1
Si dijera que hace seis meses
descubrí que mi mujer me era infiel, no sólo estaría engañando al lector, sino
que estaría incurriendo en la misma falta en la que caí durante todo mi
matrimonio: estaría mintiéndome a mí mismo.
Fue la propia Valeria (¿Existe
nombre más infiel que Valeria?) la que dejó el celular sobre la mesa ratona de
la sala de estar, cuando se fue a bañar, esperando a que yo me dignase a
aceptar la verdad. El aparato negro descansaba sobre la madera, cuando de
repente se encendió, al mismo tiempo que vibró. Yo escuchaba el agua de la
ducha correr. Valeria ya estaría completamente desnuda, con su cuerpito menudo
pero sinuoso, recibiendo el agua tibia. Su cabello castaño estaría empapado, y
su piel blanca comenzaría a ser recorrida por el jabón. En nuestros años
dorados, yo esperaría unos minutos, me desnudaría, iría al baño, correría la
cortina, y me metería en la bañera para ducharme junto a ella. Pero esos
tiempos ya pasaron. El celular sonó de nuevo. No había un motivo concreto que
me instase a revisarlo. Más bien había varios indicios. Y como en los crímenes
(y ella cometió muchos crímenes), estos indicios, que individualmente parecen
insignificantes, en su conjunto resultan muy sugestivos.
El primer indicio fue la
disminución de la frecuencia con que manteníamos relaciones sexuales. Eso sería
perfectamente normal para una pareja de treintañeros que ya pasaron la etapa de
la lujuria desenfrenada, sino fuera porque fue acompañada por otras señales: su
repentino mal humor; sus encuentros con amigas, cada vez mas frecuentes, y en
horarios intempestivos; su renuencia a decirme cómo le había ido durante el
día; su inexplicable gesto culposo en las noches en que estaba de buen humor y
hacíamos el amor; y sus mensajes misteriosos que iban seguidos de una sonrisa
alegre y seductora, sonrisa que a mi no me dedicaba hacía tiempo.
Todo esto me llevó a que,
contrario a mi personalidad respetuosa y confiada, decidiera husmear en la
intimidad de mi mujer. Agarré el celular. Deslicé el dedo pulgar sobre la
pantalla, hacia abajo, para ver las notificaciones. Noté que le habían llegado
tres mensajes de WhatsApp, en dos chats diferentes. Sin poder contenerme, abrí
la aplicación. Al ver los nombres de quienes le escribieron supe que no me iba
a encontrar con nada bueno. El primer mensaje lo había mandado “P”, y el
segundo “L”. Por las fotos de perfil supe que ambos eran hombres. “P” le había
mandado un emoticón de una carita con corazones en lugar de ojos, sin embargo,
antes había enviado otro mensaje que no se veía en la pantalla principal. “L”
le había escrito “¿Cómo estás hermosa?, te quería decir…”, y para saber cómo
seguía el mensaje, sólo debía tocar la pantalla.
Podría haber dejado el celular
en la mesa y dejar que todo continúe como estaba. Me convencería a mí mismo de
que esos dos, sólo eran unos tipos con los que Valeria tonteaba. Yo mismo tenía
compañeras de trabajo con las que nos dejábamos seducir mutuamente, sin llegar
a nada concreto. Quizá debí hacer eso, y continuar con mi vida. Pero no pude,
necesitaba saber toda la verdad.
Abrí el chat de “P”, el primer
mensaje era corto pero contundente. “La pasé genial con vos la otra noche, no
veo la hora de tenerte de nuevo entre mis brazos”, y seguido estaba el emoticón
ya mencionado. Caí sentado sobre el sillón. Miré a los costados, como
avergonzado, temeroso de que alguien estuviese observando mi patético
desmoronamiento. El sonido del agua de la ducha se seguía escuchando, pero
ahora la mujer que estaba bajo el agua era una infiel comprobada. Las sospechas
fueron confirmadas, los indicios dieron en el blanco, la verdad salió a la luz.
Sentí que me bajaba la presión, tenía ganas de romper todo, pero mi cuerpo no
reaccionaba. Sólo me quedé sentado, leyendo una y otra vez el mensaje. Comencé
a temblar, y me largué a llorar.
Luego recordé que había otro
mensaje.
Me sequé las lágrimas con la
manga de mi camisa y abrí el mensaje de “L”. uno pudiese pensar que luego de
leer el primer mensaje, no habría nada que me asombrase, ni me golpease
emocionalmente más fuerte que lo anterior. Yo ya estaba abatido, estaba tocando
fondo, y cuando uno está en el fondo, se supone que no puede caer más bajo.
Pero claro que se puede. El mensaje de “L” decía lo siguiente: “¿Cómo estás
hermosa? Te quería decir que ya leí el relato que escribiste sobre nosotros. Me
encantó cómo detallaste cada momento que pasamos. Además, leí varios de tus
otros relatos. Me encanta que seas tan puta. ¿Venís mañana a casa? Te tengo
preparada una sorpresa”.
Mi cabeza comenzó a dar
vueltas. ¿Relatos? ¿Qué relatos? ¿y por qué le decía puta a mi mujer? ¿Acaso no
alcanzaba con habérmela quitado? ¿Cómo se atrevía a tratar de puta a la chica
dulce que me había costado tanto llevar a la cama por primera vez? Y la
pregunta mas devastadora que me repetía ¿Acaso a ella le gustaba que la traten
así?
- Andrés ¿Qué te pasa? –
Escuché decir a una voz ponzoñosa a mi espalda.
Valeria se puso frente a mí.
Vio mis ojos rojos, y el celular en mi mano.
- Por fin te enteraste. – me
dijo. – Dame el celular.
Yo no reaccionaba. Ella me lo
quitó de la mano, y se lo guardó en el bolsillo. Se metió al cuarto, y al
instante salió con una cartera.
- Valeria ¿Qué significa todo
esto? ¡Qué carajos pasa! – Alcancé a balbucear.
- Voy a dormir a lo de mamá. En
estos días mando a buscar mis cosas.
Se dirigió a la puerta. Yo la
miré marcharse, con la boca abierta, totalmente impotente, hasta que cerró la
puerta a sus espaldas.
2
Me costó no perder la cordura.
Cuando volví en mi (al menos en parte), salí a la vereda, pero Valeria ya había
desaparecido. Llamé a su celular, pero lo había apagado. Traté de
tranquilizarme. Debía subir al auto e ir a buscarla. Si salía tan alterado como
estaba, podría sufrir un accidente. Me lavé la cara, respiré hondo y exhalé una
y otra vez. Fui a la cochera a sacar mi auto.
Conduje lo más rápido posible,
pero me comí todos los semáforos en rojo. Valeria no podía irse así. No podía
dejarme así. Nuestra relación de amor, nuestro matrimonio, no podía culminar
luego de ver esos malditos mensajes de sus amantes. Ella debería dar la cara.
Tendría que mirarme a los ojos, y explicarme por qué me había traicionado,
quiénes eran esos tipos, con cuántos hombres me había engañado, y desde cuándo.
¡No podía dejarme sin respuestas!
Media hora después llegué a la
casa de mis suegros. Toqué el timbre varias veces, y golpeé la puerta, como un
desquiciado, hasta que salió doña Beatriz a recibirme.
- ¿Dónde está Valeria? –
Pregunté.
- ¿Valeria? Acá no está, ¿Pasó
algo? – Me dijo ella.
Ahora, sentado frente a mi
computadora, con mis sentidos más despiertos, y mi cabeza más ordenada, me doy
cuenta de que la cara de asombro de mi suegra no era fingida. Ella realmente no
sabía dónde estaba Valeria, e incluso estaba un poco asustada por el estado
eufórico en que me encontraba. Sin embargo, en ese momento no reparé en ello.
La hice a un lado de un empujón, que por suerte no fue muy brusco. Ingresé a la
casa. Don Román me miró con sorpresa, por encima de sus lentes. Ni siquiera lo
saludé. Subí hasta la habitación que solía ser de mi mujer en su adolescencia.
No estaba. Revisé el cuarto de mis suegros, los baños, hasta los roperos. No
había rastro de Valeria.
- Haber hombre, tranquilizate.
–Me dijo don Román–. Valeria no vino para acá ¿Qué te pasa?
Yo estaba muy agitado, y por
otra parte no sabia qué contarles, y qué no. Mis suegros esperaban mis palabras
con cara de suma preocupación.
- Nos peleamos. – dije,
tartamudeando.
- Mas vale que no hayas
lastimado a mi nena. – dijo Beatriz.
- Pero no mujer. –me defendió
mi suegro–. Andrés se habrá mandado una macana y Vale se habrá ido una noche
para escarmentarlo.
- Pero nunca tuvieron una
discusión tan fuerte como para que se vaya de su casa…
- Siempre hay una primera vez
–acotó don Román-. A ver, ¡decí algo pibe! – exigió luego, dirigiéndose a mí.
- Es cierto, me mandé una
macana. –mentí–. me asusté mucho, pero seguro que vuelve esta misma noche.
Me costó sacármelos de encima.
Les prometí que cuidaría de su nena, y no la haría renegar más. Y les aseguré
que les avisaría apenas supiera algo. Román, más calmado que mi suegra y yo,
aseguró que Valeria debía estar en la casa de alguna amiga, sugirió que la deje
en paz por unas horas. Yo accedí, y me subí al auto.
Llamé a tres de sus mejores
amigas. Les mentí, diciéndole que quería comunicarme con mi mujer, porque
parecía que se había quedado sin batería en el celular. ¿Está con algunas de
ustedes? Todas negaron, y me parecieron sinceras.
Volví a mi casa, derrotado.
¿Qué carajos había pasado? Mi matrimonio acababa de romperse en mil pedazos, y
yo estaba con la terrible incertidumbre de no saber cómo seguiría mi vida.
Necesitaba respuestas. Necesitaba la verdad.
Entonces recordé el mensaje de
“L”, uno de sus dos amantes (vaya a saber cuál era el nombre real) “¿Cómo estás
hermosa? Te quería decir que ya leí el relato que escribiste sobre nosotros. Me
encantó cómo detallaste cada momento que pasamos. Además, leí varios de tus
otros relatos…” decía el comienzo del maldito mensaje. Entre tantos golpes de
realidad, esa alusión a los relatos me había quedado clavado en la cabeza.
Recordé que en nuestros
primeros meses de noviazgo Valeria me había confesado que escribió varios
relatos eróticos, y los había publicado en internet. Tenía muchas fantasías con
uno de sus profesores de secundaria, y se había desahogado escribiendo al
respecto. Yo leí esos cuentos dedicados a su profesor, y unos cuantos más. Nos
reímos del asunto, y ella me aseguró de que eran sólo fantasías. Pasaron más de
cinco años de aquello. Cada tanto lo comentábamos y nos volvíamos a reír del
asunto. Pero de a poco me fui olvidando del tema. Tanto así, que recién cuando
recordé el mensaje de “L” me volvieron a la mente aquellos relatos eróticos, un
tanto inocentones.
Por lo que entendía, Valeria
había escrito sobre su encuentro con “L”. es decir, en la red, miles de
personas leyeron detalle por detalle, cómo mi mujer me metía los cuernos.
¿Acaso esto podría ser más humillante? Preferí no responder a esa pregunta,
porque temía a la respuesta.
Decidí buscar ese relato. Ahí
estaba la verdad. Pero había un problema. No recordaba en qué páginas publicaba
los relatos, y mucho menos su alias. Lo que hice fue empezar de cero. Coloqué
“relatos eróticos” en el buscador. Aparecieron un montón de páginas diferentes,
muchas más de la que esperaba. Abrí las primeras diez páginas en una pestaña
cada una. Hice un rápido recorrido por las portadas de cada página. Luego me
aseguré de ir a la solapa de últimos relatos, y ahí comencé a buscar con
paciencia. Si bien no recordaba el alias de Valeria, si lo leía, seguramente lo
recordaría. Ahora bien, si cambió de seudónimo debería pensar en un plan B.
Por asombroso que parezca, mi
búsqueda detectivesca calmó un poco mis nervios, y apaciguó mi tristeza. Me
sorprendió ver la cantidad de relatos de incesto que había. Y otros tantos de
violaciones y otro tipo de perversiones. Esa gente estaba enferma, y mi esposa
estaba entre ellos.
Leí uno por uno los títulos y
sus autores. Ninguno de ellos llamaba mi atención. Fui cerrando, decepcionado,
pestaña tras pestaña.
Ya había revisado las diez
páginas que había abierto, y no sólo los últimos relatos, sino todos los que se
publicaron durante el mes, sin éxito alguno. Ya era medianoche, y me preguntaba
si no era hora de abandonar esa locura. Pero si lo hacía, me vería obligado a
volver a la cama, y releer en mi mente una y otra vez aquellos perversos
mensajes, y llamar a Valeria sin éxito alguno. Mejor era distraerme.
Abrí cinco pestañas más, con
otras páginas. La tercera resaltaba sobre todas las anteriores, porque tenía un
diseño muy elegante, y los relatos tenían mucho más vistos que sus
competidoras. Era algo así como la Facebook de las páginas de relatos eróticos.
Leí lentamente los títulos, con el terrible presentimiento de que mi búsqueda
estaba a punto de llegar a su fin. Y en efecto, ahí estaba un relato muy
sospechoso. “Me encontré con un lector”, decía, y estaba firmado por una tal
Ninfa123.
El alias no me sonaba, pero
como dije, pudo haberlo cambiado. Por otra parte, el título era muy sugerente.
El relato se había subido el día anterior. “L” había dicho que acababa de leer
el relato que Valeria escribió sobre su encuentro. La fecha coincidía, y el
título del relato bien podría referirse a “L”. Demasiadas coincidencias. Sólo
tenía que hacer clic para confirmar la verdad.
3
Los dedos me temblaban.
Deslicé el mouse hacía el link para leer el relato. Sin querer, cliqué antes de
llegar al título que pretendía abrir, y para colmo, se abrió otro relato. El
wi-fi andaba lento, así que debí tener paciencia. Volví a la página anterior, y
esta vez sí hice clic sobre aquel relato turbio.
Comencé a leer, línea a
línea, y cada vez que me internaba más en ese texto perverso, mi incertidumbre
iba desapareciendo, para dejar paso a la terrible verdad. La noche estaba
silenciosa, o quizá era mi profundo ensimismamiento el que no me dejaba oír los
ruidos nocturnos. Mi cabeza sólo se ocupaba de absorber esas palabras, y de
imaginar, con lujo de detalles, cada escena. El relato decía así.
Me encontré con un lector
No suelo dar mucha
importancia a los mails que recibo de mis lectores. La mayoría busca llevarme a
la cama, creyendo que soy muy fácil – No se rían, no lo soy – Pero si realmente
prestaran atención a mis relatos, se darían cuenta, de que, salvo contadas
excepciones, soy yo la que elige con quién me voy a encamar. Además, suelen
decirme cosas vulgares, con las que ni en sueños me seducirían.
Pero con Leandro fue
diferente. Me intrigó que solo me escribiera para felicitarme por el último
relato que subí. Le di las gracias, y le pregunté si no le parecía mal que una
mujer casada actúe como yo. Él se sorprendió, porque estaba convencido de que
mis relatos eran ficticios, y hasta insinuó que le estaba mintiendo. Eso hirió
un poco mi orgullo, así que le aseguré que mis relatos eran cien por ciento
reales. Él me respondió que, si de verdad era tan putita, le parecía perfecto.
Durante varias semanas
chateamos, hablando de cosas ajenas al sexo. Yo le expliqué de lo mal que
estaba mi matrimonio, de mi necesidad de conocer a otros hombres. Me invitó a
salir varias veces, pero lo rechacé. No es que dudara de serle infiel a Andrés.
Ese límite ya lo había cruzado hacía rato. Pero ¿Qué pasaba si no me atraía
físicamente? Le confesé esto, y me propuso encontrarnos en un café, para
charlar un poco, y si nos atraíamos físicamente igual que nos atraíamos
virtualmente, quizá podríamos pasar un buen momento juntos. “¿Y vos no tenés
miedo de que yo sea una gorda horrible?”, le pregunté, para chicanearlo. “No lo
creo, pero si fuese así, también tengo derecho a dar marcha atrás, jaja”
contestó Leandro.
Acordamos encontrarnos al
día siguiente, en un café de Palermo. Yo sabía que a dos cuadras había un hotel
alojamiento. La comodidad ante todo jeje.
Le dije a Andrés que me iba
a la clase de zumba. Me miró con su carita de perro herido. Se notaba que desde
hace rato sospechaba algo, pero nunca me dijo nada concreto. Me puse una calza
negra bien ajustada, y un top blanco.
— A lo mejor vuelva tarde
gordi. Acordate que los viernes salimos con las chicas a tomar algo después de
clase.
— Sí, pasala bien. —me
dijo.
Ya conté varias veces lo
exasperante que me resulta la cara bovina de mi marido cuando salgo sola,
vestida de manera sensual. Sus ojos miopes se abren desmesuradamente detrás de
su anteojo cuadrado de marco negro. Parece querer decirme algo, pero no se
anima a hacerlo. Allá él, si no tiene los pantalones para retener a su mujer,
se merece todo lo que le hago.
Perdón el exabrupto. Como
venía diciendo, me fui de casa, dejando a Andrés solo. Para cuando volviese,
seguro me estaría esperando una rica comida en el horno, y él estaría durmiendo
como un bebé.
Leandro resultó ser un
cuarentón de rasgos marcados. Era alto, tenía la mandíbula cuadrada, el pelo
canoso a lo George Cloney, espalda ancha, brazos musculosos, ojos verdes y
avispados. En fin, estaba muy bueno.
Él también pareció muy
conforme con lo que veía cuando me acerqué a la mesa donde estaba sentado.
— Supongo que sos Leandro —dije—
solo un pervertido usa una camisa como esa. – agregué, refiriéndome a la
horrible camisa a cuadros con la que me había dicho que iba a estar vestido.
— Por fin te conozco
Ninfa123. —dijo él.
— Debés sentirte
privilegiado, a muchos lectores les gustaría meterse entre mis pantalones.
— ¿Eso significa que este
encuentro va a tener un final feliz?
— Salvo que no sea de tu
gusto.
— Siempre tan directa. —dijo
él sonriendo—. No solo sos de mi gusto, sino que superaste todas mis
expectativas.
— Me gusta que me digas
esas cosas, tengo un ego insaciable.
— ¿Tu marido no te dice
esas cosas?
— Mi marido no hace nada.
— ¿Estamos lejos de tu
casa?
— ¿Tenés miedo? —lo
provoqué.
— Para nada, sólo
preguntaba.
— ¿Y tu esposa dónde piensa
que estás? —inquirí, señalando con la mirada su anillo.
— haciendo horas extras.
— Que mentira tan poco
original.
— Pero muy efectiva. Mis
compañeros me cubren en caso de que llame o aparezca en el local.
— Así que sos un pirata con
experiencia. —bromeé. El rió.
— No te creas, sólo cubrí
mis espaldas por esta ocasión especial.
— No hace falta que
mientas.
— No te miento.
— No importa. ¿Vamos?
— ¿A dónde?
— Pagá la cuenta y llévame
al hotel de acá a la vuelta. —ordené—. Si te portás bien, puede que nos sigamos
viendo.
Subimos al auto, porque
preferimos dejarlo en el estacionamiento del hotel. En el trayecto, no paró de
manosearme las piernas y las tetas, como probando la mercancía. Yo comencé a
excitarme. la sensación de vileza se apoderaba de mí, y me embriagaba. Me
gustó, como tantas otras veces, sentirme una cualquiera, una puta. Me gustó
sentir esos dedos ásperos y fuertes sobre mi cuerpo, mientras mi pareja
preparaba la cena en casa. Mis pezones se endurecieron, y mi sexo comenzó a
lubricarse.
Entramos a la habitación,
mientras Leandro no dejaba de pellizcarme el culo. Yo palpé su sexo, y noté que
ya estaba hinchado.
— parece que ya estamos
listos. —dije.
Me abrazó por la cintura y
me atrajo hacía él. Su erección se apretaba en mi abdomen. Acaricié su rostro,
áspero por la barba que comenzaba a crecer después de una reciente rasurada.
Mientras sus manos enormes se abrían para acariciar mis nalgas en su totalidad.
Mis pechos erectos también se frotaban en él.
— Mi marido cree que estoy
en la clase se zumba. —susurré—. Está cocinando.
— Sos una atorranta.
— Soy muy mala. —dije a sus
oídos, empalagosa—. Soy muy mala.
Me abrazó con más fuerza.
Cada músculo de su cuerpo se sentía con dureza sobre el mío. Parecía estar
atrapada en una cárcel de músculos de la que no quería escapar. Me besó. Su
lengua se metió con audacia en mi boca. Mientras lo hacía, se quitaba los
zapatos. Yo lo imité. Me quitó el top.
— ¿Esta ropita usas en la
clase de zumba? —Me preguntó.
— Sí. ¿Te gusta? —sus dedos
bajaron hasta el elástico de la calza—. Me vas a tener que hacer transpirar.
Así Andrés no sospecha.
— Así que sos de las
puerquitas que salen transpiradas del gimnasio. —dijo, comenzando a bajarme la
calza—. Cada vez me gustás más.
Cuando quedé solo en ropa
interior, me arrodillé, y le abrí la bragueta del pantalón.
Como ya dije muchas veces,
los hombres que más me gustan son los que mas se diferencian de mi marido.
Leandro era diez años mayor que Andrés, y su físico era imponente al lado del
abandonado cuerpo de mi marido. Y si faltaba algo para terminar de seducirme,
era la verga corta, pero gruesa, que salió como un resorte cuando bajé el
bóxer. Acerqué mis labios al glande, y arrodillada, lo miré a los ojos,
sabiendo que no hay hombre al que no le fascine ese detalle. Sin dejar de
observarlo, me llevé ese tronco macizo a la boca. Mi lengua saboreó el espeso
presemen que ya salía de su sexo. Observé cómo cambiaba su rostro al sentir la
lengua y los labios trabajando. Hizo la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y
apretó los dientes, al tiempo que apoyaba una mano en mi nuca, y empujaba, cada
vez que quería que me la meta más adentro. Luego se sacó la camisa y la tiró a
un costado.
Me levanté, apoyé mis manos
en sus pectorales, y lo empujé con suavidad hacia la cama. Leandro, totalmente
desnudo, cayó boca arriba sobre el colchón. Me subí encima de él. Besé su
cuello, mordí su pezón, bajé hacia su abdomen, y me reencontré con la polla
venosa, colorada, que temblaba cuando mi boca volvía a su encuentro. Acaricié
sus testículos, mientras lo pajeaba, y no paraba de lamer y succionar sus
partes más sensibles. Los chorros calientes de semen no tardaron en inundar mi
boca.
Fui al baño a escupir el
semen.
— Sos un infierno de mujer —me
dijo cuando volví.
— Ahora espero que me
complazcas como yo lo hice.
— Vení, acercate putita.
Se arrodilló sobre la cama.
Yo fui a su encuentro. Me quitó el corpiño, y después la diminuta tanga. Besó
mis tetas. Apretó con los labios mis pezones. Acarició mis nalgas, y cada
tanto, los dedos se metían, tímidamente, unos centímetros en mi ano. Su sexo
comenzaba a despertarse lentamente, a medida que jugaba con mi cuerpo.
— Llamá a tu marido —me
dijo—. Llamalo mientras te toco. No te preocupes, no te voy a hacer gemir. Sólo
quiero escuchar cómo hablás con tu marido mientras te toco.
— Ya sabía que me ibas a
pedir eso —dije, recordando que el relato con el cual me había conocido tenía
una escena similar, cosa que generó mucho morbo entre los lectores.
Fui a buscar el celular, y
volví a la cama, a los brazos de Leandro.
— Si me llegás a hacer
gritar o gemir, te juro que te dejo con las ganas y no me ves más —amenacé,
aunque sabía que, si me iba de ahí, la que saldría perdiendo sería yo, ya que
todavía no tuve mi orgasmo.
— No te preocupes putita.
Vos llamalo.
Marqué el número de Andrés.
Leandro me abrazó. Sos manos recorrieron una y otra vez, sin detenerse, todo mi
cuerpo. El teléfono sonaba, pero Andrés no contestaba.
— Parece que no tenés
suerte. Habrá dejado el teléfono cargando —dije, pero cuando terminé de hablar,
mi marido contestó.
— Hola amor ¿pasó algo?
Leandro, al escuchar la voz
de Andrés, bajó sus manos hacia mis glúteos. Los dedos se hundieron en mi piel,
causándome dolor.
— Nada gordi. Te quería
recordar que hoy salgo con las chicas —dije. Los labios de Leandro se
deslizaron por el cuello.
— Sí mi amor, ya me habías
dicho.
Ahora bajaban hacia mis
tetas.
— No no no, yo recuerdo
bien que te dije que quizá volvía tarde, ahora te lo confirmo, pero quedate
tranquilo que en un par de horas vuelvo.
Los dientes apretaron
delicadamente mi pezón, haciendo que suelte un débil gemido.
— ¿Pasó algo? —preguntó
Andrés, y Leandro, con la boca llena con mis mamas, rió perversamente.
— No, nada. Nos vemos en un
rato.
— Divertite amor —dijo
Andrés.
— De eso no tengas dudas. —dije,
y luego colgué.
Leandro me tumbó en la
cama.
— Sos un idiota, te dije
que no me hagas gemir —le recriminé, al tiempo que palpaba su hermoso tronco,
que ya estaba completamente erecto.
— No te preocupes, no fue
nada. Ni cuenta se dio el cornudo de tu esposo. — se puso el preservativo y me
penetró. —¿Sos mi puta? —me preguntó.
— Hoy lo soy.
— Entonces decilo.
— ¡Soy tu puta! —grité,
mientras me metía la verga en su totalidad.
— repetilo.
— ¡Soy tu puta, soy tu
puta, soy tu puta! —dije una y otra vez, mientras me penetraba, hasta que me
hizo acabar.
Después pudo aguantar un
polvo más. Nos duchamos juntos. Me cambié de ropa, y puse las prendas de zumba
en la cartera.
— Le voy a decir que me
bañé en el gimnasio. No suelo hacerlo, pero no quiero que sienta tu olor en mi
cuerpo.
Me dio un beso apasionado.
— Me encantó lo que
hicimos. ¿Vas a escribir sobre esto?
— Obvio.
— ¿tu marido nunca sospecha
nada?
— Supongo que en el fondo
ya lo sabe. ¿Me acercás unas cuadras?
— Claro —dijo Leandro.
Nos despedimos a cinco
cuadras de casa. Cuando llegué, había olor a carne al horno, pero no tenía
apetito.
— ¿Cómo la pasaste? —me preguntó Andrés, cuando entré al cuarto.
— Re divertido. —dije—. Qué
raro que estés despierto.
— Sí, a veces me pasa. —me
agarró del brazo y me atrajo hacia él.
— No gordi, hoy no tengo
ganas. —Me desvestí, y me acosté desnuda a su lado. Me quedé pensado en
Leandro, y decidí que volvería a verlo.
Fin.
4
La indignación ya no cabía
en mi cuerpo. No había dudas, aquella historia la había escrito mi esposa. A
pesar de que se tomó la libertad de no decir su nombre, y no dar muchas
descripciones físicas, todo lo demás concordaba. El tal Leandro no era otro que
“L”, unos de los que le había enviado un mensaje esa misma noche. ¿Hasta qué
punto se puede llegar a desconocer a las personas cercanas? En mi caso,
evidentemente, hasta niveles insospechados.
Cada cosa que mi mujer
narraba en ese relato era más perversa y dolorosa que la anterior. El desprecio
hacia mi persona era mucho más grande de lo que hubiese imaginado. Jamás
sospeché que tuviera tan mal concepto de mí. ¡Qué bizarra es esta manera en que
me vengo a enterar de que le desagradaba mi mirada insegura, le molestaba la
supuesta dejadez de mi cuerpo y me consideraba un hombre sin pantalones! ¿Cómo
pude estar tan ciego?
Sin embargo, en medio de
esta situación surreal sucedió algo aun más escandaloso, si se puede. El
imaginar a mi mujer arrodillada, con su pequeño cuerpo blanco, con su cabecita
subiendo y bajando cada vez que se llevaba la verga del maldito “L” a la boca;
el observarla imaginariamente, a medida que avanzaba en la lectura, viendo cómo
aquel hombre corpulento devoraba todo su tierno cuerpo; el saber que antes de que
durmiera a mi lado, su amante manoseó cada rincón de su cuerpo y le hizo
saborear su semen; el imaginar como aquel cuerpo enorme se subía encima del
esbelto cuerpo de mi mujer, para penetrarla salvajemente; y principalmente,
aquel llamado morboso, el saber que mientras hablaba con Valeria, ella estaba
completamente desnuda en los brazos de otro, todo eso me produjeron una
erección increíblemente potente.
Mi vida ya no tenía
sentido, sin dudas. Completamente desorientado, decidí llamar, a pesar de que
era muy tarde, a Marcos, mi mejor, y prácticamente mi único amigo.
Cuando comenzó a entender
de qué le estaba hablando, se espabiló y me pidió que le cuente todo de nuevo,
desde el principio. Yo recapitulé, y angustiado, le expliqué detalle por
detalle todo lo que había sucedido.
Se sorprendió y se compadeció
de mi. Me dijo que Valeria estaba loca, y que era mejor que ni me moleste en
buscarla. Me dijo que siempre supo que ella no era buena para mí, pero que no
se animaba a decírmelo porque sabía que yo no le haría caso. Me ofreció su
apoyo incondicional, y me preguntó si quería que viniese a mi casa. Le dije que
no hacía falta, pero que al día siguiente seguramente faltaría al trabajo. Si
me quería hacer compañía, era bienvenido. Finalmente me obligó a jurarle que no
seguiría leyendo esos relatos. Yo le prometí que no lo haría, y colgué. Sin
embargo, si cuando lo llamé ni siquiera había reparado en que podría haber
otros relatos, ahora que me lo mencionó no me lo podía sacar de la cabeza. Fui
a tomar agua, y a orinar. Volví a la computadora. Debía hacer clic en el nombre
Ninfa123 para entrar a su perfil. Ahí encontraría más verdades desgarradoras.
Cliqué, convencido de que ya nada podría sorprenderme, pero por supuesto, estaba
equivocado.
En su perfil ponía datos
reales. Al menos su edad y su lugar de residencia lo eran: treinta años, Buenos
Aires. En su presentación se describía fielmente, y explicaba lo aburrida que
estaba en su matrimonio. Hasta ahora, nada nuevo bajo el sol. Lo que sí me dejó
anonadado era la lista de relatos subidos a la web: había setenta y cinco.
¿Acaso eran todos basados en hechos reales, igual al relato de Leandro? Si solo
la mitad lo fueran, los cuernos invisibles que salían de mi cabeza eran mucho
más grandes de lo que me había animado a imaginar. No pude evitar soltar una
carcajada en medio de la noche solitaria. La locura se apoderaba de mí.
Había muchos títulos
diferentes. Apenas terminaba de leer uno, mi vista se dirigía al siguiente.
Pero hubo algunos que llamaron poderosamente mi atención.
Uno de ellos era “Una
mamada al chofer de Uber frente a mi casa”, otro era “Mi alumno se animó a
tocarme”; luego estaba “Mi marido dura poco”, y finalmente, el más fuerte de
todos, “Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 4”.
Todos estaban clasificados
en la categoría de “infidelidad”, pero también tenían subcategorías. El del
chofer de Uber, estaba clasificada en “sexo oral”, el texto que me dedicaba a
mi, era de “confesiones”. Desde ya debo aclarar que mi duración no es la gran
cosa, pero tampoco soy precoz. El del alumno era de “sexo con maduras”, y
“sometida por el enemigo de mi esposo”, entraba en la terrible categoría de
“dominación”.
¿En qué locuras se había
metido Valeria? ¿Realmente le había practicado una felación al chofer de Uber
frente a nuestra casa? De ser así, era muy probable que lo hiciese de noche,
cuando yo estaba adentro. Era increíble el nivel de promiscuidad al que había
llegado. Y siguiendo con la misma lógica, si los relatos eran reales, aquel
alumno que se animó a tocar a mi mujer, habría sido alguno de los pendejos que
vinieron a casa a principios de año. Valeria daba clases particulares de
matemáticas. Antes del inicio del año escolar, venían adolescentes ansiosos por
aprobar el curso de ingreso de la universidad. Por supuesto, yo era tan imbécil
que los dejaba solos, confiado en que ella estaría trabajando responsablemente.
Pero alguno de esos niñatos tuvo un encuentro con Valeria. Muy bien ¿Qué otra
humillación podía esperarme? ¿Acaso no bastaba con hablar conmigo por teléfono
mientras otro la manoseaba? Por supuesto que no, también debía engañarme con un
pibe recién salido de la escuela. Pero claro, eso no era nada comparado con lo
que me esperaba en el último relato. Yo no tenía muchos enemigos, así que ya me
imaginaba de quién se trataba, y por si eso no fuera lo suficientemente
perturbador, esa historia estaba escrita en serie, y hasta ahora había cuatro
partes.
Mis ojos recorrieron
velozmente los otros títulos. Pensé en leer el primero, el más antiguo. Ahí
estaría explicado cómo empezó a degenerarse mi mujer. Pero los relatos
mencionados arriba me llamaban mucho la atención. Decidí empezar por ellos.
Pero no terminaba de decidir cuál de ellos sería el primero. Qué más daba,
podría leer todos, si así lo quisiera.
5
Sentí de nuevo que mi verga
crecía adentro del pantalón. Me lo desabroché y bajé un poco el cierre, para
estar más cómodo. Los cuentos que había subido mi esposa Valeria esperaban a
ser leídos. Arranqué por el más liviano, no porque su contenido no fuera
potente, sino porque era el más predecible. En “Mi novio dura poco”, Valeria se
explaya sobre mi falta de virilidad, sobre mi abandono físico, y mi negación a
ver la realidad. Nombra a varios amantes diferentes. Entre ellos Pablo, que yo
supuse que era “P”, el otro imbécil que le había escrito esa noche. Pero a
estas alturas poco importaba los polvos furtivos que se habían echado sobre mi
mujer. De ese texto corto, sólo pude obtener la confirmación del desprecio y la
decepción que sentía mi esposa hacía mi persona. Comencé a pensar que esto que
estaba haciendo (leer sus relatos) era exactamente lo que la mente enfermiza de
Valeria había planeado. Su silencio inflexible era compensado, con creces, con
aquellos relatos que me mostraban pasajes de su vida que hasta ahora estaban
ocultos. Terminé con esa publicación y seguí con los otros tres relatos. Todos
me generaban humillación y morbo. Decidí empezar por el menos interesante
(menos interesante comparado con los otros dos, claro está) hice clic y el
relato se abrió ante mis cansados ojos.
Una mamada al chofer de
Uber frente a mi casa
Aunque algunos no me crean,
no siempre miento. Cuando el domingo le dije a Andrés que iba a juntarme con
unas amigas del profesorado, fue totalmente cierto.
La noche transcurrió
normal. Fuimos a comer a un lindo restorán de caballito. Nos dedicamos, como
corresponde, a sacarle el cuero a nuestras respectivas parejas. Emilia estaba
contenta por su nuevo trabajo; Juliana confesó que tenía un romance con un
compañero de la escuela donde daba cases, y no se decidía entre dejar a su
novio, dejar a su amante, o no dejar a ninguno; Florencia, la santurrona, la
miró con indignación, y luego comentó lo bien que le iba con el troglodita de
su marido. Siempre tuve cierto rechazo hacia Flor. Si no fuese porque
compartíamos la amistad de Emilia y Juliana, nunca hubiésemos sido amigas. Pero
más allá de eso, se comportó de manera agradable, no salió con sus discursos
moralistas y religiosos. Cuando oía algo que la escandalizaba, sólo fruncia el
ceño y se llamaba al silencio.
Yo no comenté mis
aventuras. No por la mojigata de Florencia, sino porque las otras dos también
se escandalizarían al conocer mi faceta más promiscua. Es que hay mucha
hipocresía entre las mujeres. Emi y Juli se llenan la boca hablando de la
libertad sexual de las mujeres, pero una cosa era una anécdota, como la de
Florencia, en donde se debatía sentimentalmente por dos hombres, u otras
historias más inocentes, como la de una aventura excepcional en algún lugar
remoto. Eso no estaba mal, y hasta era cool y sofisticado presumir de esas
historias. Pero muy diferente serían sus reacciones, si se enteraban de todas
las experiencias que viví, tan numerosas como depravadas.
Así que simplemente les
mentí, y les dije que mi matrimonio con Andrés iba muy bien, que ya éramos una
pareja estable y madura, y que me sentía feliz y plena. Nos despedimos a las
once de la noche. Fui la última en esperar en la vereda el Uber que había
solicitado. Un hombre que se metía en su Chevrolet Camaro se ofreció a llevarme
a donde quisiera. El tipo no estaba ni mal ni bien, pero el auto era increíble,
y sentí una sorpresiva excitación sexual debido a ese tremendo fierro. Le dije
que no, muchas gracias. Si no hubiese encargado el Uber, o si me hubiese
insistido más, el niño rico podría haber sumado una conquista más en su haber.
Llegó mi chofer. Un
jovencito de veintetantos años, vestido con barato, pero elegante traje azul,
sin corbata. Conducía un Fiat bastante nuevo, que seguramente todavía estaba
pagando.
- Wow, qué categoría. –
dije, al ver su aspecto. – Así me voy a sentir como una niña rica con chofer
propio. - Él rió.
- ¿Querés viajar adelante?
– me preguntó, mientras abría la puerta, y medio disimuladamente, me miraba las
piernas. Yo vestía un enterito gris corto, y unas sandalias altísimas que
hacían ver espectaculares, mis ya de por si buenas piernas torneadas. Me había
planchado el pelo, y me maquillé. En síntesis, estaba muy linda.
- Eso rompería mi fantasía
de sentir que tengo chofer propio, pero está bien. – dije, riendo.
El muchacho se llamaba
Walter, tenía el pelo negro bien cortito, y su cara afeitada. Parecía un chico
bueno, un nene de mamá, y era muy bonito.
Me senté en el asiento de
acompañante. Le mandé un mensaje a Andrés avisando que ya estaba en camino. En
media hora debería llegar a casa. Walter parecía un poco temeroso, manejando en
la avenida. Supongo que había aprendido a manejar hace muy poco tiempo. Cada
vez que podía, su mirada se desviaba a mis piernas.
- Espero que no seas un
abusador. – le dije, cuando sus miradas ya eran muy obvias.
- Claro que no, además,
Acordate que nosotros estamos todos registrados.
- Sólo estaba bromeando. –
aclaré – además, si habré tenido historias turbias con taxistas…
- Me imagino que muchos te
quisieron levantar. – dijo Walter.
- ¿Levantar? Eso no me
molestaría. Un degenerado me mostró la erección que tenía. Otro me llevó por un
camino que no era el correcto. Si no me hubiese bajado del taxi, andá a saber a
dónde me iba a llevar, y qué cosas me hubiese visto obligada a hacer. Y otros
viejos que no paraban de decirme “piropos”. ¿De verdad los hombres piensan que
se pueden llevar a la cama a una chica así?
- Algunos hombres son unos
hijos de puta. -. Dijo Walter.
- Vos parecés bueno¬¬¬¬. Será
porque sos de otra generación – le dije, con una sonrisa seductora. – Sólo me
mirás un poco las piernas.
Rió, avergonzado. Su rostro
adquirió color.
- Es difícil no mirarlas. –
se aventuró a decir.
- Los hombres miran
siempre. No se pueden sacar esa mala costumbre de encima. Pero yo ya estoy
acostumbrada y mi marido también.
Se hizo un silencio
incómodo durante algunos segundos. Por lo visto la alusión a mi esposo lo había
descolocado. El auto dobló una esquina, y retomó por Avenida Rivadavia.
- Así que tu marido también
está acostumbrado a que te miren. – dijo, al fin.
- En realidad, no sé si
está acostumbrado o simplemente no le importa. – contesté, recordando todas las
veces que, mientras caminaba con Andrés por la calle; algún tipo me comía con
la mirada, y él fingía no darse cuenta de nada.
- Lo que pasa que es muy
difícil salir con una chica linda. – acotó Walter. – En algún punto te tenés
que hacer el boludo, porque si te vas a ofender cada vez que te miran a tu
mujer, te vas a terminar agarrando a piñas cada dos por tres.
- ¿Estás defendiendo a mi
marido? – dije, fingiendo indignación.
- No. – dijo él, sin dejar
de sonreír. – sólo digo que así son las cosas. Además, también te dije linda.
- Sí, me di cuenta. – dije,
y miré hacia la carretera, sintiendo cómo me devoraba con los ojos. – Pero no
me contestaste lo que te pregunté hace rato. ¿Los hombres se piensan que se
pueden levantar a una mujer, así, adentro de un auto, o diciéndoles estupideces
cuando se la cruzan en las veredas?
Él se quedó con expresión
pensativa, luego dijo:
- La verdad que no soy de
hacer esas cosas, pero conozco casos de amigos que tienen buenas anécdotas
sexuales, en situaciones que a lo mejor te sorprenderían.
- ¿Cómo cuáles? – pregunté,
intrigada.
- ¿De verdad querés saber?
. Claro, pero apurate que
enseguida llegamos a mi casa.
- Bueno, por ejemplo, un
amigo, Ernesto, trabajaba en un supermercado, un día fue a entregar un pedido,
y se terminó cogiendo a la dueña de la casa.
- No te creo, esas cosas no
pasan. – mentí, ya que yo misma tenía historias más inverosímiles que esa. –
Seguramente ya se conocían. Habrán salido un par de veces, y aprovecharon el
reencuentro casual. – aventuré.
- Se conocían, sí, pero
sólo de cuando ella compraba en el super. Se ve que le tenía ganas al pibe.
Ernesto es fachero, y ella ya estaba bastante veterana, aunque buen cuidada.
Ernesto no es de mentir, así que yo le creo. Cuando él fue a entregar el
pedido, ella lo hizo pasar. Se fue un rato y volvió en pelotas. “¿Qué iba a
hacer Walter?, no iba a quedar como un puto”, me dijo el pobre de Ernesto,
medio con culpa.
- ¡Qué locura! – dije,
alucinada. - ¿Y qué más?
- Bueno, otro amigo trabaja
en un boliche, en la barra. Tiene la costumbre de regalar tragos a cambio de
sexo oral. Te sorprendería la cantidad de chicas que aceptan hacer un pete a
cambio de unos tragos gratis. El domingo pasado una chica lo hizo con todos los
empleados. Cinco a la vez. Una locura.
- Las chicas están
terribles.
- Y mi hermano se acostó
con la mamá de su mejor amigo.
- ¿En serio? ¡Esas cosas no
se hacen! – dije, fingiendo indignación.
- Lo mismo piensa el amigo
de mi hermano. Hasta el día de hoy no se hablan.
- De todas formas, creo que
tengo razón. Al final, ninguna de tus historias son de tipos que seducen a
mujeres en medio de la calle, o en un taxi.
- Historias de taxis hay
muchas, lo que pasa es que es difícil saber cuáles son reales y cuáles no.
- ¿Y vos? – pregunté -
¿Alguna historia memorable? – Miré, disimuladamente, la bragueta de su
pantalón. Se notaba que recordar tantas historias lo habían excitado.
- Yo soy aburrido. Sólo
tengo historias típicas. Con alguna novia, con algún amor pasajero de verano…
esas cosas.
- Todavía estás a tiempo.
Sos muy chico.
- tengo veintitrés.
- Por eso. -dije, mientras
transitábamos las últimas cuadras.
- Ya llegamos, qué lástima,
estuvo muy entretenida la charla. Ojalá todas las pasajeras fueran tan
divertidas como vos.
- Gracias. – le dije. Me
acerqué y le di un beso en la mejilla, más largo de lo común.
El auto paró justo frente a
mi casa.
- Mi marido me debe estar
esperando. – dije. Apoyé mi espalda en el respaldo del asiento, como si pensara
quedarme en el auto. Nos miramos a los ojos. – Me debe estar esperando en el
living, viendo alguna serie. Pero no creo que salga al portón a recibirme. No
es de hacer esas cosas. Ni siquiera me preguntó si ya estaba llegando.
Walter se acercó, y me
comió la boca de un beso, mientras me acariciaba las piernas. Eran las doce de
la noche. El barrio estaba silencioso. Mi casa estaba con las luces internas
apagadas y las persianas bajas.
- ¿Te gustaría tener una
historia para contarles a tus amigos? – le pregunté, mientras deslizaba mi mano
por su pantalón. Tanteé el sexo erecto y comencé a masajearlo por encima de la
tela.
- Si, me gustaría mucho. –
Me contestó, y luego me besó de nuevo.
- ¿Te gusta? – dije,
mientras aumentaba el ritmo de la masturbación.
- Me encanta.
- Dejame ver hacia la
puerta. Si se abre y sale mi marido nos separamos y hacemos de cuenta que no
pasa nada. Pero no te preocupes, no va a salir. Vos mirá al otro lado, avisame
si pasa algún vecino.
Me besó el cuello, mientras
sus dedos intentaban meterse por adentro del short del enterito. Le bajé el
cierre, y ahora sentía en mi mano el sexo caliente y rígido. Él me agarró de la
nuca e hizo fuerza hacia abajo.
- No. – dije. - Eso no.
Necesito ver afuera para que no nos descubra nadie.
- No te preocupes, no voy a
tardar mucho, estoy a punto de explotar. – dijo Walter, al tiempo que hacía
mayor presión hacia abajo.
Malditos hombres, todos
eran iguales. La caballerosidad les dura poco. Mis labios ya estaban haciendo
contacto con la cabeza de su sexo, así que no me quedó otra que metérmelo en la
boca. Me concentré en el glande, para que acabe rápido. Él me acarició el pelo,
y con la otra mano el culo, cosa que pareció gustarle aún más que mis piernas.
Hizo un gemido profundo y
su cuerpo se contrajo, y apretó con más fuerza mi nalga, por lo que supuse que
ya iba a acabar. Me erguí, y mientras volvía a masturbarlo, miré para todas
partes. A dos cuadras una de las vecinas estaba paseando al perro. Rogaba que
no tueviese buena visión. La pija de Walter comenzó a largar su leche, que
saltó unos centímetros y cayó sobre mi mano y ensució su pantalón.
Me limpié con un pañuelo
descartable, mientras veía cómo la vecina con el perro se acercaba lentamente.
- ¿Nos vemos otro día? –
Preguntó Walter.
- Sólo te prometí una
anécdota divertida para contar. Y espero que sepas ser reservado. No des
nombres ni direcciones. – le exigí, sabiendo que era improbable que cumpla con
ello.
- Está bien, no te
preocupes. Gracias. – dijo.
Me bajé del auto. Entré a
casa. Andrés estaba en el living oscuro mirando una película. Si hubiese
reparado en el ruido del auto cuando llegamos, y si se hubiese asomado por la
persiana, me hubiera visto en acción, y así me evitaría tener que mentirle
descaradamente.
- Hola gordi. – saludé a la
distancia. – ya vengo, no doy más de las ganas de a ver pis. – le mentí, porque
no quería que sienta el olor a semen en mi boca o en mi mano.
Me lavé, y me limpié los
dientes, y después sí, fui a saludarlo con un cariñoso beso. Esa noche hicimos
el amor.
No creo que haya un segundo
encuentro con Walter, pero en varias ocasiones vi su auto merodeando por el
barrio.
Fin.
6
Estaba frente a la
computadora, casi desnudo. Mi bóxer había caído hasta los talones. Mi culo
peludo apoyado sobre el asiento de madera. Mi mano masajeaba la verga. Me costó
contener el orgasmo, pero quería aguantar hasta el final. Casi lo logro. Pero
cuando leí cómo Walter eyaculaba, yo mismo empecé a hacerlo. Mi mano se quedó
manchada de semen, igual que la mano de Valeria con el semen de Walter.
Quizá debería sentir rencor
hacia el conductor de Uber. Pero no me cayó mal en absoluto. Además, tenía
razón en algo que dijo, y como consecuencia, Valeria estaba errada. Si yo no me
molestaba cada vez que un tipo miraba sus piernas largas, o su hermosa cola con
forma de manzanita, era porque eso sucedía casi todos los días. Hubiese sido
absurdo molestarme cada vez que pasaba. Además, a la propia Valeria no le
molestaba.
Fui al baño a limpiarme.
Intenté recordar aquella noche en que yo estaba viendo una película, mientras
mi mujer se la chupaba a un desconocido a sólo unos metros de distancia. Pero
el relato fue subido hace seis meses y me resultaba muy difícil identificar esa
noche en particular. Además, era muy común que Valeria saliera con sus
diferentes grupos de amigas, una o dos veces a la semana. Me di por vencido.
Sólo debía conformarme con saber que, en una de esas noches de hace
aproximadamente medio año, Valeria estaba recibiendo en su mano la eyaculación
de un tal Walter. Alguna de esas noches, una vecina estuvo cerca de descubrir a
mi esposa metiéndome los cuernos en la puerta de nuestra casa.
Volví a sentarme frente a
la computadora. Revisé el celular. Había recibido un mensaje de Marcos. Decía
que estaba preocupado, y me repetía que no lea aquellos relatos. Le aseguré que
no lo haría. Luego llamé a Valeria, pero por supuesto, su celular estaba
apagado. Intenté contactara por Facebook, pero me había bloqueado. El mismo
resultado obtuve con Instagram.
De todas formas, el leer
los relatos era como hablar con ella. Así que la necesidad apremiante que tenía
de que dé la cara, resultaba cada vez menos razonable. Si bien no terminaba de
entender, ni nunca entendería, el por qué me había abandonado así, y mucho
menos, el por qué había llevado sus infidelidades a límites tan extremos, sí
pude entender que yo tenía parte de culpa en el fracaso de nuestro matrimonio.
Nunca reparé hasta qué punto algunas actitudes mías la irritaban. Y también fue
un error garrafal no hacer caso a todas las señales que me enviaba cada vez que
me era infiel. Siempre me generó ciertas sospechas sus salidas continuas, pero
nunca le di la importancia que se merecía.
Tal vez, en el fondo,
siempre fui un cornudo consciente.
Tenía mucho sueño, pero no
quería ir a dormir. Me preparé un café fuerte. Tomé un sorbo largo. Abrí las
pestañas de los siguientes relatos que pretendía leer. Era absurda la
indecisión que surgió en ese momento, porque sabía que leería ambos e incluso
algunos más. Quizá se debía a la ansiedad que se había apoderado de mí desde
que empecé con el relato de “L”. Ahí estaban los dos relatos. En uno me
enteraría cuál de sus alumnos se había animado a tocar a mi mujer. Alguno de
esos pendejitos que pretendían ingresar a la universidad, cuando vino a mi
casa, se había tomado la libertad de poner sus manos en Valeria. Me llamó la
atención el título del relato. Parecía insinuar que el chico no había hecho más
que tocarla. A estas alturas, conociendo a mi esposa mucho mejor de lo que la
conocía hace unas horas, me resultaba difícil creer que todo quedara así.
Por otra parte, estaba el
relato “Sometida por el enemigo de mi esposo”. Este título era demasiado
impactante. Ya sospechaba de quien se trataba. ¿Cómo podía haber caído en los
brazos de aquel violento hombre? ¿Cómo podía entregarse a alguien que había
sido tan maleducado y agresivo conmigo? Pero no debería sorprenderme. Ya nada
debería sorprenderme.
Sin embargo, este último
relato tenía cuatro partes. Era mejor dejarlo para el final, como si fuese el
plato principal.
Cliqué la pestaña donde estaba
“Mi alumno se animó a tocarme”. Me bajé el bóxer, convencido de que tendría
otra erección.
7
Mi alumno se animó a
tocarme
Como todos saben, soy
profesora particular de Matemáticas. Por distintos motivos, nunca di clases en
escuelas, salvo algunas cortas suplencias. La docencia no es algo que me
apasione, sólo hice el profesorado de matemáticas, porque mis padres, cuando yo
contaba con diecinueve años, se pusieron muy insistentes con el tema de que
debía hacer algo productivo con mi vida. Elegí esta profesión porque no me iba
mal en matemáticas, y era una carrera más corta que una universitaria. Sin
embargo, nunca tuve grandes habilidades pedagógicas, ni tampoco sentía una gran
atracción por los niños pequeños.
Desde que me casé con
Andrés, a los veinticuatro años, él se ocupó de satisfacer todas mis
necesidades. Si bien sólo es un empleado de nivel intermedio, siempre se las
arregló para que no me faltara nada. El hecho de que sus padres nos regalaran
una casa también contribuyó a que pudiésemos llevar una austera, pero cómoda
vida de jóvenes de clase media.
Sin embargo, mi marido es
bastante tacaño a la hora de comprarme cosas. No entiende que las mujeres, a
diferencia de los hombres, no nos arreglamos con cuatro o cinco mudas de ropa.
No puedo llevar la misma ropa cada vez que me encuentro con las chicas. Y,
sobre todo, me gusta mucho la lencería íntima. Andrés no sabe apreciarlo. Para
él todas mis tangas son iguales, y no le atrae en lo más mínimo los disfraces,
o los encajes.
Tengo que reconocer que mi
necesidad de tener ingresos propios surgió hace tres años, fecha que coincide
con la primera vez que engañé a Andrés. ¡Cuántos recuerdos! Y pensar que
aquella vez me sentí tan sucia, tan culpable. Si mi yo de ese entonces supiera
todas las cosas que haría en el futuro, enloquecería.
Perdón, ya estoy imaginando
las voces de algunos lectores quejándose porque me estoy yendo por las ramas.
La cuestión es que hace algunos años, decidí dar clases particulares de
matemáticas. Cerca de casa hay una universidad, así que pegué volantes en
algunas de las paradas de colectivo. Pronto me empezaron a llamar chicos y
chicas ansiosos por aprobar el curso de ingreso de la universidad.
Supongo que, en mi
inconsciente, el hecho de haber elegido dar clases a chicos ya creciditos fue
con doble intención. Desde mis primeros momentos de profesora, me encontré con
muchachos atractivos. Muy pocos eran los que no me miraban con interés, y
alguno que otro se animó a invitarme a salir. Pero como saben, en mis primeros años
de mujer infiel, tenía muchos temores y limitaciones, y por otra parte, esos
chicos inexpertos tampoco supieron usar las palabras adecuadas para seducirme.
Pero en febrero, en medio
del calor bochornoso del verano, un chico bello y atolondrado se presentó en mi
casa.
Normalmente trato de
vestirme lo más seriamente posible cuando recibo a mis alumnos. Pero este
verano se rompió el aire acondicionado de la planta baja, y Andrés, como
siempre, tardó mucho en hacerlo arreglar. Mi nuevo alumno se llamaba Benito, y
su aspecto era tan tierno como su nombre. Delgado, petiso, incluso más que yo,
de saltones ojos celestes, pelo rubio, peinado con un jopo, y mejillas
eternamente rojas, como si viviera avergonzado. Sus ojos se abrieron como
platos cuando vieron a su profesora particular. Creo que ese día me había
puesto mi vestido floreado. Es bastante suelto, su escote no es muy grande, y
casi me llega a la rodilla. Pero de todas formas llamó mucho su atención. En
realidad, casi todo lo que uso parece ser muy seductor para los hombres. Algo
en mis genes, en mi fisionomía, hacen que, use lo que use, parezca atractiva.
Mi cola se mantiene parada sin necesidad de mucho ejercicio; mis piernas son
muy largas, mis caderas curvas, mis pechos, pequeños, pero bien paraditos. Soy
una privilegiada y uso ese privilegio a mi favor.
— Hola, soy Benito, yo
llamé ayer por teléfono. —Me dijo el chico, al otro lado de la reja.
Abrí el portón. Lo saludé
con un beso. Fuimos a sentarnos a la mesa de la cocina, y ahí fue la primera
clase, llena de miradas curiosas y sonrisas nerviosas.
Benito era el típico nene
de mamá de clase acomodada. Había ido a una escuela privada, pero sus
conocimientos en matemáticas eran escasos. Me sorprendió que haya podido pasar
el secundario. Pero, de todas formas, sus ganas de empezar una carrera hacían
que toda la vagancia a la que estaba acostumbrado fuera reemplazada por un
inusitado entusiasmo por los números. Había comenzado el curso de ingreso en la
universidad esa misma semana, y traía los ejercicios que le mandaban de tarea.
Esa era la dinámica de
nuestros encuentros. Él venía con los ejercicios, y los hacía frente a mí. Yo
se los corregía, y sin resolverlos por él, le indicaba en qué cosas se
equivocaba. También repasábamos conceptos elementales que no tenía frescos en
su cabeza.
Durante el mes que duró el
curso de ingreso, Benito venía dos o tres veces a casa. Al principio se
comportaba muy tímidamente. Respondía con monosílabos, y me miraba de reojo
cada vez que me levantaba para servirle un vaso de agua, o para buscar
cualquier otra cosa. A mi me daba mucha ternura su timidez exacerbada. Después
de la tercera clase, cuando ya lo sentía con un poco de confianza, me tomaba
unos minutos para preguntarle cosas ajenas a las matemáticas. Se puso como un
tomate cuando le pregunté si tenía novia. imagínense si le preguntaba si era
virgen.
Si bien venía hasta mi casa
sólo, siempre pasaba a buscarlo su papá, que, dicho sea de paso, también me
tenía mucha hambre. Todas estas cosas me daban mucha dulzura, y como todo en mi
vida, este sutil cariño que empecé a sentir por él se degeneró hacia el lado
sexual.
Empezó a obsesionarme la
idea de si era virgen o no. Como ya saben, en mis encuentros sexuales no sólo
pienso en mis fantasías personales. También me gusta cumplir los deseos de los
hombres que me poseen. No hay nada que me resulte más placentero que ver el
comportamiento de mis compañeros sexuales cuando hago en detalle, lo que ellos
me ordenan. Estaba segura de que a Benito le volaría la cabeza debutar con su
profesora de matemáticas.
Empecé a seducirlo
sutilmente. En general lo esperaba con mis vestidos, sobrios pero bonitos, o
con una pollera y una blusa. Cuando entraba en casa, y caminábamos hasta la
cocina, Benito siempre iba detrás de mí. Aproveché esa situación para jugar con
él. Cambiaba bruscamente el ritmo de mis pasos, cosa que hacía que Benito,
involuntariamente, chocara con mi cuerpo, haciendo contacto su pelvis con mis
nalgas. Él se disculpaba, sonrojado. Y tomaba mayor distancia. Esto sucedió
cuatro o cinco veces, y quizá el chico había entendido la indirecta, porque en
una ocasión en que, de repente, disminuí la velocidad de mis pasos, me encontré
con la cara externa de su mano, que rozó mis glúteos por unos instantes.
También tomé la costumbre
de caminar de acá para allá, mientras él resolvía los ejercicios. Dejaba una
estela de perfume a su alrededor. Y Benito, cada dos por tres, levantaba la
vista del cuaderno, para mirarme arriba abajo. Nuestras miradas se cruzaban
cada tanto. Él se ponía rojo y hundía la cara en el cuaderno. Pero como nunca
lo reprendí por distraerse con mi figura, a medida que pasaban las semanas, me
miraba con mayor obviedad, y hasta se animaba a sostenerme la mirada cuando yo
“descubría” que me estaba observando.
Sin embargo, el tiempo
pasaba, y no se había animado a hacer ni decir nada. Pero no lo culpaba. Apenas
tenía dieciocho años y su inexperiencia era evidente.
El curso de ingreso llegó a
su fin. Faltaba sólo una semana para que rinda el examen de, y yo estaba casi
convencida de que no pasaría nada con él.
En las otras materias iba
bien, pero en matemáticas, si bien había avanzado mucho, no estaba del todo
seguro de si había alcanzado el nivel requerido. Los exámenes de ingreso eran
muy difíciles, repetía siempre que podía.
Llegó la última clase
particular con aquel muchachito tímido y encantador. Me pareció injusto
privarlo de una experiencia sexual única, sólo porque él no se había animado a
avanzar sobre su profesora. Pensé seriamente en ser más directa, en proponerle
hacer algo ese mismo día. Pensé en simplemente desnudarme frente a él, a ver si
era capaz de soltarse y dejar de reprimir sus instintos. Pero era tan inocente,
que probablemente, por más que me deseara mucho, si se enfrentaba a una
situación tan directa, no sabría cómo actuar.
Preferí seguir con mis
insinuaciones sutiles. Quedaría en sus manos hacer algo o no.
Ese día me puse una pollera
negra, larga, con lunares blancos, y una blusa blanca. Me recogí el pelo y me
maquillé.
— Estás muy distinta con el
pelo recogido. —Me dijo Benito, cuando se acomodaba en el asiento.
— ¿Peor o mejor que cuando
tengo el pelo suelto?
— De las dos maneras te
queda muy bien. —Me dijo. Eso era lo más cercano a un piropo que iba a obtener
de él.
— Gracias, que caballero —le
respondí, en un tono sensual—. ¿Estás nervioso por el examen?
— Mucho. Es mañana. Por eso
quería repasar los temas más difíciles con vos.
— Los nervios te juegan en
contra. Tenés que tratar de calmarte. Respirá hondo. Acordarte de no
obsesionarte con los ejercicios que no te salen. Seguí con otros, y vas a ver
que cuando vuelvas a esos que no podías resolver, te van a salir.
— Sí, gracias.
— Bueno, ¿Qué te parece si
hacemos un ejercicio de cada tema?
— Dale.
Elegimos los seis
ejercicios más difíciles de la guía que le habían dado en la universidad. Puse
música, cosa que no había hecho hasta ese día. Mientras hacía los ejercicios me
paré, apoyándome sobre el lavabo. Miraba sus labios finos moverse, susurrando
algo cada vez que hacía cuentas mentales. Benito me miraba y sonreía.
En un momento me hiso una
pregunta sobre un ejercicio. Yo me puse a su lado y me incliné para ver lo que
había hecho. Mi cadera rozó su codo. Me quedé unos segundos sin interrumpir ese
contacto físico. Benito me miraba. Yo sentía su respiración en mi cuello.
— Está perfecto — le dije.
— Gracias.
Lo noté confundido. Me
preguntaba si era por los ejercicios o por la innecesaria cercanía física de
hace un momento.
— ¿Podés venir de nuevo? —me
preguntó, sonrosado— No me acuerdo de eso de la condición de positividad y de
negatividad.
— No creo que lo tomen.
Pero igual es fácil —le dije.
Me puse a explicarle. Esta
vez me coloqué un poco más adelante. Me incliné. Su brazo quedó unos milímetros
detrás de mi cola. Él movió apenas el codo, y yo sentí cómo ese hueso duro
recorría mi glúteo y se volvía a alejar. Repitió el movimiento tres veces. Yo
hacía de cuenta que no lo notaba. El contacto era muy sutil, apenas un roce.
— ¿Entendés? —le dije,
irguiéndome.
— Sí, gracias.
Lo notaba algo turbado.
Seguramente se preguntaba si yo me había dado cuenta de que me había tocado
intencionalmente. Pensé que iba a repetir la inocente estratagema en cada uno
de los ejercicios, pero creo que se acobardó.
— Terminé. — Me dijo,
cuando faltaban sólo diez minutos para que su papá lo pasara a buscar.
Podría haber agarrado el
cuaderno, acomodarme en mi silla, y corregir los cuatro ejercicios restantes
tranquilamente. Pero decidí darle una última oportunidad. Me puse a su lado. Me
incliné. Sentí su mirada clavada en mí, su respiración era cada vez más
agitada.
— Este está muy bien —dije.
Y cuando me di vuelta, descubrí su mirada deleitándose con mi culo.
— ¿Y los otros? —dijo,
haciéndose el tonto.
— En eso estoy, no seas
ansioso. —Lo reprendí con una sonrisa.
Empecé a sentir, otra vez,
el codo moviéndose arriba abajo sobre mis nalgas, en intervalos cada vez más
largos, y menos espaciados. Me preguntaba si se iba a animar a levantarme la
pollera. De momento, sí se animó a aumentar la intensidad de los movimientos.
Ya no eran simples roces. El codo se frotaba con fruición, y se hundía mi piel.
— Están todos muy bien —le
dije, sin cambiar mi postura—. Seguro te va a ir perfecto.
Lo miré, y me quedé ahí,
inclinada, sin decir nada más. Benito, esta vez, extendió su mano, y deslizó la
yema de los dedos, lentamente, en mis nalgas. Dibujó la redondez de mis glúteos
uno y otra vez. Su sexo estaba hinchado. Se mordía los labios, y me miraba y
reía, estupidizado, mientras me magreaba una y otra vez.
Entonces sonó la bocina del
auto.
— Tu papá vino a buscarte.
Él abrió los ojos
desmesuradamente. Miró la hora con incredulidad. Su mano seguía en mi culo.
— Te tenés que ir —le dije.
— Sí —contestó, y alejó su
mano lentamente.
Guardó sus cosas. Lo
acompañé a la salida. Cuando llegamos a la puerta. Me abrazó e intentó besarme.
Yo, cruelmente, lo esquivé.
— Acomodate eso. —Le dije,
señalando el bulto que se había formado en su pantalón. Él se lo acamodó y
estiró su remera hacia abajo. Su excitación quedó casi oculta—. Y cambiá esa
carita —le sugerí, ya que su rostro revelaba que algo había sucedido.
Abrí la puerta. El papá de
Benito estaba en la vereda.
— ¿Y? ¿Está listo? —preguntó.
— Seguro le va a ir bien —dije—,
pero le propuse que pase por acá mañana antes de ir a la universidad. —Benito
me miró extrañado, pero enseguida se repuso.
— Si, mañana a las cuatro,
¿no? —dijo.
— Sí. —Y luego dirigiéndome
a su padre agregué—. No se preocupe, sólo vamos a repasar dos cositas simples
que probablemente no entren en el exámen, pero que es mejor que las sepa. Es
culpa mía por no haberme dado cuenta antes, así que no le voy a cobrar. Además,
voy a aprovechar para enseñarle algunos ejercicios de relajación que aprendí en
yoga. Le van a venir bien.
— Por supuesto que te voy a
pagar la clase, y mil gracias por ser tan considerada con mi pibe.
El día en que Benito debía
rendir el exámen de ingreso, hacía treinta y tres grados. El aire acondicionado
seguía roto. Me puse mi vestido floreado. Me recogí el pelo, recordado que al
chico le había gustado cómo me quedaba. A las cuatro en punto sonó el timbre.
Mi alumno vestía una remera
roja, bermuda negra, y sandalias. Me gustó que se haya vestido de manera
casual. Apenas cerramos la puerta a nuestras espaldas, me abrazó y me dio un
beso apasionado, mientras me acariciaba el culo, esta vez con desesperación.
— Vení, vamos. Mi marido
llega en una hora —le dije.
—¡En una hora! ¿En serio?
Me dio gracia su cara de
asustado. Pero de todas formas me siguió, escaleras arriba.
— Sos muy nervioso. No
quiero que desapruebes el exámen por eso. Como tu profesora, no lo toleraría —le
dije, bromeando.
Entramos a la habitación.
— ¿Acá dormís con tu
esposo? —Preguntó, mirando con cierto pavor la cama.
— Sí —le contesté. Rodeé su
cuello con mis manos y le di un tierno beso en los labios— ¿Sabés qué es lo
mejor para los nervios y el estrés?
— ¿Qué?
Me quité el vestido. No
llevaba nada debajo. Benito me miró fascinado. Me subí a la cama, le di la
espalda y me puse en cuatro patas.
— Coger. Eso es lo mejor.
Cogeme y seguro aprobás el exámen.
Benito se desnudó en un
santiamén.
— Soy Virgen. —Confesó.
— Ya lo sabía. ¿Trajiste
preservativos? —me miró avergonzado—. No importa, yo tengo. Andrés no se va a
dar cuenta de que falta uno. —Agarré uno de la mesa de luz. Ayudé a que se lo
ponga, y me puse en cuatros otra vez— ¿Así te gusta? —pregunté.
— Sí —contestó.
Comenzó a besarme las
nalgas. No me lamió el ano. Quizá eso era demasiado para un chico virgen. Tenía
el pene chico, pero no me importó. Me penetró, retiró su sexo, y cuando intentó
introducirlo de nuevo, erró el blanco. Cuando pudo meterla empezó a hacer
movimientos más cortos y rápidos. Se vino enseguida.
— No te preocupes, es
normal acabar rápido la primera vez —le dije, al ver su rostro decepcionado de
sí mismo.
Dejé que jugara con mi
cuerpo un rato. Era como un niño con juguete nuevo, explorado cada parte de mi
cuerpo, introduciendo sus dedos en cada hendidura, lamiéndome en todas las
partes prohibidas. Le hice notar cómo se endurecía mi pezón cuando lo
estimulaba; probó el sabor de mi sexo empapado de fluidos, y abrí mis nalgas
frente a su cara, para que por fin me diera un delicioso beso negro. Me senté a
su lado, y lo masturbé, viendo cómo cambiaba su gesticulación cuando se
aproximaba el orgasmo.
— Acabame en la cara. —Ofrecí,
sabiendo que él no se animaría a pedirlo.
Me puse frente a él. Cerré
los ojos, y abrí la boca, moviendo la lengua arriba abajo. Enseguida sentí el
sabor viscozo de su semen.
— Limpiate y vestite. En
diez minutos llega mi marido —le dije, después de escupir el semen en el
inodoro—. Yo me doy una ducha rápida y ya vengo.
Me metí en la ducha, y me
bañé, sin mojar mi pelo. Me puse ropa interior y luego el vestido. Bajamos. Me
dio un beso, que se extendió hasta que escuchamos la puerta abrirse.
— Te presento a Benito —le
dije a mi marido Andrés—. Es un excelente alumno, hoy rinde el exámen de
ingreso.
— Un gusto Benito, y mucha
suerte. —Lo saludó Andrés.
Afuera sonó la bocina de un
auto. Acababa de llegar su padre.
— Que contento está mi
hijo, cualquiera pensaría que ya aprobó el exámen. — bromeó el hombre cuando
vio la sonrisa tonta de Benito.
— Seguro lo va a aprobar —dije,
y me despedí de ambos.
Por supuesto, Benito Aprobó
el exámen y entró a la universidad. Después de ese día me escribió muchas
veces. Yo le invento excusas, porque creo que si lo sigo viendo se va a
terminar enamorando de mí, y eso no me interesa. Pero quien sabe, si sigue
insistiendo, tal vez…
Fin.
8
Ya eran las dos de la
madrugada. Mi verga, flácida, todavía largaba hilos se semen. El relato sobre
el alumno era más largo que los anteriores, y lo leí detenidamente, mientras
imaginaba cada escena.
No conocí a muchos alumnos
de Valeria, porque las clases eran mientras yo trabajaba. Pero recordaba a
Benito, porque me lo había cruzado ese día en el que mi esposa le había dado la
supuesta clase en un horario inusual. Recuerdo cuando ella me lo presentó. Me
dio buena impresión. Un chico joven, humilde, que se esforzaba por comenzar una
carrera. Me dio gracia que su padre lo haya ido a buscar, ya que se trataba de
un muchacho bastante grande.
Nunca me hubiese imaginado
que, diez minutos antes, terminaba de coger con mi esposa en mi propia cama.
No podía reclamarle nada al
chico. Cualquiera que se encontrara con una mujer tan bella como Valeria, una
profesora lujuriosa, dispuesta a entregarse a su alumno, no haría otra cosa más
que cogerla. Yo mismo, si me encontrara en una situación similar, caería ante
mis impulsos sexuales.
¡Qué solidaria mi Valeria!
Dispuesta a calmar los nervios de un adolescente virginal, usando su sexualidad
como medio.
Recuerdo que en una ocasión
le pregunté a mi mujer si sabía cómo le había ido a su alumno.
— Entró a la universidad, y
ahora le está yendo muy bien en la carrera — había contestado.
No me pareció llamativo el
detalle de que todavía estaba en contacto con el chico. ¡Pero qué le hacia una
mancha más al tigre! Eran tantos los detalles que no me habían parecido llamativos,
y que, sin embargo, fuero señales claras. A medida que iba leyendo los relatos
de Ninfa123, me daba cuenta de que mi responsabilidad en el deterioro de
nuestra relación era más grande de lo que creía. ¿Por qué tenía que ser tan
predecible? Debí romper, de vez en cuando, la rutina. Debí llegar temprano a
casa, alguna que otra vez. No podía ser que Valeria se atreviera a engañarme
unos minutos antes de que llegara. Sólo la seguridad de tener un marido torpe y
confiado le permitía darse el lujo de caminar en la cuerda floja.
Este sentimiento de culpa,
que opacaba mi rencor hacia mi esposa, se sumaba con la inquietante novedad de
que me excitaba leer los relatos de Valeria. Me excitaba saber en detalle cómo
se cogían a mi mujer.
Pero traté de excusarme.
Después de todo, no estaba en condiciones psíquicas normales. Me encontraba
alienado. Tantos descubrimientos, uno más sorprendente que otro, no me
permitían reaccionar con total lucidez.
Quizá debía descansar unas
horas. Al otro día, mas lúcido, podría tomar decisiones más acertadas.
Sin embargo, ahí estaba ese
otro relato. El que más me atraía. “Sometida por el enemigo de mi esposo”.
Tres meses atrás tuvimos un
problema con un vecino que vive a tres cuadras de casa. Se llama Mario. Es un
hombre de unos cincuenta años, gordo, enorme. Una bestia de cabeza calva y
torso peludo.
Era domingo y habíamos ido
con Valeria a comprar al supermercado. Volvíamos con las compras, caminando
tranquilos. Mario iba por la misma vereda, en dirección opuesta. Estaba
paseando a su perro. Creo que era una cruza de pitbull con alguna otra raza. El
animal era negro, delgado, pero fornido. Muy grande, y llevaba bozal. Mario
pasó al lado nuestro. El perro gruñó y se nos fue al humo. El vecino tardó,
quizás a propósito, en controlar a su animal. El perro se me tiró encima y
raspó mis brazos con las uñas. Si no hubiese tenido el bozal, me habría herido
gravemente. Algunas bolsas cayeron al piso.
— ¿Por qué no tenés más
cuidado con ese animal? —le recriminé, enojado.
— ¿Qué? —dijo el gordo
mastodóntico, indignado—. Si apenas te tocó, maricón.
Me encaré a él, enojado.
— Basta Andrés. Vamos a
casa. —Me dijo Valeria, agarrándome del hombro.
— ¿No ves que me rasguñó?,
imbécil. —Le contesté a él, sin hacer caso a mi mujer, mostrándole la sangre
que manaba de mi pequeña herida.
Apenas terminé de hablar,
un puño se estrelló en mi cara. Caí al piso. Quedé aturdido, las cosas daban
vueltas a mi alrededor. Mi boca sabía a sangre. El perro se tiró encima de mí
nuevamente.
— ¡Basta! Por favor, dejalo
—gritó Valeria.
Mario tiró de la cadena y
el perro quedó gruñéndome a unos centímetros. Todavía en el piso, vi la
expresión de lástima con que me miraba Valeria.
— Agradecé a tu mujer,
sino, te cagaría a palos —dijo con desprecio, y después, dirigiéndose a
Valeria, mientras yo me reincorporaba, agregó—, discúlpame linda, pero a los
salames no los banco.
Hasta ese momento, nunca
había sufrido una humillación como esa (la humillación de los relatos vendría
después). En casa, Valeria se mostró indignada con el tipo. Repitió varias
veces que no podía creer que un violento como él fuera nuestro vecino. Sugirió
que hagamos la denuncia policial, pero yo le contesté que de nada serviría. Ni
siquiera lo meterían preso por algo como eso.
En los días siguientes me
crucé varias veces con Mario. Me miraba con ojos asesinos, y yo no le podía
sostener la mirada.
No había dudas, Mario era
el protagonista de la serie de relatos que mi mujer había titulado “sometida
por el enemigo de mi esposo”. Nombre morboso si los hay. Otra casa curiosa era
que el primer relato había sido publicado masomenos en la misma fecha en que
sucedió el incidente. ¿tan rápido había cedido mi mujer ante ese tipo
despreciable? Se me ocurrió que quizá me traicionaba con él incluso antes del
altercado. Pero descarté esa posibilidad, ya que el título indicaba que cuando
estuvo con él ya éramos “enemigos”.
Cliqué la pestaña donde
estaba el relato.
Continuará
9
Respiré hondo. La casa
estaba silenciosa y oscura. Lo único que emanaba luz era mi computadora. Creo
que era el ambiente adecuado para leer ese relato: rodeado de penumbras. Apenas
leí la primera frase, quedé totalmente inmerso en la historia. Efectivamente,
era el odioso Mario el responsable de que mi esposa haya escrito cuatro relatos
en su honor. ¿Qué tenía de diferente de sus otros amantes? Pronto lo
descubriría.
Sometida por el enemigo de
mi esposo, parte 1
Al final mi vecino
consiguió lo que tanto anhelaba. Siempre me dije, y también lo dije en algunos
relatos (ustedes están de testigos) que nunca me entregaría a alguien que no
desease. Yo decido con quien me acuesto y en qué momento cortar la relación.
Pero a veces la vida te da sorpresas, y eso fue lo que me pasó antes de ayer.
Ya mencioné a Mario en
otros relatos. Es un hombre que vive a unas cuadras de mi hogar. Siempre tengo
que pasar por su casa cuando hago las compras del supermercado, y él siempre
está en el patio delantero de su casa, tomando mate. Al principio sólo me
miraba libidinosamente. Después empezó a saludarme. Yo le devolvía un corto
“hola”, y continuaba mi camino mientras él me seguía con la mirada.
Pero desde hace un par de
meses, se puso más intenso. Me empezó a decir cosas como “que linda estás
bebé”, y de a poco, se fue tomando mayores libertades. “Qué lindo te queda ese
shortcito”, “Un día de estos te voy a invitar a salir”, “Mamaza, vos con esas
curvas, y yo sin frenos”, y ese tipo de estupideces que no calientan a ninguna
mujer.
Le quité el saludo, y cada
vez que cruzaba por su casa, y escuchaba lo que me decía, fingía que no lo oía.
Pero tampoco me molesté en cruzarme de vereda, o de cambiar de camino. Se
entabló entre nosotros un juego morboso. Durante esos segundos en que yo pasaba
frente a su casa, teníamos una intimidad única. Como saben, me gusta calentar a
los hombres. Me gusta volverlos locos. Mario no me atraía ni un poquito, pero
me gustaba el hecho de que cada vez que me veía se volvía un primate
descerebrado.
Pensé que él entendía el
juego. Que sabía que lo nuestro no pasaba de un histeriqueo. Yo fingía
ignorarlo, pero pasaba todos los días a recibir sus guarangadas. Pensé que, al
ser un hombre mayor y enorme como un ropero, entendía que una mujer como yo
nunca se interesaría realmente por él. Pero estaba equivocada.
Ahora las frases eran del tipo
“Que lindo vestido te pusiste, como me gustaría arrancártelo con los dientes”,
“No sabés las cosas que te haría, putita”, “qué trolita divina sos”, y cosas
por el estilo.
La cosa ya se me estaba
yendo de las manos. Así que decidí, ahora sí, cruzarme de vereda. Pero Mario se
las ingenió para continuar acosándome. Comenzó a pasear al perro a la hora en
que yo pasaba con las compras. Siempre se ponía en mi camino, y me susurraba
cosas. Varias veces me sentí expuesta frente a algún vecino que también andaba
caminando por ahí.
Cambié de horarios para
salir a comprar. Y en lugar de hacerlo todos los días, iba lo menos posible.
Pero Mario siempre me encontraba. Sospechaba que pasaba horas observando desde
la ventana de su casa, esperando a verme. Se estaba obsesionando conmigo, me
estaba acechando.
Pensé en decírselo a
Andrés. Después de todo, no había nada entre Mario y yo. No necesitaba
ocultárselo. Pero mi marido es muy frágil. No solo físicamente, sino también
mentalmente. No sabría cómo lidiar con un tipo que insulta y le dice cosas
obscenas a su mujer. Probablemente buscaría una manera de no hacer nada. Es tan
pusilánime el pobre.
Me prometí hablar con
Mario, aclararle que no tenía ningún interés en él, y rogarle que me deje en
paz. Pero el domingo pasó algo: Teníamos que hacer algunas compras. Le pedí a
Andrés que fuéramos en su auto, pero él se encaprichó con que quería caminar.
Sólo eran unas cuadras, y no teníamos que llevar muchas cosas, no hacía falta
el auto, dijo.
Cuando volvíamos, Mario
estaba paseando al perro. Nunca me había dicho nada mientras yo estaba con
Andrés, pero como hace rato intentaba esquivarlo, pensé que quizá estaba
ofendido, y que esta vez no tendría reparos en decirme alguna obscenidad frente
a mi marido. Pero no fue eso lo que sucedió. El perro de Mario atacó a Andrés.
Yo vi cómo ese maldito acosador soltó de la cadena para que el animal se tire
encima de mi marido.
Andrés se enfureció. Me
gustó verlo, al fin, con carácter. Le dijo a Mario que por qué no andaba con
más cuidado. El vecino se burló de él. Yo noté la expresión violenta en su
mirada. Andrés le recriminó la herida que tenía en el brazo, y Mario le estampó
una piña que incluso me duele a mí de sólo recordarla. Le rogué a Mario que lo
deje en paz. Andrés me miraba desde el piso, con la patética mirada del hombre
derrotado.
Durante varios días la cosa
estuvo tensa en casa. A Andrés le duró varios días las secuelas físicas de la
agresión. Se tomó unos días de licencia laboral. Tuve que soportar verlo con su
hombría por el piso, merodeando por la casa como si fuese un fantasma. Traté de
animarlo. Le hacía chistes tontos para sacarle una sonrisa, le hablaba mal del
vecino, y dejaba en claro que cualquier hombre caería al piso al recibir una
piña de un gorila como Mario. Y me ocupé de complacerlo en la cama, cosa de la
que no me ocupaba con ese esmero desde hacía años. Incluso cuando se mostraba
desganado, yo le decía que se relaje, que solo se acueste, que él no debía
hacer nada.
Esquivamos la casa de
Mario. En ese par de días evitamos hacer compras, y cuando nos faltaba algo,
íbamos al almacén que queda en dirección contraria al supermercado. Algunos
vecinos habían presenciado la situación ocurrida el domingo, y se solidarizaron
con Andrés, le sugirieron que se olvide del asunto, y que evite cruzarse con
Mario. En el barrio se sabía que era un tipo peligroso, que andaba en negocios
turbios.
Saber que todos temían a
Mario levantó un poco el ánimo de mi esposo. Al fin y al cabo, él le hizo
frente, cosa que pocos se animaban a hacer. Volvió al trabajo, para mi
tranquilidad, no sin estar algo preocupado, porque temía que me pasase algo si
me cruzaba con el orangután del vecino. Pero lo convencí de que nada pasaría.
Al fin y al cabo, a pesar de lo violento de la situación, a mí no me había
hecho nada, su encono era sólo con Andrés.
Todo lo que relaté en las
líneas anteriores, no es más que una introducción. La verdadera historia
comenzó, como adelanté en las primeras líneas, hace dos días.
Yo me había quedado sola en
casa. Mientras hacía tareas domésticas empecé a preguntarme si lo de Mario
quedaría ahí o la cosa empeoraría. El tipo estaba obsesionado conmigo, y ese
ataque a mi marido era una muestra de sus celos y envidia. Temí por mi pareja,
como nunca. Si Mario descargaba su frustración por no tenerme, hacia él, las
cosas podían terminar mal. Ahora que me enteraba de que el tipo no sólo era una
bestia violenta, sino que andaba en negocios ilegales, entendía que era mucho
más peligroso de lo que imaginaba. Hacía mucho que no me sentía unida a Andrés,
pero un sentimiento de protección se despertó en esos días, cosa que me hizo
recordar a nuestros primeros años de matrimonio, cuando no me molestaba ser la
que tuviera los pantalones en la casa.
Decidí que tenía que hacer
algo al respecto, pero, como muchas otras veces en mi vida, me di cuenta de que
me encontraba sola. Si alguno de mis amantes pasajeros fuera policía, o algo
por el estilo, podría hacer que le den un escarmiento al gordo maldito. Pero
los hombres que pasaban por mi cama eran oficinistas, adolescentes virginales,
y hombres a los que no volvía a ver. Con mis amigas tampoco podía contar.
Cuando les relaté cómo lastimaron a mi marido, se compadecieron de nosotros, y
sugirieron que hagamos la denuncia. ¿Qué podían hacer aparte de eso?
Tomé una decisión radical.
Lo pensé una y otra vez, pero no encontraba una solución más efectiva que esa:
tenía que hablar con Mario.
En Argentina estamos en
primavera. El clima es muy agradable, ni calor ni frío. El cielo estuvo
despejado toda la semana, y una brisa tibia ventilaba la casa. Dejé los
quehaceres domésticos para más tarde. Estaba con un short y una remera,
bastante viejitos, para usar entre casa. No pensaba producirme mucho para ir a
hablar con esa bestia, pero, por otra parte, mi vanidad no me permitía salir a
la calle, así como estaba. Me puse un vestido casual, negro con lunares blancos,
con un cinturón marrón en la cintura. Me peiné un poco y me dejé el pelo
suelto. Y así fui, con determinación, a ver al enemigo de mi esposo, con la
sincera intención de poner fin a sus delirantes fantasías.
Eran las tres de la tarde.
Hora de la siesta. Los pocos negocios del barrio estaban cerrados. Sólo se
veían algunos autos circulando por la calle, y había muy poco movimiento de
personas. Sólo me crucé con un par de vecinos. Uno trabajaba en la vereda de la
esquina de casa, y otros dormitaban en sillones en el patio delantero de sus
respectivos hogares. Llegué a la casa de Mario. Toqué el timbre. Miré a los
lados, a ver si algún vecino era testigo de ese encuentro. Prefería que no haya
nadie. Así no se inventaban historias distorsionadas respecto a ese encuentro.
La charla no duraría mucho, debía ser concisa.
Mario salió con cara de
asombro y lascivia. Vestía una bermuda negra, y una camisa rayada que tenía
varios botones desabrochados, y dejaba ver su frondoso vello en el pecho. Tenía
barba de varios días, que contrastaba con su cabeza completamente calva.
Parecía un oso, y no precisamente un oso cariñoso.
— Hola putita —dijo,
recibiéndome de esa manera tan violenta.
— De eso te quería hablar —le
dije, y sin dejar que me interrumpa, seguí diciendo —. Mirá, ya sé que hice mal
en no ponerte límites. Pero yo estoy casada, y no quiero nada con vos. Te
quiero pedir que por favor dejes en paz a mi marido.
Miré de nuevo para todas
partes, no había mucho movimiento, sólo pasaron dos autos que no creo que sean
de personas conocidas, y en la otra cuadra un niño jugaba en la vereda, sin
prestarnos atención.
— ¿Y si digo que no? —me
contestó él.
— Mi marido no te hizo
nada. Por favor no lo vuelvas a agredir.
Mario soltó una carcajada.
— Qué pollerudo tu
maridito. Mandando a su mujer.
— Él no me mandó. No sabe
que estoy acá.
— Hay muchas cosas que tu
marido no sabe. —Me contestó.
— ¿Cómo? ¿Qué decís? Vos no
sabés nada de mí. Y ya me tengo que ir. ¿Vas a dejar de molestarnos? Te lo
estoy pidiendo por favor.
— ¿Te pensás que no conozco
a las putitas como vos? No tengo cincuenta años al pedo —me dijo. Y viendo que
yo, mientras lo escuchaba, miraba a un lado y a otro, agregó. —¿Qué pasa? ¿estás
preocupada porque alguien te vea acá? El barrio ya te conoce.
— ¿Qué mierda estás
diciendo? —dije, exaltada, pero sin levantar la voz.
— Todos los días te veo
pasando por acá, meneando el culo para que te mire. Y cuando te digo cosas
sonreís como la puta que sos.
— ¡Qué decís! Estás
delirando. Y basta de decirme puta —dije indignada—. Ya me tengo que ir.
— Conozco a las zorrita
como vos. Traté con muchas en mi vida. Te veo salir sola por las noches. Te veo
volver tarde sin el cornudo de tu marido. Todos saben cómo sos. Salvo tu
marido. Como dicen, el cornudo siempre es el último en enterarse.
— No tenés idea de lo que
decís. Veo que vine hasta acá al pedo —dije, sintiendo cómo la preocupación
aumentaba en mi interior. Nunca fui muy cuidadosa con mis infidelidades, pero
no tenía idea de que ya me había ganado el título de la puta del barrio.
Mario abrió el portón.
— Entrá —me ordenó.
— ¿Qué? —pregunté,
asustada.
— Si no entrás te voy a
meter a rastras.
— No voy a entrar. Yo sólo
vine a decirte…
— Los dos sabemos a qué
viniste —dijo. Agarró mi muñeca y me metió adentro.
— Soltame, me estás
lastimando. —le dije. Puso su mano detrás de mi cintura, y me hizo avanzar a
empujones.
— Dale, gritá. Gritá para
que todos te escuchen.
Durante algunos segundos
titubeé. Miré a todos lados, esta vez esperando que sí haya algún vecino
mirando la escena. Pero no encontré a nadie. ¿Dónde están los viejos chismosos
cuando se los necesita?
— ¡No, basta! – exigí en
voz alta, pero Mario ya me estaba metiendo en su casa y cerró la puerta a
nuestras espaldas.
Su enorme mano se cerró en
mi mentón. Y con su impresionante fuerza me puso contra la pared.
— Por favor no me lastimes.
—Rogué. Estaba aterrorizada. Pensé en gritar. Pero recordando el golpe que le
había dado a mi esposo, estaba segura de que me dejaría inconsciente en un
santiamén, apenas levantara la voz. —Voy a hacer lo que quieras, pero no me
lastimes.
La mandíbula me dolía por
la presión de su mano.
— ¿Vas a hacer lo que
quiera? ¿Todo lo que quiera? —preguntó con una sonrisa perversa. Yo asentí con
la cabeza—. Vení para acá.
Liberó mi mentón, tomó mi
mano y me arrastró hasta su habitación. Me paré en la esquina del cuarto. Me
crucé de brazos. Me sentía como una nena a punto de recibir una terrible
reprimenda. Me daba cuenta de que ya no había marcha atrás. Mario tapaba la
puerta con su monumental cuerpo. Fue un error ir hasta su casa sola.
Probablemente el mayor error de mi vida.
— Sacate el vestido —me
ordenó.
Yo retrocedí, pero solo me
encontré con la dura pared.
— Si no te lo sacás, te lo
voy a arrancar yo y lo voy a hacer hilachas —dijo.
Desabroché el cinturón del
vestido. Mario se lamía el labio superior y se acariciaba el pene. Agarré la parte
inferior del vestido, y haciendo un movimiento hacia arriba, me lo saqué.
Sólo vestía ropa interior
blanca.
Mario se acercó con pasos
lentos. Extendió su mano, y acarició con ternura mi mejilla. El tacto era
áspero.
— Sos muy hermosa —me dijo.
Yo miré al costado. No
quería verlo a él. Pero me hizo girar el rostro, y nuestras miradas se
encontraron.
— Sos una puta muy hermosa.
Con su otra mano agarró el
elástico de la bombacha, y tiró para abajo. Me la bajó hasta los talones, sin
tocarme. Después me sacó el corpiño. Me agarró de la cintura, y me levantó con
increíble facilidad. Caminó unos pasos hacia la cama, conmigo a cuestas, y me
tiró sobre el colchón. Quedé acostada boca arriba, completamente desnuda.
Él se quitó la camisa. Su
torso y su abdomen estaban llenos de un horrible vello negro. Parecía una
bestia, y yo, la bella joven que había caído en sus garras. Se sacó las
zapatillas y la bermuda. En su entrepierna colgaba una enorme verga, y dos
grandes testículos con abundante vello.
Ya perdí la cuenta de
cuántas pijas entraron en mi cuerpo. Pero estoy segura de que ninguna era tan
impresionante como la de Mario. Larga y gruesa como una anaconda. Sentí tanta
curiosidad como pavor cuando la vi. Y el hecho de que todavía no estaba
totalmente erecta, no era un detalle menor.
Me agarró de los talones y
me arrastró hasta el borde de la cama. Él se arrodilló. lamió mis piernas.
Sentí la aspereza de su barba en mi piel. Su lengua subió lentamente, dejando
un camino de baba a su paso. Cuando llegó a la parte interna de mis muslos, mi
cuerpo empezó a reaccionar a sus caricias linguales. Es que no soy de palo
lectores. Como dicen, el diablo sabe mucho, pero sabe más por viejo que por
diablo. Y este viejo diablo sabía chupar una concha.
Cuando se dio cuenta de que
mi cuerpo estaba estimulándose, aumentó la intensidad. Lamió los labios
vaginales, haciendo un ruido escandaloso cuando sus labios y su lengua se
frotaban con ellos. Extendió su mano y me agarró de las tetas. Mis pechos, ya
de por sí pequeños, parecían diminutos mientras esos dedos grandes se frotaban
en ellos. También me hacía un delicioso masaje en el abdomen, mientras
comenzaba a jugar con mi clítoris.
Lo frotaba con intensidad,
y cada tanto, lo apretaba con sus labios. Mario es muy paciente. Habrá estado
con el rostro hundido entre mis piernas durante, al menos, veinte minutos.
Cuando salí de casa,
dispuesta a poner fin con la obsesión de Mario conmigo, y con su encono hacia
Andrés, no hubiese imaginado que un rato después estaría en pelotas, en su cama,
recibiendo el mejor sexo oral de mi vida. Sentí cómo mis músculos se contraían.
Mis manos, en forma de garras, se aferraron a las sábanas, y mi entrepierna,
incendiada, explotó en un maravilloso orgasmo.
Quedé agitada, casi
desmayada, y mi cuerpo hacía involuntarios movimientos espasmódicos.
— ¿Te gustó putita? Yo
sabía que te iba a gustar —dijo Mario.
Él pesa más de cien quilos,
y yo no llego a los cincuenta. Así que imaginen lo que fue ver su cuerpo de
bestia salvaje subir a la cama, y ponerse encima de mí.
— Ahora te voy a enseñar lo
que es coger —susurró.
Abrí las piernas todo lo
que pude. Su estómago se apretaba sobre mí, pero con un brazo extendido y
apoyado en el colchón, como si fuese un pilar que sostenía una estructura
inmensa, evitaba cargar todo el peso de su cuerpo sobre el mío. Con la otra
mano me agarró del mentón y me obligó, otra vez, a mirarlo a los ojos. Un dedo
se metió en mi boca, y yo lo chupé. Empujó su pelvis hacia adelante, e
introdujo los primeros centímetros de su sexo.
— Por favor, despacito —le
pedí, mientras sentía cómo se introducía más y más en mí.
— ¿Te gusta así, putita?
— Sí —contesté
sinceramente.
— ¿La querés más adentro?
— Sí, pero despacito —le
pedí.
La verga de caballo se
metía más y más adentro. Yo gemía de placer. Ya no me molestaba ocultar que
disfrutaba de esa hermosa pija. No usaba preservativos, y yo no me animé a
pedirle que se ponga uno. Además, la sensación que me producía la piel desnuda
frotándose con mis paredes vaginales, era sensacional. A pesar de su físico,
Mario tenía mucha energía y vitalidad. Mi cuerpo se sacudió por mucho tiempo,
mientras me penetraba, ahora ya con salvajismo, una y otra vez. Sentí sus
vellos púbicos haciendo contacto con mi piel, cuando su miembro ya estaba
completamente adentro. Los resortes del colchón chirriaban. Mario retiró su
verga lentamente, y eyaculó una increíble cantidad de semen sobre mi cuerpo,
machándome desde el ombligo hasta la cara.
— Así te quería ver, putita
—dijo, totalmente agitado—, bañada con mi leche.
— En un rato tengo que
volver a casa —dije—, ya tuviste lo que querías. Dejame irme.
Me agarró del cuello.
— No te hagas la estúpida —gritó—.
Sé muy bien que te gustó. ¿Cuánto tiempo tenemos?
— Mi marido llega a las
cinco. Pero tengo que irme antes. Acordate que a esa hora los chicos empiezan a
salir de la escuela, y el barrio se llena de gente. Por favor, Mario, sé más
razonable. Ya te di lo que querías. Además…
— ¿Además qué?
— Además… podemos vernos
otro día —dije— ¿me dejás limpiarme e irme? Por favor —supliqué.
Me llevó al baño. Abrió la
llave de la ducha. Me lavé en cada parte donde tenía semen, intentando no
mojarme el pelo. Él se había metido en la ducha y me pasaba jabón por la
espalda y las nalgas.
— Enjuagame la pija —me
ordenó.
Me di vuelta. Su pene
estaba lleno de espuma. Me hice a un costado. Puso su enorme miembro bajo el
chorro de agua. Lo froté, sintiendo cómo se endurecía de nuevo. Sin que me lo
ordenara, comencé a masturbarlo, mientras acariciaba sus enormes bolas peludas.
— Así me gusta trolita.
Lo froté con intensidad. En
unos minutos largó dos chorros de semen que cayeron al piso, y fueron hasta la
rejilla, empujados por el agua.
— ¿Te fijás que no pase
ningún vecino? —le dije, mientras me ponía el vestido.
Inesperadamente, me agarró
nuevamente del cuello.
— Conmigo no vas a jugar. A
partir de ahora sos mi puta. ¡Decilo!
— Soy tu puta —afirmé.
— Anotame tu teléfono, y si
tardás en contestar cuando te escribo o te llamo, te juro que a tu marido le
rompo todos los huesos.
Se lo anoté, sin molestarme
en inventar uno falso, por temor a represalias. Él salió primero, y se aseguró
de que no había moros en la costa.
— Dale Sali —dijo.
Caminé velozmente. Crucé el
portón, con la cabeza gacha. Recién cuando llegué a la esquina levanté la
cabeza. No vi a nadie en la calle. Nadie era testigo de que entré a su casa, y
salí una hora y media después.
Los días siguientes pensé
en cómo me lo sacaría de encima. Hoy me llegó un mensaje suyo. Intenté
esquivarlo, aduciendo que era demasiado peligroso vernos de nuevo en su casa.
Me contestó que tenía un departamento en el centro.
Todavía estoy pensando en
qué excusas poner, pero no se me ocurre ninguna.
10
Me generó cierto
sentimiento de revancha, saber que Valeria, por jugar con fuego, había
terminado quemada. Tanto histeriqueo con Mario, culminaron en un castigo de
parte del sádico vecino. Sin embargo, la muy puta de mi mujer lo terminó
disfrutando (Es la primera vez que le digo puta ¿verdad?). Además, al terminar
de leer el relato, no pude evitar pensar que todo lo sucedido con Mario fue
planeado minuciosamente por ella.
El provocarlo sutilmente,
pasando todos los días frente a su casa en los mismos horarios; el guardar
silencio cada vez que le decía vulgaridades; y el hecho de que me lo ocultase,
me hacían creer que no estaba errado en mi hipótesis. Siempre era Valeria la
que provocaba. Así como lo hizo con el chofer de Uber, con su alumno, y con
tantos otros hombres, también lo hizo con Mario.
Pero con este último la
cosa era diferente. Porque su relación con él no era tan desigual como con los
otros hombres. No podía deshacerse de él con la misma facilidad con la que lo
hacía con el resto de sus amantes. Mario era violento e impredecible. Y la
amenaza que había hecho hacia mi persona seguramente era real. En eso tengo que
darle algo de crédito a mi mujer. En parte (sólo en parte) Había terminado
sometida por él, debido a su intención de protegerme. Y probablemente el hecho
de que haya tres relatos más con Mario de protagonista, era porque quería
evitar que me rompa los huesos.
O tal vez, simplemente
quería tener nuevamente la enorme verga de Mario adentro suyo.
No descartemos que ambos
motivos sean igualmente válidos. Los hechos suelen ser multicausales. No había
razón para creer que este era diferente. Y ni hablemos de que nada de esto
hubiese sucedido si yo estuviese más avispado.
Pensé, por enésima vez, en
cuántas cosas sucedían a mi alrededor sin que yo me percatara de ellas. Ahora,
las miradas de lástima de algunos vecinos, las sonrisas irónicas de otros,
adquirían un claro significado. En el barrio ya se corría el rumor de que
Valeria era una puta, y yo, un cornudo. Y el hecho de que su amante más
reciente sea el hombre que me había humillado en la vía pública, frente a la
mirada de algunos vecinos, no dejaba de envenenar mi alma.
Leí los relatos que
seguían.
Como era de esperar,
Valeria no había encontrado excusas para evitar aquel encuentro en el
departamento que Mario tenía en el centro. No le fue difícil desentenderse de
mí. Bastó con que me diga que debía ir a una clase de zumba por la tarde.
¿habrán sido al menos la mitad de esas clases reales? Vaya uno a saber.
En la parte dos de
“sometida por el enemigo de mi esposo”. Valeria iba hasta el departamento de su
nuevo amante. Se puso, por órdenes de él, la ceñida minifalda negra con la que
la había visto en una ocasión, y una camisa blanca. Le prohibió terminantemente
ponerse ropa interior abajo, y le exigió que se maquille como una puta. Mi
esposa debió viajar en colectivo durante cuarenta minutos, soportando las
miradas libidinosas de decenas de hombres. Llegó al edificio. Según ella,
estaba nerviosa, porque Mario le generaba sentimientos muy encontrados. Su
aspecto de bestia le daba repulsión, pero su verga superdotada, y su habilidad
para el sexo oral, la fascinaban.
Es muy bizarro imaginarme a
ambos cuerpos, tan diferentes, unidos y enredados. Eran como un ogro y una
princesa de Disney. Un animal repulsivo copulando con un hermoso unicornio. Una
morsa apareándose con un cisne.
Mario metió la mano por
debajo de la minifalda, y se encontró con los hermosos glúteos desnudos de mi
esposa. Los masajeó, y ante la sorpresa de mi mujer, le ordenó que me llame por
teléfono. (Ya entenderán de dónde había sacado la idea “L” en el primer relato
que leí) Valeria intentó negarse, pero él le recordó que ahora era su putita
personal. Entonces me llamó, mientras la mano rasposa seguía escarbando por
debajo de la pollera. “gordi, ¿podés hacer la cena hoy?”, dijo Valeria,
mientras Mario comenzaba a besar sus muslos. “Claro amor, te espero con algo
rico, pasala bien”, le había contestado yo. Mario levantó la minifalda, y le
dio una lamida al clítoris. Valeria se estremeció de placer. “Nos vemos en un
rato gordi”, me dijo, y colgó.
Él afirmó que nunca había
conocido a alguien tan cornudo como yo, y la felicitó por ser una puta obediente.
Le quitó la ropa y la cogió en el piso. La penetró por la vagina, y por la
boca, la cual, apenas podía recibir semejante poronga. Luego enterró un dedo en
su ano, cosa que, a lo largo de nuestros años de matrimonio, sólo se me
permitió hacer en contadas ocasiones. Ya no quedaban orificios de mi esposa en
los que Mario no haya entrado.
La dejó en paz después de
dos horas. Valeria me tuvo que inventar que había surgido, en el momento, una
cena con las chicas de zumba y que por eso llegó tarde. Esa noche durmió a mi
lado, con su sexo dolorido.
En el tercer relato se veía
claramente cómo mi mujer había caído en la sumisión. Aquí otra vez me dedica
unas cuantas líneas debido a que yo no me daba cuenta de qué estaba pasando.
Mario la había instado a ir al departamento del centro. En las semanas
anteriores Valeria sí encontró excusas para evitarlo. Pero la paciencia de
Mario llegó enseguida a su límite.
Valeria fue atada de manos
y piernas, en la cama. Estaba asustada, porque no sabía con qué iba a salirle
ese animal. Pero por lo visto sólo le gustaba verla así, a su merced. La poseyó
de manera tradicional. Ella, ya sin esperar que se lo ordene, le repitió que
era su puta, y también agregó que él era mucho más hombre que yo. Lo más
interesante del relato fue cuando la obligó a tragar su semen, cosa que mi
esposa siempre evitaba hacer.
Me estaba dando cuenta de
que ahora me tomaba con mucha más naturalidad lo que leía. Hacía apenas algunas
horas me había abandonado mi mujer, y me había enterado de que me fue infiel
con incontables amantes. Pero ahora quedaba muy poco del espanto inicial.
Leí, ávido, la cuarta parte
de la serie, y me encontré con una historia más interesante que las anteriores.
11
Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 4
Lo de Mario se me está
yendo de las manos. A veces invento excusas para no verlo, pero sólo me sirven
para dilatar el encuentro por algunos días. Además, se está volviendo más
exigente. Ya no se conforma con verme una vez por semana. Para colmo, parece
tener tiempo de sobra, así que no puedo contar con tener la suerte de que
alguna vez sea él el que no pueda asistir a nuestra cita.
En las últimas dos semanas
nos vimos cinco veces en el pequeño departamento que tiene en el centro. El
vigilante del edificio ya me deja pasar como si fuese una inquilina más. Y me
mira con ironía. Seguramente cree que soy una puta. Es lógico. Qué iba a ser
una chica de treinta años, linda, en el departamento de un veterano de cien
quilos, durante dos horas. Además, Mario suele ordenarme que me maquille como
una prostituta. Era cada vez más difícil salir de casa, vestida de manera
sensual, para luego maquillarme en el colectivo.
Lo más chocante de todo
esto es que yo misma me estoy acostumbrando a ser su putita personal. Acato
cada orden al pie de la letra, y hasta encuentro algo de placer en sentirme
usada como un juguete sexual. Ya no me cuestiono el porqué, cada vez que llega
la hora de acudir a esa cita, voy a su encuentro como una autómata. Ya ni
siquiera necesitaba reiterar la amenaza que pendía sobre mi marido.
Salgo con otros hombres
para recordar lo que es tener el control, y me escribo con otros para tener
opciones. Pero durante una o dos veces a la semana, la mujer libre, que ni
siquiera se deja reprimir por las normas morales, ni por el contrato del
sagrado matrimonio, se convierte en una esclava. Una esclava sexual.
El jueves recibí el mensaje
de Mario recordándome que a las seis teníamos una cita. Me ordenó que me
pusiera un diminuto short y un top negro. Y que me atara el pelo en dos trenzas.
Debía pintarme los labios de un llamativo color violeta, y la sombra de los
ojos tenía que hacer combinación.
Le pedí que por favor me
deje vestirme así en su departamento. Si salía con esa apariencia, sola, a las
cinco de la tarde, llamaría demasiado la atención, y las habladurías que ya
sabía que empezaban a correr sobre mi persona, aumentarían, e inevitablemente
llegarían a Andrés. Pero él fue totalmente inflexible al respecto. Debía llegar
así al encuentro, y no se hable más. Para algo era su putita.
Hice trampa. No podía andar
por el barrio vestida como una puta adolescente. Así que me puse uno de mis
vestiditos, y metí las prendas que debía usar con Mario en mi cartera. Salí de
casa con tiempo y compré el labial y la sombra. Cuando estaba a dos cuadras de
la dirección de Mario, me metí en un McDonald. Fui directamente al baño del
primer piso. Me quedaban treinta minutos. Si llegaba tarde, Mario me castigaría
de alguna forma. Me metí en uno de los cuartitos con inodoro. Me cambié en un
santiamén. Guardé el vestido en la cartera. Las trenzas me llevaron su tiempo.
Debí tener paciencia. Después me pinté los labios y los ojos frente al espejo.
No hubo hombre que no se
diera vuelta a mirarme. Incluso algunos que llevaban de los brazos a sus
novias, me observaron idiotizados. Y un montón de bocinas sonaron en la calle.
El short apenas cubría mis nalgas, y el top hacía lo mismo con mis tetas. La
vestimenta generaba la sensación de desnudez, y el llamativo color de labios y
ojos terminaban de lograr que mi apariencia fuese exageradamente llamativa. Si
no fuese joven, y no tuviera todas las cosas en su lugar, me vería ridícula.
Pero, al contrario, todos parecían encontrarme fascinante.
El vigilante del edificio
tardó en reconocerme, y cuando por fin me abrió la puerta me dijo “que la pases
bien”, con una sonrisa grotesca en su rostro.
Si bien el vestuario era
excesivo, no imaginé que me esperase una noche muy diferente a las otras. Mario
me haría desnudarme despacito, me acariciaría por todas partes con sus manos
callosas. Quizá me ordenaría que llame a Andrés mientras me manoseaba. Me
metería la pija y los dedos por todas partes, y si estaba de buen humor, me
practicaría un delicioso sexo oral. Me obligaría a tragarme su semen. Yo
debería decirle que era su puta, su putita personal, su esclava, su sumisa.
Mario me abrió la puerta.
Me acarició el culo mientras entraba. Si bien el departamento estaba
silencioso, sentí el denso humo de cigarrillo. Mario no fumaba.
En el pequeño comedor había
tres hombres sentados alrededor de la mesa. En el centro de la mesa, un mazo de
cartas.
— Apa, apa, mirá la que se
tenía guardada Marito —dijo uno de ellos. Un flaco de ojos hundidos, con el
pelo rubio pajoso, con algunas canas.
— Les presento a mi putita
—dijo Mario.
Todos tenían más de
cuarenta años, y rozaban los cincuenta. Los otros dos eran un hombre de
anteojos y pelo negro, bien corto, vestido con traje. Y el último era un
musculoso, pero panzón, de remera negra, con aspecto de patovica.
— Nunca estuve con tantos —me
quejé.
Mario me acarició la
mejilla con indulgencia.
— Sólo vas a estar con los
ganadores —dijo.
— ¿Qué?
— Lo que escuchaste zorrita
—dijo el rubio de pelo pajoso.
— Vení —dijo Mario— vamos a
jugar un jueguito.
- ¿Qué jueguito? –
pregunté, intrigada y asustada.
— Eso Mario, ¿Qué jueguito?
—dijo el hombre de traje.
— Muy simple. Vamos a tirar
las cartas. El primero que saque un doce (un rey), tendrá derecho a una mamada
de mi putita.
Los otros tres festejaron
como niños. Yo estaba parada al lado de Mario, que ya estaba sentado en uno de
los extremos de la mesa. Ni siquiera se molestaron en darme un asiento.
— Esperá Mario. Entonces al
final va a estar con todos. -dijo el de traje. – ¡si los reyes son cuatro, y
nosotros también!
— Nada de eso. Sólo los
primeros dos. Los otros se quedarán con las ganas de la mamada, y esperarán al
siguiente juego.
— Que tramposo Marito —dijo
el rubio— A vos te la habrá chupado mil veces, y la podés tener cuando quieras,
no deberías participar.
— ¡Dejá de quejarte!
¿Cuándo vas a tener a una yegua como esta gratis?
— Tiene razón Mario —dijo
el de aspecto de patovica—. Encima que nos entrega este bombón te quejás.
— Vos lo decís porque sos
un voyeur y te conformás con mirar —retrucó el rubio.
— Eso no lo niego —confeso
el patovica.
— Bueno, basta de
discusiones. Empecemos, que a esta putita le encanta la verga. No la hagamos
esperar.
No dije nada. Me quedé ahí
parada, mientras escuchaba sus palabras denigrantes, y se disputaban mi cuerpo
como si fuese un trofeo.
— Así que estás casada —dijo
el hombre de traje.
Mario empezó a repartir las
cartas lentamente. Me pareció ridículo el juego. ¿Por qué no me ordenaba que se
las chupe a todos y listo? No podía decirle que no. Y no sólo debido a mi
obediencia. Estaba en un departamento con cuatro hombres. No podría hacer nada
para resistirme.
— Claro que está casada, y
al cornudo del marido lo desmayé de una trompada. No tienen idea de lo cagón
que es.
Los cuatro estallaron en
carcajadas, mientras Mario les relataba minuciosamente aquel altercado que dio
inicio nuestra sórdida relación.
— Genial. Vení acá putita.
El hombre de pelo rubio
pajoso tenía un doce de basto sobre la mesa.
— Ahí tenés maricón. Tato
que te quejabas y fuiste el primero en ganar — dijo el patovica.
No esperé a que me lo
ordene Mario. Me acerqué a ese tipo del que ni siquiera sabía el nombre. Él
empujó la silla para atrás para hacer espacio. Me puse en cuclillas, a sus
pies, en lugar de arrodillarme, para no lastimarme.
— Hacelo despacio y con
cariño zorrita —dijo. y dirigiéndose al patovica agregó—. Acá tenés, disfrutá
del espectáculo, degenerado.
— Así lo haré —dijo el
aludido, poniéndose en un lugar donde podía ver todo.
Acaricié la verga por
encima del pantalón. Todavía no estaba erecta, así que lo masajeé hasta
sentirla dura. Después corrí el cierre del pantalón, y delicadamente, saqué el
miembro, y me lo llevé a la boca.
— Esta zorrita sabe lo que
hace —dijo, sintiendo cómo lo pajeaba mientras mi lengua devoraba la cabeza del
pene.
Su miembro era normal, pero
parecía pequeño al lado de la tremenda pija de Mario, de la que ya estaba
acostumbrada. El rubio me agarró de las trenzas, y empezó a hacer movimientos
pélvicos, logrando que me trague toda su verga, y que su pelvis peluda choque
con mi rostro una y otra vez. Traté de sacármelo de encima cuando supuse que ya
iba a acabar. Pero me agarró de la nuca, y eyaculó adentro. El semen impactó en
mi garganta. Me hizo toser y escupirlo en el suelo.
— Que puerquita hermosa —dijo
el maldito.
Mientras se disputaban
quien sería el próximo en meterme la verga en la boca, me puse a limpiar el
enchastre que hice.
El siguiente a quien debía
mamar era al hombre de traje.
Este era más educado, y
dejaba que yo haga todo el trabajo, sin obligarme a tragármela entera. Me
acariciaba la mejilla con ternura, y me repetía una y otra vez lo hermosa que
le parecía, entre jadeos.
Cuando me dijo que ya no
aguantaba más, lo masturbé frenéticamente y lo hice acabar en mi cara.
— Hey, no te vayas a
enamorar amigo —le dijo el rubio, y todos rieron.
Fui al baño a limpiarme la
cara. Cuando regresé, Mario explicaba el siguiente juego.
— Ahora voy a tirar una
ronda de cartas. Sólo uno para cada uno. El que saque la carta más alta tendrá
derecho a ordenarle a mi putita que se saque una prenda. El que le quite la
última, podrá cogérsela, pero tendrá que hacerlo acá, en frente de todos.
— Pero Mario, ¿las
zapatillas cuentan como una sola prenda o dos? — preguntó el de traje.
— Como una sola.
— ¿Y los ases le ganan a
todas las demás? —dijo el rubio.
— Claro que sí. Y si hay
empate, se desempata entre los ganadores. ¿Queda claro?
En la primera ronda, al
rubio le tocó un once que nadie pudo superar.
— A ver zorrita, empecemos
por lo más aburrido. Chau zapatillas.
Me las saqué. No iba a pasar
mucho tiempo para que culmine el juego. Solo vestía el short, la tanga y el
top. Mario fue el siguiente en ganar, y me ordenó que me saque el top.
— Mirá que lindas tetitas
tiene la zorra —dijo el rubio.
— Ya ven que mis putas no
son cualquier cosa —se regodeó Mario— Carne de primera calidad.
— Bajate despacito el short
—dijo el patovica, que acababa de ganar la tercera apuesta —, date vuelta y
menea el culo mientras los hacés —agregó.
Así lo hice, y recibí los
chiflidos del rubio, Mario, y el propio patovica. El único que no se comportaba
como un infradotado cunado estaba frente a una mujer semidesnuda, era el de
traje.
Jugaron la última ronda.
Mario y el patovica empataron.
— ¿Hace falta que
desempatemos Marito? —Dijo este último—, si vos la tenés siempre. Dejámela a
mí. No vaya a ser cosa que me vaya de acá sin ganar nada.
— Qué maricón. Te parecés a
uno que ya sabés —dijo Mario, señalando con la vista al rubio— si perdés ya vas
a tener tu oportunidad, más adelante. Acá van las cartas.
Mario sacó un cuatro, y el
patovica un seis.
— Vení para acá bebé —dijo
el ganador.
Me incliné delante de él y
apoyé el torso sobre la mesa. El patovica me arrancó la tanga y la hizo
hilachas. No me importaba. En la cartera tenía otra, y Mario, a diferencia de
Andrés, no tenía problemas en comprarme ropa interior.
Se mojó la mano, y me la
metió en mi sexo.
— Ya está mojada la putita
—dijo, cosa que era cierto.
Me agarró de las caderas y
me la metió, despacito. Los otros tres no se perdían detalle de la escena. Tenía
mucha fuerza en las piernas. Cuando ya estaba dilatada, empezó a moverse con más
velocidad. La mesa empezó a desplazarse hacia adelante mientras me cogía. Cerré
los ojos, deseando que esa noche no sea tan larga como me lo imaginaba. Le
había escrito a Andrés que llegaría tarde, como tantas otras veces. Pero no
quería aparecer en casa a las dos de la madrugada.
El patovica retiró su miembro,
se sacó el preservativo y eyaculó en mis nalgas.
El hombre de traje tuvo la
gentileza de entregarme un pañuelo descartable para limpiarme.
— Muy bien, ya nadie se
puede quejar. Todos tuvieron algo de mi putita. — Exclamó Mario.
— ¿Ya se terminaron los
juegos?
— Nada de eso. Falta un último
juego. Vamos al living —dijo. Yo los seguí, desnuda.
Mario sacó de un cajón una
cajita con cuatro dvds.
— Mirá putita —dijo,
dirigiéndose a mí—. Acá hay cuatro películas diferentes. Sólo tenés que elegir
una. El juego es muy simple, vos vas a tener que hacer lo que haga la actriz de
la película que elijas. Y también vas a elegir quiénes de nosotros harán el
papel de los hombres de la película. Si tenés suerte, sólo vas a tener que
hacer un par de petes. Si no la tenés, vas a tener que lidiar con cuatro pijas
a la vez.
— Qué buena idea Marito —dijo
el patovica.
— Me imagino que hay al
menos una película donde le hacen una penetración anal y vaginal, mientras uno
se la mete por la boca, y el otro es masturbado por la misma chica —fantaseó el
rubio—. Ojalá que toque una película así.
Elegí un video al azar, sin
pensarlo mucho. El morbo que les generaba esos jueguitos, a mí me resultaba
aburrido.
Mario puso un video. En la
pantalla apareció una chica, mucho más joven que yo, completamente desnuda,
arrodillada en el piso. De repente, aparecieron en escena cuatro hombres
desnudos. La rodearon. Sus vergas estaban erectas, y se acercaban a ella. La
chica empezó a chuparlas, una por una. Mientras que con las manos masturbaba a
otros dos.
— Fijate que no usa las
manos con el que se la está chupando —dijo Mario.
Yo asentí con la cabeza.
— Y cambia a cada rato de
pija —dijo el patovica.
Era cierto. Sólo estaba
unos segundos con el miembro en su boca, y enseguida cambiaba de hombre. Los
otros giraban a su alrededor, para cambiar de turno.
Mario adelantó el video, y
se vio cómo los cuatro hombres eyacularon en su cara, dejándola repleta de
semen.
— Considerate afortunada.
Este no es el más difícil —aclaró Mario. Yo supuse que tenía razón. El más
difícil seguramente sería uno muy similar al que describió el rubio.
Mario tuvo la gentileza de
poner un almohadón en el piso, para que me arrodille sobre él. No era necesario
elegir al “actor” que haga el papel correspondiente de la película, porque de
todas formas, debían ser cuatro.
Mario y sus secuaces se
desnudaron. Mi amante ya tenía la verga inmensa al palo. El rubio y el de traje
ya estaban a media asta, y el patova se masturbaba. Me rodearon. Yo manoteé la
bestial pija de Mario, que tenía a mi derecha, y con la otra ayudé al patovica
a que se le endurezca el miembro. El rubio estaba al frente mío. Abrí la boca,
y recibí de nuevo su verga. Todavía estaba pegajosa y con un fuerte sabor a
semen.
Era muy difícil imitar a la
chica. Me costaba mucho succionar la pija sin ayuda de mis manos, y a la vez,
coordinar mis movimientos para masturbar a los otros dos al mismo tiempo.
Cuando el miembro entraba dos o tres veces en mi boca, cambiaba por otro. Les
di, sin querer, algunos mordiscones. Así que decidí no usar mucho mis labios,
sino más bien mi lengua.
Un hilo de baba caía
constantemente de mi boca, cada vez que entraban y salían esos cuatro instrumentos.
Muchas veces tuvieron que instarme a que los masturbe, porque, sin darme
cuenta, había dejado de hacerlo. La verga de Mario era la más difícil con la
que tenía que lidiar, porque me llenaba la boca, y si no la sacaba rápido, yo
comenzaba a toser y escupir.
Las mandíbulas me dolían de
tanto abrirlas y cerrarlas. Entre mis piernas, se había formado un pequeño
charco de baba. Nunca me había sentido tan sucia, ni tan humillada. El primero
en acabar fue el rubio. Pero yo tuve que seguir un buen rato con los otros
tres, con la incomodidad que me generaba tener el semen pegado en mi cara.
No sé cuánto tiempo estuve
chupándoselas, pero se me hizo eterno. Eyacularon, uno a uno en mi cara. Cuando
terminaron, Mario me agarró del brazo, y me llevó al baño.
— Mirate —me dijo, cuando
estábamos frente al espejo—. Eso sos — agregó, mientras me acariciaba el culo.
Mi cara estaba cruzada por un
montón de hilos de semen. Y en algunas partes, donde había mayor abundancia, se
empezaba a deslizar hacia abajo.
Me dejó sola. Me limpié la
cara mientras escuchaba cómo hablaban de lo bien que me había comportado. Fui a
buscar mi cartera.
— ¿Ya me puedo ir? —pregunté.
— Sí putita, después arreglamos
para otro encuentro —dijo Mario.
Sus tres compinches
coincidieron con el hecho de que les gustaría verme de nuevo.
Me puse la ropa interior
limpia y el vestido, frente a ellos. No me quise bañar ahí. Quería irme cuanto
antes.
Me tomé el colectivo,
porque temía que, en un taxi, el chofer sintiera el olor a semen que todavía
había en mi cuerpo. Me senté en el fondo, apartada de los otros pasajeros. Me
saqué la pintura del labio, y el resto del maquillaje. Y de repente, me largué
a llorar.
Llegué a casa a medianoche.
Me di una ducha antes de meterme en la cama con mi marido.
— ¿Estás bien? —me preguntó
Andrés, al notarme turbada.
— Sí —le contesté.
Me dio un beso en el hombro
y en seguida se durmió.
Fin
12
Siempre fui un perdedor. En
la secundaria era el típico chico al que todos molestaban. Malo en los deportes,
con aspecto de nerd, pero sin las ventajas de la inteligencia que supuestamente
venían junto a esa condición. Tímido hasta la desesperación. Torpe. Apocado. Y,
por su puesto, terminé la secundaria siendo virgen.
Tenía pocos amigos. Y la
mayoría de ellos se fueron alejando de mi vida (y yo de la de ellos). El único
con el que conservaba contacto regular era con Marcos. A él lo conocí en mi
solitaria época de adolescente. Era dos cursos más avanzado que yo. No éramos realmente
amigos en ese entonces, porque a esa edad, llevarse dos años es demasiado. Pero
siempre me trató bien, y más de una vez me salvó de alguna golpiza de los
abusadores de la escuela. Años después fuimos compañeros de trabajo durante un
tiempo, y ahí fue cuando se afianzó nuestra relación. Era el único amigo que me
quedaba, y por eso, cuando Valeria me dejó y empecé a leer los relatos, fue el
primero y el único al que llamé para contarle mis penas.
Cuando terminé de leer el
relato de Mario, vi que me habían llegado varios mensajes. Revisé ansioso el
celular, deseando que fuese Valeria, pero se trataba de Marcos, quien me había
dejado tres mensajes. Pensé que seguramente estaría preocupado por mí. No me
molesté en leerlos. Sabía que me encontraría con el mismo texto que me mandó a
la noche, “no leas los relatos”. Demasiado tarde amigo.
Ya había amanecido, el día
estaba hermoso y los pajaritos comenzaban a cantar. Si esto fuese una película
con finales trillados, ese bello amanecer, simbolizaría un final feliz, o un
nuevo y venturoso comienzo para el protagonista. Pero eso estaba por verse.
Me resultaba difícil
decidir si alguna vez podría perdonar a Valeria. Supongo que ni siquiera debía
plantearme la posibilidad de hacerlo o no hacerlo, pero las cosas no son tan
simples. Algunos quizás llegaron a estas líneas esperando una venganza
implacable. A todos ellos, sigan esperando.
De todas formas, incluso si
la perdonara, era inviable empezar la relación de cero. Más allá de todo esto jamás
podría perdonarme a mí mismo. Mi visión inocente y desganada sobre la vida, mi
cobardía, mi desinterés por los detalles, y tantas otras falencias, me costaron
mi matrimonio. Un matrimonio, que probablemente nunca existió más que en los
papeles.
Siempre asumí que Valeria
valía más que yo. Que debía estar agradecido con la vida, porque una mujer como
ella se diera vuelta a mirar a alguien con tantos defectos y tan pocas
virtudes. Me convencí de que nuestra relación marchaba al ritmo de sus deseos,
y no hice nada cuando empezó a pasar menos tiempo en mi cama, y más tiempo en
la calle.
No sé si hubiese podido
contener a una mujer tan caprichosa y desprejuiciada como ella. Pero lo que sí
sé es que nunca lo intenté.
Al otro al que no podría
perdonar nunca era a Mario. Su placer por la humillación de otros, su
prepotencia, su agresividad, y ahora que había leído los relatos, su misoginia,
su sadismo, y su crueldad absoluta, eran cosas que nadie debía dejar pasar.
Es cierto que Valeria lo
provocó y se dejó caer en sus garras. Pero lo demás, obligarla a vestirse como
puta, arriesgando a que se exponga ante todos. Humillarla cada vez que la
poseía, y sobre todo, obligarla a copular con tres desconocidos. Mario era un
hijo de puta con todas las letras. Y si no fuese Valeria, sería otra chica,
probablemente más inocente, la que convirtiera en su puta personal.
No me podía sacar de la
cabeza la posibilidad de que, en ese mismo momento, Valeria estuviese con él.
Tal vez atada y amordaza, mientras usaba su cuerpo como un juguete sexual.
Valeria me venía dando
señales desde haía tiempo, y yo me negué a verlas. Sólo cuando vi un montón de
indicios junto empecé a abrir los ojos.
Recordé cómo, por la noche
(hace mil años), dejó el teléfono celular sobre la mesa, y se fue a bañar.
Probablemente muchas veces había hecho algo similar, pero recién en ese momento
me digné a prestar atención a los indicios, y me animé a revisarlo. Sin dudas
Valeria esperaba recibir algún mensaje a esa hora. Probablemente les pidió a
sus amantes que lo hagan justo en ese momento. A esas alturas, sus llamados de
atención eran un pedido de socorro.
Ella necesitaba que yo
sepa. Necesitaba sacarse de encima al lastre de su esposo. Al no tener que
ocultarme su doble vida, sería libre de nuevo. Hasta podría dejar a Mario sin
temor a represalias.
Era raro. No había dormido
por muchas horas, pero me sentía más lúcido que nunca. Fui a la cocina. Agarré
un cuchillo afilado, no muy grande, ya que necesitaba esconderlo en mi cintura.
Salí de mi casa. Era la primera vez en mi vida que me sentía tan determinado.
Eran las cinco y media de
la mañana. Las calles estaban desiertas. Sólo tenía que caminar trescientos
metros, pero se me hicieron larguísimos.
Cuando llegué, no me
molesté en tocar el timbre. Me trepé por las rejas. Recordé que Mario tenía un
perro, pero por lo visto estaba en el fondo. Golpeé con violencia la puerta. Si
despertaba a algún vecino, tanto mejor.
— Qué querés, idiota —escuché
la voz de Mario al otro lado de la puerta.
— Dónde está mi mujer —exigí
saber.
Él, confiado, abrió la
puerta.
— Aparte de cornudo sos
boludo vos, que te pen…
No lo dejé terminar. Le
devolví la trompada que me había dado hacía unos meses. Pero apenas se movió, y
mi mano me dolió mucho.
— Ah, sos loquito vos
—dijo. Me agarró del cuello y me metió para adentro.
Me dio una piña en la panza
que me dejó sin aire.
— Así que ahora sos el
príncipe azul. —lo escuché decir.
Intenté sacar el cuchillo
de la cintura, pero antes de lograrlo recibí una patada en la cara. Mi nariz y
boca sangraban. Las encías dolían mucho. Sentí un diente flojo, y el labio
inferior tenía una herida profunda. Quise aferrarme al cuchillo, quise
levantarme y pelear. Pero no me podía mover. Mario me sacó el cuchillo de mis
débiles manos.
Voy a morir, pensé. Tenía
la vista nublada. Me preguntaba dónde clavaría el cuchillo.
Pero entonces lo escuché
gritar, dolorido. Y después algo parecido a un palo chocando con un balde de
plástico. Mario cayó al piso, a mi lado. Estuve cerca de que me aplaste.
Durante un instante pensé
que quien lo había golpeado había sido Valeria. Una historia tan bizarra como
esta terminaría con un final acorde. Finalmente era ella la que acudía a mi
rescate. Sin embargo, el que me habló fue un hombre.
— Andrés ¿Estás bien? —lo escuché
decir— ¿Estás bien?
— ¿Marcos? —susurré, reconociendo
a mi viejo amigo—. Marcos ¿Por qué…?
Entonces me desmayé.
Desperté en su casa catorce
horas después.
— Qué suerte que no tenés
nada grave —dijo.
— Me salvaste. ¿Qué hacías
ahí?
Tenía la boca hinchada, y
apenas podía hablar.
— No me contestabas los
mensajes —aclaró, y cambiando de tema, agregó—. Tenés que ir a que te vean esas
heridas. Principalmente la del labio.
— ¿Está muerto?
— Ni idea. Al final los
leíste, ¿no?
Por una vez en la vida, mi
cabeza funcionó con perspicacia.
— Vos tam… Vos también
estás en los relatos —dije, y no era una pregunta—. Por eso no querías que los
lea.
— Fue una sola vez —me prometió,
con cara de congoja—, te juro que fue una sola vez. Fue cuando me quedé a
dormir en el sofá de tu casa. Me buscó a la madrugada, cuando dormías. No le
pude decir que no.
— Y quien puede hacerlo
—respondí.
— Después de eso, la
esquivé como si tuviera lepra.
Supongo que después de todo
lo que había leído, y teniendo en cuenta que me acababa de salvar la vida, no
podía reclamarle nada. Al menos en ese momento.
— ¿Y Valeria?
— Ni idea. En lo de Mario
no estaba.
— ¿Y con quien está?
— Quizá con nadie.
Me quedé unos días en su
casa. Me hice atender las heridas. Por lo visto Mario estaba en terapia
intensiva. Circulaba el rumor de que uno de los drogadictos a los que le vendía
drogas lo había atacado salvajemente.
Seis meses después
Sé que ahora está con sus
padres. Doña Beatriz y don Román son buenas personas. Incluso cuando ella les
dijo que me oculten su ubicación, me llamaron y me lo informaron. Mario, por
fin, pasó al otro mundo. Y mi héroe Marcos, quedó totalmente indemne de la
situación. Tampoco hubo imputados. A nadie le importaba quien había matado a un
dealer de poca monta. Mario se creía Tony Montana, pero era solo otro rastrero
más. Totalmente reemplazable. El inútil aparato de la justicia nos jugó a
favor.
Volví a casa. Muchos
vecinos me miraban con curiosidad, y algunos se animaban a preguntarme por
Valeria. Yo les contestaba, sin vueltas, que nos separamos.
Mi amistad con Marcos
continúa. No sólo por haberme salvado, y luego cuidado. La forma en que Valeria
lo había seducido, yendo semidesnuda en mitad de la noche, a donde él estaba
durmiendo, casi podía considerarse una violación. Y así se relata en el cuento
“Con el amigo de mi marido, mientras duerme”. Tengo que admitir que todavía me
masturbo leyendo algunos de sus relatos. Pero ya no sintiendo que estoy leyendo
cómo se cogen a mi mujer, porque el marido de Valeria, ese de los relatos, es
otro distinto a mi yo de ahora.
Creo que por fin hay algo
que entiendo de mi mujer. Escribir sobre los sucesos de su vida y compartirlo
con desconocidos, es una especie de catarsis. Por eso ahora, en homenaje a
quien, para bien o para mal, es la mujer de mi vida, publico mi historia.
Ayer recibí un llamado de
Valeria. Pero no le contesté. Ahora estoy rehaciendo mi vida y no quiero volver
al pasado. Quizá más adelante podamos tener una charla agradable, pero por
ahora no.
Fin
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