Los Homúnculos habían
llegado después de la medianoche, atravesando el bosque. Nadie en la aldea se
había percatado de su presencia hasta que fue demasiado tarde. Era una noche
sin luna, y aquellos seres monstruosos, a pesar de ser enormes, eran sigilosos
como panteras. Las casas fueron atacadas simultáneamente, los gritos de terror
y dolor resonaron en la oscuridad al unísono. Los pocos hombres que pudieron
blandir espadas fueron destrozados antes de asestar un golpe. Eran gatitos
enfrentándose a leones.
Yemina
estaba escondida debajo de la cama, abrazada a su hija Tamina. Sentía cómo la
chica temblaba pegada a ella. Se escuchaban los ruidos de los destrozos que
estaba haciendo el homúnculo en la casa. Ya había matado a su marido. Lo sabe
porque escuchó el grito ahogado del hombre, que se desvanecía lentamente hasta
apagarse por completo. Ahora el monstruo está revolviendo la casa, tirando y
rompiendo todo. Eso hacían los homúnculos: llegaban a las aldeas pequeñas,
alejadas de las grandes ciudades, mataban a los hombres, y destrozaban todo a
su paso, sin llevarse nada de valor con ellos. Nada, salvo a las vírgenes que
encontraban en su camino, a las cuales secuestraban para sacrificar. Yemina
rogaba para que el homúnculo no se acercara a la pieza, porque ellos podían
sentir el olor de las vírgenes tan bien como las personas sentían el olor a
caballo. Pero sus silenciosas súplicas eran en vano, porque el aroma virginal
de su hija Tamina estaba esparcido por toda la casa.
Escuchó
los pesados pasos acercarse lentamente. Cada vez resonaban más fuertes en la
noche infernal. También se escuchaban, a lo lejos, los gritos de dolor de los
últimos hombres que todavía se mantenían en pie, y los llantos de las niñas
vírgenes que eran llevadas a la fuerza hacia el bosque, para ir a un lugar que
ningún humano conocía.
Tamina
se abrazó fuerte a su madre, y se orinó. El homúnculo abrió la puerta de un
golpe y entró articulando palabras ininteligibles. Yemina supo que su final
estaba cerca. Pero también supo que a su hija le esperaba algo peor que la
muerte, por lo que se armó de valor y salió de debajo de la cama para hacerle
frente al monstruo.
El
homúnculo vio surgir a una pequeña criatura que lo encaraba gritándole. Apenas
le llagaba a la cintura, podría matarla de un manotazo y agarrar a la criatura
virgen que estaba escondida a unos pasos de ellos. Pero la actitud de la humana
lo divirtió, y mientras recibía los ridículos golpes en las piernas, empezó a
reír.
Tamina
estaba congelada, todavía escondida, mientras veía cómo su madre enloquecida
atacaba al monstruo y le gritaba a ella que se escape. Escapar a dónde,
pensaba, si afuera todavía reinaba el caos. Entonces un rugido siniestro salió
de la garganta del homúnculo, y se dio cuenta, horrorizada, que esa bestia era
capaz de reír.
El
homúnculo se sintió excitado por la violencia de esa humana salvaje, por lo que
perdió interés en la virgen. Ya se encargarían sus hermanos de llevar ofrendas
para el sacrificio. La agarró con su enorme mano, cuyos dedos rodearon la
cintura casi en su totalidad, y la alzó con la misma facilidad con que un
adulto levanta a un bebé.
Yemina
estaba lista para morir. Todo sea por darle, aunque sea, una pequeña
oportunidad de escape a mi hija, pensó. Pero el homúnculo no asestó golpe
alguno, sino que le arrancó toda la ropa de un solo manotazo. Yemina quedó
completamente desnuda, suspendida en el aire, sostenida por el brazo del
monstruo gigantesco. Tamina veía todo con lágrimas en los ojos: el cuerpo
blanco de su madre se retorcía intentando escapar de los dedos que la
apresaban, y el abundante cabello rojo bailaba de un lado a otro.
El
homúnculo era un ser gris de más de tres metros de altura. Tenía una figura muy
parecida a la de los humanos, salvo por el color de su piel y la cabeza
desproporcionada con respecto al cuerpo. Zarandeaba a Yemina de un lado a otro,
como si fuera un juguete. En un momento la tiró al aire y volvió a recogerla
agarrándola de las piernas. Yemina gritaba histérica, pero se sentía algo
aliviada por poder distraerlo un tiempo. Quizá, con algo de suerte, los
caballeros del rey llegarían para salvarlas.
El
homúnculo le separó las piernas y descubrió su sexo. Nunca había visto uno. En
su raza no existen las hembras. Todas las humanas vírgenes iban directo al
agujero sagrado, de donde después, salían los nuevos homúnculos. Así se
reproducían. Pero al ver la vagina de Yemina, sintió algo que nunca había
sentido, algo que era imposible describir con su lenguaje rudimentario.
Llevado
por la curiosidad, metió un dedo en el sexo de Yemina. Tamina observaba
impresionada. Nunca había visto a nadie tener relaciones sexuales, y esto era
lo más parecido a eso, por lo que en medio de su terror, se sintió fascinada
por la escena. Su madre se estremeció cuando fue perforada por ese dedo que era
tan grande como cualquier pene humano. Su cuerpo se sacudió en el aire y largó
un grito que a su hija le sonó muy raro porque era muy diferente a los gritos
de dolor y miedo que conocía.
El
homúnculo, divertido, empezó a meter y sacar el dedo, disfrutando de escuchar
como gritaba Yemina cada vez que era penetrada. Entonces sintió algo extraño:
la extremidad de su cuerpo que estaba cubierta por el taparrabos, aquel miembro
que sólo utilizaba para expulsar el líquido que ingería, comenzaba a
endurecerse. También vio cómo crecía su tamaño y ahora parecía una montaña, ahí
debajo del cuero que lo cubría.
Tamina
también había notado la erección del homúnculo, y observó, asombrada, cómo
aquel monstruo se quitaba la única prenda que lo cubría y dejaba a la vista el
monstruoso miembro grisáceo.
Yemina,
inmovilizada, vio estupefacta el falo erecto que la esperaba abajo: no era muy
grande considerando el enorme tamaño del homúnculo, pero aun así, era más
grande que el de cualquier humano, e incluso, mucho más grande que el de esos
hombres superdotados de los que hablaban las mujeres en la aldea. En cambio sus
testículos sí eran inmensos: dos bolsas gigantes y peludas que colgaban del
monstruo.
El
homúnculo, fascinado por su descubrimiento, sintió la atracción que se generaba
entre su miembro y aquel agujero húmedo donde recién había metido el dedo. Por
lo que bajó el cuerpo pálido que sostenía hasta donde estaba su tronco duro.
Yemina comenzó a gritar y patalear, pero él, con la mano libre, hizo las
piernas a un lado, apuntó al agujero y ensartó su lanza poderosa. Yemina gritó
y todos los gritos que todavía se escuchaban afuera parecieron ecos del suyo.
Sin
embargo su cuerpo resistió, y si al principio sentía un dolor lacerante y creyó
desgarrarse por dentro, de a poco fue acostumbrándose al descomunal miembro.
El
homúnculo la ensartaba una y otra vez a un ritmo que para él era suave y lento,
no quería que la criatura que tenía en manos se durmiera para siempre. La
sensación de su sexo era increíble, ni siquiera cuando cazaba se sentía tan a
gusto. La mujer de cabello rojo gritaba cada vez que entraba en ella, y eso lo
fascinaba. Mientras la violaba, le metía el dedo en la boca y le pellizcaba los
bultos que descubrió cuando la desnudó. Aullaba de placer como nunca antes, no
quería que esa sensación terminase, sin embargo percibió que su miembro estaba
a punto de estallar. No quería hacerlo, tenía miedo de que una vez que acabara
ya no pudiera repetir su hazaña. Pero también sabía que el estallido iba a ser
una explosión de placer, su cuerpo se lo decía. Aguantó lo que pudo y cuando
pensó que el final era inminente, sintió un calor sofocante recorrer todo su
cuerpo. Se sintió abrasado por los fuegos de mil dragones.
Tamina
vio cómo el monstruo acababa adentro de su madre: en realidad sólo largó unos
chorros dentro de ella. Luego sacó el miembro de su interior y comenzó a
eyacular en todo el cuerpo blanco, salpicando semen por todas partes.
Yemina
estaba impresionada, aquellas enormes bolas albergaban una cantidad
incalculable de leche de homúnculo. Mucha de ella se derramaba de su interior e
iba a parar al piso, y otra cantidad mayor le bañó el cuerpo. Un montón de
cálido líquido blanco cubría su cuerpo casi en su totalidad, y el monstruo
seguía largando chorros encima de ella, aullando de placer.
Cuando
finalmente terminó de eyacular, el homúnculo, con la respiración agitada,
miraba a la mujer que tenía entre sus manos con curiosidad. En su mentalidad
simple alcanzaba a comprender que aquella criatura le había ayudado a descubrir
algo totalmente desconocido. Pero luego percibió el poderoso aroma virginal que
provenía de muy cerca. Dejó caer a Yemina, quien logró aterrizar parada, sin
lastimarse.
Tamina
se tapó los ojos cuando el monstruo gris levantó la cama que la cubría y la mandó
a volar con una facilidad aterradora. “¡No, a ella no!” Gritó Yemina, corriendo
a proteger a su hija. Sabía que la chica no soportaría que la penetren con el
bestial miembro. Pero el homúnculo se deshizo de ella con facilidad, dándole un
empujón que la mandó al piso y le rompió un brazo.
Tamina
quedó inmóvil en el piso, esperando lo inevitable. El monstruo la agarró con la
mano izquierda y la acercó a su rostro para verla mejor. Era muy parecida a la
otra, pero su pelo rojo tenía un tono más débil, y su piel blanca, la cual
acariciaba con la yema de su índice, se sentía incluso más suave que la de la
otra criatura.
Yemina
estaba con el brazo dolorido mientras veía cómo el homúnculo, usando apenas dos
dedos, estiraba el camisón blanco de su hija y se lo arrancaba, convirtiéndolo
en hilachas, dejándola completamente desnuda. Vio el trasero al aire y las
tetas ya desarrolladas de su niña querida “¡A ella no!”, repitió su súplica,
pero el homúnculo no hablaba su idioma ni entendía de compasión.
A
diferencia de su madre Tamina no intentaba escapar, ni tampoco gritaba, sino
que estaba petrificada con los enormes ojos azules abiertos, mirando a ninguna
parte. Yemina llegó al encuentro del homúnculo, le dio una patada que sólo
sirvió para que el monstruo volviera a percatarse de su presencia. Entonces la
agarró con la mano libre, haciéndole gritar de dolor cuando apretó su brazo
fracturado.
En
lo alto, invadida por el dolor asfixiante, Yemina observó cómo el pequeño
cuerpo de su hija, que parecía una muñeca inerte, iba al encuentro del falo
gris.
La
inmovilidad de Yemina sólo se rompió cuando sintió el pene monstruoso
destruyendo su virginidad. Su cuerpo se movió con brusquedad: una pierna
pataleó hacia un lado, la otra hacia el lado opuesto, los brazos se estiraron
buscando algo en lo alto, la cabeza gacha se irguió y su garganta explotó en un
grito de dolor. Parecía un ángel que, después de un plácido sueño, era
despertada por una terrible pesadilla. “Aguantá, vos podés” intentó darle
ánimos Yemina. El homúnculo liberó a su miembro de ese cuerpo apretado, y vio
sorprendido la sangre en la punta del pene. Luego acercó el cuerpo de nuevo y
ensartó otra vez en el pequeño agujero. Lo hizo repetidas veces, tal y como lo
había hecho con la otra mujer. Y cuando recordó la existencia de Yemina,
también comenzó a penetrarla, alternando una estocada para cada una. Así, madre
e hija se cruzaban en el aire mientras una se elevaba y la otra bajaba. Yemina
acariciaba a su niña cada vez que podía, pero Tamina no sentía el calor maternal
que intentaba transmitirle, sólo percibía el tacto pegajoso de la mano que
todavía estaba bañada de semen de homúnculo.
El
monstruo se divirtió largo rato apareándose con las dos humanas, descubriendo
que la explosión de placer podía ser retenida por bastante tiempo. Yemina
aguantaba estoicamente, pero su hija parecía desmayada y ya casi no gritaba, la
única señal de vida que mostraba era el estremecimiento involuntario de su
cuerpo cada vez que recibía la bestial embestida. Finalmente la criatura gris
ya no pudo aguantar la eyaculación, largó varios chorros adentro de Tamina, y
luego bañó con el líquido viscoso a sus dos víctimas. Una vez satisfecho, las
liberó, dejándolas caer al piso.
Tamina
había caído de espaldas y la madera crujió al recibir su cuerpo; su madre logró
caer de pie nuevamente, pero perdió el equilibrio y todo el peso del cuerpo
cayó sobre el brazo roto. Pensaba que ya no podía sufrir más, pero aquel dolor
agudo casi le hizo perder la razón. Sin embargo, debía mantenerse en pie por su
hija. Vio a su niña: estaba desmayada, cubierta de la blancura del monstruo,
pero un movimiento casi imperceptible del pecho le indicaba que aun respiraba.
El
homúnculo estaba atacado por su perversa risa. Yemina pensó que era el momento
indicado para escapar, pero entonces escuchó incontables pasos que resonaban en
el pasillo de su casa, e iban en dirección a su cuarto.
Tres
homúnculos más ingresaron al cuarto. Eran más repulsivos que el que las había
violado: uno tenía una barriga ridículamente voluminosa, a otro le salían
brazos extras de la espalda, y el tercero tenía un rostro parecido a un sapo.
Pensó que lo que sufrieron hasta ahora no sería nada en comparación a lo que
les harían aquellos tres. Miró a su hija que estaba volviendo en sí. Si le
estrello la cabeza contra el piso, le haría un favor, pensó Yemina, pero no
pudo hacerlo.
Pero
entonces sucedió algo extraño. Los monstruos comenzaron a discutir en su
lenguaje primitivo. Parecían enojados. El de la cabeza grande, aquel que había
descubierto la sexualidad, no estaba dispuesto a entregar a sus presas, ni
permitiría que las maten, ya que estaba consciente del inmenso placer que eran
capaces de brindar.
Los
otros tres monstruos se enfurecieron cuando descubrieron que la virgen ya no
era tal. Entonces comenzó una lucha sangrienta.
Yemina
aprovechó el hecho de que por un momento no le prestaban atención. Soportó el
dolor del brazo y ayudó a su hija a levantarse. Salieron por la ventana. Los
golpes retumbaban en la casa, hacían temblar las paredes, y pedazos de
escombros caían al piso.
Ambas
mujeres se perdieron en la oscuridad de la noche, dejando atrás la aldea
destruida y repleta de cadáveres. Cortaron camino por el bosque y luego se
internaron en el camino que las llevaría a la aldea más cercana. Ahí las
recibieron con miedo, porque temían ser el próximo blanco de los homúnculos.
Pero al poco tiempo se enteraron que las bestias fueron en dirección opuesta.
Pudieron
sanar. O al menos sus cuerpos lo hicieron.
Siete
meses después parieron a sus hijos. Las dos criaturas nacieron una misma tarde
bajo el agradable frescor del otoño. Por suerte no eran homúnculos… Aunque
tampoco eran del todo humanos.
Fin
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