la cocina, intuyendo lo que me iba a encontrar. Nadia estaba metida adentro de la bajomesada, que se encontraba con sus puertas abiertas. El agua empezaba a escaparse, y formaba un charco alrededor de mi madrastra. Sabía que justo donde estaba metida, se encontraba la cañería. Me acerqué. Me incliné, haciéndome lugar, pues ella ocupaba mucho espacio. Nadia tenía la mano en la cañería, intentando contener el potente chorro de agua que salía disparado de una abertura. Pero sólo lo lograba a medias. El uniforme de mucama ya se encontraba empapado, al igual que su rostro y pelo. Me quedé viendo unos segundos ese momento humillante para ella, hasta que por fin le expliqué:

— ¿Ves esto? Es una llave de paso —dije, para luego cerrarla, y de esa manera lograr que el agua dejara de salir por ese caño. 

Por primera vez vi su semblante ensombrecido. Parecía que esta vez su estupidez no le hacía ninguna gracia. Y eso que dentro de todo no había sucedido nada grave. 

El uniforme, ya de por sí ajustado, ahora mojado, estaba pegado a su cimbreante cuerpo. Sus pezones se marcaron en la tela, eran amenazantemente puntiagudos, lo que me hizo sospechar que no llevaba corpiño.  

— Soy un desastre —dijo, y sus ojos parecieron a punto de largar lágrimas. 

— No fue nada. Le puede pasar a cualquiera —dije, aunque ni siquiera estaba seguro de cómo había sucedido el accidente. No es que tuviera compasión por ella (o quizás un poquito sí), sino que no me quería ver en la embarazosa situación de que se largara a llorar como una niña. 

No sabía nada de plomería, pero parecía algo fácil de arreglar, al menos de manera provisoria. Ya llamaría a un plomero cuando estuviera permitido hacerlo. Mientras tanto, metería una masilla en el tubo para cerrarlo. Me dispuse a secar el piso. Nadia apareció con la ropa cambiada. Ahora vestía un top tipo musculosa color verde, y uno de sus tantos diminutos shorts de jean. 

— Dejá, yo me encargo —dije, pensando en que me convenía que estuviera dispuesta a cocinar en la noche. Nadia no dijo nada. Simplemente me dejó encargarme del desastre que había hecho en la cocina. 

Fuera de ese accidente, se había ocupado bien de limpiar el departamento. 

— León, me pasas una toalla seca por favor —la escuché decir después, desde el baño principal. 

Por lo visto había entrado a darse una ducha y se había olvidado de la toalla. Fui a buscarla, y se la alcancé. Le golpeé la puerta, esperando que la abriera un poco y sacara solo la mano para que yo le entregara la toalla. Pero la puerta se abrió casi por completo. 

A esas alturas ya no me asombraba verla media desnuda. En este caso llevaba el mismo top verde con el que la había visto hacía unos minutos, sólo que ya se había despojado de su short, por lo que otra vez tuve el extraño privilegio de encontrarme con su prodigioso culo entangado. Sin embargo, por primera vez sentí que no pretendía llamar mi atención. Estaba todavía muy seria, o más bien triste. Sospechaba que mientras yo estaba secando el piso de la cocina, finalmente se había largado a llorar. Agarró la toalla. Susurró un gracias, y después cerró la puerta. 

Mientras se duchaba, arreglé de manera rudimentaria, tal como lo había planeado, la cañería. Después me hice un sándwich con una albóndiga que había quedado del día anterior, y le agregué unos huevos revueltos. Me aseguré de que quedara suficiente para ella. Después me metí un rato en mi habitación. Por esta vez le dejaría espacio. 

Me pregunté qué carajos le había pasado. Estaba claro que el incidente de la cocina no había sido el motivo, sino más bien el desencadenante de algo que la molestaba. Quizás estaba relacionado con la cita que la obligué a cancelar la noche anterior. En todo caso, era problema suyo. 

Me sorprendí cuando escuché que tocaba a mi puerta. Le dije que pasara. 

— Sólo quería decirte que no te sorprendas si me ves con el humor muy cambiado de un momento para otro. Yo soy así —dijo. 

— Okey, no hay problema. Mientras ese cambio de humor no implique que me mates a puñaladas —respondí. 

— Claro que no. Es que… —dudó en terminar la frase, pero finalmente agregó—: es que, de repente, sin ningún motivo en particular, me acuerdo de Javier, y me pongo muy triste. 

— ¿Ah sí? —dije, algo escéptico. 

— Sí. Aunque no lo creas, nosotros nos amábamos. A nuestra manera, pero nos amábamos. 

— ¿A nuestra manera? ¿Qué querés decir con eso? —pregunté, aunque casi inmediatamente me arrepentí de hacerlo. No necesitaba detalles sobre la relación que tenían. 

— Quizás más adelante te lo explique —respondió ella, como adivinando mi desinterés. 

— Okey, no hay problema —dije, y como para cambiar de tema, pregunté—. ¿Qué te parece si voy a comprar para que hagas unas milanesas con ensalada a la noche? Es algo fácil, no te podés quejar —y después, viendo la oportunidad, agregué—. Y para que veas que soy bueno, desde ahora me voy a encargar yo de la limpieza. No quiero que pases por la misma tragedia que hoy. Eso sí, lo voy a hacer siempre y cuando te encargues de la comida.

No lo había hecho con esa intención, pero al escucharme, su semblante triste desapareció, y esbozó una sonrisa que por esta vez no me pareció irritante. 

— Ya veo lo bueno que sos. Vos te ocupás de algo que se hace día por medio, mientras que yo tengo que encargarme de lo que se hace a diario, y encima, dos veces al día. 

— No te quejes, en el almuerzo como cualquier cosa, no hace falta que cocines al mediodía. 

— Okey, consideralo un trato, pero que quede abierta la posibilidad de revisar las cláusulas —dijo ella. 

Por ese día olvidé el desprecio que sentía por ella. A la tarde fui a comprar al supermercado más cercano. Vi que en el ascensor había un cartel pegado en el espejo que decía que los del séptimo B eran covid positivo, y sin embargo salían de su departamento como si nada. Me indignó la irresponsabilidad de esa gente. ¿Tanto costaba cumplir con el aislamiento? Pero por otra parte, la actitud vigilante de aquella persona que colgó el cartel, me produjo un miedo que no entendía de dónde provenía, pues yo mismo era extremadamente responsable, y era imposible ser blanco de una acusación como esa. 

Sobre Avenida de Mayo había un camión de gendarmería. Los uniformados detenían autos y colectivos para verificar que quienes viajaban realmente trabajaban en actividades esenciales. Me había tocado vivir en una de las zonas en donde mayor control se ejercía. Por lo que me habían contado Joaco y los demás, en sus barrios, que estaban bastante alejados de las zonas céntricas, la cosa parecía más relajada, y los vecinos creían que podían hacer lo que quieran. Pero en mi barrio, al menos durante esa primera etapa, la cosa fue muy rígida. Hay que aplanar la curva, se decía una y otra vez en la televisión.

En el supermercado me tomaron la  temperatura y me dejaron pasar. Cuando salí con la bolsa, caminé lo más lentamente posible. Apenas iba tres días de encierro, y ya resultaba muy pesado. Había comenzado el otoño, pero el clima  veraniego aún persistía. 

Cuando volví, Nadia estaba buscando algo para ver en el televisor. 

— ¿Vemos algo en Netflix? —preguntó. 

La idea de ver una película con ella se me antojaba muy extraña. 

— No, tengo que hacer unas cosas en la computadora —mentí. 

Me quedé un par de horas en mi cuarto. Le conté a Joaco lo que había pasado con Nadia. Enseguida me escribió Edu pidiendo una nueva videoconferencia. Le dije que no molestaran. Toni me mandó un mensaje jocoso: “dios le da barba al que no tiene quijada”, decía. 

De repente sentí que la erección mañanera que había tenido, y que me había negado a descargar, reaparecía con más fuerza que nunca. Mi verga se había puesto tiesa como una piedra. Si no me masturbaba enseguida, sería muy difícil bajarla, y podría ser muy incómodo tener otra erección frente a Nadia. Además, el bulto que se me había formado cuando la apliqué el bronceador en su cuerpo, no era nada en comparación al que tenía ahora. Me miré en el espejo, de perfil. Me había contagiado un poco de la estupidez de mis amigos, pues me pareció muy gracioso ver a mi miembro viril parado a cuarenta y cinco grados. Me lo acomodé, pero aun así era muy notorio. 

Me recosté en la cama. Desabroché el pantalón, y me bajé el cierre. Corrí hacia atrás el prepucio. El glande apareció con el infaltable líquido viscoso transparente. Mojé mi mano derecha con mi propia saliva, y froté en esa zona con las yemas de los dedos, con mucha suavidad. Un placer electrizante atravesó mi cuerpo, pero sobre todo, y de manera mucho más intensa, en mis genitales. La saliva mezclada con el presemen había formado una sustancia de una textura pegajosa y resbaladiza a la vez ¿Hacía cuánto que no me masturbaba? No lo recordaba, como así tampoco recordaba cuánto tiempo había pasado de la última vez que sentía esa imperiosa necesidad de eyacular. Deduje que pronto tampoco me alcanzaría con estas prácticas onanísticas, sino que necesitaría sentir el calor de una mujer nuevamente. Pero con el COVID19 todo resultaba más complicado. 

Entonces Nadia golpeó la puerta. 

— Puta madre —largué en voz alta, sin darme cuenta. 

Recordando la vez que entró a la habitación sin siquiera tocar, me levanté rápidamente el cierre del pantalón y encerré a mi gusano. 

— ¿Puedo pasar? —preguntó Nadia, al otro lado de la puerta. 

Me senté en el borde de la cama, y me cubrí la erección con la remera. 

— Qué querés —dije, con sequedad, con la esperanza de que me lo dijera sin entrar. 

Sin embargo mis palabras fueron tomadas como una autorización. Nadia entró a mi cuarto. 

— ¿Me harías un favor? ¿Me sacarías unas fotos? —pidió. 

— ¿Y por qué no te sacás unas selfis y ya? —le pregunté. 

— No seas malo, quiero hacerme algunas que no me puedo sacar sola. Además… No veo que estés muy ocupado. ¡Dale, vamos!

No encontré una excusa para no hacerlo. Además, esto de intercambiar favores hasta el momento iba bien. Me funcionó con lo de la comida. Quizás después de esto ella se consideraría en deuda conmigo. Por suerte, tras su intromisión, la erección había disminuido considerablemente. Aunque no había desaparecido del todo. La seguí, pero ella se perdió en su habitación. Unos minutos después salió. 

— ¿Por qué carajos te pusiste eso? —le pregunté. 

Su vestimenta consistía en una camiseta de fútbol de la selección Argentina. De la cintura para abajo no llevaba nada, salvo una diminuta tanga. 

— Bueno, en estos tiempos más que nunca tenemos que estar unidos, y el patriotismo tiene mucho que ver con eso —dijo, totalmente convencida de sus palabras—. Ese es el mensaje que quiero transmitir. 

— ¿Y es necesario mostrar el culo para eso? —pregunté. 

— Eso es sólo el medio para el fin, Leoncito. Si no estuviera en tanga, no tendría ni la décima parte de vistas. Creeme. 

Claro que le creía. Lo que no creía era que una chica con el culo escultural como ella podría enviar un buen mensaje en relación a la pandemia, y que además sirviera de algo. Sabía que tenía miles de seguidores en las redes sociales. Incluso conseguía muchas cosas de canje, sin tener que desembolsar un peso. Pero la mayoría de sus admiradores eran tipos con sobrepeso y trabajos mediocres, que se masturbaban pensando en mujeres como ella. 

— Vení, vamos a la terraza —dijo. 

Salimos a la hermosa tarde. El sol estaba radiante. Era difícil recordar que ya estábamos en el primer día de otoño. Nadia se apoyó en el balaustre de la terraza. Dio vuelta el rostro y sonrió, arreglándoselas para que su famoso orto también saliera. Le saqué una foto con el celular. 

— Desde abajo —dijo. Yo no entendí a qué se refería, por lo que me aclaró—: ponete en cuclillas para sacarme la foto. Dale. 

Se levantó una rica brisa. El cabello rubio de Nadia pareció bailar. No era un experto en fotografías, ni de lejos. Pero ese hermoso cielo despejado, el pelo de mi madrastra en movimiento, y ese enorme y terso culo en primer plano, podrían lograr que cualquier estúpido sacara una excelente fotografía. 

Nadia miró al horizonte con expresión pensativa. Se levantó un poco la camiseta, para que sólo la cubriera hasta la cintura, pues era lo suficientemente larga como para tapar su lucrativo trasero. Los dos cachetes se veían perfectos. 

— A ver cómo quedó —quiso saber ella—. Perfecta —dijo después, cuando vio la foto en mi celular—. Vení, sácame algunas más, y ya te dejo de molestar. 

Se metió adentro. Se quitó la camiseta en un movimiento que me pareció increíblemente veloz. Era impresionante la facilidad que tenía esa chica para desnudarse. Ahora sólo quedó con la tanguita negra y el corpiño que hacía juego con ella. 

— Una así —dijo.

Se había subido a uno de los sofás individuales, arrodillándose en él. Me daba la espalda, y se sostenía del respaldar. Su voluptuosa figura estaba cubierta apenas con las tiritas de la tanga y del brasier. Agachó la cabeza, con una expresión que me pareció de sumisión, y dejó caer su lindo y abundante cabello rubio a un lado. De repente, sentí que mi verga palpitaba. 

— Bueno… —dije. 

Pero ella me interrumpió. 

— Sólo una más —dijo. Se bajó del sofá de un salto y me agarró de la muñeca, para luego llevarme a rastras hasta su habitación. 

Se colocó encima de la cama. Primero en una pose de perra, como si estuviera a punto de ser penetrada. Pero como dándose cuenta de que sería una foto muy vulgar, irguió su cuerpo, extendió una de sus piernas, mientras que la otra quedaba flexionada, y giró para ver a la cámara con gesto provocador. 

— Así estás perfecta —largué, sin pensármelo mucho. 

Mi abstinencia me hizo una última mala jugada. Mi miembro viril se endureció nuevamente. Estaba seguro de que ella lo había notado, al igual que la vez anterior. Aunque estuviera tapado por la remera, no quedaba oculto a una mirada experimentada como la suya. 

— Bueno, ahora te las mando por WhatsApp —dije, dándole la espalda. 

Estoy casi seguro de que largó una risita mientras me iba. Ahora sí, no pensaba posponer más mi autoalivio. Me metí en el baño para hacerlo. Pero contra mi voluntad, mientras masturbaba mi verga frenéticamente, no pude evitar pensar en mi tonta y odiosa madrastra. 

Continuará



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